viernes, 6 de mayo de 2016

El desarrollo histórico de las patrias del Cono sur FEDERICO IBARGUREN

(Conferencia publicada en  VERBO, marzo 1979)
Visión teológica de la Historia Argentina
El desarrollo histórico de las patrias del Cono sur
FEDERICO  IBARGUREN

Agradezco al “Instituto de Promoción Social Argentino” por haberme invitado a hablar en este su VI Congreso Anual de Córdoba: la provincia mediterránea argentina  cuya capital fue fundada por el ilustre Gerónimo Luis de Cabrera. Es un honor para mi el hacerlo ante  tan caracterizado público presente y acompañado por un elenco de brillantes  pensadores, de tendencia católica pero a la vez tradicionalista, que participan en el importante convivio intelectual que hoy nos congrega.  Comenzaré diciendo que: “El desarrollo Histórico de las Patrias del Cono Sur”, cuyo tema me fijaron con anticipación los organizadores del Congreso, abarca un extensísimo período de nuestro pasado hispanoamericano; debo resumirlo entonces, por razones de tiempo y  espacio, señalando solamente sus tres características más salientes  -a mi ver- relativas a la totalidad de las diversas zonas geográficas, pueblos y naciones que integran el Cono Sur. O sea, poniendo el acento, de alguna manera, en su denominador común (religioso, cultural e histórico) que los caracteriza a todos en conjunto, desde los primeros años de la Conquista española inmediatamente posterior al 1500. 

Vale decir: 1º) un mismo proceso evangelizador difundido en el Nuevo Mundo indígena, por frailes y sacerdotes, que abarca el extraordinario período cultural europeo denominado del Siglo de Oro español; 2º) un común heroísmo de epopeya, atributo característico de la empresas colonizadoras españolas de los siglo XVI y XVII; y 3º) consecuentemente, un destino histórico paralelo en cada área geográfica propia, digno del enjundioso pasado fundador común que heredamos de España.

      Todo ello señores, configura lo que nosotros, nacionalistas hispanoamericanos vinculados desde antiguo a lo genuinamente histórico de cada una de las naciones hermanas –aunque ahora independientes- del Cono Sur, tenemos definido ya (en este mundo tan revuelto e inestable en que vivimos) con sólo dos sencillas palabras: SER NACIONAL.

      Pero ¿Qué será el tan mentado SER NACIONAL, preguntarán con razón ustedes, hartos acaso de oír y leer este concepto o “slogan” propagandístico: por la televisión,  la radio, y, en fin, impreso en letras de molde por la prensa escrita?

      Pues bien, en mi opinión, SER NACIONAL (o “espíritu nacional”) es el engendrado por una cultura bajo cuyo signo –universalista pero a su vez telúrico- los pueblos primitivos o gregarios se transforman en comunidades organizadas, en naciones, mediando el tiempo. Esto ocurrió entre nosotros, los argentinos, mucho antes de 1810, por supuesto. Se trata entonces de saber desde cuando la Argentina tiene ese espíritu de nación en potencia, culturalmente hablando. A nivel histórico puede afirmarse sin exageración  en las fechas, que por lo menos desde el año 1541, luego de despoblada la precaria y fugaz Buenos Aires de Pedro de Mendoza que dio motivo al nacimiento –en lo que es hoy zona paraguaya- de la estratégica ciudad de Asunción; cuna de la Hispanidad Católica en toda la cuenca del Plata, misioneros mediante. Anticipo que fue de la evangelización  jesuítica perfeccionada durante el siglo XVII en tierra argentina. Aunque obstinadamente siga negando esto nuestra clásica historiografía liberal, la cual afirma –“Libertad”, “Igualdad” y “Fraternidad”  mediante- que el SER NACIONAL ARGENTINO  aparece de repente en lo universal, por arte de magia, el 25 de mayo de 1810 como resultado roussoniano de una asamblea deliberativa de vecinos. Tesis falsa, trasnochada ella, según es obvio, que no resiste el análisis de hechos sociales, políticos y religiosos ocurridos en la antañona Hispanoamérica, acaso tergiversados a  designio, además, por una ideología –iluminista o marxistoide- que viene deformando a fondo la mentalidad desprevenida de las juventudes del país.








EL “SER NACIONAL” Y NUESTRA RAÍZ CATÓLICA.

     

En estos tiempos de imperialismos materialistas (grandes potencias con poder financiero capaz de sojuzgar cualquier soberanía nominal) la vida de las naciones está referida, por desgracia casi exclusivamente al ámbito económico. De ahí que, para muchos, resulta anacrónico –y hasta “oscurantista” a juicio de los liberales- mencionar a la religión como factor importante en la Historia. Aquel agnóstico cuestionamiento  tuvo origen, claro en el siglo XVIII (siglo de “las luces”) en que la razón humana descreída –con Descartes de precursor- fue ocupando poco a poco el lugar hasta entonces reservado al culto de los misterios de Dios y de la religión. Más tarde, el positivismo del siglo XIX, esencialmente ateo, inventará una filosofía propia con ingredientes pseudo-cientificistas, hasta culminar, como se sabe, en un socialismo dogmática, totalitario, que rechaza lo espiritual y lo divino a la vez. Y su mesiánico profeta fué, al poco tiempo, Carlos Marx.

