Por Nicolás Márquez
A
diferencia de los dictadores que integran el club del “Socialismo del
Siglo XXI” (Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa) que reformaron en
tiempo y forma la Constitución de sus respectivos países a los efectos
de perpetuar sus pertinentes proyectos, el kirchnerismo en casi diez
años de régimen nunca intentó algo serio al respecto. ¿Por qué razón?
Pues porque Néstor Kirchner había diseñado la trampa del matrimonio
presidencial y ello permitía la alternancia conyugal indefinida.
¿Para qué complicarse en una empresa política de éxito incierto como
una reforma de ese tenor si con esta argucia marital ya tenían
garantizada la posibilidad de perpetuar el proyecto matrimonial en el
poder?
Pero justo en un clima de notable descontento social, Néstor Kirchner
murió repentinamente una mañana de octubre del 2010 (el año anterior
había sido vapuleados en las urnas), y ello, políticamente benefició a
la viuda, puesto que el efecto “compasión” y el redescubrimiento de una
mandataria que hasta entonces vivía a la sombra de su esposo, reconcilió
transitoriamente al oficialismo con la clase media.
Luego, Cristina obtuvo un tercer mandato matrimonial, pero ahora sí,
ante el deceso de Néstor se necesitó imperiosamente la reforma
constitucional (tal como ya lo había hecho su difunto esposo en la
Provincia de Santa Cruz cuando este era propietario y gobernador de la
misma).
El kirchnerismo es un proyecto familiar y económico enfermo de poder y la eternización de su programa está en su genética.
Por motivos varios todo indica que fracasaron los intentos de tratar
de posicionar a Máximo Kirchner como legatario dinástico del clan y el
merecido descrédito que padece Amado Boudou colocaron al oficialismo en
una desesperante situación de herencia vacante.
Para mal de males, el resto de los funcionarios de confianza del
régimen cuentan con un alto repudio social y ninguno está en condiciones
políticas de osar postularse a presidir una mesa de té.
Cristina necesita retener el poder no sólo por su patológico afán
caudillista, sino que sabe que si se queda sin las mieles del trono,
deberá enfrentar y explicarle muchas cosas a la Justicia, la cual quizás
vuelva a ser independiente cuando el kirchnerismo entregue el poder y
las instituciones recuperen su funcionamiento normal.
“O hay reelección o vamos presos” suele ser el lema de cabecera en los círculos más altos del gobierno central.
¿Cómo alcanzar la reelección sin reforma de la Constitución? ¿Cómo
reformar la Constitución sin el consenso de la clase media? ¿Cómo
levantar tal iniciativa ante perspectivas electorales tan desalentadoras
para el 2013?
Supongamos por un rato que en aras de recuperar fortaleza política,
el 7 de diciembre el régimen acabe definitivamente con la prensa
independiente: ¿acaso ello no indignará más a la ciudadanía y divorciará
definitivamente y sin retorno a la clase media del kirchnerismo?
Vale decir, si el oficialismo se sale con la suya en esta pulseada
obtendrá un transitorio triunfo político, pero sellará definitivamente
una derrota electoral con resultados mortales. ¿Cómo salir entonces de
esta encrucijada?
El kirchnerismo es una fuerza política que nunca estuvo acostumbrada a
dudar y siempre se caracterizó por la ejecutividad compulsiva. Esta
funcionó mientras el olfato político tuvo rasgos de astucia, el relato
era creíble para muchos y hubo plata ajena para repartir. Ahora el
olfato político se ha perdido, el relato ha sido desenmascarado y cada
vez hay menos plata ajena para mantener a la clientela satisfecha.
La dictadura kirchnerista hoy se encuentra atravesada por la duda y
ésta no sólo es ajena a la naturaleza de los despotismos, sino que suele
ser la causa de su propia autodisolución. La prepotencia vacilante no
suele dar buenos resultados y ello explica por qué el régimen en el
último año perdió no sólo la iniciativa política y discursiva, sino
también las calles y el consenso, contexto por demás sombrío para un
proyecto basado esencialmente en la prepotencia física y el populismo
reelectivo.
Nicolás Márquez