(Conferencia publicada en VERBO, marzo 1979)
Visión
teológica de la Historia Argentina
El desarrollo
histórico de las patrias del Cono sur
FEDERICO IBARGUREN
Agradezco
al “Instituto de Promoción Social Argentino” por haberme invitado a hablar en
este su VI Congreso Anual de Córdoba: la provincia mediterránea argentina cuya capital fue fundada por el ilustre
Gerónimo Luis de Cabrera. Es un honor para mi el hacerlo ante tan caracterizado público presente y
acompañado por un elenco de brillantes
pensadores, de tendencia católica pero a la vez tradicionalista, que
participan en el importante convivio intelectual que hoy nos congrega. Comenzaré diciendo que: “El desarrollo
Histórico de las Patrias del Cono Sur”, cuyo tema me fijaron con anticipación los
organizadores del Congreso, abarca un extensísimo período de nuestro pasado
hispanoamericano; debo resumirlo entonces, por razones de tiempo y espacio, señalando solamente sus tres
características más salientes -a mi ver-
relativas a la totalidad de las diversas zonas geográficas, pueblos y naciones
que integran el Cono Sur. O sea, poniendo el acento, de alguna manera, en su denominador común (religioso, cultural e
histórico) que los caracteriza a todos en conjunto, desde los primeros años de la Conquista española
inmediatamente posterior al 1500.
Vale decir: 1º) un mismo proceso
evangelizador difundido en el Nuevo Mundo indígena, por frailes y sacerdotes,
que abarca el extraordinario período cultural europeo denominado del Siglo de
Oro español; 2º) un común heroísmo de epopeya, atributo característico de la
empresas colonizadoras españolas de los siglo XVI y XVII; y 3º)
consecuentemente, un destino histórico paralelo en cada área geográfica propia,
digno del enjundioso pasado fundador común que heredamos de España.
Todo ello señores, configura lo que
nosotros, nacionalistas hispanoamericanos vinculados desde antiguo a lo
genuinamente histórico de cada una de las naciones hermanas –aunque ahora
independientes- del Cono Sur, tenemos definido ya (en este mundo tan revuelto e
inestable en que vivimos) con sólo dos sencillas palabras: SER NACIONAL.
Pero ¿Qué será el tan mentado SER
NACIONAL, preguntarán con razón ustedes, hartos acaso de oír y leer este
concepto o “slogan” propagandístico: por la televisión, la radio, y, en fin, impreso en letras de
molde por la prensa escrita?
Pues bien, en mi opinión, SER NACIONAL (o
“espíritu nacional”) es el engendrado por una cultura bajo cuyo signo
–universalista pero a su vez telúrico- los pueblos primitivos o gregarios se
transforman en comunidades organizadas, en naciones, mediando el tiempo. Esto
ocurrió entre nosotros, los argentinos, mucho antes de 1810, por supuesto. Se trata
entonces de saber desde cuando la
Argentina tiene ese espíritu de nación en potencia, culturalmente
hablando. A nivel histórico puede afirmarse sin exageración en las fechas, que por lo menos desde el año
1541, luego de despoblada la precaria y fugaz Buenos Aires de Pedro de Mendoza
que dio motivo al nacimiento –en lo que es hoy zona paraguaya- de la
estratégica ciudad de Asunción; cuna de la Hispanidad Católica
en toda la cuenca del Plata, misioneros mediante. Anticipo que fue de la
evangelización jesuítica perfeccionada
durante el siglo XVII en tierra argentina. Aunque obstinadamente siga negando
esto nuestra clásica historiografía liberal, la cual afirma –“Libertad”,
“Igualdad” y “Fraternidad” mediante- que
el SER NACIONAL ARGENTINO aparece de
repente en lo universal, por arte de magia, el 25 de mayo de 1810 como resultado
roussoniano de una asamblea deliberativa de vecinos. Tesis falsa, trasnochada
ella, según es obvio, que no resiste el análisis de hechos sociales, políticos
y religiosos ocurridos en la antañona Hispanoamérica, acaso tergiversados a designio, además, por una ideología
–iluminista o marxistoide- que viene deformando a fondo la mentalidad
desprevenida de las juventudes del país.
EL “SER NACIONAL” Y NUESTRA RAÍZ
CATÓLICA.
En
estos tiempos de imperialismos materialistas (grandes potencias con poder financiero
capaz de sojuzgar cualquier soberanía nominal) la vida de las naciones está
referida, por desgracia casi exclusivamente al ámbito económico. De ahí que,
para muchos, resulta anacrónico –y hasta “oscurantista” a juicio de los
liberales- mencionar a la religión como factor importante en la Historia. Aquel
agnóstico cuestionamiento tuvo origen,
claro en el siglo XVIII (siglo de “las luces”) en que la razón humana descreída
–con Descartes de precursor- fue ocupando poco a poco el lugar hasta entonces
reservado al culto de los misterios de Dios y de la religión. Más tarde, el
positivismo del siglo XIX, esencialmente ateo, inventará una filosofía propia
con ingredientes pseudo-cientificistas, hasta culminar, como se sabe, en un
socialismo dogmática, totalitario, que rechaza lo espiritual y lo divino a la
vez. Y su mesiánico profeta fué, al poco tiempo, Carlos Marx.