      El comunismo niega, así, de manera rotunda, divinizando la materia que ahora ocupa el lugar creador-providente de Dios-,  la importancia histórica de lo religioso en el proceso formativo de las culturas.  Por eso abomina de las tradiciones conservadoras  de aquella herencia, vieja como el mundo,  repudiándolas en bloque, dado que para el marxismo las mismas constituyen nocivas alienaciones en perjuicio del “científico” materialismo dialéctico con que se define la nueva, sacrílega escuela revolucionaria. La cual escuela hace ya tiempo que viene enseñando (mediante asesinas tiranías estatales o corruptoras mentiras demagógicas)  el odio implacable a todo resabio de religión sobrenatural; la guerra a muerte a todo amor patrio entrañable.

      Y bien, semejante tergiversación de la historia, producto del simplismo comunista, es condimentada ahora  con falsos sofismas   y “slogans” de contenido inhumano, demostrando a las claras  la crasa ignorancia de la pretendida escuela “científica” del materialismo de marras. Nada más alejado de la verdad real que las interpretaciones marxistas del pasado. Nada menos de acuerdo con el concreto acontecer pretérito que el ateísmo revolucionario de izquierda, sobre el cual –“Sine irae et cum studio”- la ciencia histórica ha dado ya su última palabra desde hace décadas.

      En este orden de cosas, ¿interesa acaso demasiado a los dirigentes de las contemporáneas revoluciones rusa o china (oportunistas idólatras), demostrar, por ejemplo,  a sus satánicos militantes, con serias pruebas documentales, desde luego, si es existencialmente cierta aquella malintencionada frase de Marx: “La religión es el opio del pueblo”? No les interesa en absoluto. Al contrario, mienten a sabiendas, negando todo lo que en los hechos, contradiga el fondo perverso, autoritario de su anticristiana ideología; ella sí fabrica con propósitos expresos de adormecer las conciencias manteniéndolas idiotizadas al máximo. Dopadas para dominarlas mejor. Y esa mentira sistemática de todas las propaganda manejada por las tiranías marxistas del siglo: ¿No resulta, de suyo, el verdadero anestésico colectivo; el “opio del pueblo” que el judío Marx acusaba sin pruebas y con malicia maquiavélica, culpando de ello groseramente al cristianismo?

      Pero la historia no se escribe con paradojas efectistas ni con hábiles “slogans” sofisticados. ¿Qué nos enseña entonces la realidad a este respecto? Veámoslo a continuación.

      Las naciones –sin quizás- como los individuos, tienen también sus padres, su filiación legítima (toda vez que no son hijos de nadie) y continúan una Historia que es la de sus antepasados. Las naciones no surgen por casualidad ni tampoco se constituyen por  “contrato”. Son encarnaciones de una determinada cultura. Y toda verdadera cultura reconoce, en su entrañable meollo, un nacimiento religioso comprobable y cierto, que la imparcialidad histórica europea y americana ha puesto de manifiesto en estos últimos tiempos, sobre todo.

      “Estamos apenas empezando a comprender cuán íntima y profundamente está ligada la vitalidad de una sociedad con su religión –escribe Christopher Dawson en su interesante ensayo histórico-cultural, titulado “Progreso y Religión”- : El impulso religioso es el que proporciona la fuerza cohesiva que unifica una sociedad   y una cultura. Las grandes civilizaciones del mundo no producen las grandes religiones como una especie de “subproducto cultural”; en un sentido muy real, las grandes religiones son los cimientos sobre los cuales  descansan las grandes civilizaciones. Una sociedad que ha perdido su religión se convierte más tarde o más temprano  en una sociedad que ha perdido su cultura… Pues una civilización no puede desprenderse del pasado a la manera que  un filósofo descarta una teoría. La religión que ha gobernado la vida de un pueblo durante mil años entra en su verdadero ser y modela todo su pensamiento y su sentir”. He aquí, digo yo, el drama íntimo sin resolver que padecemos  nosotros desde hace más de un siglo; y también los pueblos hermanos nuestros del mismo origen hispanocatólico en general.

      Nuestra religión no es otra, pues, que la misma enseñada hace ya casi dos mil años por la Iglesia Católica Apostólicoromana (pero a través  de la posterior evangelización española);  y nuestra cultura, -ligada estrechamente con el catolicismo de occidente-  remontase a los tiempos lejanos de la cristiandad europea, a partir del siglo V de nuestra era, en cuyo accidentado periplo se derrumban sin gloria, aunque no de golpe, las estructuras políticas e institucionales del Imperio de los Césares. Quedará Bizancio allá lejos, pero en definitiva cae Roma. 

      Ahora bien, aunque el liberalismo decimonónico que aun soportamos, nos ha desfigurado atrozmente –a través de una enseñanza laica y desnacionalizadora- la vera imagen de la Patria. El SER NACIONAL ARGENTINO, reconoce su origen en el catolicismo español de la militante Contrarreforma religiosa (de los siglos XVI y XVII). Sus primerizas ciudades americanas, en efecto, nacieron –bajo los reinados semi-teológicos de Carlos V y de Felipe II- todas ellas  con nombres extraídos prolíjamente  del santoral católico; por mano de recios conquistadores y frailes misioneros que les acompañaban en la empresa de poblar y evangelizar el Nuevo Mundo para el Rey y para Cristo. Aquellos nombres religiosos puestos por Adelantados y Capitanes Generales de la conquista a fortalezas, puertos, nuevas aldeas y ciudades de las Indias Occidentales españolas, caracterizan por sí solos el espíritu de Cruzada con que fue bautizada la virginal tierra mostrenca y convertido el salvaje aborigen de la fe cristiana.

