El afianzamiento en el terreno económico del modelo capitalista, que
comenzó a perfilarse a principios del XVII, no fue más que la
primera fase de un proceso que habría de desembocar tiempo después
en su consolidación política e institucional, aspecto del que nos
ocuparemos a continuación.
Antes de penetrar en el análisis de la Revolución
Francesa, que sin duda constituye el modelo prototípico de revolución
burguesa, convendrá dedicar una breve alusión a los dos
movimientos políticos de significación equivalente que la
precedieron en el tiempo. Alusión que resulta incluso necesaria, y no
tanto por las similitudes de fondo que entre las tres revoluciones (inglesa,
americana y francesa) se pudieran establecer, como por las peculiaridades que
caracterizaron a la última respecto de las otras dos.
En efecto, el régimen republicano instaurado por la revolución
inglesa de 1680 no fue sino el resultado del compromiso al que llegaron la
aristocracia terrateniente y la clase burguesa para compartir el poder; un
pacto, además, que al no necesitar del auxilio popular para afianzarse,
pudo llevarse a efecto sin realizar excesivas concesiones a las capas inferiores
de la población. Algo parecido podría decirse de la revolución
americana de 1776, cuyos logros políticos, netamente orientados en
beneficio exclusivo de un sector minoritario de la sociedad, se verían
magnificados por una declaración de principios tan altisonante como hueca
y puramente formal. En la práctica, la esclavitud siguió
existiendo en aquel país y la jerarquización socio-política
siguió basándose en el poderío económico.
Por contra, lo que marcó el carácter específico de la
Revolución Francesa fue el hecho de que, en su asalto al poder político
e institucional, la burguesía tuvo que recurrir a las masas populares
para quebrar la tenaz oposición a todo compromiso de una parte
considerable del estamento aristocrático. Esta contingencia fue la causa
que obligó a la clase burguesa a efectuar ciertas concesiones
circunstanciales y estratégicas a las capas populares, lo que habría
de desencadenar una serie de consecuencias cuyos ecos perdurarían hasta
mucho tiempo después.
Por lo demás, las convulsiones sociales que posibilitaron el
acaparamiento del poder político por parte de la burguesía no
fueron más que la culminación de un proceso que se venía
gestando desde mucho tiempo atrás. En el siglo XVIII, e incluso antes, la
burguesía francesa dominaba por completo el panorama económico de
aquel país, situándose a la cabeza tanto del comercio como de la
industria y las finanzas. De sus filas procedían igualmente la mayor
parte de los cuadros técnicos de la administración monárquica.
Por otra parte, el esquema ideológico burgués y su escala de
valores (presidida por el culto al dinero) impregnaban desde hacía
tiempo la mentalidad de las capas superiores de la clase aristocrática.
Ya es bien significativo el hecho de que los conciliábulos donde se
incubaron y desde donde se propalaron las consignas burguesas de la Ilustración
encontraran su mejor acogida en los salones de la aristocracia. Naturalmente, la
burguesía tenía plena consciencia de que su hegemonía económica
y su ascendiente ideológico sobre la población le facultaban para
abordar la segunda fase del proceso, esto es, la conquista del poder
institucional.
Con todo, la colaboración que la burguesía encontró
entre una porción importante de las clases populares, y la favorable
acogida de que gozaron sus señuelos ideológicos, debieron buena
parte de su éxito a la profunda degradación en que se hallaba
sumido en Antiguo Régimen y sus estructuras de mando. Por lo que se
refiere al estamento eclesial, otro de los pilares seculares del orden aristocrático,
su grado de putrefacción había alcanzado cotas igualmente
considerables; al punto que en la Francia de entonces las palabras clérigo
y disoluto llegaron a convertirse poco menos que en términos sinónimos.
Todo ello sin olvidar que una parte considerable del alto clero compartió
desde muy pronto los postulados de la nueva ideología, y que casi la
mitad de los párrocos franceses juraron fidelidad a la Constitución
de 1790, que consagraba los principios del nuevo régimen.
La profunda aversión al estamento clerical y a sus usos depravados,
unido al arraigo que, pese a todo, siguieron manteniendo las creencias
religiosas entre amplios sectores de la población, fueron bazas que la
oligarquía burguesa supo instrumentalizar en cada coyuntura como mejor
convino a sus intereses. En un primer momento tales resortes sirvieron para la
confiscación de los bienes eclesiales (cuya adquisición proporcionó
a la burguesía revolucionaria beneficios inmensos), así como para
canalizar la penuria y la indignación de las masas contra la reacción
aristocrática. Pero, una vez consolidados sus objetivos y alcanzada la
hegemonía institucional, la burguesía dirigente execró los
excesos de las turbas que ella misma había instigado y apeló de
nuevo a las viejas creencias, viendo en ellas un factor de control y
estabilización de su orden social. Nadie sería más explícito
a este respecto que Napoleón Bonaparte, cuando afirmara
que "la sociedad no puede existir sin la desigualdad de las
fortunas, y la desigualdad de las fortunas no puede existir sin la religión".
Esta frase refleja a la perfección el concepto que del hecho religioso
tuvo siempre la mentalidad burguesa, una mentalidad patológica en su
esencia y patógena en su proyección.
A la descomposición del Antiguo Régimen, que sin duda
constituyó un factor básico en el desencadenamiento del proceso,
se sumó la regresión económica sobrevenida a partir de
1778, y que en realidad no fue sino el detonante. En efecto, aunque el siglo
XVIII había constituido hasta ese momento un período de
prosperidad, muy especialmente durante la fase comprendida entre 1760 y 1776, a
partir de 1778 se desencadenó una etapa de contracción económica
que culminaría finalmente en la gran crisis de 1787, con todo su cortejo
de penurias y miseria. Esa circunstancia, que tan oportunamente iban a explotar
los promotores de la Revolución, no fue, conviene reiterarlo, sino el
desencadenante de una situación larvada cuyo mar de fondo se venía
gestando desde mucho antes. De hecho, carestías y hambrunas de
envergadura incomparablemente mayor a las que se produjeron entonces las ha
habido por docenas a lo largo de la historia, sin que ello comportara la caída
del sistema anterior y la implantación de un nuevo régimen. Y es
que, para que esto último sucediera en 1789 se precisó de algo más.
Hizo falta, en primer término, la profunda decadencia de la casta
dominante que entonces se dio, y el progresivo descrédito en el que, como
lógica consecuencia, se vieron envueltos los valores que esa vieja
oligarquía había venido utilizando para legitimar su autoridad.
