Obras de Jordán Bruno Genta (1)Por P. Javier Olivera |
A 40 años del asesinato del profesor Jordán Bruno Genta
(1909- 27 de octubre de 1974), muerto por Dios y por la Patria en la
solemnidad de Cristo Rey, presentaremos aquí y en el próximo post dos
apuntes biográficos realizados por su hija, María Lilia Genta y su
esposo Mario Caponnetto.
En
el próximo daremos a conocer algunas de sus obras, confiados en que su
ejemplo nos mueva a buscar la Verdad que hace libres para
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, IVE
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER EL ARTICULO
Jordán B. Genta
Apuntes biográficos[1]
Por María Lilia Genta
A
diez años de su muerte, los jóvenes nos preguntan acerca de la
trayectoria espiritual e intelectual de mi padre. Alguien con buena
pluma y talento de historiador acometerá esta tarea que me excede. Pero
intentaré dar algunas respuestas. Aparte del dato concluyente de su
sangre derramada “sobre el asfalto y el lirio”, como diría mi madre, su
figura ha quedado, por imperio de las circunstancias políticas que
rodearon su muerte, un tanto parcializada en el Genta de Guerra Contrarrevolucionaria o El Nacionalismo Argentino. No
desmerezco, en absoluto, la eficacia de estos libros que ya forman
parte de todo proceso de “iniciación” de quienes se acercan a nuestra
doctrina. Nosotros comenzábamos por la lectura de los discursos de José
Antonio y en nuestro interior se unían la fervorosa adhesión a su
poética-política y la reverente admiración frente a su muerte: las cinco
rosas de sangre sobre la camisa azul. La generación de nuestros hijos
tiene mártires propios, argentinos. Es justo que el testimonio final y
los escritos “combativos” sean los que la conmuevan más. Pero la
conmoción es sólo el primer paso hacia la reflexión.
Para
intentar un perfil de Jordán B. Genta y señalar algunos hitos de su
camino hacia el martirio, apelaré a testimonios escogidos de las cartas
que el Padre Elíseo Melchiori me enviara después de la muerte de su
“amigo y hermano Jordán”. Ellos tienen un valor inmenso. Recuerdo las
palabras que el Padre pronunciara durante una Misa que rezó en la
iglesia del Socorro: “si pude permanecer fiel a mi sacerdocio fue sólo
gracias a Dios y a Jordán”. Hubo en esta amistad algo misteriosamente
teológico que me fue develando Elíseo —maestro de la epístola— en sus
cartas, pero como todo lo mistérico, nunca totalmente.
Quiero
centrar estas pinceladas biográficas de mi padre en su aventura hasta
llegar a Dios y a la imitación de la Cruz. Imposible entender cabalmente
la escena final en que cae acribillado, intentando concluir el Signo de
la Cruz, sin comenzar por referirme a mi abuelo, Carlos Luis Genta.
Tesis y antitesis. Era don Carlos enjuto y amargado; comía solo, incapaz
de la compañía en la mesa, cuidando su estómago supuestamente enfermo
(murió casi centenario). Tenía un carácter de los mil diablos,
cascarrabias insoportable de toda la vida y no por efecto de los años;
y, para mayor desgracia, muy culto y “leído”. Sin pasar aún a antinomias
espirituales, nada podía contrastar más con su porte que la gruesa
figura de su hijo Jordán, amante de la buena mesa y las largas
sobremesas y del “bon vin” compartido con los amigos. Como la otra cara
de la hiel amarga de don Carlos, la alegría de vivir y la risa, la risa
incomparable de mi padre, que fue maestra en mi vida tanto como su
palabra y su muerte.