El comunismo niega, así, de manera
rotunda, divinizando la materia que ahora ocupa el lugar creador-providente de Dios-,
la importancia histórica de lo religioso en el proceso formativo de las
culturas. Por eso abomina de las
tradiciones conservadoras de aquella
herencia, vieja como el mundo,
repudiándolas en bloque, dado que para el marxismo las mismas
constituyen nocivas alienaciones en perjuicio del “científico” materialismo
dialéctico con que se define la nueva, sacrílega escuela revolucionaria. La
cual escuela hace ya tiempo que viene enseñando (mediante asesinas tiranías
estatales o corruptoras mentiras demagógicas)
el odio implacable a todo resabio de religión sobrenatural; la guerra a
muerte a todo amor patrio entrañable.
Y bien, semejante tergiversación de la
historia, producto del simplismo comunista, es condimentada ahora con falsos sofismas y
“slogans” de contenido inhumano, demostrando a las claras la crasa ignorancia de la pretendida escuela
“científica” del materialismo de marras. Nada más alejado de la verdad real que
las interpretaciones marxistas del pasado. Nada menos de acuerdo con el
concreto acontecer pretérito que el ateísmo revolucionario de izquierda, sobre
el cual –“Sine irae et cum studio”- la ciencia histórica ha dado ya su última
palabra desde hace décadas.
En este orden de cosas, ¿interesa acaso
demasiado a los dirigentes de las contemporáneas revoluciones rusa o china
(oportunistas idólatras), demostrar, por ejemplo, a sus satánicos militantes, con serias
pruebas documentales, desde luego, si es existencialmente cierta aquella
malintencionada frase de Marx: “La
religión es el opio del pueblo”? No les interesa en absoluto. Al contrario,
mienten a sabiendas, negando todo lo que en los hechos, contradiga el fondo
perverso, autoritario de su anticristiana ideología; ella sí fabrica con
propósitos expresos de adormecer las conciencias manteniéndolas idiotizadas al
máximo. Dopadas para dominarlas mejor. Y esa mentira sistemática de todas las
propaganda manejada por las tiranías marxistas del siglo: ¿No resulta, de suyo,
el verdadero anestésico colectivo; el “opio
del pueblo” que el judío Marx acusaba sin pruebas y con malicia
maquiavélica, culpando de ello groseramente al cristianismo?
Pero la historia no se escribe con
paradojas efectistas ni con hábiles “slogans” sofisticados. ¿Qué nos enseña
entonces la realidad a este respecto? Veámoslo a continuación.
Las naciones –sin quizás- como los
individuos, tienen también sus padres, su filiación legítima (toda vez que no
son hijos de nadie) y continúan una Historia que es la de sus antepasados. Las
naciones no surgen por casualidad ni tampoco se constituyen por “contrato”. Son encarnaciones de una
determinada cultura. Y toda verdadera cultura reconoce, en su entrañable
meollo, un nacimiento religioso comprobable y cierto, que la imparcialidad
histórica europea y americana ha puesto de manifiesto en estos últimos tiempos,
sobre todo.
“Estamos apenas empezando a comprender
cuán íntima y profundamente está ligada la vitalidad de una sociedad con su
religión –escribe Christopher Dawson en su interesante ensayo
histórico-cultural, titulado “Progreso y Religión”- : El impulso religioso es
el que proporciona la fuerza cohesiva que unifica una sociedad y una cultura. Las grandes civilizaciones
del mundo no producen las grandes religiones como una especie de “subproducto
cultural”; en un sentido muy real, las grandes religiones son los cimientos
sobre los cuales descansan las grandes
civilizaciones. Una sociedad que ha perdido su religión se convierte más tarde o
más temprano en una sociedad que ha
perdido su cultura… Pues una civilización no puede desprenderse del pasado a la
manera que un filósofo descarta una
teoría. La religión que ha gobernado la vida de un pueblo durante mil años entra
en su verdadero ser y modela todo su
pensamiento y su sentir”. He aquí, digo yo, el drama íntimo sin resolver que
padecemos nosotros desde hace más de un
siglo; y también los pueblos hermanos nuestros del mismo origen hispanocatólico
en general.
Nuestra religión no es otra, pues, que la
misma enseñada hace ya casi dos mil años por la Iglesia Católica Apostólicoromana
(pero a través de la posterior
evangelización española); y nuestra
cultura, -ligada estrechamente con el catolicismo de occidente- remontase a los tiempos lejanos de la
cristiandad europea, a partir del siglo V de nuestra era, en cuyo accidentado
periplo se derrumban sin gloria, aunque no de golpe, las estructuras políticas
e institucionales del Imperio de los Césares. Quedará Bizancio allá lejos, pero
en definitiva cae Roma.
Ahora bien, aunque el liberalismo
decimonónico que aun soportamos, nos ha desfigurado atrozmente –a través de una
enseñanza laica y desnacionalizadora- la vera imagen de la Patria. El SER NACIONAL
ARGENTINO, reconoce su origen en el catolicismo español de la militante
Contrarreforma religiosa (de los siglos XVI y XVII). Sus primerizas ciudades
americanas, en efecto, nacieron –bajo los reinados semi-teológicos de Carlos V y de Felipe II- todas ellas con nombres extraídos prolíjamente del santoral católico; por mano de recios
conquistadores y frailes misioneros que les acompañaban en la empresa de poblar
y evangelizar el Nuevo Mundo para el Rey y para Cristo. Aquellos nombres
religiosos puestos por Adelantados y Capitanes Generales de la conquista a
fortalezas, puertos, nuevas aldeas y ciudades de las Indias Occidentales
españolas, caracterizan por sí solos el espíritu de Cruzada con que fue
bautizada la virginal tierra mostrenca y convertido el salvaje aborigen de la
fe cristiana.
