lunes, 25 de febrero de 2013

BENEDICTO XVI, EL PUENTE HACIA EL FUTURO DE LA IGLESIA


Fue claro y contundente respecto de la defensa de la familia y su configuración natural. Familia, vida y libertad religiosa: "principios no negociables".
Carlos Beltramo - Population Research Institute
(ArgentinosAlerta.org) El 11 de febrero de 2013 será recordado para siempre como el día en que un Papa renunció a su cargo por primera vez en 600 años. Mucho se ha dicho de esta impactante noticia y no vamos a repetir lugares comunes. Ha sido una decisión tan fuerte que en Occidente a nadie ha dejado indiferente. Algunos comprenden la decisión del Papa y lo apoyan en su humildad, sinceridad, valentía y cercanía con el Señor. Otros aprovechan para hacer escarnio de Benedicto XVI y de la Iglesia en general.
Se ha comentado que aparentemente el Papa “se bajó de la cruz”. No es cierto: al renunciar abrazó la cruz de la manera más fuerte que podemos imaginar. Lo dejo entrever en la audiencia del miércoles 13, la primera aparición pública desde su renuncia, en las únicas palabras improvisadas del discurso: “He sentido casi físicamente en estos días, no fáciles para mí, la fuerza de la oración que el amor de la Iglesia y los rezos de todos ustedes me han procurado.”
Se abre un nuevo tiempo para la Iglesia que empieza por tener que elegir un Papa en un tiempo breve. Ahora mismo hay apuestas, corazonadas, deseos. Todo lo tenemos que poner en manos de Dios que Él enviará su Espíritu para iluminar a los cardenales que se reunirán en Roma en pocas semanas.
Pero también es un buen momento para repasar la herencia que nos ha dejado Benedicto XVI durante su pontificado. Algunos pensaron que sería un Papa de transición. Si por transición se entiende “un tiempo en el que no se toca nada y se espera que venga alguien a iniciar algo nuevo”, este pontificado no fue de transición. Pero si por transición se entiende el paso de un estilo como el del Beato Juan Pablo II Magno, hacia otro estilo diferente, efectivamente este pontificado fue de transición. Y es que la figura del Papa Magno fue tan poderosa que podemos pensar que se corría el riesgo de que quien lo sucediera estuviera pensando demasiado en cómo parecerse o no parecerse a Karol Wojtyla.
Eso no le pasó a Benedicto XVI. Él, amigo del papa Juan Pablo II, continuó muchas cosas pero en otras le imprimió su propio estilo, más calmado, más intelectual: si Juan Pablo II parecía un ejército en batalla, Benedicto XVI parece más bien el servicio de inteligencia. Así sirvió de verdadero puente: el nuevo Papa, que tendremos en pocas semanas, verá en sus dos predecesores figuras de apoyo y de ejemplo, pero sus estilos no lo presionarán. Sabemos que contará desde el minuto cero con la iluminación especial del Espíritu Santo, pero en el aspecto humano estará más libre para ser “él mismo”, desarrollar su propio estilo. Gracias a Benedicto XVI el mundo está preparado para entenderlo.
La transición de Benedicto XVI fue un verdadero puente. Ser puente implica pararse en las dos orillas y construir una estructura sólida por la que pase la Iglesia. Y esta estructura sólida es precisamente la herencia que nos deja, llena de riqueza, este Papa.
Podríamos hablar de su combate frontal y sin cuartel contra la pedofilia, de su mano tendida hacia el mundo actual –empezó criticando la dictadura del relativismo y tuvo un punto culminante en el discurso en la Westminster Hall en 2010–, de su búsqueda de no abandonar la tradición de la Iglesia en la liturgia, de sus esfuerzos por limpiar los manejos financieros de la Ciudad del Vaticano –no siempre fieles al espíritu cristiano.
En el medio hubo vicisitudes inesperadas e insospechadas, como el falso conflicto con los musulmanes por el discurso de Ratisbona –un discurso a favor de la paz que fue manipulado y sacado de contexto–, el problema con los lefevbristas –especialmente con Mons. Williamson y sus declaraciones poniendo en duda las acciones de Hitler contra los judíos–, el descubrimiento de la inmoralidad de Marcial Maciel y de todos los pederastas en la Iglesia, especialmente en el caso de Irlanda, y, el más importante, el conocido como escándalo Vatileaks.
Los mayores problemas de su pontificado vinieron de parte de gente que tenía la confianza de la Iglesia. Como dijo con claridad en su viaje a Fátima de 2010: "Hoy las mayores persecuciones contra la Iglesia no vienen de fuera, sino de los pecados que están dentro de la propia Iglesia". Hasta en eso nos dio lecciones de no echarle la culpa a los demás cuando de lo que se trata es de hacer examen de conciencia.
Pero también denunció los ataques externos que sufre la Iglesia y la causa de la Verdad. Por eso habló de que los católicos podemos y debemos intervenir en la vida pública, pero sabiendo que hay “principios no negociables”, como la defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, la familia y la libertad religiosa. Esta forma de ver las cosas nos lanzó hacia la vida política, social y cultural pero también trazó las líneas rojas que lamentablemente algunos católicos quieren relativizar.
Fue claro y contundente respecto de la defensa de la familia y su configuración natural. Sabía que sería atacado, pero eso no le importó. A finales de año pasado dijo a Cardenales y personal que trabaja en Roma:
  • "el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más profunda. (…) Ahora se ve claro que aquí está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres".
Y en esta visión tan profunda su mensaje también se dirigió, en este tiempo, a una cuestión que en el Population Research Institute nos ocupa absolutamente: la relación entre verdadero desarrollo y respeto a la vida y la familia. En su encíclica Caritas in Veritate decía:
  • La concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores irrenunciables de la vida y de la familia. No es correcto considerar el aumento de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste pensar, por un lado, en la notable disminución de la mortalidad infantil y el aumento de la edad media que se produce en los países económicamente desarrollados y, por otra, en los signos de crisis que se perciben en la sociedades en las que se constata una preocupante disminución de la natalidad.”