      Recordemos cronológicamente, algunos nombres de pueblos y sus respectivas fechas de fundación; aunque más no sea localizados por falta de espacio en el escenario territorial del Río de la Plata y de las antiguas regiones del Tucumán y Cuyo (hoy argentinas). Veamos: 1527 nace el primer fuerte llamado “Santi Spiritu” en las márgenes del río Paraná; 1536, el primer puerto español fundado aquí por Pedro de Mendoza, titulado “Nuestra Señora del Buen Ayre”; 1541, Juan de Salazar y Domingo Martines de Irala funda la ciudad de “Nuestra Señora de la Asunción”, el día 15 de agosto; 1553, Francisco de Aguirre levanta la ciudad, por segunda vez, de Santiago del Estero (¡Santiago y cierra España!); 1558, Nuño de Chávez inaugura la población de “Santa Cruz de la Sierra” en el Alto Perú; 1562, Juan de Jufré funda “San Juan”  en el límite de la cordillera de los Andes; 1565, Diego de Villarroel levanta en el mismo lugar en que está hoy, los cimientos del pueblo “San Miguel de Tucumán”; 1567, surgió –aunque efímeramente “Nuestra Señora de Talavera”  (o Esteco); 1573, Juan de Garay funda la ciudad de “Santa Fe” en las orillas del Paraná; 1575, se echan las bases, en Jujuy, de una población llamada “San Francisco de la Nueva Provincia de Alava”; 1577, muy cerca de Salta se intenta  la fundación,-que no prospera- de “San Clemente”; 1580, otra vez Juan de Garay reedifica Buenos Aires poniéndole este nombre sagrado: ciudad de la ”Santísima Trinidad”; 1585, el joven Hernando Arias de Saavedra  funda la villa de “Concepción del Bermejo” en el Chaco Santafesino; 1588, en nombre del Adelantado Juan Torres de Vera y Aragón, establecen en nuestro litoral mesopotámico el pueblo de “San Juan de Vera de las Siete Corrientes”, con la participación activa del caudillo Hernandarias; 1591, Juan Ramírez de Velazco funda la “Ciudad de Rioja la Nueva de Todos los Santos”; en 1593, se levanta “San Salvador de Velazco (en Jujuy); 1594, asientan –sin éxito- a “San Luis de Loyola”; 1596, nace la actual ciudad de San Luis, en el fértil territorio circundado por Córdoba, La Rioja, San Juan y Mendoza; 1693, casi noventa años más tarde, el entonces gobernador del Tucumán, Fernando Mendoza de Mate de Luna levantará la ciudad “San Fernando del Valle de Catamarca”, entre las Sierras de Ancaste y Ambato, que la circundan, etc. etc. etc.

      Semejante lista interminable de nombres católicos, me pregunto: ¿asombrará acaso a quienes se hallen enterados de la maciza fe religiosa –pese a sus humanas caídas- que ostentaban en público y en privado nuestros principales conquistadores, abanderados del rey de España, a la sazón? Desde luego que no. Sólo por ignorancia o por mala fe  pueden justificarse en parte –dada la pésima enseñanza recibida- algunos asombros insólitos de gente que dice tener cultura “universitaria” entre nosotros -¡Cruel ironía!-.

      Ahora bien, concentrando este tema, añadiremos seguidamente que la conquista de América quedó así, informada del tradicional espíritu apostólico, guerrero y rural de la Edad Media; y no del nuevo espíritu  particularista, burgués y utilitario  del renacimiento europeo que iba floreciendo mientras tanto, poco a poco, en Italia y Francia. Y en tanto en el viejo mundo, la duda antimetafísica del Renacimiento –de las que son precursoras los humanistas- engendrará la Reforma, que se inicia en el año 1517 con la rebeldía del monje alemán Martín Lutero; en España, la fe de la Edad Media –rediviva en tiempos de los Reyes Católicos- engendrará la Contrarreforma, que se inicia en 1540 con la obediencia militar prestada al Papa por Ignacio de Loyola. Esta antorcha reaccionaria, en apariencias, de la Contrarreforma religiosa en la Europa renacentista, alumbrará en adelante al continente hispanoamericano todo; mientras la estrategia jesuítica, diestramente gobernada por la Compañía de Jesús, pone sitio, por espacio de dos siglos (invocando al Concilio de Trento: años 1545 al 63) a la herejía protestante de luteranos, calvinistas, hugonotes y anglicanos antipapistas, frenándose el peligro turco luego de la exitosa batalla de Lepanto en 1571.  Es entonces y bajo el signo de aquella ofensiva formidable del catolicismo hispano (o sea de la Contrarreforma) que el Nuevo Mundo adquiere plena conciencia de sí mismo. La mesnada de misioneros multiplicase, entre tanto, en nuestras ciudades y campañas, favorecido por la política imperial y va conquistando –con paciencia y habilidad evangélicas- la fe del pueblo aborigen (indios, criollos y mestizos) a la causa universal de Cristo Rey.