Recordemos cronológicamente, algunos
nombres de pueblos y sus respectivas fechas de fundación; aunque más no sea
localizados por falta de espacio en el escenario territorial del Río de la Plata y de las antiguas
regiones del Tucumán y Cuyo (hoy argentinas). Veamos: 1527 nace el primer
fuerte llamado “Santi Spiritu” en las márgenes del río Paraná; 1536, el primer
puerto español fundado aquí por Pedro de Mendoza, titulado “Nuestra Señora del
Buen Ayre”; 1541, Juan de Salazar y Domingo Martines de Irala funda la ciudad
de “Nuestra Señora de la
Asunción”, el día 15 de agosto; 1553, Francisco de Aguirre
levanta la ciudad, por segunda vez, de Santiago del Estero (¡Santiago y cierra
España!); 1558, Nuño de Chávez inaugura la población de “Santa Cruz de la Sierra” en el Alto Perú;
1562, Juan de Jufré funda “San Juan” en
el límite de la cordillera de los Andes; 1565, Diego de Villarroel levanta en
el mismo lugar en que está hoy, los cimientos del pueblo “San Miguel de
Tucumán”; 1567, surgió –aunque efímeramente “Nuestra Señora de Talavera” (o Esteco); 1573, Juan de Garay funda la
ciudad de “Santa Fe” en las orillas del Paraná; 1575, se echan las bases, en
Jujuy, de una población llamada “San Francisco de la Nueva Provincia de Alava”;
1577, muy cerca de Salta se intenta la
fundación,-que no prospera- de “San Clemente”; 1580, otra vez Juan de Garay
reedifica Buenos Aires poniéndole este nombre sagrado: ciudad de la ”Santísima
Trinidad”; 1585, el joven Hernando Arias de Saavedra funda la villa de “Concepción del Bermejo” en
el Chaco Santafesino; 1588, en nombre del Adelantado Juan Torres de Vera y
Aragón, establecen en nuestro litoral mesopotámico el pueblo de “San Juan de
Vera de las Siete Corrientes”, con la participación activa del caudillo
Hernandarias; 1591, Juan Ramírez de Velazco funda la “Ciudad de Rioja la Nueva de Todos los Santos”; en
1593, se levanta “San Salvador de Velazco (en Jujuy); 1594, asientan –sin
éxito- a “San Luis de Loyola”; 1596, nace la actual ciudad de San Luis, en el
fértil territorio circundado por Córdoba, La Rioja, San Juan y Mendoza; 1693, casi noventa
años más tarde, el entonces gobernador del Tucumán, Fernando Mendoza de Mate de
Luna levantará la ciudad “San Fernando del Valle de Catamarca”, entre las
Sierras de Ancaste y Ambato, que la circundan, etc. etc. etc.
Semejante lista interminable de nombres
católicos, me pregunto: ¿asombrará acaso a quienes se hallen enterados de la
maciza fe religiosa –pese a sus humanas caídas- que ostentaban en público y en
privado nuestros principales conquistadores, abanderados del rey de España, a
la sazón? Desde luego que no. Sólo por ignorancia o por mala fe pueden justificarse en parte –dada la pésima
enseñanza recibida- algunos asombros insólitos de gente que dice tener cultura
“universitaria” entre nosotros -¡Cruel ironía!-.
Ahora bien, concentrando este tema, añadiremos
seguidamente que la conquista de América quedó así, informada del tradicional
espíritu apostólico, guerrero y rural de la
Edad Media; y no del nuevo espíritu particularista, burgués y utilitario del renacimiento europeo que iba floreciendo
mientras tanto, poco a poco, en Italia y Francia. Y en tanto en el viejo mundo,
la duda antimetafísica del Renacimiento –de las que son precursoras los
humanistas- engendrará la
Reforma, que se inicia en el año 1517 con la rebeldía del
monje alemán Martín Lutero; en España, la fe de la
Edad Media –rediviva en tiempos de los
Reyes Católicos- engendrará la Contrarreforma, que se inicia en 1540 con la
obediencia militar prestada al Papa por Ignacio de Loyola. Esta antorcha
reaccionaria, en apariencias, de la Contrarreforma religiosa en la Europa renacentista,
alumbrará en adelante al continente hispanoamericano todo; mientras la
estrategia jesuítica, diestramente gobernada por la Compañía de Jesús, pone
sitio, por espacio de dos siglos (invocando al Concilio de Trento: años 1545 al
63) a la herejía protestante de luteranos, calvinistas, hugonotes y anglicanos
antipapistas, frenándose el peligro turco luego de la exitosa batalla de
Lepanto en 1571. Es entonces y bajo el
signo de aquella ofensiva formidable del catolicismo hispano (o sea de la Contrarreforma) que
el Nuevo Mundo adquiere plena conciencia de sí mismo. La mesnada de misioneros
multiplicase, entre tanto, en nuestras ciudades y campañas, favorecido por la
política imperial y va conquistando –con paciencia y habilidad evangélicas- la
fe del pueblo aborigen (indios, criollos y mestizos) a la causa universal de
Cristo Rey.
