Refutando leyendas negras
Isabel de Castilla: ‘No
consintáis a que ninguna persona haga mal a los indios’
Así fue la lucha en el Imperio español por defender
los derechos de la población indígena
Isabel
«la Católica» ya advirtió en la Real Provisión del 20 de diciembre de 1503
contra los posibles excesos de los conquistadores: «No consintáis ni deis lugar
a que ninguna persona les haga mal a los indios ni ningún daño u otro
desaguisado alguno»
Ilustración de Bartolomé de Las Casas – ABC César Cervera
Frente al
mito del genocidio
español en América, el escritor Pío Baroja opinó a principios del
siglo XX que los españoles «hemos purgado el error de haber descubierto
América, de haberla colonizado más generosamente de lo que cuentan los
historiadores extranjeros con un criterio protestante imbécil, y tan fanático o
más que el del católico». ¿A qué se refería el intelectual vasco con una colonización
más generosa?
Básicamente –reseñan los historiadores– a una legislación en
defensa de los indígenas impensable en cualquier otro país europeo de ese
periodo y de cualquier periodo colonial. Así, frente a la codicia de los
conquistadores, fueron muchos los misioneros españoles que denunciaron la
violencia desmedida y trabajaron para sacar adelante leyes más justas contra un
tipo de esclavitud encubierta, las encomiendas. Sus esfuerzos quedaron
materializados en las Nuevas Leyes de 1542, que reconocían a los indios
como súbditos libres de la Corona española, y en la controversia de
Valladolid, donde la ciudad castellana presenció un debate inédito sobre
derechos humanos en pleno siglo XVI.
Al inicio
de la conquista de América se vivió un
periodo de indefinición jurídica en las nuevas tierras sobre la cuestión de
cómo debía tratarse a la población indígena. Los primeros en sufrir casos
claros de esclavitud fueron los indios taínos de La Española, ya en los
primeros viajes de Cristóbal Colón, aunque pronto se recurrió a otras
fórmulas como la recaudación de impuestos en oro a los indios y a las
encomiendas. La institución de la encomienda fue una forma de canalizar la
ambición de los conquistadores por crear un sistema feudal en América, como
explica el libro «La empresa de América: los hombres que conquistaron
imperios y gestaron naciones» (EDAF). El proceso consistía en «encomendar»
a un grupo de indígenas a un conquistador, un encomendero, como si se tratara
de un vasallaje pero sin cesión de tierras. Todo indígena varón entre los 18 y
50 años de edad era considerado tributario, lo que significaba que estaba
obligado a pagar un tributo al Rey en su condición de «vasallo libre» de la
Corona castellana o, en su defecto, al encomendero que ejercía este derecho
en nombre del Monarca. Las encomiendas, no en vano, eran una cesión de los
Reyes Católicos a cambio de que los conquistadores corrieran con los gastos de
la evangelización: debían pagar, entre otros pagos, el hospedaje del cura
doctrinero.
La codicia y brutalidad de los conquistadores
Este
sistema dio lugar en su origen a numerosos abusos contra la población a manos
de unos conquistadores que solo buscaban conseguir el máximo provecho de la
mano de obra forzada. Sin embargo, conforme la Corona española fue ganando
fuerza institucional en el Nuevo Mundo, fue posible ejercer un mayor
control y evitar los abusos de un instrumento que vertebró la colonización de
muchas tierras. Con el paso de los años, las encomiendas perdieron su papel en
la colonización y, gracias a que se trataban de concesiones por un plazo
determinado, la
Corona pudo neutralizar el surgimiento de caudillos españoles. En otras
regiones periféricas sin embargo, véase Yucatán, Paraguay o Chile,
las encomiendas se mantuvieron durante varios siglos.
Así y
todo, Isabel
«la Católica» ya advirtió en la Real Provisión firmada el 20 de
diciembre de 1503 contra los posibles excesos en las encomiendas: «Mando a
vos, el dicho nuestro gobernador (…) que hagáis pagar a cada uno, el día que
trabajare, el jornal e mantenimiento que según la calidad de la tierra y de la
persona e del oficio vos pareciere que debiere haber (…) Lo cual hagan e
cumplan como personas libres, como lo son, e non como siervos, e hacer que sean
bien tratados; e los que de ellos fueran cristianos, mejor que los otros. Y no
consistáis ni deis lugar a que ninguna persona les haga mal ni ningún daño u
otro desaguisado alguno».