Fue
don Carlos también —y esto es lo que importa— un ateo contumaz como ya
no quedan. Su vida giraba en torno de un singular odio a Dios y en el
cultivo cotidiano de ese odio. Las “sociales-democracias” nos han
matufiado tanto las cosas que ahora los cristianos son socialistas y los
marxistas trabajan de cristianos. Todo anda mezclado, las mayorías ya
no se preguntan si existe Dios o no. La religión ha quedado relegada a
una muestra folklórica para turistas en las viejas ciudades del
Occidente “cristiano”. Pero en mi abuelo no había matufia alguna. Ateo,
“comecuras”, anarquista. Me libré de tener un abuelo masón porque de tan
anárquico no soportó la masonería (aunque por algún tiempo acudiera a
la misma logia con don Alfredo Palacios). Vuelvo a repetir: culto para
nuestra desgracia porque nos recibía recitando el “Himno a Satanás” o
nos regalaba con los versos de Leopardi, en versión italiana o
castellana, según los días. Su conversación se hacía muy interesante
cuando lo llevábamos al terreno de la música o la pintura, menos
polémico por cierto. Pero no había visita en que nos perdonara dolerse
por las tres “traiciones” de mi padre que, a saber, eran: ser filósofo y
no médico, haberse atrevido a casarse con una “española” y, por último,
lo que no le permitía vivir en paz, ¡el Bautismo!, la conversión
religiosa y, en menor grado, la toma de postura filosófica y política
tan opuestas a las de don Carlos Luis.
En
este siglo de notables conversos, no me digan que la muerte en y por
Cristo de Jordán B. Genta, educado por semejante padre, alumno
posteriormente de la Universidad reformista, no es una misteriosa,
insólita “aventura de la Gracia”.
Siendo
ateo y marxista mi padre ingresa a la Universidad de Buenos Aires. Dios
pone en su camino a Coriolano Alberini, escéptico, no creyente, pero
crítico implacable, irónico y despiadado de los ideologismos. No sé si
ese gran maestro alguna vez supo que él, más allá de sí mismo, fue el
primer viador de la Gracia para con su discípulo. Este es el primer
hito: abandona el marxismo. Al rendir su último examen de estudiante le
sobreviene una hemoptisis; así se manifiesta la tuberculosis. Pese a
ello se casa con mi madre en febrero de 1934 y se van a las sierras de
Córdoba en busca de la “climoterapia”. Es el segundo hito: en el
obligado reposo serrano de un año, mi padre “descubre” a los griegos,
los estudia en serio ya que en la Facultad donde cursara la carrera el
lema era “hay que desaristotelizar la Universidad”.
Había
sido mi padre discípulo dilecto, también, de Francisco Romero (como
consta en su correspondencia) y por eso éste le pide a Alejandro Korn
que visite en uno de sus viajes a ese jovencito Genta, esperanza de
continuidad de los filósofos positivistas de nuestra Universidad
oficial. Korn accede; mi padre le habla con entusiasmo de sus nuevas
lecturas y éste, prefigurando el futuro, lo interrumpe de repente y
dice: “Genta, usted se nos va”.
El
tercer hito: la enfermedad remite espontáneamente, mi padre cura sin
ningún tratamiento. Entonces va como profesor a Paraná. Siempre nos
decía que la enfermedad lo había eximido de enseñar el error. En Paraná
se encuentra con el doctor Álvarez Prado. Es este intelectual católico
el que le acerca las primeras obras históricas revisionistas. Genta se
encuentra con la Patria, con su raíz, con su historia. Álvarez Prado lo
vincula al clero entrerriano, clero atípico, imposible de encasillar,
por la gracia de Dios. Jóvenes curas de singulares inteligencias y
poderosas personalidades que tuve el don de tratar en las sobremesas de
mi casa y en los lugares geográficos más insólitos a lo largo de mi
infancia y juventud. Clero con un profundo sentido nacional amén de
buena teología y “militancia nacional” (más de lo que el Obispo de
aquella época deseaba).
Van
a ser dos los cortes drásticos entre mi padre y su mundo intelectual
anterior. José Babini, en cierta ocasión, lo invita a hablar por radio,
en Santa Fe. Mi padre hace el elogio de Los grados del saber,
de Maritain (de allí que, a pesar de sus divergencias
político-filosóficas, conservara siempre un gran amor a Maritain, otro
de los “viadores” elegido por Cristo para su conversión). Esta alocución
provoca una amonestadora carta de Francisco Romero ya muy alarmado por
los caminos emprendidos por el discípulo díscolo que se le iba de las
manos.
Llega
el 36 y los argentinos se definen por o contra España. En España están
nuestras raíces. Mi padre abraza la Cruzada Nacional y, por ende, afirma
nuestra propia identidad como nación. Aquí sobreviene el corte
definitivo con sus viejos amigos que optan por la República. Me dice el
Padre Elíseo, en carta fechada el 7 de diciembre de 1976: “Cuando yo lo
conocí en 1938 ya estaba en y amaba la Verdad, sin reserva alguna. De la
admiración de la muerte de Sócrates a la que siguió fiel, al comentario
estremecedor de las Siete Palabras de Cristo en la Cruz, hay sin duda
una ascensión indescriptible”.