En tal sentido, el afamado pensador
holandés Werner Sombart, al estudiar los orígenes históricos del capitalismo en
occidente, cuando se refiere a su escasísimo desarrollo en la católica España,
da los siguientes motivos de hondo interés sociológico para todos los pueblos
contemporáneos de Hispanoamérica., hijos de una misma estirpe, en su libro “El Burgués”; “El Catolicismo
parece haber perturbado el desarrollo del espíritu capitalista en España, donde
los intereses religiosos había alcanzado
una importancia tal que habían concluido por primera vez sobre los
intereses de todo otro orden. La mayor parte de los historiadores ven , y con razón,
la causa de este fenómeno , en la lucha entre el Catolicismo y el Islam, de la
que la Península
Ibérica fue teatro durante cerca de mil años. La larga
dominación de la fe mahometana tuvo como resultado imbuir al pueblo cristiano
de la idea de que la destrucción del Islam era su sola y única misión. En tanto los demás pueblos
europeos podían prestar su atención a nuevos problemas de orden espiritual y
económico, España no podía considerar posible un ideal distinto, mientras
quedase una sola bandera mora flameando en las torres de una fortaleza ibérica.
Todas las guerras de su independencia fueron, en España, guerras religiosas.
Lafuente habla de una “cruzada eterna y permanente contra los infieles”: 3700
batallas fueron libradas contra los moros antes de su expulsión. Pero el
predominio del ideal caballeresco y religioso se mantuvo aún después de la
derrota de los moros, imprimiendo un carácter particular a todas las empresas
coloniales de los españoles y determinando la política interior de los reyes. El
feudalismo y el fanatismo dieron origen, por su íntima conexión, a un estilo de vida para el que no había
lugar en el mundo prosaico de la edad moderna. El héroe nacional de España está
encarnado en un personaje universalmente
conocido y que, por cierto, no tiene nada de capitalista: por el caballero
andante, por el amable y simpático DON QUIJOTE…”.
Pero no obstante, la lucha que parecía
ganada bajo el paternal gobierno misionero de los Austrias (1516-1700), luego
de sufrir dos considerables reveses al lograr los Países Bajos (1568-1609) su
revolucionaria liberación del Imperio y ser derrotado Felipe II en 1588,
dispersándose la famosa “Armada Invencible” frente a las costas británicas del
Canal de la Mancha,
concluye su período ascendente de grandeza
con Felipe IV en 1648, a raíz del humillante tratado de Westfalia para los
Habsburgo (el gran empate, como lo llama Belloc), que piso fin a la guerra
religiosa de los “Treinta Años” entre
los enconados bandos europeos: católico
y protestante. Había llegado lentamente, el inexorable otoño imperial rubricado
–si cabe- por el revés militar de Rocroi (1643) durante aquella guerra, a manos
del mariscal Condé. Además, en 1640 Portugal se separó de la corona española
con el apoyo de Francia, Inglaterra y Holanda. El triunfo posterior de los
Borbones (con Felipe V, Fernando VI y Carlos III) impone al Imperio hispánico
ya decadente un absolutismo nuevo, exótico y afrancesado a la manera del de
Luis XIV.
Es el soplo tardío del Renacimiento –lujo
y frivolidades-, que importado de Francia en el siglo XVIII lo penetra todo,
transformando desde las instituciones el SER SUSTANTIVO de una Hispanidad a la defensiva que se
resistía a morir. La unidad político-espiritualista lograda por los Reyes
Católicos en 1492, se quiebra en España, provocando en consecuencia un hondo
descontento popular en el Nuevo Mundo de criollos y mestizos: los cuales, a
fines del reinado de Carlos III reaccionan contra la Corona solidarios con los
jesuitas –evangelizadores y maestros genuinos de América- a raíz de su inicua
expulsión del reino y colonias
ultramarinas (1767); con el beneplácito, por supuesto, de nuestros amigos
fronterizos: los portugueses.
Algo más tarde, en los albores del siglo
XIX, bajo el despotismo revolucionario
de Napoleón Bonaparte, iniciamos en el Río de la Plata –todavía en vigencia
los viejos ideales de la
Contrarreforma, a la sazón olvidados por los europeos- el
arduo periplo de nuestra emancipación política a partir de 1810. Una vez
abierto el proceso cruento de la revolución de Mayo –liberal por un lado y anti
liberal por otro- en todo el territorio perteneciente al antiguo virreynato de
Buenos Aires, la consiguiente anarquía engendrará la aparición de dos caudillos
políticos famosos: José Gervasio de Artigas (1811-1820) y Juan Manuel de Rosas
(1835-1852). Sobre este último –nuestro cabal “Restaurador de las Leyes” –a
escrito, elogiándolo, el gran prusiano Spengler: “…Rosas el dictador argentino
–dice- representó esta aristocracia (vuelta hacia lo hispánico) contra el
jacobinismo, que invadió muy pronto
desde Méjico hasta el extremo Sur del Continente, encontrando apoyo en
los “clubs” masónicos y liberales enemigos de la Iglesia Católica… etc”. Ernesto Quesada, autor argentino, en su
libro: “La época de Rosas”, sin forzar mucho el paralelo de los personajes ha
podido escribir también: “Rosas es el Luis XI de la historia argentina”,
añadiendo luego: ”Como Felipe II, todo lo que en el país pasaba lo sabía él…
para Rosas los unitarios fueron lo que para Felipe II los herejes”. Y según
otro compatriota, José María Ramos Mejía, en su ensayo “Rosas y su tiempo”
expresa que el dictador criollo tuvo
afinidades naturales con el señorío y el temperamento, nada menos que con Ignacio de Loyola: “Rosas se le
asemejaba –nos dice- por el carácter dominador y ordenancista, rígido y
tranquilamente duro, de juicio intenso y seguro, y al ser como aquel, tremendo
analizador de la entraña humana, sagaz en la caza de voluntades, constructor,
en fin, de caracteres de hierro”. Ello queda bien probado –¡ vive Dios! para
quien lea la terrible “Proclama” del 13 de abril de 1835, definiéndose Rosas allí
francamente ante los “logistas” e “impíos” unitarios –enemigos mortales suyos,
de la religión y del federalismo criollo –a poco de ser plebiscitado como
gobernador de la provincia de Buenos Aires por segunda vez, y “con la suma del
poder público” en la mano .
