El 1 de mayo y la Constitución del dictador Perón. Por Nicolás Márquez.
Conforme lo ordenaba la Constitución
Nacional, el mandato presidencial de Perón terminaba en 1952 sin
posibilidades legales de reelección. Este impedimento normativo motivó
al dictador a trampear el sistema y el 1 de mayo de 1948 en la
inauguración de las sesiones en el Congreso, brindó un kilométrico
discurso en el cual dio el “visto bueno” a sus legisladores para
reformar la Constitución 1853-60 sobre la cual alegó socarronamente que
era “un artículo de museo, votada en tiempos de las carretas”[1],
pero acto seguido matizó su embestida “aclarando” la siguiente mentira:
“la reelección sería un enorme peligro para el futuro político de la
República”[2], afirmación que ni oficialistas ni opositores tomaron en serio.
Dicho y hecho, poco después el Congreso
efectuó una votación clamando la necesidad de reformar la Constitución.
Pero como el oficialismo no alcanzó las mayorías constitucionales
exigidas para consumar la reforma[3]
(sobre 152 diputados sólo 96 votaron a favor de la misma y ello no
alcanzaba los dos tercios exigidos), de facto se decidió de todos modos
convocar a elecciones constituyentes sin mayores demoras. Vale decir: no
se cumplía con la actual Constitución pero se pretendía fabricar una
nueva con procedimientos también inconstitucionales, para luego tampoco
cumplirla. Ni el propio Perón disimulaba su total desconfianza hacia el
Estado de derecho y veía a la ley como una herramienta a la cual él no
debía ajustarse, sino lo contrario: “Antes lo primero era hacer la ley…y
después tratar de hacerla cumplir. Nosotros, desde que estamos en el
gobierno, hacemos exactamente lo contrario; primero tratamos de hacer
algo, y luego cuando las realizaciones prueban su eficacia, le damos la
forma de ley o del decreto”[4] declaró.
Además de no respetar a las mayorías
previstas, el Congreso votó una ley llamando a la “reforma” en vez de
una “declaración” (tal como lo ordenaba la Constitución en su artículo
30[5])
siendo que toda vez que se declaraba la necesidad de una reforma
constitucional en el país, en la misma debían señalarse con precisión
cuáles eran los artículos que se pretendían modificar (así se hizo en
1860, 1866 y 1898) pero nada de esto se cumplió ahora. Aquí se entregó
sin las mayorías legalmente permitidas un generoso cheque en blanco para
que los constituyentes subordinados al poder central metieran mano en
el articulado de manera abusiva e indiscriminada. Como si estas
irregularidades fuesen insuficientes, teniendo en cuenta que la
Provincia de Corrientes tenía el antecedente de ser antiperonista (fue
la única que electoralmente había colocado dos Senadores nacionales a
los que se les impidió jurar), se resolvió que no participase en los
comicios constituyentes.
Estas y otras ilegalidades llevaron a la
oposición a tener que definir si iban a avalar estas tropelías o no,
presentándose en las elecciones. Dentro de este clima enrarecido el
partido socialista propuso el voto en blanco, idéntica medida adoptó el
Partido Demócrata Progresista, los conservadores (Partido Demócrata
Nacional) resolvieron no concurrir y finalmente los radicales
resolvieron asistir, presentando sus candidatos.
Seguidamente se llamó a elecciones para
el 5 de diciembre de 1948, y si bien no puede técnicamente confirmarse
que los sufragios fueran fraguados o adulterados, sí fue un fraude la
campaña electoral como tal, puesto que la dictadura restringió por
completo el acceso de la oposición a los medios de comunicación,
reduciendo la campaña de la UCR a una silenciosa participación
testimonial. De los 158 convencionales constituyentes que se votaron,
110 fueron peronistas y 48 radicales.
Las sesiones de la Convención se
iniciaron en enero de 1949 y se designó presidente de la misma a Domingo
Mercante, quien sesionó y presidió sentado en un insólito sillón donado
para la ocasión por la Fundación Eva Perón, en cuyo respaldo estaba
estampada una fotografía con la cara de Juan Perón. Casi una metáfora
del rol paródico y dependiente que cumplían allí tanto Mercante como el
resto de los legisladores peronistas de la Convención.