Me
narra el Padre Elíseo en sus cartas la historia completa del largo
proceso de conversión. Me señala sus diversas etapas. No me parece
oportuno aportar otro dato, en este momento, que la fecha y lugar de su
bautismo, a los treinta años: fue en el año 1940, en la Inmaculada de
Santa Fe, meses antes de mi nacimiento.
Otro
sacerdote me dijo una vez algo que sintetiza esta “aventura” que
culmina en el martirio: “su padre siguió el camino de la humanidad”.
Grecia, Roma (en este punto se encuentra con su Patria carnal) y luego
Cristo. Todo esto le llevó años de reflexión como conviene a un
filósofo. Claudel, el poeta, se convierte en un “derrepente”, anonadado
por la Belleza.
Quiero
explicar por qué Genta, filósofo, es menos conocido que Genta,
doctrinario político, al igual que sus obras más profundas, El filósofo y los sofistas, La idea y las ideologías,
los comentarios de San Agustín, y por qué “perdió”, para algunos, los
últimos quince años de su vida en escribir para las Fuerzas Armadas casi
exclusivamente. Críticas semejantes se escuchan sobre el Padre
Meinvielle. ¿Por qué éste se dedicó a escribir más obras apologéticas
que especulativas? ¿Por qué mi padre dejó su Metafísica inconclusa?
¡Cuánto más cómodo hubiera sido para ambos quedarse sólo en la
especulación! Meinvielle amaba, y por eso le dolía, la Iglesia de su
tiempo. Era sacerdote por sobre todas las cosas; con su mente lúcida
percibió todos los errores que corroían a la Cristiandad y con su
temperamento vehemente les salió al cruce. Mi padre, con certera agudeza
profética, percibió el plan de operaciones de la Revolución en la
Argentina, el intento de destruir a las Fuerzas Armadas, el asalto al
poder, la inevitable lucha en la que, obviamente, las fuerzas militares
jugarían un papel incuestionable. Amaba a su Patria carnal, estaba
entrañablemente unido a su destino histórico y sabiendo lo que se venía
no podía “no participar”. A pesar de que la Metafísica fue su verdadera
vocación, dejó su obra filosófica inconclusa, como dejara José Antonio
su estudio de abogado y su vocación de intelectual para lanzarse por los
caminos de España con su poética-política. Así mi padre, sabiendo que
la lucha iba a ser armada se dedicó a adoctrinar a las Fuerzas Armadas
como tarea inmediata, no porque ignorara que el filosofar está antes que
el obrar, sino porque sin un mínimo de orden en la Ciudad muy difícil
resulta sostener “quaestiones disputatae”. Si como resultado de
su apasionada prédica consideramos al Proceso de Reorganización
Nacional —su ceguera política— diremos: Genta murió para nada. Pero si
recordamos a los pilotos muertos en la Guerra del Atlántico Sur, a
quienes cayeron en las emboscadas en los cañaverales tucumanos y, ¿por
qué no?, a los jóvenes oficiales y suboficiales que derribaron en la
noche las puertas de las guaridas guerrilleras (con sus cárceles del
pueblo y sus arsenales) para enfrentarse con la muerte, a los que cada
noche expusieron sus vidas para que los filósofos siguieran filosofando,
los escritores escribiendo, los mercaderes mercando, los politiqueros
charlando, los empleados “tirando”, los obreros trabajando (pese a
Martínez de Hoz), la muerte de mi padre adquiere su verdadero sentido.
Mientras los “inquisidores” de ahora tratan de encontrar corruptos (que
los hubo) en la que llaman “guerra sucia”, yo, “con ojos mejores para
mirar la Patria”, rindo homenaje en nombre de mi padre a estos jóvenes
oficiales que, a pesar de la pésima conducción política, se sacrificaron
por la Nación Argentina y por todos nosotros. Oficiales y suboficiales
que en lugar de corromperse en la guerra se acercaron a Dios por la
senda del Calvario. Ellos hubieran preferido la Cruzada. Pero no hubo
San Luis, ni hubo Caudillo. “Oh Dios, que buenos vasallos si oviese buen
señor”. Por ellos y por mi Patria doy gracias a Dios que mi padre no
fuera “nada más” que un intelectual.