Pero fue necesaria, además, la presencia de una estructura organizada
capaz de llevar a cabo una labor sistemática de demolición
cultural y de agitación social, como lo era la maquinaria que venía
preparando desde hacía tiempo el asalto de la burguesía al poder
político e institucional. Sobra decir que en todo ese ejercicio de
fuerza, el tan largamente invocado papel de las masas no fue sino el de mera
comparsa, como los acontecimientos sucesivos demostrarían hasta la
saciedad.
Nada menos oportuno, por tanto, que extenderse en argumentos para desmontar
el mito de la revolución espontánea, una más de las
innumerables patrañas consagradas por la intoxicación oficial.
Además de la experiencia histórica (y de la lógica más
elemental), que ha acreditado sin excepción que las revueltas populares
verdaderamente espontáneas jamás rebasaron el grado de simple motín,
se cuentan por centenares los datos y los testimonios que no dejan lugar a dudas
sobre la autoría de la orquestación.
Esa estructura minuciosamente organizada a través de la cual la
oligarquía burguesa alcanzó sus objetivos no fue otra que la
francmasonería, una organización que, por el papel desempeñado
a todo lo largo de la época moderna, es merecedora de un tratamiento
exhaustivo imposible de abordar aquí; bastará, por el momento,
con reseñar algunos datos que permitan hacerse una idea de su decisiva
participación en aquel suceso.
Bien podría empezarse, pues, significando el hecho de que todos los
ideólogos del nuevo régimen y de la Revolución, y la
totalidad de sus dirigentes políticos, sin ninguna excepción
sobresaliente, fueron feligreses de las logias. Desde los teóricos y
propagandistas de la primera hora, como D'Alembert, Montesquieu,
Rousseau,
Condorcet o Voltaire, hasta los activistas más
destacados del proceso revolucionario, del Directorio y del régimen
bonapartista, como Mirabeau,
Desmoulins, Robespierre, Danton,
Saint-Just, Marat, Hebert,
Fouché, Siéyès, o el
propio Napoleón. Todo ello sin contar, claro está, los
innumerables clérigos afiliados a la secta. Masónicos igualmente
eran los símbolos republicanos (gorro frigio, bandera republicana) y el
himno revolucionario (la marsellesa), compuesto por el adepto Rouget de L'Isle y
cantado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos de Estrasburgo. Lo
mismo podría decirse de las consignas ideológicas, comenzando por
la más hipócrita y falaz de todas ellas ("libertad,
igualdad, fraternidad"), amparo desde entonces de masacres y tiranías,
y artificio que bastante antes de convertirse en el eslógan señero
del régimen burgués era ya la divisa de las logias masónicas.
Bien es cierto que sus creadores y propaladores nunca han interpretado tan
capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos
destinatarios, sino de un modo muy distinto. Véase, si no, el modo en que
se manifestaba sobre ese particular Jules Boucher, alto grado
de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano
oficial de dicha logia, la revista Humanisme, en su número de
abril 1990: "¿Libertad? La libertad masónica es muy
relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe
someterse el francmasón, lo que significa obediencia, y dictado
reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de
casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación
misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente
al francmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón
sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra
vacía de sentido en su aplicación real". Esto vale
como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica
habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de
sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y
mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se
trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales
grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas
monsergas.
Por lo que se refiere a la participación fáctica de la
francmasonería en el proceso revolucionario, ostensible ya desde el
primer momento, tampoco escasean los testimonios de la propia casa que reducen a
escombros la falacia de la espontaneidad. Figura entre ellos el de M. Zeller,
gran maestre del Gran Oriente Francés, quien en 1973, con motivo del
bicentenario de la fundación de esa logia, declaraba lo siguiente:"Las
logias masónicas fueron el crisol donde se ha formado, desarrollado y
enriquecido el pensamiento republicano y progresista. Ellas constituyeron a través
de Francia entera una vasta asamblea en el seno de la cual se elaboraron los
programas y las perspectivas de lucha que debían permitir el nacimiento y
el desarrollo del régimen republicano".
En la misma línea se sitúan las manifestaciones de M.
Béhar, gran maestre del Gran Oriente de Francia, a la
revista Humanisme, en mayo de 1975: "En Francia, es en el
seno de las logias masónicas donde se elaboraron las ideas que han sido
en buena medida el motor de la revolución burguesa de 1789";
a lo que la propia revista añadía:
"Es conveniente recordar que la francmasonería está en
el origen de la Revolución Francesa....Durante los años que
precedieron a la caída de la monarquía, la Declaración de
los Derechos del Hombre y la Constitución fueron larga y minuciosamente
elaboradas en las logias masónicas. Y, naturalmente, desde que fuera
proclamada la República Francesa se adopta la divisa prestigiosa que los
francmasones habían inscrito siempre en el Oriente de su Templo: Liberté,
Egalité, Fraternité".
Más explícito aún habría de ser un francmasón
de tronío, el Doctor Encausse, quien en su obra "Traité
élémentaire d'occultisme" dejó escritas estas
palabras: "Hay ingenuos que abren los libros de Historia donde se
encuentra una idílica imagen representando a un señor que
gesticula y que grita ¡A la Bastilla! Esos incautos se figuran simplemente
que la toma de la Bastilla se efectuó gracias al furor popular
desencadenado por el gesto soberbio del tribuno. Sin embargo, yo lamento
decirles que se engañan grandemente, pues hicieron falta cuarenta y dos años
para preparar el grito de Camille Desmoulins. Para tomar la Bastilla fue
necesario que todos los oficiales que debían estar de guardia en
Versalles ese día pertenecieran a la orden masónica; hizo falta
asegurarse la complicidad de los más altos servidores del rey; y se
necesitó que los cañones que sirvieron para la toma de la Bastilla
fueran transportados a los Inválidos quince días antes por hombres
entregados a la causa. En fin, fue preciso orquestar una revuelta y lanzar a los
parisinos al asalto de la fortaleza del Estado".