Dice así la dura proclama: “…Ninguno de
vosotros ignora que una facción numerosa de hombres corrompidos, haciendo alarde
de su impiedad y poniéndose en guerra abierta con la religión, la
honestidad y la buena fe, ha introducido por todas partes el desorden y
la inmoralidad; ha desvirtuado las
leyes, hécholas insuficientes para nuestro bienestar; ha generalizado los
crímenes y garantizado la impunidad; hecho desaparecer la confianza necesaria
en las relaciones sociales y obstruido los medios honestos de adquisición; en
una palabra, ha disuelto la sociedad y presentado en triunfo la
alevosía y la perfidia. La
experiencia de todos los siglos nos enseña que el remedio de todos estos males no puede sujetarse a
formas, y que su aplicación debe ser pronta y expedita… Habitantes de la Ciudad y Campaña: la Divina Providencia
nos ha puesto en esta terrible situación para probar nuestra virtud y
constancia: resolvámonos, pues, a combatir con denuedo a esos malvados que han
puesto en confusión nuestra tierra:
persigamos de muerte al impío al sacrílego, al ladrón,
al homicida,
y sobre todo, al pérfido y traidor, que tenga la osadía de
burlarse de nuestra buena fe”.
Nadie había olvidado entonces, por cierto,
el crimen aleve cometido impunemente contra la limpia persona del Gobernador
Dorrego en 1828; y sobre todo el cobarde asesinato a mansalva de que fue
víctima el ilustre general riojano Don Facundo Quiroga y su comitiva, en
Córdoba, pocos meses antes de subir Rosas al poder en 1825 [1835]. Era la ley
del Talión que aplicaba ahora la
Dictadura nacional, en defensa propia: “ojo por ojo y diente por diente”!
EL “SER NACIONAL” Y NUESTRA INTEGRIDAD
TERRITORIAL
“Abrirles
puerta a la tierra”; había sido durante años, la obsesión permanente de los expedicionarios
conquistadores de nuestro primitivo Tucumán, quienes, partiendo del Perú o de
Chile, ambicionaban la proeza lograda recién por Garay en 1580 de fundar una
ciudad puerto que sirviera de segura
comunicación de aquel enorme y rico
“Hinterland”, con la cabecera hispánica de Asunción del Paraguay en la cuenca
del Plata, establecida por el caudillo Irala en1541; y desde luego, de accesible
enlace con España por la vía atlántica.
El precursor de este colosal plan
integrista, que incluía también en su visión prospectiva a la que sería la Capitanía General
de Chile fue –según lo tiene exhaustivamente demostrado Roberto Levillier- don
Francisco de Aguirre: formidable guerrero nacido en Talavera de la Reina, que arribó en edad
madura al Perú en 1536, participando allí en la contienda entre pizarristas y
almagristas para luego, como lugarteniente del famoso Valdivia, desde el otro
lado de la cordillera, incursionar por tierras de nuestro Tucumán recién
descubierto, donde fundaría –no sin lucha-
la ciudad de Santiago del Estero en 1553; urbe decana de la colonización
española en el actual Noroeste argentino.
