De la proposición 80 del Syllabus y los mitos que la rodean
Circula en ciertos ambientes una suerte de leyenda dorada del
magisterio que aplica en base a un prejuicio de época el adagio de los
romanistas: in claris non fit
interpretatio.
Pero se trata de un mito que la historia desmiente. Toda vez que no
haya error, lo cierto es que las expresiones del magisterio admiten
grados de claridad en su formulación, de modo que se pueden establecer
comparaciones entre diversas fórmulas sobre un mismo tema, por ejemplo,
entre León XIII y Pío
XII en una o muchas cuestiones; pero lo que no
se adecua a la realidad histórica es decir que un documento como el Syllabus, en todas y cada una de sus
partes, es tan claro en su formulación como para no dar lugar a
interpretaciones contrastantes dentro de la Iglesia. Por el
contrario, la historia ha probado que el documento recibió distintas
interpretaciones en la
Iglesia: maximalistas, minimalistas, más equilibradas y fieles a su espíritu, etc.
Es muy conocida la proposición 80 del Syllabus: El
Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el
liberalismo, y con la civilización moderna. Como toda condena se ha de
interpretar en sentido estricto y no extensivo. Se debe precisar el significado de los términos
condenados. Una interpretación extensiva del término "civilización",
por ejemplo, conduciría a pensar que Pío IX condenó por modernas cosas
tales como el ferrocarril, la máquina a vapor, etc.
La proposición 80 tiene por fuente la Alocución Jamdudum cernimus (18-III-1861) que publicamos completa
a continuación. Esperamos sirva de instrumento para una mejor interpretación.
Notemos ahora que el término "civilización" aparece 13 veces en dicho
documento. Y en algún pasaje se contiene algo que podría entenderse como
definición de lo condenado: "un sistema establecido a propósito
para debilitar y acaso destruir la Iglesia de Jesucristo". Ello sin
perjuicio de otras notas o propiedades que describen la "civilización" condenada.
ALOCUCION DE N. S. P. EL PAPA PIO IX PRONUNCIADA EN
EL CONSISTORIO SECRETO DEL 18 DE MARZO DE 1861.
Venerables
Hermanos.
Ya
en otro tiempo os hice notar el triste conflicto, en que
particularmente en nuestros tristes tiempos se encuentra nuestra sociedad a causa
de la lucha continua entre la verdad y el error, entre la virtud y el
vicio, entre la luz y las tinieblas. Puesto que por una parte los
unos defienden ciertas modernas exigencias, que según dicen, son
convenientes a la civilización, mientras otros por otro lado sostienen los
derechos de la justicia y de nuestra Santísima Religión. Los primeros
piden, que el Romano Pontífice se reconcilie y avenga con el Progreso,
con el Liberalismo, como lo llaman, y con la civilización moderna:
otros empero con razón claman, para que se conserven íntegros e intactos
los inmóviles e inconcusos principios de la justicia eterna, y se mantenga
en todo su vigor altamente saludable nuestra divina Religión, que no solo
engrandece la gloria de Dios, y trae el oportuno remedio a tantos males,
que afligen al género humano, sí que también es la única y verdadera
norma, por la cual los hijos de los hombres formados en esta vida
mortal en todo género de virtudes son conducidos al puerto de la
bienaventuranza. Mas los propagadores de la civilización moderna no
reconocen esta diferencia, como quiera que se tienen a sí propios por
verdaderos y sinceros amigos de la Religión. Y aun Nos quisiéramos dar
crédito a sus palabras, si no nos manifestasen todo lo contrario los
tristísimos hechos, que todos los días pasan a nuestra vista. Y a la
verdad, una es tan solo la verdadera y santa Religión fundada y
establecida en la tierra por Nuestro Señor Jesucristo, que siendo fecundo
origen de todas las virtudes, como que les da vida y aliento, y expele los
vicios y da libertad a las almas, y nos indica la verdadera felicidad, se
llama Católica, Apostólica, Romana. Mas ya en nuestra Alocución del
consistorio habido el día 9 de Diciembre del año 1854, ya os manifestamos lo
que debemos pensar, de los que viven fuera de esta arca de salvación,
y ahora reproducimos y confirmamos la misma doctrina. Sin embargo, a los
que para bien de la Religión nos encarecen, que nos asociemos a
la civilización moderna, debemos preguntarles si son tales los hechos,
que puedan inducir al Vicario de Jesucristo instituido en la tierra por
el mismo, y por virtud divina para defender la pureza de su celestial
doctrina, y apacentar y confirmar a los corderos y a las ovejas en la
misma, a que sin grave detrimento de la conciencia y grande escándalo
de todos se alíe con la civilización moderna, cuyas obras, nunca
bastante deplorables, son malas, y cuyas tristes opiniones proclaman
errores y principios, que son del todo contrarios a la Religión Católica y
a su doctrina.