Los hechos a los que aludiera el Doctor Encausse fueron minuciosamente
descritos por Funck-Bretano en "Légendes et
archives de la Bastille", un documento riguroso y exhaustivo en el que
se desvelan las claves de esa gran falsificación histórica, una más
entre otras tantas, así como el papel desempeñado en aquel suceso
por las bandas de criminales a sueldo reclutados en Alemania y Suiza por la
Logia de los Illuminati, y financiados por los traficantes y agiotistas de
Estrasburgo. En esa obra se revela igualmente la identidad de los reclusos de la
Bastilla, las famosas "víctimas políticas del absolutismo"
liberadas por los asaltantes. Siete eran los prisioneros: de Whyte y Tavernier,
dos pobres enajenados que inmediatamente después serían recluidos
por el régimen republicano en Charenton; el conde de Solages, un
libertino culpable y convicto de crímenes espeluznantes; y cuatro
defraudadores; Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége, encarcelados
por falsificar letras de cambio en perjuicio de dos banqueros parisinos, un
hecho que no impediría al sistema plutocrático surgido a raíz
de aquel suceso elevarlos a la categoría de víctimas de la tiranía.
Peor suerte correrían tres años después los ocupantes de
las cárceles y hospicios parisinos del régimen de la "fraternité",
ocupantes que fueron masacrados en masa y entre los cuales figuraban
delincuentes comunes, enfermos mentales, mendigos y niños abandonados.
En último término convendrá significar que la masonería
moderna es, entre otras cosas, sinónimo de plutocracia. No obstante, se
engañaría quien pensara que la operatividad de esta organización
se reduce a sus objetivos hegemónicos en el terreno económico y
político, ya que en el ámbito ideológico ha venido desempeñando
asimismo un papel determinante a la hora de conformar la mentalidad actual. Y es
que sin el arraigo social de sus falacias humanistas, ese repertorio de tópicos
que sirven de cobertura al materialismo moderno, tal hegemonía nunca habría
sido posible.
Vistos ya los resortes que desencadenaron la Revolución, es llegado
el momento de analizar el desarrollo ideológico y político del
proceso revolucionario que dio paso a la instauración en Francia del
modelo capitalista y del régimen burgués. Y al hacerlo
comprobaremos que la Revolución Francesa no solamente fue el marco
embrionario en el que se gestaron las corrientes políticas surgidas
posteriormente, sino también la matriz ideológica de casi todos
los clichés fraudulentos que conforman la mentalidad actual. Y los que no
se fraguaron allí lo habían hecho anteriormente en el otro
hemisferio del universo burgués, al otro lado del Atlántico.
Como parece evidente, nada puede ser más oportuno a la hora de
iniciar dicho análisis que abordar el contenido del eslógan señero
de la Revolución, el ya célebre enunciado "liberté,
egalité, fraternité". De lo que se trata, pues, es de
escrutar lo que, con arreglo a los hechos, constituía el contenido real
de aquella tríada hipnótica.
Efectivamente, lo primero que reclamaba la burguesía emergente era la
libertad, pero no tanto la libertad política, que no habría de ser
sino un instrumento a su servicio, como la libertad económica, es decir,
la de empresa y beneficio, factores imprescindibles para garantizar la
consolidación y el desarrollo del capitalismo. Es cierto que la Declaración
de Derechos de 1789 no recogió tales conceptos, y ello por dos razones
muy simples: la primera, que no era preciso explicitar algo tan obvio para los
artífices del nuevo régimen; y la segunda, porque el hacerlo habría
despertado el recelo de las masas populares, fuertemente apegadas al sistema
económico tradicional, que a través de la tasación y la
reglamentación aseguraba en gran medida sus medios de subsistencia.
Pero la dinámica de los hechos demostró desde el primer
momento que el liberalismo económico constituía la piedra angular
del nuevo régimen. Así, la ley Allarde del 2 de
marzo de 1791 suprimió no sólo las prerrogativas reales de la
industria manufacturera, sino también las corporaciones y asociaciones
gremiales, base de la economía productiva artesanal. Simultáneamente
fueron decretadas la libertad mercantil y la libertad laboral, aunque eso sí,
en virtud de la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791,
quedaron excluidos del nuevo marco "libertario" los derechos de
asociación y de huelga.
En el ámbito rural, la redención de las rentas establecida por
el Decreto del 3 de mayo de 1790, y la supresión de los diezmos decretada
el 11 de marzo de 1791, fueron un malabarismo infame que, además de
beneficiar exclusivamente a los propietarios, abocó al campesinado francés
a una situación aún peor que la que padecía antes. No en
vano se estaban sentando las bases del capitalismo "liberal", en
virtud del cual la libertad pasaba a ser una abstracción puramente
ornamental para los más, al tiempo que un útil de acaparamiento y
poder para una reducida minoría.
Con anterioridad a todas esas medidas, ya en noviembre de 1789 habían
sido confiscados todos los bienes eclesiales, a los que se añadirían
tiempo después los recursos expropiados a los exiliados del Terror.
Fueron los denominados "bienes nacionales", que constituyeron una
fuente de beneficios inmensos para la burguesía jacobina, y cuya
titularidad pasaría a manos de la nueva clase dominante.
En el terreno de las libertades civiles y políticas, la revolución
burguesa dejó bien claro desde el principio cuál era el sentido de
su magnánima liberalidad. Ya en los años de la Ilustración,
los editores de la libérrima Enciclopedia, Diderot y
D'Alembert, se habían dirigido a Malesherbes,
responsable de las publicaciones durante el reinado de Luis XVI, para
solicitarle la censura y, en su caso, el secuestro de todos aquellos escritos
que criticasen la Enciclopedia. Pero el infortunado funcionario, protector y
valedor, por otra parte, de los enciclopedistas ante la Administración
real, tuvo la mala ocurrencia de rechazar dicha solicitud. Tiempo después,
en 1794, habría de pagar muy cara su torpe interpretación de la
tolerancia burguesa, siendo guillotinado. Aquello no fue más que un
simple antecedente de la tolerancia actual, en cuyo nombre la Inquisición
progresista exige el absoluto respeto para sus clichés ideológicos
y sus esnobismos sórdidos, mientras reduce al silencio o a la ignominia
(cuando no puede ir aún más lejos) a quienquiera que se atreva a
rebatirlos.
No obstante los negros presagios enciclopedistas, una vez desencadenado el
proceso revolucionario la situación mejoraría ostensiblemente. La
libertad religiosa fue abolida, permitiéndose únicamente los
cultos disidentes. La libertad de prensa corrió parecida suerte. En 1792,
y sólo en París, fueron clausurados de un plumazo once diarios: La
Hoja del Día, El Amigo del Rey, La Gaceta Universal, Los Anales Monárquicos,
La Gaceta de París, El Diario de París, El Espectador y Moderador
Nacional, El Diario de la Corte y de la Villa, El Boletín de Medianoche,
El Diario Eclesiástico, y El Logógrafo. Eran todavía los
buenos tiempos, pues lo peor estaba aún por ocurrir.
