El costo de oportunidad de la dilación.Por Alberto Medina Méndez
El costo de oportunidad de la dilación.
El interminable debate en torno al dilema sobre si la gestión de las
reformas debe abordarse con políticas de shock o con una dinámica más
gradual, omite el análisis de aspectos profundos, demasiado relevantes.Los defensores de las estrategias más frontales sostienen que generar
transformaciones implica encararlas con contundencia. Saben que no se
lograrán triunfos de la noche a la mañana y que la implementación puede
hacerse secuencialmente, pero siempre transitando un sendero definido.
En algunas ocasiones se confunden los términos y se intenta hacer creer
que un esquema como el descripto es invariablemente abrupto y
desordenado. La tarea consiste en gestar puntos de inflexión,
modificando los sistemas de incentivos, de premios y castigos,
orientándolos con mayor inteligencia y una eficiencia superior.
Los resultados jamás aparecerán mágicamente, pero una categórica
mutación de las reglas de juego puede ser vital para alterar el rumbo de
los acontecimientos y esperar palpables mejoras en un plazo razonable.
Del otro lado, los promotores del gradualismo afirman que las políticas
de impacto son bruscas, políticamente inviables y sus consecuencias son
inhumanas, nefastas y exageradamente negativas para la mayoría.
Es cierto que tomar medidas drásticas produce efectos inmediatos y trae
consigo importantes secuelas. Eso es indudable y no debe ser negado. En
todo caso, se deben contrastar las evidentes ventajas y los ineludibles
inconvenientes que vienen de la mano de esas duras determinaciones.
Son muy pocos los que están dispuestos a desnudar con idéntica potencia,
el precio de la inacción, el verdadero costo de las demoras. No hacer
nada, o hacer poco, también tiene derivaciones. Es probable que no sean
tan notorias en el corto plazo, pero no por ello consiguen ser menos
destructivas y nocivas para demasiada gente.
La invitación a elegir opciones aparentemente más suaves, placenteras,
cómodas y políticamente correctas encierra una trampa brutal impregnada
de una gran deshonestidad intelectual. Lo gradual ofrece un camino
escalonado, pero esa tardanza tiene gigantes costos ocultos que
pretenden ser minimizados. No parece saludable esconderlos bajo la
alfombra.
Cuando se sostiene eternamente un régimen de subsidios inmoral solo para
evitar las consecuencias de quitarlo, se debe asumir con sinceridad que
se seguirá esquilmando a muchos ciudadanos detrayendo una parte
importante del fruto de sus esfuerzos personales cotidianos para
sustentar a otros que no lo están haciendo, ni tienen intenciones de
hacerlo.
Prolongar el saqueo institucional puede parecer más sutil, pero solo lo
es para los que reciben la ayuda. Para los que siguen pagando la fiesta,
eso es impiadosamente perverso. Suponer que dejar todo como está o
modificarlo tenuemente no tiene costo alguno es de necios, pero también
de cínicos.
Los economistas saben que las alternativas que ofrece una inversión
deben ser evaluadas y consideradas a la hora de tomar la decisión. A eso
llaman "costo de oportunidad". En materia de decisiones personales,
familiares y también sociales, ese mismo concepto conserva su sentido
equivalente.
No hacer nada, detenerse frente a lo necesario e inevitable implica
también aceptar que esa decisión tiene inexorables ramificaciones para
todos. Los eventuales damnificados a los que se intenta proteger deberán
postergar la oportunidad de hacer lo correcto y arrancar la nueva era
cuanto antes.
No se extirpa un tumor por etapas aduciendo que es menos doloroso. Se
toma la decisión de enfrentar el problema con coraje y se asumen los
riesgos, el circunstancial daño emergente, siempre sabiendo también que
hacerlo ahora es mucho mejor que posponerlo indefinidamente.
El único caso en el que se decide no hacer nada, es cuando se considera
que el paciente está en una fase terminal y no tiene chance alguna de
sobrevivir. Allí se opta por garantizar calidad de vida acortando los
tiempos de supervivencia. Si el diagnostico de la política es que
administran un enfermo sin futuro, sería bueno que lo digan. Si por el
contrario, como suelen recitar, el porvenir es sinónimo de éxito, es
hora de apurar el tranco porque a este ritmo dilapidarán las
oportunidades de corregir errores.
La sociedad tiene enormes responsabilidades en esta parodia. No se puede
pretender a vivir en el primer mundo sin hacer significativos
sacrificios, con cobardía y gradualismo. Es hipócrita creer que se
pueden conseguir grandes logros sin atravesar contingencia alguna. Si se
desea prosperar, hay que estar dispuestos a hacer todos los deberes.
Esta situación actual no es mérito exclusivo de la dirigencia política,
sino también de esta sociedad que declama ampulosamente algo que luego
no puede sostener con actitudes individuales concretas. Pareciera que
quienes dicen aspirar a los cambios, no lo desean con tanto fervor.
Cierta actitud timorata, ambigua, repleta de dudas y contradicciones,
invade las mentes de quienes desean progresar, mientras prefieren
permanecer en la zona de confort que les ofrece la continuidad infinita.
Es posible que la victoria final esté a la vuelta de la esquina, pero no
se llega hasta allí con ridículos zigzagueos, posturas temerosas y
midiendo cada paso. La meta soñada requiere de valentía y claridad
suficiente, ya no solo para alcanzarla, sino para intentar recorrer ese
trayecto con convicción.
La discusión política prosigue casi sin sentido. Por ahora el
gradualismo gana la batalla. Sería bueno que los que apoyan esa visión
comprendan que los supuestos perjuicios que pretenden evitar son reales y
siguen allí. Aunque no puedan visualizarlo existe el costo de
oportunidad de la dilación.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com