      En tal sentido, el afamado pensador holandés Werner Sombart, al estudiar los orígenes históricos del capitalismo en occidente, cuando se refiere a su escasísimo desarrollo en la católica España, da los siguientes motivos de hondo interés sociológico para todos los pueblos contemporáneos de Hispanoamérica., hijos de una misma estirpe,  en su libro “El Burgués”; “El Catolicismo parece haber perturbado el desarrollo del espíritu capitalista en España, donde los intereses religiosos había alcanzado  una importancia tal que habían concluido por primera vez sobre los intereses de todo otro orden. La mayor parte de los historiadores ven , y con razón, la causa de este fenómeno , en la lucha entre el Catolicismo y el Islam, de la que la Península Ibérica fue teatro durante cerca de mil años. La larga dominación de la fe mahometana tuvo como resultado imbuir al pueblo cristiano de la idea de que la destrucción del Islam era su sola y única misión. En tanto los demás pueblos europeos podían prestar su atención a nuevos problemas de orden espiritual y económico, España no podía considerar posible un ideal distinto, mientras quedase una sola bandera mora flameando en las torres de una fortaleza ibérica. Todas las guerras de su independencia fueron, en España, guerras religiosas. Lafuente habla de una “cruzada eterna y permanente contra los infieles”: 3700 batallas fueron libradas contra los moros antes de su expulsión. Pero el predominio del ideal caballeresco y religioso se mantuvo aún después de la derrota de los moros, imprimiendo un carácter particular a todas las empresas coloniales de los españoles y determinando la política interior de los reyes. El feudalismo y el fanatismo dieron origen, por su íntima conexión, a un estilo de vida para el que no había lugar en el mundo prosaico de la edad moderna. El héroe nacional de España está encarnado en un personaje  universalmente conocido y que, por cierto, no tiene nada de capitalista: por el caballero andante, por el amable y simpático DON QUIJOTE…”.

      Pero no obstante, la lucha que parecía ganada bajo el paternal gobierno misionero de los Austrias (1516-1700), luego de sufrir dos considerables reveses al lograr los Países Bajos (1568-1609) su revolucionaria liberación del Imperio y ser derrotado Felipe II en 1588, dispersándose la famosa “Armada Invencible” frente a las costas británicas del Canal de la Mancha, concluye su período ascendente  de grandeza con Felipe IV en 1648, a raíz del humillante tratado de Westfalia para los Habsburgo (el gran empate, como lo llama Belloc), que piso fin a la guerra religiosa de los “Treinta Años”  entre los  enconados bandos europeos: católico y protestante. Había llegado lentamente, el inexorable otoño imperial rubricado –si cabe- por el revés militar de Rocroi (1643) durante aquella guerra, a manos del mariscal Condé. Además, en 1640 Portugal se separó de la corona española con el apoyo de Francia, Inglaterra y Holanda. El triunfo posterior de los Borbones (con Felipe V, Fernando VI y Carlos III) impone al Imperio hispánico ya decadente un absolutismo nuevo, exótico y afrancesado a la manera del de Luis XIV.

      Es el soplo tardío del Renacimiento –lujo y frivolidades-, que importado de Francia en el siglo XVIII lo penetra todo, transformando desde las instituciones el SER SUSTANTIVO  de una Hispanidad a la defensiva que se resistía a morir. La unidad político-espiritualista lograda por los Reyes Católicos en 1492, se quiebra en España, provocando en consecuencia un hondo descontento popular en el Nuevo Mundo de criollos y mestizos: los cuales, a fines del reinado de Carlos III reaccionan contra la Corona solidarios con los jesuitas –evangelizadores y maestros genuinos de América- a raíz de su inicua expulsión  del reino y colonias ultramarinas (1767); con el beneplácito, por supuesto, de nuestros amigos fronterizos: los portugueses.

      Algo más tarde, en los albores del siglo XIX, bajo  el despotismo revolucionario de Napoleón Bonaparte, iniciamos en el Río de la Plata –todavía en vigencia los viejos ideales de la Contrarreforma, a la sazón olvidados por los europeos- el arduo periplo de nuestra emancipación política a partir de 1810. Una vez abierto el proceso cruento de la revolución de Mayo –liberal por un lado y anti liberal por otro- en todo el territorio perteneciente al antiguo virreynato de Buenos Aires, la consiguiente anarquía engendrará la aparición de dos caudillos políticos famosos: José Gervasio de Artigas (1811-1820) y Juan Manuel de Rosas (1835-1852). Sobre este último –nuestro cabal “Restaurador de las Leyes” –a escrito, elogiándolo, el gran prusiano Spengler: “…Rosas el dictador argentino –dice- representó esta aristocracia (vuelta hacia lo hispánico) contra el jacobinismo, que invadió muy pronto  desde Méjico hasta el extremo Sur del Continente, encontrando apoyo en los “clubs” masónicos y liberales enemigos de la Iglesia Católica… etc”.  Ernesto Quesada, autor argentino, en su libro: “La época de Rosas”, sin forzar mucho el paralelo de los personajes ha podido escribir también: “Rosas es el Luis XI de la historia argentina”, añadiendo luego: ”Como Felipe II, todo lo que en el país pasaba lo sabía él… para Rosas los unitarios fueron lo que para Felipe II los herejes”. Y según otro compatriota, José María Ramos Mejía, en su ensayo “Rosas y su tiempo” expresa que el dictador  criollo tuvo afinidades naturales con el señorío y el temperamento, nada menos  que con Ignacio de Loyola: “Rosas se le asemejaba –nos dice- por el carácter dominador y ordenancista, rígido y tranquilamente duro, de juicio intenso y seguro, y al ser como aquel, tremendo analizador de la entraña humana, sagaz en la caza de voluntades, constructor, en fin, de caracteres de hierro”. Ello queda bien probado –¡ vive Dios! para quien lea la terrible “Proclama” del 13 de abril de 1835, definiéndose Rosas allí francamente ante los “logistas” e “impíos” unitarios –enemigos mortales suyos, de la religión y del federalismo criollo –a poco de ser plebiscitado como gobernador de la provincia de Buenos Aires por segunda vez, y “con la suma del poder público”  en la mano .