Por lo que se refiere los derechos civiles más relevantes, como el de
ingresar en la Guardia Nacional o el de sufragio, ambos estuvieron limitados,
con arreglo a los cánones de la democracia censataria, a los ciudadanos
activos, esto es, a aquéllos cuyo nivel de rentas les permitía
pagar la contribución directa, inasequible para la mayoría. Muy
pronto comprobaremos cómo fue modificada temporalmente esa situación
durante los momentos álgidos del proceso revolucionario, y de qué
forma se restableció después.
Sobre los otros dos términos del tríptico no merece la pena
extenderse, ya que hablar de igualdad en un sistema cuyo fundamento social y político
es esencialmente oligárquico no pasaría de ser un escarnio. En
cuanto a la fraternidad, esa flor que, como todo el mundo sabe, se desarrolla pródigamente
en la sociedad competitiva y materialista alumbrada por el capitalismo moderno,
bastará con remitirse a las calamidades y matanzas que el nuevo régimen
perpetró para consolidarse si se quiere comprender su exacta significación.
Pero el elemento central del sistema burgués a la hora de articular
su régimen político, y el que suscitaría, alternativamente,
el apoyo y el recelo de las capas subordinadas de la población, fue, sin
duda, el concepto de democracia. Y aquí, como en tantos otros aspectos,
la Revolución Francesa, en tanto que paradigma del modelo burgués,
habría de marcar las pautas y sentar los dogmas vigentes en el mundo
actual.
No existe la menor duda acerca de lo que clase burguesa entendía por
democracia. De hecho, para los más celebrados teóricos del nuevo régimen
político, el modelo a seguir no podía ser otro que el sistema
representativo ya establecido con anterioridad en Inglaterra y Norteamérica.
El propio Montesquieu, máximo ideólogo de la
democracia burguesa, había dejado bien clara su posición al
respecto cuando en "El Espíritu de las Leyes"
escribiera: "La mayoría de las repúblicas antiguas
adolecían de un gran defecto: en ellas el pueblo tenía derecho a
adoptar resoluciones activas, que exigen algún tipo de ejecución,
cosa de la que aquél es totalmente incapaz. El pueblo debe participar en
el gobierno exclusivamente para elegir a sus representantes".
Pero, como resulta obvio, esa concepción tuvo que modificarse
circunstancialmente cuando la burguesía precisó del concurso de
las masas para doblegar la resistencia aristocrática. Esa fue la razón
de que, tres años después de iniciarse el curso revolucionario, la
Convención concediera el sufragio general. Lo malo es que tal medida no
consiguió colmar las expectativas de las clases populares, convencidas de
que sus sacrificios en pro de la causa revolucionaria debían ser
retribuidos con mejores recompensas. No menos ajenas a sus pretensiones
ilusorias fueron las demagógicas llamadas de los activistas burgueses a
la soberanía del pueblo, una mera entelequia que éste acabaría
interpretando de modo consecuente al pie de la letra.
Bien es cierto que las florituras de algunos ideólogos burgueses
contribuyeron a dotar de tintes más vistosos al nuevo régimen,
pero al precio de provocar expectativas imprevistas. Tal fue el caso de
Rousseau, que se permitió escribir sobre el
parlamentarismo británico en estos esclarecedores términos:
"El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca
gravemente; solamente lo es durante la elección de los miembros del
Parlamento, pero una vez elegidos éstos, es un esclavo, no es nada. En
las antiguas repúblicas el pueblo nunca tuvo representante alguno, no se
conocía esa palabra....Desde el momento en que el pueblo se da
representantes, deja de ser libre, deja de existir". Lo curioso es
que, después de su demoledor análisis del sistema representativo,
elemental, por otra parte, y tal vez comprendiendo que había ido más
allá de lo conveniente, el escritor ginebrino se apresuró a
atemperar sus atrevidos juicios mediante una fórmula de compromiso a
mitad de camino entre la pseudodemocracia representativa o formal y la
democracia real. Fórmula que sería adoptada posteriormente por la
demagogia jacobina para granjearse el apoyo de las masas y que podría
resumirse en los siguientes puntos: el modelo representativo se aceptaba como el
único válido, pero a cambio de ciertas garantías; los
diputados elegidos por el pueblo no serían sus representantes, ya que la
voluntad soberana es inalienable, sino únicamente sus "comisarios";
y las leyes emanadas de la Asamblea de comisarios carecerían de valor en
tanto no hubieran sido refrendadas por el pueblo. Todos estos planteamientos
marcan la frontera más lejana a la que, en el plano teórico,
llegaría jamás la democracia burguesa, aunque no es necesario
decir que ni remotamente han sido nunca llevados a la práctica. Tiempo
después el bolchevismo marxista, trasunto perfecto de la dictadura
jacobina, iría aún más lejos que aquélla, tanto en
su espúrea demagogia como en su totalitarismo criminal.
La retórica democrática de la burguesía surtió
pronto los efectos previstos, aunque no tardaron en añadírseles
otros menos deseados. A fuerza de vociferar el eslógan de la soberanía
del pueblo, éste acabó por tomarlo no como la metáfora hipnótica
que en realidad era, sino como una posibilidad real. Buena muestra de ello fue
la moción aprobada por las secciones sans-colulottes parisinas, que uno
de sus portavoces, el enragé Varlet, redactó en
estos términos:
"Invitamos al departamento de París, parte integrante del
pueblo soberano, a apoderarse del ejercicio de la soberanía; autorizamos
al cuerpo electoral de París a renovar los miembros de la Convención
traidores a la causa del pueblo".
Pese a todo, ése era un riesgo que la burguesía francesa tenía
que correr para abatir tanto a la resistencia interna como a la amenaza foránea,
un riesgo calculado e imprescindible en todo caso para consolidar su asalto al
poder institucional. De ahí las concesiones del año 1792 a los
ciudadanos pasivos, otorgándoles el derecho al voto y la franquicia para
ingresar en las filas de la Guardia Nacional, prerrogativas hasta entonces
exclusivas de la minoría burguesa que pagaba la contribución
censataria. Durante el año siguiente las dificultades acarreadas por la
guerra exterior, que en el caso de derrota habría significado el colapso
del régimen republicano, obligaron a la burguesía dirigente a
paliar la extrema penuria desencadenada por la Revolución mediante una
serie de concesiones económicas. El motivo de fondo no era otro que la
imperiosa necesidad de ganar la guerra, y para ello no había otro remedio
que conciliarse temporalmente con las masas sans-coulottes que nutrían el
ejército revolucionario. Un miembro de la Convención, el diputado
Baudot, resumiría tiempo después aquellas
circunstancias de forma explícita en sus "Notes Historiques"
con estas palabras:"Solamente las masas populares podían
derrotar a las tropas extranjeras; por consiguiente había que sublevarlas
e interesarlas por el éxito de la Revolución. La burguesía,
además de pacífica, era poco numerosa para un movimiento de esa
envergadura".