En efecto, escribe Levillier en el tomo II
de su clásica “Nueva Crónica de la
Conquista del Tucumán”: ”Aguirre ideó desde 1551 y 1552 la
extensión de la conquista del Tucumán hacia el sur y hacia el océano. En
1553/4, después de haberse apoderado del Barco III –levantado por Juan Núñez
del Prado- y haber trasladado ese pueblo, bautizándolo Santiago del Estero,
recorrió, al parecer, la provincia de Esteco, el río Bermejo, las tierras del
río Salado, llegó hasta los bordes del Paraná, por Gaboto, siguió el curso del
río Tercero, vio la tierra de los Comechingones a 80 leguas de Santiago del Estero,
destinada a ser el contacto de la tierra con un puerto a establecerse en el Mar
del Norte… El punto que pensaba fundar Aguirre era, pues –con algún margen de
relatividad-, el mismo que poblara Cabrera, a 80 leguas de distancia de
Santiago del Estero (sierras de Córdoba) y entre dos ríos (Primero y Segundo)
que salian de esas montañas y descendían corriendo hacia el Río de la Plata… Establecer una línea
de fundaciones Copiapó-Buenos Aires, por San Miguel de Tucumán, Santiago del
Estero y Comechingones (Córdoba) para
unir el Mar del Sur con el Mar del Norte, asegurar contacto a las provincias
mediterráneas con ambos océanos, dar salida
a los productos de Chile y del Tucumán y entrada a mercaderías y
socorros por puertos en el Paraná y el Río de la Plata para evitar la
navegación de dos mares por Portobello y Panamá (independizándose as i de la
tutela peruana). Tal era –dice Levillier- la “ideología” de Francisco de Aguirre
al fundar Santiago del Estero en 1553, asegurando acto seguido: “¡Qué hubiese
sido Aguirre en la historia americana, si desenvuelve a satisfacción suya, el
magnífico plan trazado!. En su sola mente: Londres, San Miguel, Calchaquí,
Salta, Esteco, Córdoba de Comechingones, Gaboto, Buenos Aires. Y esto en 1556…
en sus largas campañas no fueron las finalidades perseguidas minas de oro, sino
tierras fértiles… Aguirre alentó el propósito de creas ciudades en Córdoba, en
el Paraná y en el Río de la
Plata (posteriormente fundadas por Gerónimo Luis de Cabrera y
Juan de Garay), porque en esos puntos –concluye Levillier- había distinguido
tierras propias para la agricultura, la ganadería y el intercambio”
Este proceso colonizador del Río de la Plata, reseñado
precedentemente culminaría con la segunda
fundación de Buenos Aires, que fue definitiva. Y constituye el anticipo
histórico, muchas veces ignorado por los estudiosos del tema, de la geopolítica
tenida en cuenta por Carlos III, a mediados de 1776, cuando el monarca
–apremiado por la amenaza portuguesa que fuera contenida diez años atrás por
las reducciones jesuíticas de la frontera oriental –se decidió a institucionalizar
el último de los virreynatos hispanoamericanos en el Cono Sur. Anteproyecto
este, en grande, de los que algo más tarde llevaría el nombre de Provincias
Unidas del Río de la Plata:
cuna y origen espléndido de nuestra nacionalidad actual.
Aquel enorme triángulo territorial con
salida a los dos océanos, extendíase del Perú hasta Tierra del Fuego. Comprendía
diversas zonas abarcando: por el Norte, una parte del Trópico, y por el Sur,
hasta la punta antártica del continente helado. La jurisdicción del nuevo
Virrey debía imperar sobre las provincias de Buenos Aires, Paraguay, Tucumán
(comprendiendo Córdoba y Salta), Potosí, Santa Cruz de la Sierra, Charcas y todos los
corregimientos, pueblos y territorios de Mendoza y San Juan del Pico, que
estaban a cargo de la gobernación de Chile. Buenos Aires adquiría, con la
creación del Virreynato, los tres instrumentos de la dominación: el político,
el económico y el militar, que
posteriormente utilizaría para alcanzar su incipiente predominio.
En efecto, desde su fundación, la
ciudad-puerto (vía de comunicación obligada con la Asunción, estratégico
baluarte y salida forzosa al océano por
el Oriente) fue cumpliendo su triple
destino hostigada por la presión de los portugueses, quienes, desde el Tratado
de Tordesillas, habían ocupado las costas del Río Grande y ambicionaban apoderarse
de la Banda Oriental
del Río Uruguay, para llegar, así, a las orillas del Río de la Plata (como llegaron en
1680).
En el año 1617 logra recién Buenos Aires
adquirir el rango de capital de la gobernación de su nombre, independizándose
por vez primera de la influencia política y económica de la Asunción. El pleito con los
portugueses por la Colonia
del Sacramento termina en 1777, con la victoriosa expedición de Pedro de
Ceballos, quien inauguró, bajo tales auspicios, el Virreynato del Río de la Plata creado ese mismo año. Sin embargo, la
conquista de la Colonia
no sofocó las ambiciones del secular enemigo. La manzana de las discordias
hispano-lusitanas pasaría a ser, en adelante, Montevideo: la ciudad fundada en la Banda Oriental por Bruno
Mauricio de Zabala para ahogar el contrabando que se hacía por el
Sacramento. La triunfante diplomacia de
los Braganza respaldada y fomentada por Inglaterra trabajará, desde entonces,
por la anexión total de aquella estratégica provincia hispanocriolla, buscando,
además, la segregación de parte del Paraguay. Y el encono producido por la
rivalidad de las regiones y ciudades más antiguas, próximas al aristocrático
Perú, unido a aquellas pretensiones de los portugueses y agentes ingleses,
urdidas desde el Brasil, tuvieron continuamente en jaque a los virreyes
bonaerenses que se sucedieron en el gobierno hasta 1810
Puesta en marcha desde Buenos Aires, la
revolución de Mayo aparece en la palestra antiportuguesa, en primera fila: el
caudillo José Gervasio Artigas. Luego,
el Gran Capitán de los Andes, José de San Martín estructurará su “Plan
Continental” por el Oeste, levantando
desde Chile y Perú sus tres consignas políticas tradicionalmente
integradoras; a saber: HISPANIDAD, INDEPENDENCIA, AMERICANISMO. Una prueba bien
concreta de ello lo tenemos en el veraz testimonio de su íntimo amigo Tomás Guido, quien fue testigo presencial de
la célebre entrevista –con motivo de las fracasadas negociaciones de Punchauca
en 1821- entre San Martín y el Virrey del Perú José de la Serna.
Nuestro Libertador ambicionaba (a la
sazón) el establecimiento –de común acuerdo con el gobierno español de
entonces- de una monarquía constitucional independiente, abarcando, dicho reino
americano: el Virreynato del Perú, por supuesto; la flamante nación chilena
recién emancipada y toda el área territorial que estuviera a la fecha bajo la
efectiva jurisdicción del gobierno de
las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Audaz proposición ésta –según se verá- que no tuvo buena acogida por parte de las
autoridades limeñas en la emergencia.