      Dice así la dura proclama: “…Ninguno de vosotros ignora que una facción numerosa de hombres corrompidos, haciendo alarde de su impiedad y poniéndose en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe, ha introducido por todas partes el desorden y la inmoralidad; ha  desvirtuado las leyes, hécholas insuficientes para nuestro bienestar; ha generalizado los crímenes y garantizado la impunidad; hecho desaparecer la confianza necesaria en las relaciones sociales y obstruido los medios honestos de adquisición; en una palabra, ha disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y la perfidia.   La experiencia de todos los siglos nos enseña que el remedio  de todos estos males no puede sujetarse a formas, y que su aplicación debe ser pronta y expedita… Habitantes de la Ciudad y Campaña: la Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible situación para probar nuestra virtud y constancia: resolvámonos, pues, a combatir con denuedo a esos malvados que han puesto  en confusión nuestra tierra: persigamos de muerte al impío al sacrílego, al ladrón, al homicida, y sobre todo, al pérfido y traidor, que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe”.

     Nadie había olvidado entonces, por cierto, el crimen aleve cometido impunemente contra la limpia persona del Gobernador Dorrego en 1828; y sobre todo el cobarde asesinato a mansalva de que fue víctima el ilustre general riojano Don Facundo Quiroga y su comitiva, en Córdoba, pocos meses antes de subir Rosas al poder en 1825 [1835]. Era la ley del Talión que aplicaba ahora la Dictadura nacional, en defensa propia: “ojo por ojo y diente por diente”!



EL “SER NACIONAL” Y NUESTRA INTEGRIDAD TERRITORIAL



“Abrirles puerta a la tierra”; había sido durante años, la obsesión permanente de los expedicionarios conquistadores de nuestro primitivo Tucumán, quienes, partiendo del Perú o de Chile, ambicionaban la proeza lograda recién por Garay en 1580 de fundar una ciudad puerto  que sirviera de segura comunicación  de aquel enorme y rico “Hinterland”, con la cabecera hispánica de Asunción del Paraguay en la cuenca del Plata, establecida por el caudillo Irala en1541; y desde luego, de accesible enlace con España por la vía atlántica.

      El precursor de este colosal plan integrista, que incluía también en su visión prospectiva a la que sería la Capitanía General de Chile fue –según lo tiene exhaustivamente demostrado Roberto Levillier- don Francisco de Aguirre: formidable guerrero nacido en Talavera de la Reina, que arribó en edad madura al Perú en 1536, participando allí en la contienda entre pizarristas y almagristas para luego, como lugarteniente del famoso Valdivia, desde el otro lado de la cordillera, incursionar por tierras de nuestro Tucumán recién descubierto, donde fundaría –no sin lucha-  la ciudad de Santiago del Estero en 1553; urbe decana de la colonización española en el actual Noroeste argentino.

     En efecto, escribe Levillier en el tomo II de su clásica “Nueva Crónica de la Conquista del Tucumán”: ”Aguirre ideó desde 1551 y 1552 la extensión de la conquista del Tucumán hacia el sur y hacia el océano. En 1553/4, después de haberse apoderado del Barco III –levantado por Juan Núñez del Prado- y haber trasladado ese pueblo, bautizándolo Santiago del Estero, recorrió, al parecer, la provincia de Esteco, el río Bermejo, las tierras del río Salado, llegó hasta los bordes del Paraná, por Gaboto, siguió el curso del río Tercero, vio la tierra de los Comechingones a 80 leguas de Santiago del Estero, destinada a ser el contacto de la tierra con un puerto a establecerse en el Mar del Norte… El punto que pensaba fundar Aguirre era, pues –con algún margen de relatividad-, el mismo que poblara Cabrera, a 80 leguas de distancia de Santiago del Estero (sierras de Córdoba) y entre dos ríos (Primero y Segundo) que salian de esas montañas y descendían corriendo hacia el Río de la Plata… Establecer una línea de fundaciones Copiapó-Buenos Aires, por San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero y Comechingones (Córdoba)  para unir el Mar del Sur con el Mar del Norte, asegurar contacto a las provincias mediterráneas con ambos océanos, dar salida  a los productos de Chile y del Tucumán y entrada a mercaderías y socorros por puertos en el Paraná y el Río de la Plata para evitar la navegación de dos mares por Portobello y Panamá (independizándose as i de la tutela peruana). Tal era –dice Levillier- la “ideología” de Francisco de Aguirre al fundar Santiago del Estero en 1553, asegurando acto seguido: “¡Qué hubiese sido Aguirre en la historia americana, si desenvuelve a satisfacción suya, el magnífico plan trazado!. En su sola mente: Londres, San Miguel, Calchaquí, Salta, Esteco, Córdoba de Comechingones, Gaboto, Buenos Aires. Y esto en 1556… en sus largas campañas no fueron las finalidades perseguidas minas de oro, sino tierras fértiles… Aguirre alentó el propósito de creas ciudades en Córdoba, en el Paraná y en el Río de la Plata (posteriormente fundadas por Gerónimo Luis de Cabrera y Juan de Garay), porque en esos puntos –concluye Levillier- había distinguido tierras propias para la agricultura, la ganadería y el intercambio”