Isabel
«la Católica» se
encargó en vida de que no se aplicara la esclavitud a una población cuya
condición jurídica era la de personas libres y no sujetas a servidumbre, pero
su protección terminó a su fallecimiento. «Los mayores horrores de estas
guerras… comenzaron desde que se supo en América que la Reina acababa de morir,
porque Su Alteza no cesaba de encargar que se tratase a los indios con
dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices», escribió a
la muerte de la ReinaBartolomé de Las Casas, que describió como la
mayoría de conquistadores empleaban las encomiendas a modo de esclavitud
soterrada.
En este
contexto, se suele señalar el sermón del fraile dominico Antonio Montesinos
dado en la Española, en el año 1511, como el primer alegato en defensa de la
igualdad entre indígenas y españoles. El sermón tuvo como eje central el
cuestionamiento de la licitud del dominio español y de los abusos por parte de
los conquistadores, lo cual no había sido puesto bajo debate hasta entonces
dado que, según la teoría medieval del Dominus Orbis, bastaba la
concesión del Papa para dar legitimidad a la conquista o a cualquier empresa. Los
Reyes Católicos tenían el apoyo papal, pero tanto dentro como fuera de sus
fronteras cada vez eran más los que planteaban que los argumentos teológicos
eran una respuesta insuficiente.
Las Leyes
de Burgos en 1512
(Odenanzas para el tratamiento de los Indios) fueron las primeras leyes que la
Monarquía Hispánica dictó para su aplicación en las Indias con
el fin de organizar su conquista. Firmadas porFernando «el Católico»
el 27 de diciembre de 1512, el debate concluyó que el Rey de España tenía
justos títulos de dominio sobre el continente americano y que el indio tenía la
naturaleza jurídica de hombre libre con todos los derechos de propiedad, que no
podía ser explotado, pero como súbdito debía trabajar a favor de la Corona.
Pese a sus defectos, las Leyes de Burgos fueron precursoras dentro del
derecho internacional y representaron una legislación vanguardista para su
tiempo; sin embargo, la realidad es que no siempre se cumplió en los
territorios españoles de ultramar y su valor efectivo se limitó a acotar las
encomiendas.
Las Nuevas Leyes de 1542: prohibida la encomienda
En un
edicto de 1530, Carlos I de España prohibió toda forma de esclavitud en
cualquier tipo de circunstancia, pero los abusos siguieron una vez más, a pesar
de los esfuerzos de la Corona, dando lugar a la voz más crítica de entre todos
los misioneros: Bartolomé de Las Casas. Este fraile dominico, que acompañó
a Cristóbal Colón en su segundo viaje, denunció el maltrato que estaban
sufriendo los indígenas en una obra escrita en 1552, «La Brevísima relación de
la destrucción de las Indias», que fue usada como uno de los puntales de la
leyenda negra que los enemigos del Imperio vertieron a nivel internacional.
Como explica Joseph Pérez, autor de «La Leyenda negra» (GADIR, 2012),
Las Casas pretendía «denunciar las contradicciones entre el fin –la
evangelización de los indios– y los medios utilizados. Esos medios (la guerra,
la conquista, la esclavitud, los malos tratos) no eran dignos de cristianos;
pero el hecho de que los conquistadores fueran españoles era secundario». La
propaganda extranjera hizo suya la tesis del fraile dominico y exageró aún más
unas cifras de muertes ya de por sí poco realistas.
Con todo,
no hay que olvidar que de Las Casas representaba a un grupo de españoles con el
coraje de denunciar la injusticia, la mayoría misioneros, y a una creciente
sensibilidad que con los años atrajo el interés de las autoridades. El fraile
español fue muy influyente en la corte castellana y consiguió materializar sus
protestas en 1542, con las Nuevas Leyes para el Tratamiento y Preservación
de los Indios, que acabaron de golpe con la indefinición legal reinante en
América. Estas leyes consideraban a los reinos de Indias en los
mismos términos que a otros tantos dentro del Imperio español –como podía
ser Aragón, Navarra, Sicilia, etc– y clasificaba definitivamente a los indios
como súbditos de pleno derecho de la Corona, lo que impedía que fueran
esclavizados bajo ningún supuesto. Concretamente, el artículo 35 prohibía
directamente las encomiendas y el artículo 31 ordenaba que los indios
sometidos a encomiendas debían ser transferidos a la Corona a la muerte del
encomendador.