He aquí la transcripción literal de la
propuesta sanmartiniana al virrey La
Serna, tal cual resulta del testimonio fidedigno recogido de primera mano por el General Guido; confidente de San
Martín. “He venido al Perú desde las márgenes del Plata –manifestó este a su
interlocutor en Punchauca-, no a derramar sangre sino a fundar la libertad y
los derechos de que la misma España ha hecho
alarde al proclamar la
Constitución de 1812 que V.R. y sus generales defendieron.
Los comisarios de V.E. entendiéndose lealmente con los míos han arribado a
convenir en que la independencia del Perú no es inconciliable con los grandes
intereses de España, y que al ceder a la opinión declarada de los pueblos de
América contra toda dominación extraña, harían a su patria un señalado servicio
si fraternizando evitan una guerra inútil y abren las puestas a una
reconciliación decorosa. Pasó ya el
tiempo en que el sistema colonial pueda ser sostenido por la España;
sus ejércitos se
batirán con la bravura tradicional de su brillante historia militar;
pero los
bravos que V.E. manda comprenden que,
aunque pudiera prolongarse la contienda, el éxito no puede ser dudoso
para los
millones de hombres resueltos a ser independientes, y que servirán mejor
a la
humanidad y a su país, si en vez de ventajas efímeras pueden ofrecerle
emporios
de comercio, relaciones fecundas, y la concordia permanente entre
hombres de la
misma raza, que hablan la misma lengua y sienten con igual entusiasmo el
generoso deseo de ser libres. Si V.E. se presta a la cesación y enlaza
sus pabellones con los nuestros para proclamar la independencia del
Perú, se
constituirá un gobierno provisional presidido por V.E., compuesto de
dos miembros más, de los
cuales V.E. nombrará uno y yo el otro,
-habla siempre San Martín-; los ejércitos se abrazarán sobre el campo;
V.E.
responderá de su honor y de su disciplina; y yo marcharé a la Península si necesario fuera, a manifestar el alcance de
esta alta resolución, dejando a salvo en todo caso hasta los últimos ápices de
la honra militar, y demostrando los beneficios para la misma España se un
sistema que, en armonía con los intereses dinásticos de la casa reinante, fuese
conciliable con el voto fundamental de la América independiente”.
Para el gran caballero que fue nuestro
Libertador (nombrado después “Protector” del Perú libre, casi inmediatamente),
fracasó en su limpio y quijotesco intento de unificar el convulsionado mundo
hispanoamericano, de común acuerdo con la Madre Patria, sobre la base de
una monarquía constitucional independiente –de ser posible- encabezada por un
príncipe español.
Ahora bien, volviendo al arduo problema
de la ocupación de toda la Banda Oriental
por los ejércitos regulares al mando del general portugués Carlos Federico
Lecor, comprobamos que ya en 1825 había Juan Manuel de Rosas cooperado e
intervenido, como particular, en la campaña libertadora de Lavalleja, culminada
en el Congreso de “La Florida”
que declaró: “la incorporación de la Provincia oriental a las Provincias Unidas del
Río de la Plata”.
Tal actitud del entonces estanciero porteño, primo de los Anchorena, y que
llegaría a gobernador de Buenos Aires en 1829, con su prestigio intacto, le es
reconocida hoy no solamente por historiadores favorables como lo fue Adolfo
Saldías, por ejemplo; lo declara en letras de imprenta, paladinamente, uno de
sus denigradores máximos como lo sigue siendo Enrique de Gandia, quien en su
libro “Los Treinta y Tres Orientales” ha escrito lo que sigue, textualmente:
“Hoy se sabe perfectamente que Rosas estuvo, en Buenos Aires, en comunicación
con los organizadores de la expedición
de los treinta y tres orientales. Ninguno de sus proyectos ni de sus
secretos debió serle desconocido… Rosas en Southampton, se enorgullecía, en la
carta de su amigo Reyes, de la ayuda que
había prestado a los patriotas orientales. “Recuerdo –decía- al fijarme
en los sucesos de la república Oriental, la parte que tuve en la empresa de los
treinta y tres”. Seguramente nunca se imaginó el estanciero de los “Cerrillos” que durante su gobierno, se
repetiría esta intervención, pero en términos tan resueltos que en aquel
momento hubieran parecido inverosímiles.
Los insólitos bloqueos declarados, más tarde, a la Confederación
Argentina, por las escuadras de Francia y Gran Bretaña, en
estrecha alianza con los emigrados unitarios de Montevideo y con el “Pardejón”
Rivera , volvieron a dar actualidad al viejo sueño de Rosas, quien (Ernesto
Quesada lo señala en su obra sobre el Restaurador): “… no quiso reconocer las
segregaciones de las antiguas provincias argentinas, de Montevideo, del
Paraguay, de Bolivia…”; y que, afrontando toda clase de sacrificios y peligros:
“… tendió a la reconstrucción de la nacionalidad argentina, dentro del molde
histórico del Virreynato”.
AQUÍ
Y AHORA
Ha llegado al fin –creo yo, señoras y
señores- la hora tan esperada por los patriotas de intentar, aprovechando
circunstancias de afuera que no hemos buscado, el recobro de nuestras olvidadas
afinidades en el hemisferio al que pertenecemos, por designios del Creador y de
España. Diríase que recién los
argentinos estamos preparándonos para afrontar una tremenda responsabilidad: la
restauración paciente de aquel conjunto de pueblos hermanos en la lengua, la
sangre y la fe –por desgracia dispersos
desde hace más de un siglo, en repúblicas separatistas- a efecto de
hacerla valer en el nuevo orden del mundo que despunta.