El grado de oposición interna y las guerras exteriores marcaron,
pues, el pulso y los vaivenes políticos del proceso revolucionario. Cada
fracaso militar conducía a una mejora momentánea de las
condiciones de vida y de las prerrogativas políticas de las masas; cada
victoria, a un debilitamiento de las mismas. Debe especificarse, además,
que, en lo fundamental, esas guerras exteriores nunca obedecieron, como a menudo
sostiene la intoxicación oficial, a razones de antagonismo ideológico
entre la Europa monárquica y la Francia republicana, sino a los sórdidos
intereses habituales de quienes desencadenan tales conflictos sin sufrir sus
consecuencias. Prueba de ello es que la Inglaterra "democrática"
y burguesa, principal antagonista militar de la nueva "democracia"
francesa, no se opuso al proceso revolucionario hasta que éste entró
en colisión con sus intereses comerciales. Por su parte, la burguesía
francesa sufragó los gastos de la Revolución y de la guerra con
los bienes expropiados y a través de la inflación, que sumió
al país en una penuria calamitosa. No sólo no desembolsó ni
un céntimo para costear sus "patrióticas" contiendas,
sino que obtuvo de ellas beneficios inmensos merced al negocio de los
suministros al Ejército.
A finales del invierno de 1794, ahogada en sangre la oposición
interna y conjurada la amenaza exterior, los acontecimientos se precipitaron en
la dirección prevista y en la única que podían hacerlo. En
marzo era licenciado el Ejército Revolucionario, integrado en su práctica
totalidad por descamisados, y pieza clave hasta poco antes tanto de las campañas
militares como de la represión interna. Inmediatamente después
eran suprimidos los comisarios para la vigilancia del acaparamiento de víveres,
y daba comienzo el desmantelamiento de la Comuna y de las unidades seccionarias,
núcleos políticos de las organizaciones populares. La depuración
iniciada contra los hebertistas en marzo de 1794 siguió su curso
implacable a lo largo de todo un año, para culminar en la jornada del 4
Pradial (23 mayo 1795) con la rendición incondicional del barrio
Saint-Antoine, último reducto sans-coulotte. Simultáneamente, el
proceso de depuración política fue acompañado por una labor
paralela de violencia callejera. Dada su condición "pacífica"
(según la expresión empleada por el citado Baudot en sus Notes
Históriques), la burguesía se sirvió en cada momento de los
elementos oportunos para conseguir sus propósitos. Durante el período
revolucionario había instigado los más bajos instintos de las
turbas para instaurar su régimen de terror y hecho uso de los
descamisados para laminar cualquier clase de resistencia. Una vez concluida esa
primera fase con sus objetivos cubiertos, usó a las juventudes doradas
realistas para liquidar definitivamente los restos del movimientos
sans-coulotte.
En agosto de 1795 era promulgada una nueva Constitución, que
retornaba al sistema censatario y consagraba explícitamente el poder oligárquico
y el beneficio como pilares del régimen republicano. La mascarada
sangrienta había terminado.
En el capítulo político-ideológico, al igual que en los
restantes, la Revolución Francesa fue un banco de pruebas en el que se
desarrollaron la mayor parte de las pautas y estereotipos consagrados
posteriormente. No estará de más, por tanto, describir someramente
la composición y actitud de las diversas facciones políticas que
concurrieron en aquel proceso.
El estamento burgués, auténtico promotor de dicho proceso,
estaba integrado por dos grandes grupos, girondinos y jacobinos, cuya
equivalencia contemporánea vendría a corresponder a la derecha
conservadora y a la izquierda progresista respectivamente. De entonces arranca
la falacia de la división entre izquierdas y derechas que tan rentables
beneficios ha venido rindiendo al Sistema. También por aquellos años
se operó una especie de ósmosis en virtud de la cual se
amalgamaron hasta prácticamente confundirse la izquierda burguesa y los
elementos más oportunistas y ambiciosos de los estratos populares, algo
que desde aquel momento ha venido siendo una constante. Sobra decir que la
mentalidad de las diversas facciones que se disputaron el poder político
era esencialmente la misma, aunque en no pocos casos sus intereses inmediatos
resultaran contrapuestos.
La Gironda representaba a la gran burguesía comercial, cuyos
intereses no eran necesariamente antagónicos, sino más bien
compatibles, con los de la alta aristocracia. De ahí que su deseo del
primer momento fuese una solución a la inglesa, es decir, un régimen
parlamentario comandado y compartido por los notables de ambos estamentos. Pero
el desarrollo posterior de los acontecimientos la llevaría a adoptar
posturas muy diversas que fluctuaron en la medida que lo hicieron los avatares
del proceso revolucionario. Hubo momentos en que accedió a una alianza táctica
con los sectores más radicales de la Montaña, llegándose
incluso a producir un considerable trasvase de diputados girondinos al bando
jacobino, alentado por el sustancioso botín que para estos últimos
supuso la adquisición de los llamados "bienes nacionales". Pero
la preocupación constante de la facción girondina, la razón
fundamental de su recelo permanente fue el temor a que el proceso político
iniciado para consolidar su posición acabara desbordándose.