Si bien
había sido de Las Casas quien había impulsado el debate, los fundamentos
legales de estas Nuevas Leyes se basaban en las
premisas del también fraile Francisco de Vitoria, quien defendía que
«aunque los indios no quisieran reconocer ningún dominio al Papa, no se puede
por ello hacerles la guerra ni apoderarse de sus bienes y territorio». No en
vano, aunque Francisco de Vitoria –pionero en muchos asuntos de Derecho
internacional– y de Las Casas perseguían fines humanitarias impulsando
estas leyes, el principal objetivo de la Corona española era otro: reducir
el poder de los conquistadores. «Estamos tan escandalizados como si nos
enviara a mandar cortar cabezas, porque si es ansí como se dice, todos los de
acá somos malos cristianos y traidores a nuestro Rey a quien con tanta
fidelidad habemos servido con nuestras vidas y haciendas», escribió el cabildo
de Guatemala a Carlos I al conocer los términos de la nueva legislación.
Los conquistadores interpretaron el fin de las encomiendas como una agresión
directa.
En Nueva
España, lo que hoy es la zona de México, el virrey Mendoza consiguió evitar la
sublevación de los conquistadores con una aplicación parcial de las Nuevas
Leyes; pero el severo virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, dio lugar
precisamente a lo contrario con su poco tacto. Nuñez de Vela causó una gran
rebelión encabezada por Gonzalo Pizarro, hermano pequeño de Francisco
Pizarro, que terminó con el virrey decapitado. Desde Madrid se apresuraron
a enviar
contra Pizarro al astuto y pragmáticoPedro de La Gasca, que pudo
apagar el incendio y ejecutar al hermano del conquistador del Perú a cambio de
posponer la abolición de las encomiendas en esta región.
Las leyes
para atajar los abusos se sucedieron desde Madrid –al igual que las revueltas
por parte de los encomendadores– y causaron la indignación de un Rey, Felipe
II, acostumbrado
a que sus órdenes se cumplieran al milímetro, pero que veía en la distancia
con América una barrera insalvable: «Yo he sido informado que los delitos que
los españoles cometen contra los indios no se castigan con el rigor que se
hacen los de unos españoles contra otros (…) os mando por ello que de aquí
en adelante castiguéis con mayor rigor a los españoles que injuriaren,
ofendieren o maltrataren a los indios, que si los mismos delitos se
cometieses contra los españoles».
Valladolid, sede del debate sobre derechos humanos
En
paralelo a todo este proceso legal sin parangón en ningún otro país de Europa
–que ni se planteaban la necesidad de otorgar el reconocimiento de súbditos
libres de la Corona a los indígenas que se encontraron en América–,
continuó el debate teórico sobre la licitud de la conquista que había planteado
en el pasado Francisco de Vitoria, ya por entonces fallecido. Durante la conocida
como la controversia de Valladolid, celebrada entre 1550 y 1551, se
enfrentaron quienes defendían que los indígenas tenían los mismos derechos que
cualquier cristiano –tesis
defendida por de Las Casas– contra los que creían que estaba justificado
que un pueblo superior impusiera su tutela a pueblos inferiores para
permitirles acceder a un grado más elevado de desarrollo, una idea capitaneada
por Ginés de Sepúlveda.
A nivel
práctico, la controversia de Valladolid sirvió para sacar pocas conclusiones
finales y solo hubo una modificación reseñable a las leyes dictadas en 1542: la
creación de la figura del «protector de indios». Esta figura legal era
básicamente una oficina administrativa de la Colonización española de América
dedicada a atender el bienestar de las poblaciones nativas de los amerindios y
a evitar que fueran víctimas de abusos. Felipe II reglamentó su nombramiento
y actividad en 1589.