La nueva luz de Bergoglio. Por Antonio Caponnetto.
El calambur
Aparecida la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia,
no pocos católicos formados en la Verdad de la Iglesia dieron la voz de
alarma, con legítimas razones y fundadas prevenciones. Es que ocurre
que el texto, por donde se lo lea, conduce inevitablemente hacia el
puerto al que no debería llevar nunca la docencia petrina, en cualquiera
de sus posibilidades expresivas. Conduce al error, a la ambigüedad, a
la duda; a la confusión y al doble sentido. Y hasta para llegar al fruto
bueno –que lo tiene, digámoslo sin retaceos– hay que sortear un tronco empecinado de argucias e imprecisiones, cuando no de dolorosas concesiones al siglo.
El diccionario de nuestra lengua llama calambur a aquella construcción idiomática o figura retórica que altera los significados mediante juegos silábicos; y pone –entre otros– un ejemplo que pinta perfectamente para la ocasión: “este es conde y disimula”. He aquí, en principio, y con el ejemplo de marras, el espíritu de la Amoris Laetitia: un tragicómico calambur de Francisco.
Acaso un punto particular probará lo que decimos.
La sociedad abierta y sus enemigos
Al llegar al capítulo V, Amor que se vuelve fecundo,
la exhortación discurre con delicadeza sobre el concepto de “fecundidad
ampliada”, que se da principalmente en aquellas críticas ocasiones en
las cuales el matrimonio no puede engendrar hijos. Entonces, la
fecundidad se amplía con el ejercicio de la maternidad y de la
paternidad espiritual, con la adopción generosa o con la práctica de
variadas formas de servicio al prójimo. Porque “la familia no
debe pensar (sic) a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la
sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda
solidaria” (181).
Por cierto que en
situaciones ideales la sociedad no debería ser una amenaza para los
hogares, ni una asechanza ante la cual protegerse. Pero mucho han
insistido los pontífices –sin necesidad de remontarse a San Lino ni a
Gregorio VII– en la
prudencia que deben tener hoy las familias, inmersas como están en una
cultura hostil al cristianismo, por decir lo menos. Prudencia vigilante,
que si bien no ha de propiciar el aislacionismo social, tampoco puede
estimular el desguarnecimiento frente a la sociedad presente, en
gravísimo estado de corrupción integral.
Es evangélica la
plástica imagen de la casa edificada sobre roca (Mt. 7, 25); y son de
Nuestro Señor las prevenciones sobre los ríos desbordados, las lluvias
desmadradas, los vientos destructivos. Clara señal para todos los
tiempos; y tanto más en éstos, de que existen motivos para abroquelarse y
defenderse de la sociedad. Hay una lejana e implícita matriz popperiana
tras el planteo bergogliano de la relación familia-sociedad.
Parecería que los enemigos de la primera ya no se encontrarían en los
meandros de la segunda, si la segunda es –como está a la vista– una inmensa democracia liberal con la que se puede interactuar sin riesgos.
Más bien los nuevos riesgos para un católico, a juzgar por el despliegue total de la Amoris Laetitia,
consistirían en no ser lo suficientemente acogedores con los frutos
descarriados y anómalos de esta comunidad moderna. Los enemigos de la
sociedad serían ahora los católicos negados a la apertura; aquellos que
“prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna” (308). Una
pastoral no divorciada del dogma sempiterno, hablemos claro. Pero en
este neo-magisterio dialéctico y pleno de heterodoxas disyuntivas, la
confusión es preferible a la rigidez, que en otros tiempos se llamó
sencillamente ortodoxia.
La mimetización familia cristiana-sociedad presente se propone casi como un axioma vinculado a la historia sagrada. “Ninguna
familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado diferente o
«separada». Para evitar este riesgo, recordemos que la familia de Jesús
[…] no era vista como una familia «rara», como un hogar extraño y
alejado del pueblo […]; era una familia sencilla, cercana a todos,
integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco creció en una
relación cerrada y absorbente con María y con José […]. Eso explica que,
cuando volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño de doce
años se perdiera en la caravana un día entero, escuchando las
narraciones y compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que
estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día» (Lc 2,
44). Sin embargo a veces sucede que algunas familias cristianas, por el
lenguaje que usan, por el modo de decir las cosas, por el estilo de su
trato, por la repetición constante de dos o tres temas, son vistas como
lejanas, como separadas de la sociedad” (182).