Y
entre estos hechos nadie ignora como se quebrantan, casi luego de
iniciados, hasta los solemnes Concordatos hechos entre esta
Sede Apostólica y los Reales Príncipes, como aconteció tiempo atrás en
Nápoles: de lo cual, Venerables Hermanos, una y otra vez nos hemos
quejado en esta vuestra solemne reunión, y reclamamos en gran
manera del mismo modo, con que hemos protestado en otras circunstancias
contra semejantes violaciones y actos de audacia.
Pero
esta civilización moderna, mientras presta su protección a los cultos no
católicos, y no impide a los infieles el obtener cargos públicos, y cierra
a sus hijos las escuelas católicas, enójase contra las
Comunidades Religiosas, contra los institutos fundados para regularizar
las escuelas católicas, contra muchísimos eclesiásticos de todas
categorías, revestidos de grandes dignidades, de los cuales no pocos están
desterrados o en las cárceles, y también contra los seglares, que adictos a
Nos y a esta Santa Sede defienden con valor la causa de la Religión y de
la justicia. Esta civilización, mientras protege con largueza a los
institutos y personas anticatólicas, despoja de sus legítimas posesiones a
la Iglesia Católica, y emplea todos sus consejos y desvelos en disminuir
la saludable influencia de la propia Iglesia. Fuera de esto, mientras,
concede la mas amplia libertad para la publicación de frases y escritos,
en que se ataca a la Iglesia, y a los que le son sinceramente adictos, y
mientras anima, sostiene y fomenta la licencia, y se muestra
sumamente precavida y moderada en reprender los violentos excesos, que se
cometen de palabra y por escrito, emplea toda su severidad en
castigar a los aludidos si juzga que salvan ni siquiera levemente los
límites de la templanza.
Y a
esta civilización ¿pudiera jamás el Romano Pontífice tenderle su mano, y
formar con ella sincera unión y alianza? Dése a las cosas su verdadero
nombre, y esta Santa Sede nunca faltará a lo que a sí se debe. Esta Santa
Sede fue la que patrocinó y fomentó la verdadera civilización; y los
monumentos históricos dan elocuente testimonio, y prueban, que en todos tiempos
la Santa Sede ha introducido la verdadera y real humanidad de costumbres,
la moralidad y la ilustración en las mas apartadas regiones de la tierra.
Mas cuando bajo el nombre de civilización se quiere entender un sistema
establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de
Jesucristo, nunca esta Santa Sede ni el Romano Pontífice podrán formar
alianza con semejante civilización; pues, como dice muy acertadamente el
Apóstol S. Pablo, ¿qué hay de común entre la justicia y la iniquidad, o
qué alianza puede haber entre la luz y las tinieblas? ¿qué alianza cabe
entre Cristo y Belial?