      Este proceso colonizador del Río de la Plata, reseñado precedentemente culminaría con la segunda  fundación de Buenos Aires, que fue definitiva. Y constituye el anticipo histórico, muchas veces ignorado por los estudiosos del tema, de la geopolítica tenida en cuenta por Carlos III, a mediados de 1776, cuando el monarca –apremiado por la amenaza portuguesa que fuera contenida diez años atrás por las reducciones jesuíticas de la frontera oriental –se decidió a institucionalizar el último de los virreynatos hispanoamericanos en el Cono Sur. Anteproyecto este, en grande, de los que algo más tarde llevaría el nombre de Provincias Unidas del Río de la Plata: cuna y origen espléndido de nuestra nacionalidad actual.

      Aquel enorme triángulo territorial con salida a los dos océanos, extendíase del Perú hasta Tierra del Fuego. Comprendía diversas zonas abarcando: por el Norte, una parte del Trópico, y por el Sur, hasta la punta antártica del continente helado. La jurisdicción del nuevo Virrey debía imperar sobre las provincias de Buenos Aires, Paraguay, Tucumán (comprendiendo Córdoba y Salta), Potosí, Santa Cruz de la Sierra, Charcas y todos los corregimientos, pueblos y territorios de Mendoza y San Juan del Pico, que estaban a cargo de la gobernación de Chile. Buenos Aires adquiría, con la creación del Virreynato, los tres instrumentos de la dominación: el político, el económico y el  militar, que posteriormente utilizaría para alcanzar su incipiente predominio.

      En efecto, desde su fundación, la ciudad-puerto (vía de comunicación obligada con la Asunción, estratégico baluarte  y salida forzosa al océano por el Oriente) fue cumpliendo  su triple destino hostigada por la presión de los portugueses, quienes, desde el Tratado de Tordesillas, habían ocupado las costas del Río Grande y ambicionaban apoderarse de la Banda Oriental del Río Uruguay, para llegar, así, a las orillas del Río de la Plata (como llegaron en 1680).

      En el año 1617 logra recién Buenos Aires adquirir el rango de capital de la gobernación de su nombre, independizándose por vez primera de la influencia política y económica de la Asunción. El pleito con los portugueses por la Colonia del Sacramento termina en 1777, con la victoriosa expedición de Pedro de Ceballos, quien inauguró, bajo tales auspicios, el Virreynato del Río de la Plata  creado ese mismo año. Sin embargo, la conquista de la Colonia no sofocó las ambiciones del secular enemigo. La manzana de las discordias hispano-lusitanas pasaría a ser, en adelante, Montevideo: la ciudad fundada en la Banda Oriental por Bruno Mauricio de Zabala para ahogar el contrabando que se hacía por el Sacramento.  La triunfante diplomacia de los Braganza respaldada y fomentada por Inglaterra trabajará, desde entonces, por la anexión total de aquella estratégica provincia hispanocriolla, buscando, además, la segregación de parte del Paraguay. Y el encono producido por la rivalidad de las regiones y ciudades más antiguas, próximas al aristocrático Perú, unido a aquellas pretensiones de los portugueses y agentes ingleses, urdidas desde el Brasil, tuvieron continuamente en jaque a los virreyes bonaerenses que se sucedieron en el gobierno hasta  1810

      Puesta en marcha desde Buenos Aires, la revolución de Mayo aparece en la palestra antiportuguesa, en primera fila: el caudillo José  Gervasio Artigas. Luego, el Gran Capitán de los Andes, José de San Martín estructurará su “Plan Continental” por el Oeste, levantando  desde Chile y Perú sus tres consignas políticas tradicionalmente integradoras; a saber: HISPANIDAD, INDEPENDENCIA, AMERICANISMO. Una prueba bien concreta de ello lo tenemos en el veraz testimonio de su íntimo amigo  Tomás Guido, quien fue testigo presencial de la célebre entrevista –con motivo de las fracasadas negociaciones de Punchauca en 1821- entre San Martín y el Virrey del Perú José de la Serna.

      Nuestro Libertador ambicionaba (a la sazón) el establecimiento –de común acuerdo con el gobierno español de entonces- de una monarquía constitucional independiente, abarcando, dicho reino americano: el Virreynato del Perú, por supuesto; la flamante nación chilena recién emancipada y toda el área territorial que estuviera a la fecha bajo la efectiva jurisdicción  del gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Audaz proposición ésta –según se verá-  que no tuvo buena acogida por parte de las autoridades limeñas en la emergencia.