Para
dar fe de esto vuelvo a remitirme a las cartas del Padre Melchiori: “El
catolicismo argentino contemporáneo nada podría presentar al mundo en
materia política —no digo doctrinal, no porque no lo sea, sino porque es
vitalmente mucho más que un eximio tratadista— nada podría presentar al
mundo si no se nos hubiera regalado desde arriba a tu padre. En él,
doctrina, vida y muerte no pueden separarse. Y no puedo tomar distancia
para juzgar la cosa como un intelectual. El “partido intelectual” como
decía Péguy y el “partido devoto” —idem— se caracterizan por la matufia
continua. Disponen de las ideologías para pasarla bien y para gobernar
las chauchas —o lentejas— con lo que todo se compra y todo se
prostituye. Con todo respeto, por si me equivoco, tu padre no fue nunca
ni por un solo instante ni del partido devoto ni del otro. Eso lo había
decidido él antes de que nos conociéramos, cuando Francisco Romero lo
tentó con una beca en Francia. La carta está en sus carpetas. Yo la leí
porque él me la mostró. “Amicus Plato, magis amica veritas”. Si
quieres publica esta carta, no me opongo, pero sin quitar ni atenuar
nada. Me estremezco ante la idea de disminuir su grandeza. Esa es mi
única preocupación: la grandeza de tu padre” (6 de noviembre de 1975).
Creo personalmente, con gran reverencia, que luego plugo a Dios “regalarnos desde arriba” a Sacheri.
Evoco
a mi padre en el amor. En el de la Cruz y en el del banquete. Mi padre
amó cálida, profunda y expresivamente. Amó a su mujer, a su hijo Jordán
Oscar, a mí, a sus amigos, a su Patria y a su Cristo. También gozó de
todos los bienes con que nos obsequió el buen Dios —la vid y el olivo—.
Pudo ser más o menos pobre con toda naturalidad porque nos recordaba con
frecuencia: “pobreza es nada tener y todo bien poseer con entera
libertad”.
Este
opúsculo quiere ser un testimonio de amor: la última conferencia (su
testamento político y la gota que rebalsó el vaso para sus enemigos), el
prólogo de mi esposo —su discípulo por dieciocho años—, el gesto de
quien paga esta edición —también su discípulo— que con ésta y otras
obras demuestra que entendió que es bueno el tener si sirve al ser.
También buscamos el mismo taller gráfico en que se imprimía Combate,
periódico orientado por mi padre, en cuyas páginas se ocupaba de la
Argentina cotidiana, y que, con mi esposo, diagramamos durante algunos
años.
Y
porque quiere ser una obra de amor en el Amor, para finalizar vuelvo a
recurrir al testigo de su misterioso camino hacia Dios: “Quede en pie lo
que tengo fijo en mi cabeza desde la Misa del sepelio de Jordán: su
eficacia, su cátedra, su vida terrenal, su ejemplo, su vivencia, se
multiplican por el infinito en el más allá. Porque lo dijo el Señor de
Sí mismo: si el grano de trigo no muere no hay germinación. Dios no
permita que nuestras falencias resten o impidan su gracia salvadora”
(Carta del 17 de abril de 1976).
María Lilia Genta
[1] Estos Apuntes fueron escritos y publicados como prólogo al opúsculo Testamento político
al cumplirse diez años de la muerte de mi padre. Han pasado veintiocho
años y la situación de esas Fuerzas Armadas a las que mi padre dedicó
sus mejores esfuerzos, sobre todo al final de su vida, se ha deteriorado
hasta límites que en 1984, recién instalada la democracia, no podíamos
siquiera imaginar. Mientras escribo esta nota veo la silueta de la Fragata Libertad,
que parece dibujada en las pantallas de los televisores… secuestrada en
Ghana. Pero sigo pensando que sólo la sangre redime y salva. Que si
permanecemos inasequibles al desaliento lograremos hacer crecer ese
grano de mostaza que es la sangre derramada por mi padre para la
salvación de nuestra patria carnal y la regeneración de sus Fuerzas
Armadas (MLG).