Entre
varias de las extravagancias que se aprobaron, los convencionales
peronistas se “regalaron a sí mismos” la extensión de su mandato. Es
decir, si bien los Diputados de la Nación habían sido elegidos en 1946 y
su mandato de cuatro años vencía en 1950, decidieron “extenderlo” de
facto hasta 1952. Los radicales no aceptaron tal inmoralidad y a los que
se les vencía su mandato en 1950 renunciaron a la deshonesta
prolongación[6] dejando un hueco en su bloque, que entonces quedó reducido a menos de la mitad.
La constitución, que fue reformada
conforme las apetencias de Perón, además de permitir la eterna
reelección del dictador, se inspiraba en principios colectivistas
(eufemísticamente llamado como “derechos sociales”) los cuales
relativizaban el derecho de propiedad privada y restringían el grueso
las libertades individuales: “El individualismo es amoral. Predispone a
la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la
evolución de la especie” sentenció Perón ese año en La Comunidad Organizada [7], desconfianza en el hombre autónomo que ratificó dos años después en su otro libro Conducción Política:
“Algunos dicen: hay que captarse la opinión independiente. Grave error.
Eso no se capta nunca, porque está tres días con uno y tres días contra
uno (…) Esos son inconducibles; esos son en todas las colectividades
los salvajes permitidos por la civilización, que viven aislados y al
margen de las inquietudes de los demás. Y si los captamos, son elementos
de disociación dentro de la organización política, porque ellos están
siempre en contra”[8].
Este y no otro fue el espíritu del articulado de la flamante
Constitución, el cual despertó muchas desconfianzas en el mundo
civilizado y probablemente el artículo más desconcertante y polémico
haya sido el 40[9],
cuyo contenido ambiguo y peligrosamente confiscatorio no tardó en
retraer las inversiones fomentando el éxodo de muchos depósitos
bancarios.
Un dato por demás curioso para una
“constitución peronista” fue el hecho de que la misma prohibía el
derecho a huelga, medida defendida en el recinto con total desparpajo
por el convencional constituyente peronista Hilario Salvo (que además
era secretario general del gremio metalúrgico) en cuyos fundamentos puso
de manifiesto la “conciencia de clase” del obrerismo peronista: “El
sector minoritario pregunta por qué no se da el derecho de huelga. Darlo
sería como poner en los reglamentos militares el derecho a la rebelión
armada. Como dirigente obrero, digo con toda responsabilidad -y
perdóneseme la expresión – que las huelgas se han hecho para los machos:
es cuestión de hecho, por tanto no se precisa el derecho.(…) Como
dirigente obrero debo exponer por qué razón la causa peronista no quiere
el derecho de huelga. Si deseamos que en el futuro ésta Nación sea
socialmente justa, deben estar de acuerdo conmigo los señores
convencionales en que no podemos después de enunciar ese propósito
hablar a renglón seguido del derecho de huelga, que trae la anarquía y
que significaría dudar de nuestra responsabilidad y de que en adelante
nuestro país será socialmente justo. Consagrar el derecho de huelga es
estar en contra del avance de la clase proletaria en el campo de las
mejoras sociales”[10].
Finalmente, tras maratónicas sesiones
abarrotadas de alabanzas al matrimonio presidencial, el 11 de marzo a
las seis de la tarde Domingo Mercante sentado en su sillón estampado con
la cara de su patrón exclamó: “quedó sancionada la Constitución de
Perón”[11].
El engendro constitucional de 1949 no
fue sino otro de los tantos retrocesos institucionales a los que por
entonces condenó el régimen a la Argentina y esta normativa era obligada
a ser jurada de manera constante y sonante por todos los empleados
públicos de cualquier nivel, en todo tipo de establecimientos y en
cualquier circunstancia. Llegó un momento en el cual la insistente
juramentación que se sobreactuaba en todas las dependencias estatales se
prestó para chistes populares, tales como el que contaba la anécdota de
un guarda y un motorman de un tranvía que pararon la máquina y bajaron a
orinar en la estación Rivadavia y Quirno, y una pasajera preguntó
ingenuamente en dónde estaban ambos, y desde el anonimato una voz
chillona respondió: “¡Fueron a jurar la Constitución, señora!”[12].