¿Con
que decoroso fin, por consiguiente, levantaron su voz los perturbadores y
protectores de la sedición para exagerar los esfuerzos intentados en vano
por ellos mismos para formar alianza con el Soberano Pontífice? Este, que
saca toda su fuerza y vigor de los principios de la justicia eterna, ¿cómo
pudiera jamás prescindir de ellos para debilitar su santísima fe, y aun
para arriesgar a la contingencia de perder su especial esplendor y gloria,
que casi de veinte siglos a esta parte le corresponde por ser el centro y
la verdadera Sede de la Verdad Católica? Ni puede objetarse, que esta Sede
Apostólica, en lo relativo al gobierno civil o temporal ha desatendido las demandas de los que han
manifestado desear un Gobierno más liberal; y omitiendo antiguos ejemplos,
hablemos de nuestros desafortunados días. Luego que la Italia obtuvo de
sus legítimos príncipes instituciones liberales, Nos cediendo a nuestros
paternales sentimientos dimos parte a nuestros hijos en el gobierno civil
de nuestro territorio pontificio, e hicimos las oportunas concesiones,
con sujeción empero a ciertas medidas prudentes, para que la influencia
de hombres perversos no envenenase la concesión, que con ánimo
paternal hacíamos. Pero ¿qué sucedió? La desenfrenada licencia se
aprovechó de nuestra magnanimidad, y fueron regados con sangre los
umbrales del palacio, en que se habían reunido nuestros ministros y
diputados, y la impía revolución se levantó sacrílegamente contra el que
les había concedido semejante beneficio. Y si en estos últimos tiempos se
nos han dado consejos relativamente al gobierno civil, no ignoráis,
Venerables Hermanos, que los admitimos, exceptuando y rechazando lo que no
hacia referencia a la administración civil, sino que tendía, a que se
accediese a la parte del despojo, que ya se había consumado. Pero no hay
que hablar de los consejos bien recibidos, y de nuestras sinceras
promesas, de ponerlos en práctica, cuando los que tendían a moderar las
usurpaciones dijeron en alta voz, que no querían precisamente reformas, sino la
rebelión absoluta, y la completa emancipación del Príncipe legítimo. Y ellos
mismos, pero no el pueblo, eran los autores y promovedores de tan
grave maldad, que lo llenaban todo con sus gritos, para que pudieran
con razón decirse de ellos lo que el Venerable Beda decía de los fariseos
y escribas enemigos de Jesucristo: «No eran algunos de la multitud,
sino los fariseos y los escribas los que le calumniaban, como dan fe de
ello los Evangelistas.»
Mas, los que atacan al Pontificado
Romano no solo tienden a despojar completamente de todo su legítimo poder
temporal a esta Santa Sede y al Romano Pontífice, sino que aspiran a que
se debilite, y, si posible fuere, desaparezca del todo la virtud y la
eficacia de la Religión Católica; y por lo tanto afectan de esta suerte a la
obra del mismo Dios, al fruto de la redención y a la santa fe, que es la
mas preciosa herencia, que nos ha legado el inefable sacrificio, que se
consumó en el Gólgota. Y que todo esto es lo cierto lo demuestran
claramente, no solo los hechos que se han realizado ya, sino también los
que vemos amenazar cada día. Ved en Italia cuántas diócesis están privadas de
sus Obispos por los citados impedimentos, con aplauso de los protectores
de la civilización moderna, que dejan a tantos pueblos cristianos sin
pastores, y se apoderan de sus bienes hasta para hacer de ellos un mal
uso. Ved cuántos Prelados viven hoy en el destierro. Ved, y lo decimos con
imponderable sentimiento, cuántos apóstatas que hablando, no en
nombre de Dios, sino en el de Satanás, y fiando en la impunidad, que les
concede el fatal sistema del régimen vigente, descarrían las
conciencias, e impelen a los débiles a la prevaricación, y vuelven mas
temerarios a los que han incurrido ya en vergonzosos errores, y se empeñan
en rasgar la túnica de Jesucristo, proponiendo y aconsejando el
establecimiento de iglesias nacionales, como dicen ellos, y otras
impiedades por el estilo. Y después que de esta suerte han insultado a la
Religión, a la cual por hipocresía le aconsejan, que forme alianza con la
civilización moderna, no vacilan con igual hipocresía en excitar a Nos, a
que nos reconciliemos con la Italia. Mas claro; cuando despojados casi
de todos nuestros dominios temporales sobrellevamos los graves
gastos anejos a nuestra doble representación como Pontífice y Príncipe
temporal con los piadosos donativos de los hijos de la Iglesia Católica,