Sin embargo, y pese a las inclinaciones de la burguesía girondina
hacia una solución de compromiso, éste no pudo alcanzarse, y ello
por dos razones fundamentales. La primera, porque tal compromiso conllevaba una
serie de reformas económicas acordes con el nuevo modelo capitalista,
reformas que suponían la bancarrota total para buena parte de la nobleza
y, por tanto, inaceptables para ésta. Y la segunda, y no menos
importante, porque de haberse llevado a buen término esa fórmula
de compromiso, la posición de la mediana y pequeña burguesía
se habría visto relegada a un lugar secundario, y eso era algo que aquélla
no estaba dispuesta a permitir. Su firme propósito de participar en el
reparto de la tarta llevó, por tanto, a la burguesía jacobina a
radicalizar el proceso, para lo cual hubo de desplegar toda su capacidad demagógica
y realizar las concesiones ya comentadas al objeto de involucrar en su empresa a
las masas. Fue de esta forma como el bando jacobino consiguió hacerse con
las riendas de la Revolución. De hecho, todos los mecanismos del Poder
estuvieron en sus manos en los momentos álgidos del proceso, y a través
de ellos pudo aplastar cualquier oposición disidente y canalizar en su
provecho las pretensiones y los excesos de las masas sans-coulottes. A su
inicial dominio de la Convención, órgano legislativo que detentaba
la "soberanía del pueblo", se uniría posteriormente el
acaparamiento casi absoluto de los cargos ejecutivos del Gobierno
Revolucionario.
Por otra parte, la hegemonía de la facción jacobina en los
centros de poder institucional iba acompañada de una estrategia política
extraordinariamente eficaz, y en la que puede reconocerse el modelo prototípico
adoptado después por los partidos de izquierda. En efecto, dada la
necesidad de contar con un respaldo extendido, la burguesía jacobina se
granjeó el apoyo de las masas a través del radicalismo populista,
un papel hábilmente interpretado por demagogos de la talla de Danton
o
Robespierre. Como sería norma posteriormente, ese
cometido lo desempeñaron entonces individuos procedentes de la pequeña
y media burguesía, con algunas excepciones de baja extracción
social (Danton). Un surtido elenco de demagogos y arribistas ávidos por
escalar posiciones y codearse con la alta sociedad. Tal vez fuera el infortunado
Varlet quien mejor retrató a la izquierda jacobina, a
los "patriotas" revolucionarios, cuando en las páginas de su
periódico les dedicara estas palabras: "Ayer no teníais
otra cosa que un comercio minúsculo, y hoy tenéis almacenes
inmensos; ayer no erais sino empleados insignificantes de oficinas y hoy armáis
barcos de guerra; ayer vuestra familia tendía la mano al primer llegado,
y hoy hace alarde de un lujo insolente. En verdad que ya no me sorprende que
haya tantas personas amantes de la Revolución; les ha proporcionado un
buen pretexto para acumular patrióticamente y en poco tiempo riquezas
sobre riquezas".
Visto ya el cometido político y la procedencia social de los
demagogos populistas, cuya plataforma de actuación se situaba en la
Convención y en las innumerables sociedades adscritas al Club de lo
Jacobinos, no queda sino dirigir la mirada hacia los miembros del Ejecutivo,
donde operaban los técnicos. ¿Quiénes eran, pues, esos tecnócratas
del Comité de Salud Pública? Por su origen social, la mayor parte
de ellos pertenecían a la alta burguesía. Jeanbon Saint-André,
director de la Marina, era hijo de un gran fabricante, al igual que Joseph
Cambon, máximo responsable de las Finanzas. Robert
Lindet, director de las Subsistencias, era hijo de un rico
negociante y antiguo procurador del rey. El jefe de la Diplomacia, Bertrand
Barère, procedía de una acaudalada familia de
juristas y poseía la titularidad del feudo de Vienzac. Lazare Carnot,
el organizador del Ejército, era ex-oficial de la Armada Real e hijo de
un acaudalado notario.
Unos y otros se complementaban mutuamente. Los tecnócratas conducían
con eficacia los intereses vitales del nuevo régimen capitalista, aunque
debido a su posición social carecían de la credibilidad necesaria
para despejar la desconfianza y el recelo que inspiraban a los sans-coulottes. Y
los demagogos políticos de la pequeña y mediana burguesía,
faltos de preparación técnica, se encargaban con su retórica
populista de interesar a las masas en el éxito de la causa revolucionaria
emprendida para la instauración del régimen burgués.
No podrá cerrarse este repaso a las facciones políticas que
protagonizaron la Revolución sin aludir al hebertismo, considerado por la
mayor parte de los tratadistas como la vanguardia del movimiento sans-coulotte,
un término, este último, sumamente genérico, y bajo el que
se amalgamó un complejo y heterogéneo amasijo de categorías
sociales tan diversas como el maestro artesano y los asalariados que trabajaban
para él, el pequeño tendero, el incipiente proletariado urbano, y
un variado lastre de buscavidas, aventureros y otras especies de lumpen. El
ideario sans-coulotte se resumía en dos puntos: en lo económico,
imposición de un máximo a las fortunas, de tal manera que ninguna
persona pudiera poseer un patrimonio superior a ese máximo, que se cifró
en el equivalente a la pequeña propiedad artesanal o comercial; y en el
terreno político, establecimiento de una democracia efectiva, en virtud
de la cual las leyes de la Asamblea y los decretos del Ejecutivo carecerían
de validez hasta haber sido sancionados por la ciudadanía, que, además,
tendría la facultad de controlar y, en su caso, revocar a sus elegidos.
Un ideario, huelga decirlo, que chocaba frontalmente con la libertad de empresa
y de beneficio y con el modelo representativo postulados por el nuevo régimen
capitalista; y una visión de la sociedad que, como también se podrá
apreciar, nada tenía en común con las tesis que más tarde
iban a elaborar los doctrinarios burgueses del totalitarismo colectivista. Pues
bien, la supuesta avanzadilla de esas clases populares eran los hebertistas y
cordeliers, una mezcla de medradores pequeño-burgueses (Hebert,
Ronsin) y arribistas plebeyos (Chaumette,
Rosignol, Santerre) íntimamente
vinculados a la burguesía jacobina, y cuyo máximo empeño
era encumbrarse política y económicamente a través del
acaparamiento de cargos en los Departamentos Ministeriales (especialmente el de
la Guerra) del Consejo Ejecutivo, organismo reducido finalmente a la nada por el
Comité de Salud Pública. Esta camarilla de oportunistas, que
sirvieron a la causa burguesa al tiempo que se servían a sí
mismos, habían colaborado estrechamente con el partido jacobino en la
eliminación de los actores más desinteresados de aquel funesto
episodio, Roux y Varlet, escarnecidos por añadidura
con el apodo peyorativo de "enragés", aunque al final, en justo
premio a su bajeza, acabaron corriendo la misma suerte que aquéllos.
Apenas concluida la Revolución Francesa, comenzaron ya a manifestarse
los primeros efectos de su múltiple herencia ideológica; y no
solamente merced a los postulados políticos, económicos y sociales
propios del sistema capitalista que instauró, sino también a través
de los esbozos colectivistas pergeñados por uno de sus herederos
inmediatos, el agrimensor y geómetra Gracchus Babeuf.