Y es que nunca como al presente se hace
posible, señores, el reagrupamiento en
haz de naciones que componen un vasto sector de la América Meridional
cuyas nombres alumbra la Cruz
del Sur. No en vano ha corrido tanta agua bajo los puentes de la Historia, desde 1850
hasta nuestros días. Los factores contemporáneos recurrentes a este antiguo objetivo geopolítico son
múltiples y complejos; pero acaso, por eso mismo, se hace evidente la impostergable
necesidad de traducirlos en HECHOS, a riesgo de DEJAR DE SER, en un tiempo que
impone poderosas concentraciones nacionales. Ardua tarea ésta, que requiere,
por los mismo, el apoyo incondicional de
la juventud decidida e inteligente, al servicio espiritual, político y
económico de una grandeza posible para todos los pueblos hispanoamericanos del
área.
Porque, señores, la tradición viva no
escosa rearchivos o de museos. Actúa en las entrañas, imperceptible, como la
sangre que va irrigando las vísceras de un cuerpo en estado de salud. Desconocida y aun falsificada por pedagogos o
malos gobernantes, la tradición se resiste a ser enterrada como una momia en el
sarcófago de aburridas rutinas. Ella responde a necesidades reales del Bien
Común Social ; y está, en cualquier caso, por sobre las utopías y sistemas
abstractos con que pretenden suplantarla
los fracasados ideólogos –fanáticos de la violencia a veces, o los tecnócratas
del “desarrollo” materialista universal
–cualquiera sea su signo- por ellos dictatorialmente perseguido.
Por eso, y apremiados además por hechos
concretos de frontera que están afectando de algún modo la soberanía nacional, hemos de volver a
juntarnos en día no lejano –a pesar de las defecciones de ayer y las
dificultades actuales-: argentinos, uruguayos, paraguayos bolivianos (Y acaso
hasta los chilenos también) en fraternal y generosa alianza, salvaguardando nuestros territorios
de cualquier pretensión foránea. No sólo
contra la izquierda marxista en el campo ideológico, también en el de las
soberanías de cada patria. Sin antifaces exóticos, pues, habremos de
reconocernos al fin de la larga jornada, en el claro espejo del propio pasado
católico y cultural al que pertenecemos todos.
Porque nuestras relaciones mutuas, al fin de cuentas, no son algo convencional y extranjero cuya
unificación se nos impone en beneficio de otras potencias fuertes –fronterizas
o no-; se trata, en la Cuenca
del Plata, de unidades regionales antiguas del mismo origen, mutiladas con
habilidad hace mucho más de cien años por un sutil enemigo siempre enmascarado.
¿Están faltando acaso me pregunto en este
momento- estadistas de envergadura en la Argentina actual?. Inspirémonos, mientras aquí
vayan apareciendo, en el ejemplo de ilustres antepasados fundacionales de la
talle de Francisco de Aguirre (primer gobernador del Tucumán autónomo, en
1564); de Hernandarias (primer gobernador del Río de la Plata autónomo, en 1617); de
Pedro de Ceballos, primer Virrey “interino” del Río de la Plata, en 1776). Todos ellos
antepasados creadores de naciones: como lo fueron en el siglo XIX San Martín y
Rosas. Y eduquemos prolijamente a nuestras generaciones jóvenes en el difícil
arte de predicar una diplomacia
integradora, patriótica, generosa, con planes concretos de corto y largo
plazo. Una diplomacia madura, flexible pero firme; concediendo en ocasiones
pero nunca cediendo; sin “slogans” grandilocuentes ni fanfarronerías electoralistas de
demagogos. No podemos seguir inertes, dormidos en lo internacional, a la rastra
de las grandes potencias de turno. Eso es quedarse en el coloniaje.
¡Resignación inaceptable!
Nuestra tarea política del momento sería, entonces, posibilitar
pacientemente una voluntaria unión confederativa de naciones vecinas libres,
apuntando al futuro; pero con claro sentido tradicionalista e Histórico. Una
unión confederativa de pueblos afines –en lo cultural y sin descuidar lo económico-
para la defensa mutua interna e internacional. Obra del
“instinto de conservación”
comunitario, que diría Toynbee. Y ahora que África parece
dominada desde Angola por los marxistas cubanos al servicio de Cuba en
el Atlántico Sur, con mayor razón aún.
Compatriotas ¿lograremos algún día los
argentinos, robustecer de nuevo en el Río de la Plata (con enemigos
concretos a la vista) nuestra amenazada seguridad exterior antes que sea
demasiado tarde? ¡He aquí el gran desafío que debemos afrontar urgentemente, si
queremos ser fieles a nuestro destino!
Y finalizo, señoras y señores, leyendo
con emoción estas hermosas estrofas optimistas –quizás proféticas- de Rubén
Darío, el gran poeta hispanoamericano del siglo que vivimos:
“Únanse, brillen, secundense, tantos
vigores dispersos
Formen todos un solo haz de energía
ecuménica.
Sangre de Hispania fecunda, sólidas
ínclitas razas,
Muestren los dones pretéritos que fueron
antaño su triunfo.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el
espíritu ardiente
Que regará lenguas de fuego en esa
epifanía…”+
Federico
Ibarguren.