que nos remiten cada día con el mayor afecto; cuando se nos ha señalado como
blanco del odio y de la envidia por los mismos, que nos piden una
reconciliación, quisieran además, que declarásemos públicamente, que
cedemos a la libre propiedad de los usurpadores las provincias usurpadas de
nuestros dominios temporales. Y con esta atrevida e inaudita demanda
pretenden, que esta Apostólica Sede, que fue y será siempre el baluarte de
la verdad y de la justicia, sancionase, que un agresor inicuo puede poseer
tranquila y honradamente una cosa arrebatada con injusticia y violencia,
estableciéndose de esta suerte el falso principio, de que la santidad del
derecho nada tiene que ver con una injusticia consumada. Y esta demanda es
incompatible hasta con las solemnes palabras, con que en un grande e
ilustre Senado se declaró no ha mucho tiempo, que el Romano Pontífice es
el representante de la principal fuerza moral en la sociedad humana. De lo
cual se desprende, que no puede en manera alguna consentir en un despojo
vandálico sin faltar a los fundamentos de la disciplina moral, de la que se
reconoce ser, digámoslo así, la primera forma e imagen.
Si
alguno, empero, o seducido por el error, o cediendo al temor, quisiere dar
consejos conforme con las injustas aspiraciones de los perturbadores de la
sociedad civil, es preciso que, especialmente en nuestros días se convenza
de que nunca se darán ellos por satisfechos mientras no puedan hacer, que
desaparezca todo principio de autoridad, todo freno religioso, y toda
regla de derecho y de justicia. Y estos perturbadores tanto han hecho ya,
así de palabra como por escrito, para desgracia de la sociedad civil, que
han pervertido los humanos entendimientos, han debilitado el buen sentido
moral, y han quitado todo horror a la injusticia, y no perdonan esfuerzos
para persuadir a todos, que el derecho invocado por las personas honradas,
no es mas que una voluntad injusta, que debe desatenderse por completo:
«¡Ay! verdaderamente lloró la tierra, y cayó, y desfalleció; cayó el orbe, y
desfalleció la alteza del pueblo de la tierra. Y la tierra fue inficionada por
sus moradores, porque traspasaron las leyes, mudaron el derecho, rompieron
la alianza sempiterna»
Pero
en medio de esa oscuridad tenebrosa, que Dios por sus
inescrutables designios permite en ciertas gentes, Nos ciframos toda
nuestra esperanza y confianza en el clementísimo Padre de las
misericordias, y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras
tribulaciones. Él es, Venerables Hermanos, quien os infunde el espíritu de
unanimidad y de concordia, y os lo infundirá cada día mas, para que
unidos a Nos íntimamente estéis dispuestos a sufrir con Nos, la suerte
que nos tenga reservada a cada uno de nosotros por secreto designio de
su divina providencia, Él es quien une con el vinculo de la caridad entre
sí, y con este centro de la verdad y de la unidad católica a los
Prelados del Orbe Católico, que instruyen en la doctrina de la verdad
evangélica a los fieles confiados a su cargo, y les muestran el camino,
que han de seguir en medio de tanta oscuridad, anunciando con prudencia a
los pueblos las verdades santas. Él es quien difunde sobre todas las
naciones católicas el espíritu de oración, e inspira a los disidentes el
sentimiento de la equidad para que formen una apreciación exacta de
los acontecimientos actuales. Mas esta admirable unanimidad de
oraciones en todo el Mundo Católico, y las unánimes demostraciones de
amor hacia Nos, expresadas de tantos y tan variados modos (que es difícil
encontrar otro ejemplo igual en anteriores tiempos), claramente demuestran
cuánto necesitan los hombres de rectas intenciones dirigirse a esta
Cátedra del bienaventurado Príncipe de los Apóstoles, luz del mundo, que
siendo la maestra de la verdad, y la mensajera de la salvación, siempre
enseñó, y nunca dejará de enseñar hasta la consumación de los siglos las
inmutables leyes de la justicia eterna. Y está tan lejos de creer, que los
pueblos de Italia se hayan abstenido de estos evidentísimos testimonios de
amor filial y de respeto hacia esta Sede Apostólica, como que centenares
de miles nos han dirigido afectuosamente cartas, no para suplicarnos, que
accediésemos a la reconciliación solicitada, sino para compadecerse
vivamente de nuestras molestias, angustias y pesadumbres, y asegurarnos
del modo mas completo su afecto, y detestar una y mil veces el perverso y sacrílego
despojo del dominio temporal Nuestro, y de la Santa Sede.