      He aquí la transcripción literal de la propuesta sanmartiniana al virrey La Serna, tal cual resulta del testimonio fidedigno  recogido de primera mano  por el General Guido; confidente de San Martín. “He venido al Perú desde las márgenes del Plata –manifestó este a su interlocutor en Punchauca-, no a derramar sangre sino a fundar la libertad y los derechos de que la misma España ha hecho  alarde al proclamar la Constitución de 1812 que V.R. y sus generales defendieron. Los comisarios de V.E. entendiéndose lealmente con los míos han arribado a convenir en que la independencia del Perú no es inconciliable con los grandes intereses de España, y que al ceder a la opinión declarada de los pueblos de América contra toda dominación extraña, harían a su patria un señalado servicio si fraternizando evitan una guerra inútil y abren las puestas a una reconciliación decorosa.  Pasó ya el tiempo en que el sistema colonial pueda ser sostenido por la España; sus ejércitos se batirán con la bravura tradicional de su brillante historia militar; pero los bravos que V.E.  manda comprenden que, aunque pudiera prolongarse la contienda, el éxito no puede ser dudoso para los millones de hombres resueltos a ser independientes, y que servirán mejor a la humanidad y a su país, si en vez de ventajas efímeras pueden ofrecerle emporios de comercio, relaciones fecundas, y la concordia permanente entre hombres de la misma raza, que hablan la misma lengua y sienten con igual entusiasmo el generoso deseo de ser libres. Si V.E. se presta a la cesación  y enlaza sus pabellones con los nuestros  para proclamar la independencia del Perú, se constituirá un gobierno provisional presidido por  V.E., compuesto de dos miembros más, de los cuales V.E. nombrará uno  y yo el otro, -habla siempre San Martín-; los ejércitos se abrazarán sobre el campo; V.E. responderá de su honor y de su disciplina; y yo marcharé a la Península si  necesario fuera, a manifestar el alcance de esta alta resolución, dejando a salvo en todo caso hasta los últimos ápices de la honra militar, y demostrando los beneficios para la misma España se un sistema que, en armonía con los intereses dinásticos de la casa reinante, fuese conciliable con el voto fundamental de la América independiente”.

      Para el gran caballero que fue nuestro Libertador (nombrado después “Protector” del Perú libre, casi inmediatamente), fracasó en su limpio y quijotesco intento de unificar el convulsionado mundo hispanoamericano, de común acuerdo con la Madre Patria, sobre la base de una monarquía constitucional independiente –de ser posible- encabezada por un príncipe español.

      Ahora bien, volviendo al arduo problema de la ocupación de toda la Banda Oriental por los ejércitos regulares al mando del general portugués Carlos Federico Lecor, comprobamos que ya en 1825 había Juan Manuel de Rosas cooperado e intervenido, como particular, en la campaña libertadora de Lavalleja, culminada en el Congreso de “La Florida” que declaró: “la incorporación de la Provincia oriental a las Provincias Unidas del Río de la Plata”. Tal actitud del entonces estanciero porteño, primo de los Anchorena, y que llegaría a gobernador de Buenos Aires en 1829, con su prestigio intacto, le es reconocida hoy no solamente por historiadores favorables como lo fue Adolfo Saldías, por ejemplo; lo declara en letras de imprenta, paladinamente, uno de sus denigradores máximos como lo sigue siendo Enrique de Gandia, quien en su libro “Los Treinta y Tres Orientales” ha escrito lo que sigue, textualmente: “Hoy se sabe perfectamente que Rosas estuvo, en Buenos Aires, en comunicación con los organizadores de la expedición  de los treinta y tres orientales. Ninguno de sus proyectos ni de sus secretos debió serle desconocido… Rosas en Southampton, se enorgullecía, en la carta de su amigo Reyes, de la ayuda que  había prestado a los patriotas orientales. “Recuerdo –decía- al fijarme en los sucesos de la república Oriental, la parte que tuve en la empresa de los treinta y tres”. Seguramente nunca se imaginó el estanciero de los  “Cerrillos” que durante su gobierno, se repetiría esta intervención, pero en términos tan resueltos que en aquel momento hubieran parecido inverosímiles.  

      Los insólitos bloqueos  declarados, más tarde, a la Confederación Argentina, por las escuadras de Francia y Gran Bretaña, en estrecha alianza con los emigrados unitarios de Montevideo y con el “Pardejón” Rivera , volvieron a dar actualidad al viejo sueño de Rosas, quien (Ernesto Quesada lo señala en su obra sobre el Restaurador): “… no quiso reconocer las segregaciones de las antiguas provincias argentinas, de Montevideo, del Paraguay, de Bolivia…”; y que, afrontando toda clase de sacrificios y peligros: “… tendió a la reconstrucción de la nacionalidad argentina, dentro del molde histórico del Virreynato”.



AQUÍ  Y  AHORA



      Ha llegado al fin –creo yo, señoras y señores- la hora tan esperada por los patriotas de intentar, aprovechando circunstancias de afuera que no hemos buscado, el recobro de nuestras olvidadas afinidades en el hemisferio al que pertenecemos, por designios del Creador y de España.  Diríase que recién los argentinos estamos preparándonos para afrontar una tremenda responsabilidad: la restauración paciente de aquel conjunto de pueblos hermanos en la lengua, la sangre y la fe –por desgracia dispersos  desde hace más de un siglo, en repúblicas separatistas- a efecto de hacerla valer en el nuevo orden del mundo que despunta.