Comenzaban así los análisis superficiales y en clave
exclusivamente material de las sociedades humanas, y se iniciaba la siniestra
dinámica de las alternativas materialistas y economicistas al
materialismo y el economicismo burgués, elaboraciones todas ellas
producto de una misma mentalidad. Los utopismos rudimentarios de Babeuf serían
recogidos y perfilados más tarde por Buonarrotti,
Blanqui y otros ideólogos burgueses del colectivismo,
para desembocar finalmente en el socialismo científico del "proletario"
Carlos Marx, quien, refundiendo las provechosas enseñanzas
de la dictadura jacobina con su gélida pseudociencia, pudo alumbrar por
fin la fórmula magistral. Pero éste es un tema del que nos
ocuparemos más adelante.
No podrá cerrarse este análisis sin aludir a otros dos
importantes aspectos en los que la Revolución Francesa fue precursora y
pionera. Se trata del totalitarismo y del genocidio, dos temas de permanente
actualidad en nuestros días, y que el sistema capitalista no deja de
instrumentalizar, aunque tales lacras, como tantas otras que han asolado el
mundo moderno, hundan sus raíces precisamente en las concepciones ideológicas
alumbradas por las revoluciones burguesas.
No había transcurrido mucho tiempo desde que el Comité de
Salud Pública fuese creado (6 Abril 1793) cuando, en el verano de ese
mismo año, comenzó a gestarse la dictadura jacobina que muy pronto
se iba a implantar. Un hecho, por otra parte, en el que la propia estructura
organizativa del bando jacobino desempeñaría un papel
determinante. En efecto, el Club de los Jacobinos se había convertido
desde bastante antes en una perfecta maquinaria de poder; un entramado que, en
palabras de uno de sus dirigentes, Camille Desmoulins, "abarcaba
en su correspondencia con sus sociedades filiales todos los rincones y recovecos
de los ochenta y tres Departamentos franceses". Esa estructura,
perfectamente coordinada bajo la dirección de la matriz parisina, dispuso
desde el principio de una capacidad operativa muy superior a la de cualquier
otra organización de su tiempo. De hecho, y aunque no adoptara ese
nombre, se trataba del primer partido político de la era moderna y de la única
estructura de mando plenamente consciente de su poderío en aquel momento.
Baste con significar que el Club de los Jacobinos llegó a contar con una
red de 3.000 sociedades y alrededor de 40.000 comités repartidos a todo
lo ancho del país.
La inspiración netamente despótica del Gobierno Revolucionario
constituido en la primavera del año II (1793), se fue perfilando a lo
largo del verano hasta desembocar en el Decreto del 14 Frimario (4 Diciembre
1793), que consagraba definitivamente la dictadura del Terror. Las pautas del
llamado Gobierno Revolucionario habían sido diseñadas por el
jacobino Saint-Just en su informe del 10 de octubre de 1793,
informe adoptado por la Convención y a raíz del cual quedaron
suspendidas la Constitución, la división de poderes y los derechos
individuales, lo que, sumado a la creación de un Tribunal Revolucionario
sumarísimo, dio paso al primer ensayo totalitario de la era moderna.
Tales medidas eran ratificadas y reforzadas poco después por el citado
Decreto del 14 Frimario y por sendos informes de Robespierre
(25-Diciembre-1793 y 5-Febrero-1794).
Por lo que se refiere a los pretextos esgrimidos por los modernos
apologistas de la dictadura jacobina, que significativamente son los mismos que
en su día justificaron el totalitarismo soviético, bastará
con acudir a los hechos para constatar que tales pretextos no fueron nunca otra
cosa que burdas patrañas carentes del menor fundamento. Las falacias
exculpatorias se resumen en dos: la amenaza exterior, representada por los ejércitos
realistas extranjeros, y el peligro interno, encarnado en los elementos
contrarrevolucionarios. Razones, todas ellas, de indudable peso si se considera
que la fecha en que era refrendada la Dictadura del Terror (10-Octubre-1793)
coincidió precisamente con el momento en que las citadas amenazas estaban
por vez primera bajo control del régimen republicano. En el interior, los
últimos restos del federalismo girondino, que nunca constituyó un
peligro real, sino más bien un recurso propagandístico, habían
sido definitivamente laminados tras la caída de la municipalidad de
Burdeos (18-Septiembre-1793) y la toma de Lyon (9-Octubre-1793). Paralelamente,
el 17 de octubre de ese mismo año los últimos resistentes de la
Vendée eran aplastados en Cholet. En lo concerniente al frente exterior,
la amenaza de invasión había desaparecido por completo en los
comienzos del otoño de 1793; más aún, la victoria de
Watignies del 16 de octubre sobre los coaligados marcaba el vuelco de la balanza
en favor de las armas republicanas.
No fueron, por tanto, esos peligros ya conjurados lo que la burguesía
jacobina se propuso erradicar, sino la competencia de todo cuanto pudiera
suponer una merma en su ejercicio absoluto del poder. De ahí que el
primer objetivo a abatir fuesen las unidades militares y las organizaciones
seccionarias sans-coulottes, utilizadas hasta entonces como fuerza de choque
brutal para laminar a sus primeros oponentes, pero que, una vez reducidos éstos,
pasaron a convertirse en un peligroso estorbo que era preciso neutralizar. Pero
una vez alcanzados sus primeros objetivos la maquinaria represiva emprendió
una dinámica ciega y feroz que golpeaba indiscriminadamente a todo lo que
se interpusiera en su camino, una dinámica en la que el poder y el terror
ya no se justificaban más que en sí mismos y en su lógica
criminal.
A través de los dos organismos que asumieron los poderes
excepcionales, el Comité de Salud Pública y el Comité de
Seguridad General, la burguesía jacobina pudo instaurar un régimen
de dominio cuya naturaleza difería cualitativamente de todo lo conocido
hasta entonces. De hecho se trataba de una forma de Poder que, tanto por sus
resortes ideológicos, como por sus procedimientos, rebasaba ampliamente
los viejos esquemas del absolutismo del Antiguo Régimen. Dicho con otras
palabras, lo que se estaba gestando en aquel episodio no era otra cosa que el
basamento del totalitarismo moderno. Y así lo vio, adelantándose
incluso al desarrollo de los hechos, el enragé Leclerc, quien supo
vislumbrar la naturaleza de las primeras propuestas de Danton,
en el verano de 1793, cuando éste abogara por convertir el Comité
de Salud Pública en un órgano de gobierno dotado de poderes
excepcionales. "En esa masa de poderes reunidos -apuntó
premonitoriamente Leclerc-no veo otra cosa que una
dictadura espantosa".