Siendo
así, antes de terminar, declaramos explícitamente ante Dios y ante los
hombros, que no hay causa alguna por la cual debamos reconciliarnos con
nadie. Ya que empero, si bien sin mérito alguno por nuestra parte, somos
el representante en la tierra de Aquel, que rogó y pidió perdón para los
pecadores, no podemos menos de sentirnos inclinados a perdonar, a los que
nos odiaron, y a rogar por ellos, para que con el auxilio de la divina
gracia se conviertan, y de esta suerte sean merecedores de la bendición,
del que es Vicario de Jesucristo en la tierra. Con sumo gusto rogamos,
pues, por ellos, y al punto que se convirtieren estamos dispuestos a
perdonarles y bendecirles. Entre tanto, no podemos a pesar de todo mirarlo
con indiferencia, como los que no toman interés alguno por las calamidades
humanas; no podemos menos de conmovernos hondamente y de dolemos, y de
considerar como nuestros los mas graves perjuicios y males causados
perversamente a los que sufren persecución por la justicia. Por lo cual,
mientras desahogamos nuestro intenso dolor rogando a Dios, cumplimos el
gravísimo deber de nuestro supremo apostolado de hablar, enseñar y
condenar todo lo que Dios y su Iglesia enseña y condena, para que así cumplamos
nuestra misión, y el ministerio, que recibimos do Nuestro Señor
Jesucristo, de dar fe del Evangelio.
Por lo tanto, si se nos piden
cosas injustas, no podemos acceder a ellas; mas si se nos pide perdón, lo concederemos
con sumo gusto, como ya antes hemos indicado. Mas, para dar la palabra de
conceder este perdón, del modo que corresponde a nuestra dignidad pontificia,
doblamos las rodillas ante Dios, y abrazando la triunfal bandera de
nuestra redención rogamos humildemente a Jesucristo, que llene de su caridad, de
suerte, que perdonemos del mismo modo, con que Él perdonó a sus enemigos
antes de entregar su santísima alma en manos de su eterno Padre. Y le
suplicamos encarecidamente, que así como después de concedido su perdón,
en medio de las densas tinieblas, que cubrieron la tierra, iluminó los
entendimientos de sus enemigos, que arrepentidos de su horrenda maldad
regresaban a sus casas golpeando sus pechos, así en medió de la oscuridad de
nuestros tiempos se digne derramar de los inagotables tesoros de su
misericordia los dones de su gracia celestial y vencedora, que vuelva al
único redil, a todos los que van errados. Sean cuales fueren empero los
designios de su divina providencia, rogamos al mismo Jesucristo en nombre de su
Iglesia, que juzgue la causa de su Vicario, que es la causa de su Iglesia,
y la defienda contra los conatos de sus enemigos, y la enaltezca y ensalce con
una gloriosa victoria. Y le rogamos, que devuelva la paz y la tranquilidad a la
sociedad perturbada, le conceda la deseada paz para el triunfo dé
la justicia, que únicamente la esperamos de Él. Pero en tanto desconcierto de
la Europa y de todo el mundo, y de los que desempeñan el gravé cargo de
gobernar a los pueblos, solo hay un Dios, que pueda pelear con nosotros y
por nosotros: Júzganos, Dios, y aparta nuestra causa de «la gente no santa;
danos, Señor, tu paz en nuestros días, porque no hay otro que pelee por
nosotros sino tú, Señor Dios Nuestro».