El umbral de la deshonestidad. Por Alberto Medina Mendez.
Cuando ciertos hechos de corrupción se mediatizan y llegan a oídos de la opinión pública, con sobrados motivos, la gente se escandaliza, se indigna y no puede contener su bronca e impotencia. Esta actitud no es inadecuada en sí misma, de hecho es esperable. Pero vale la pena reflexionar profundamente acerca del verdadero trasfondo de esta reacción ciudadana.Por momentos, diera la sensación de que la corrupción como hecho puntual no es lo que molesta, sino el contexto general, algunos pormenores y, sobre todo, el modo burdo en el que se desarrollan estas canalladas.La gente cree que los gobernantes, en general, son corruptos. Ya no caben dudas al respecto. Esta no es una mera suposición ya que lo afirman los estudios más serios sobre el tema. No solo ocurre así en este país, sino en casi todo el planeta, aunque con visibles matices bastante diferenciados.
El ciudadano
de a pie intuye que el funcionario de turno, de cualquier jurisdicción y
color político, se apropia de los recursos públicos en alguna medida.
Supone que algunos roban ofreciendo favores a cambio de dinero, pero
también cree que los otros, lo hacen con una disimulada eficacia
adueñándose de “monedas” pero bajo una idéntica y equivalente actitud.
Ese
individuo, alejado de la labor estatal, lo sospecha, pero en realidad no
lo sabe con precisión. Algunas señales pueden darle más asidero a sus
presunciones, pero no dejan de ser tales porque los elementos concretos
que confirmarían su visión no están a mano, ni son contundentes.
A la
política tradicional este asunto no le preocupa demasiado. Algunos
personajes se ofenden por esa exagerada generalización, pero tampoco
hacen demasiado para transparentar su propia gestión. Enojarse sirve de
poco. En todo caso bien valdría intentar comprender en que se basan esas
impresiones subjetivas de la sociedad, y eventualmente, actuar
fuertemente sobre ellas, con acciones concretas y no con discursos
vacíos.
Los
dirigentes tampoco hacen mucho al respecto, pero ya no por desidia,
negligencia o abulia, sino porque claramente precisan de esa “oscuridad”
en la administración de los recursos públicos que les resulta vital y
funcional para hacer política a diario financiándose con las arcas del
Estado.
Es
interesante analizar detenidamente ese fenómeno de naturalización yde
segmentación de la corrupción. Es increíble como se ha deteriorado
progresivamente el estándar moral de la gente, moviéndose en las últimas
décadas, en la dirección indeseada y a una gran velocidad.
Solo parece
intolerable aquella corrupción que resulta obscena, que demuestra su
impudicia sin camuflaje alguno, que ofende a la sociedad por la
ostensible impunidad y la falta de decoro de sus protagonistas. Pero es
importante comprender que las causas de la corrupción pasan por otro
lado. Los casos más escandalosos, son solo eso, una versión agravada de
lo cotidiano y por eso tal vez fastidien tanto.
Lo
preocupante es que la sociedad solo condena aquellos actos de corrupción
desenfrenada y no a otros de menor cuantía. Cataloga como ladrones solo
a los que detentan un gran prontuario y no al resto que, haciendo lo
mismo, no han sido aun descubiertos, o que por su significación
económica no parecen tan trascendentes.
Claro que
las proporciones tienen relevancia, pero si alguien mata a una persona
de una decena de puñaladas generando una enorme conmoción por el
ensañamiento y por su crueldad, eso no convierte automáticamente al
homicida que asesina con un solo golpe certero, en un ciudadano
inocente.
La malicia
debe ser cuestionada siempre y no solo cuando alcanza cierta
envergadura. Un ladrón es alguien que se adueña de lo ajeno sin su
consentimiento. Ese calificativo no puede depender de la cuantía de lo
robado, ni de la espectacularidad del suceso, sino de su lineal
accionar.
La sociedad
moderna ha incorporado ciertas costumbres y se ha adaptado mansamente a
ellas. Acepta lo inadmisible como si fuera un hábito correcto. La
resignación y la sumisión siguen siendo pésimas aliadas y la política lo
sabe, por eso se aprovecha de esta complicidad cívica sin piedad.
Todos estos
hechos de corrupción son solo la punta del ovillo. Bienvenido este
instante en el que muchos de esos casos se están conociendo con lujo de
detalles, pero es importante ir hasta el fondo, ya no solo para
descubrir a los verdaderos “jefes de la banda” y desenmascararlos, sino
para empezar a desmontar la maquinaria que permite que esto suceda casi a
diario.
Desarticular
la corrupción no se consigue solo encarcelando a los más renombrados
delincuentes. No desaparecerán de la escena este tipo de situaciones tan
fácilmente. Mutarán, se reconvertirán, buscarán otros mecanismos, pero
finalmente sobrevivirán y entonces vendrán nuevas generaciones de
malhechores dispuestos a apoderarse de lo impropio.
Para ser
eficaces en esta dura batalla contra la indecencia, se debe ir hasta el
hueso. Primero es imprescindible comprender la dinámica del Estado, su
arbitrariedad y los resquicios que eso genera. La causa originaria no
está en el accionar aislado de un conjunto de delincuentes, sino en la
existencia y supervivencia de un sistema perversamente inmoral que ha
sido diseñado intencionalmente para facilitar estos instrumentos que
resultan funcionales a la política en general y, especialmente, a sus
intérpretes.
Claro que
hay que hacer reformas para que esto no vuelva a ocurrir nunca más. Es
demasiado evidente que no alcanza con arrestar a unos cuantos, ni mucho
menos con horrorizarse frente a ciertos groseros ilícitos. Pero la
sociedad también debe asumir su cuota de responsabilidad e intentar
hacer su parte, encarar lo necesario y modificar su elemental matriz
conceptual.
Si la gente
considera que quedarse con “un poco” de dinero de los contribuyentes es
normal, que esas son las reglas de juego, que así fue siempre y no es
tan grave, pues entonces todo seguirá exactamente igual y estos
incidentes serán solo una anécdota más sin que esto haya servido para
casi nada.
No existen
dudas de que la política es responsable de lo que sucede pero la
sociedad también es parte central de este pérfido mecanismo y tiene en
sus manos la llave para lograr un cambio con mayúsculas. Solo debe
replantearse el problema, operar sobre sus verdaderas causas y
cuestionar activamente su actual visión sobre el umbral de la
deshonestidad.