En cuanto a la filosofía que inspiró el régimen de
Terror instaurado por la dictadura jacobina, nada mejor para captar su alcance y
significado que reproducir los términos empleados por el dirigente
Couthon, términos que serían recogidos por la
ley represiva del 24 Pradial del año II (10-Junio-1794): "Se
trata menos de castigar a los enemigos de la Revolución que de
exterminarlos".
Todo lo dicho guarda, a su vez, un estrecho parentesco con otro de los temas
apuntados, el genocidio, pues eso, y no otra cosa, fueron las matanzas
perpetradas en la Vendée por la filantropía revolucionaria. Vaya
por delante el hecho de que, del aluvión de víctimas causadas por
la represión y el Gran Terror, aproximadamente un 86% se registraron en
las capas sociales inferiores. Una circunstancia, por otra parte, que desde
entonces ha venido siendo la norma de todas las revoluciones desencadenadas para
"liberar" a los parias.
Hoy son ya bien conocidas la sevicia y la saña con que el régimen
jacobino combatió a sus adversarios, en primera instancia, y seguidamente
a todo aquél que no comulgara con sus procedimientos. De la dureza con
que fueron reprimidos sus oponentes dan buena cuenta varias órdenes
oficiales dirigidas por el Comité de Salud Pública a sus delegados
departamentales. Sirva como muestra al respecto el decreto dictado en 1794 para
aplastar la rebelión lionesa: "La ciudad de Lyon debe ser
destruida. Sobre sus ruinas se levantará una columna que dará
testimonio a la posteridad de los crímenes y el castigo de los realistas
de dicha ciudad con esta inscripción: Lyon combatió contra la
libertad; Lyon dejó de existir".
Pero donde sin ninguna duda desplegó el Terror jacobino su más
abyecta política exterminadora fue en las regiones del noroeste, y
especialmente en la Vendée. La proclama emitida por la Convención
burguesa tan pronto como tuvo noticia del levantamiento vendeano no dejaba lugar
a dudas sobre el fanatismo criminal con que se iba a desarrollar la represión
subsiguiente: "Se trata de exterminar a los bandoleros de la Vendée
para purgar completamente el suelo de la libertad (sic) de esa raza maldita".
¿Y quiénes eran esos "bandoleros" a los que había
que exterminar? En la Vendée, sencillamente toda la población. Una
población que, dicho sea de paso, se había decantado en los
primeros momentos por el nuevo régimen revolucionario, pero que, al igual
que ocurriera en otros lugares de Francia, acabó levantándose
contra las arbitrariedades, las tropelías, la desolación y la
miseria provocadas por aquél. Las levas masivas decretadas por el poder
republicano supusieron el acicate definitivo para el desencadenamiento de la
insurrección. Acto seguido, se sucedieron los pronunciamientos criminales
de la Convención. "Se trata de despoblar la Vendée",
rezaba uno de ellos, cosa que fue llevada a cabo de manera sistemática
mediante una política de matanzas indiscriminadas de todo cuanto se
tuviera en pie: prisioneros, ancianos, mujeres, aunque estuvieran encintas, y niños.
Como la destrucción debía ser completa, la Convención elevó
sus resoluciones al Comité de Salud Pública para que el territorio
rebelde fuera devastado, una de las cuales decía así: "No
se ha incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año
ninguna persona, ningún animal, encuentren subsistencia en ese suelo".
Lo realmente significativo, pues, del impulso que movió a los
pregoneros de la "libertad", la "fraternidad" y los "derechos
del hombre", fue su afán no ya de derrotar al oponente, sino de
exterminarlo. Buena prueba de ello es que la represión y las matanzas se
prolongaron bastante tiempo después de que la rebelión hubiese
sido aplastada. Los ahogamientos en masa perpetrados en Nantes en diciembre de
1793, con la situación totalmente controlada por el poder republicano
desde varios meses antes, son uno de los varios ejemplos que podrían
citarse a este respecto. Centenares de personas fueron ahogadas en dicha
localidad tras ser amarradas a embarcaciones provistas de un dispositivo para
que se hundieran. En relación con aquel, suceso siniestro aún podría
citarse la sangrante anécdota de la amonestación que el Comité
de Salud Pública dirigiera a su comisario en la zona, Carrier, por
haberse permitido enviar a París 110 detenidos para que el Tribunal
Revolucionario los juzgase formalmente, en lugar de liquidarlos in situ sin más
miramientos.
El episodio vendeano, por tanto, no fue otra cosa que un genocidio en toda
la regla y con todos los ingredientes de éste, a saber: propósito
de exterminio y no de simple doblegamiento del adversario; represión
indiscriminada dirigida contra toda la población; y alevosía
manifiesta en la prolongación de las matanzas una vez que el enemigo ya
ha sido sojuzgado, obedeciendo todo ello a un plan consciente y sistemático
trazado desde las altas instancias del Poder.
Resumir en media docena de líneas todo lo dicho a lo largo de este epígrafe
podría parecer imposible, pero no lo es. Léase, si no, y léase
con atención, el contenido de un escrito confidencial que el aristócrata
jacobino Mirabeau le envió a Luis XVI durante los
primeros meses de la Revolución con el evidente propósito de
hacerle ver las ventajas del nuevo Poder que ya despuntaba sobre el viejo y
caduco autoritarismo monárquico. Esto era lo que Mirabeau
le decía al monarca francés: "Comparad el nuevo estado
de cosas con el Antiguo Régimen, pues es ahí donde nacen los
consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas de la Asamblea, y la más
considerable, es favorable al gobierno monárquico....La idea de no formar
más que una sola clase de ciudadanos habría gustado a Richelieu;
esa superficie igual facilita el ejercicio del Poder. Varios reinados de un
gobierno absoluto no habrían hecho tanto por la autoridad real como este único
año de Revolución".
En aquellas breves líneas estaba condensado de manera magistral y con
muchas décadas de adelanto el trasfondo del nuevo Poder y la naturaleza
de la nueva sociedad que las revoluciones burguesas iban a alumbrar. En una
pocas palabras se apuntaba con diabólica perspicacia la magnitud de un
dominio asentado y ejercido sobre una masa uniformizada.