      Y es que nunca como al presente se hace posible, señores, el reagrupamiento  en haz de naciones que componen un vasto sector de la América Meridional cuyas nombres alumbra la Cruz del Sur. No en vano ha corrido tanta agua bajo los puentes de la Historia, desde 1850 hasta nuestros días.  Los factores  contemporáneos recurrentes  a este antiguo objetivo geopolítico son múltiples y complejos; pero acaso, por eso mismo, se hace evidente la impostergable necesidad de traducirlos en HECHOS, a riesgo de DEJAR DE SER, en un tiempo que impone poderosas concentraciones nacionales. Ardua tarea ésta, que requiere, por los mismo, el apoyo incondicional  de la juventud decidida e inteligente, al servicio espiritual, político y económico de una grandeza posible para todos los pueblos hispanoamericanos del área.

      Porque, señores, la tradición viva no escosa rearchivos o de museos. Actúa en las entrañas, imperceptible, como la sangre que va irrigando las vísceras de un cuerpo en estado de salud.  Desconocida y aun falsificada por pedagogos o malos gobernantes, la tradición se resiste a ser enterrada como una momia en el sarcófago de aburridas rutinas. Ella responde a necesidades reales del Bien Común Social ; y está, en cualquier caso, por sobre las utopías y sistemas abstractos  con que pretenden suplantarla los fracasados ideólogos –fanáticos de la violencia a veces, o los tecnócratas del  “desarrollo” materialista universal –cualquiera sea su signo- por ellos dictatorialmente perseguido.

      Por eso, y apremiados además por hechos concretos de frontera que están afectando de algún modo  la soberanía nacional, hemos de volver a juntarnos en día no lejano –a pesar de las defecciones de ayer y las dificultades actuales-: argentinos, uruguayos, paraguayos bolivianos (Y acaso hasta los chilenos también) en fraternal y generosa  alianza, salvaguardando nuestros territorios de cualquier pretensión foránea.  No sólo contra la izquierda marxista en el campo ideológico, también en el de las soberanías de cada patria. Sin antifaces exóticos, pues, habremos de reconocernos al fin de la larga jornada, en el claro espejo del propio pasado católico y cultural al que pertenecemos todos.  Porque nuestras relaciones mutuas, al fin de cuentas,  no son algo convencional y extranjero cuya unificación se nos impone en beneficio de otras potencias fuertes –fronterizas o no-; se trata, en la Cuenca del Plata, de unidades regionales antiguas del mismo origen, mutiladas con habilidad hace mucho más de cien años por un sutil enemigo siempre enmascarado.

      ¿Están faltando acaso me pregunto en este momento- estadistas de envergadura en la Argentina actual?. Inspirémonos, mientras aquí vayan apareciendo, en el ejemplo de ilustres antepasados fundacionales de la talle de Francisco de Aguirre (primer gobernador del Tucumán autónomo, en 1564); de Hernandarias (primer gobernador del Río de la Plata autónomo, en 1617); de Pedro de Ceballos, primer Virrey “interino” del Río de la Plata, en 1776). Todos ellos antepasados creadores de naciones: como lo fueron en el siglo XIX San Martín y Rosas. Y eduquemos prolijamente a nuestras generaciones jóvenes en el difícil arte de predicar una diplomacia  integradora, patriótica, generosa, con planes concretos de corto y largo plazo. Una diplomacia madura, flexible pero firme; concediendo en ocasiones pero nunca cediendo; sin “slogans” grandilocuentes  ni fanfarronerías electoralistas de demagogos. No podemos seguir inertes, dormidos en lo internacional, a la rastra de las grandes potencias de turno. Eso es quedarse en el coloniaje. ¡Resignación inaceptable!

      Nuestra tarea política  del momento sería, entonces, posibilitar pacientemente una voluntaria unión confederativa de naciones vecinas libres, apuntando al futuro; pero con claro sentido tradicionalista e Histórico. Una unión confederativa de pueblos afines –en lo cultural y sin descuidar lo económico- para la defensa mutua interna e internacional.  Obra del  “instinto de conservación”  comunitario, que diría Toynbee. Y ahora que África  parece  dominada desde Angola por los marxistas cubanos al servicio de Cuba en el Atlántico Sur, con mayor razón aún.

      Compatriotas ¿lograremos algún día los argentinos, robustecer de nuevo en el Río de la Plata (con enemigos concretos a la vista) nuestra amenazada seguridad exterior antes que sea demasiado tarde? ¡He aquí el gran desafío que debemos afrontar urgentemente, si queremos ser fieles a nuestro destino!

      Y finalizo, señoras y señores, leyendo con emoción estas hermosas estrofas optimistas –quizás proféticas- de Rubén Darío, el gran poeta hispanoamericano del siglo que vivimos: 



“Únanse, brillen, secundense, tantos vigores dispersos

Formen todos un solo haz de energía ecuménica.

Sangre de Hispania fecunda, sólidas ínclitas razas,

Muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.

Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente

Que regará lenguas de fuego en esa epifanía…”+




Federico  Ibarguren.