El populismo político
en el que ha abrevado Francisco le juega una mala pasada. Va de suyo que
los hogares católicos no tienen que ser raros; ni mucho menos ajenos ni
lejanos a las peripecias del suelo natal en el que han sido plantados
por Dios. Son –y así deberían considerarlos todos– paradigmas de comportamiento doméstico; modelos de normalidad;
esto es de norma y de canon. Pero los cristianos, tanto como sujetos
individuales como agrupados en familias, están llamados a ser “piedra de
escándalo” (Is. 8, 14) y “signo de contradicción” (Lc. 2, 34). Mala
señal en consecuencia si no se comportan “demasiado diferente” respecto
de los aborrecibles anti-modelos familiares que predominan hoy en el
deificado pueblo.
Desde el momento en
que un nuevo hogar católico se constituye a conciencia y libremente, su
diferenciación y antagonismo con el resto de los hogares es inevitable y
hasta obligatorio. Diferenciación y antagonismo que ha de presentarse
en los hechos, no como un desprecio al resto de los mortales, pero sí
como el mejor servicio apostólico y misionero que se le puede prestar al
cuerpo social, y aún como el ejemplo más edificante y regenerador. Para
que los paganos puedan volver a exclamar con admiración y deseo
emulativo el proverbial “¡Mirad cómo se aman!”, que registran los Hechos de los Apóstoles.
En las cartas
paulinas, San Pablo refiere varias veces el ejemplo de la casa de
Priscila y Áquila, modelos de esposos que “expusieron su cabeza para
salvarme” (Rm. 16, 3-5); y que no trepidaron en ser diferentes y en tenerse por segregados del resto del pueblo,
precisamente por causa de su fidelidad a Cristo. De estos esposos ha
hecho el bellísimo elogio Benedicto XVI, en su catequesis del 7 de
febrero de 2007, instando a espejarse en ellos, porque prueban que, para
los bautizados leales, “toda casa puede transformarse en una pequeña
iglesia […], toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a
girar en torno al único señorío de Jesucristo”.
Pero además, o por lo
mismo, si una familia católica reconoce en la casa de Nazaret su
paradigma y su norte, ya no puede conformarse con ver en la misma esa
especie de carpintería de barrio, como la pinta Bergoglio, “integrada
con normalidad en el pueblo”. Aquello –ha dicho Guardini en el capítulo
tercero de La Madre del Señor– “no
era precisamente una familia, sino algo divinamente irrepetible, que no
tiene nombre. Una fecundidad que redime al mundo, inmediatamente a
partir de Dios. Un amor que era mayor, por ser diferente, que todo lo que ha unido jamás a las personas.
Puede ser entonces que se use el nombre de ‘familia’ para indicar ese
carácter de velamiento de lo propio y peculiar, tal como es
característico de María”.
Curiosa exégesis psicopedagógica
Así como no se quieren
ya familias diferentes, que contrasten con el resto por ser católicas, y
hasta puedan ser perseguidas a causa de ello; ni se quiere tampoco que
los católicos consideren demasiado raras otras uniones alternativas, los
nuevos padres que necesitamos no han de estar preocupados por saber
dónde están sus hijos. A semejanza de María y José –¡progenitores modernos, vaya!– que
perdieron a su hijo casi adolescente en el camino de regreso de
Jerusalén, pero no se inmutaron demasiado, pues no tenían con él “una
relación cerrada y absorbente”. El muchacho podía hacer lío a
discreción, sin tanto control represivo de la figura paterna ni
coacciones emocionales de parte de la madre.
Es un problema que el Evangelio de San Lucas diga algo distinto. Santo Tomás nos lo explica así en suCatena Aurea:
que Jesús se quedó en Jerusalén “sin que nadie lo notara”, “sin que sus
padres lo advirtiesen”; que se queda de este modo “para no ser
desobediente”. Que sus padres lo buscaron con preocupación primero y
sobresalto después, cuando se dieron cuenta de que no estaba “en la
caravana, entre los parientes y conocidos” (Lc. 2, 43); que regresaron
sobre sus propios pasos para localizarlo de una buena vez; y que al
verlo al fin, sano y salvo en el templo, su madre, exclamó: “tu padre y
yo te estábamos buscando con angustia” (Lc. 2, 48). “La madre –acota Orígenes– afectada en sus maternales entrañas,
manifiesta con lamentos sus dolorosas pesquisas, y expresa lo que
siente con la confianza, la humildad y la ternura de una madre: «hijo, por qué te has portado así con nosotros»
(Lc. 2, 48). Tras el significativo episodio, el mismo texto evangélico
recuerda que Jesús “enseguida se fue con sus padres, y vino a Nazaret y les estaba sujeto” (Lc. 2, 51-52). Es decir, volvió a ser “absorbido” por la autoridad de sus padres terrenos.
No está mal que
Francisco quiera inculcar el principio de una libertad gradual y
responsable ofrecida paternalmente a la prole a medida que crece. No
está mal asimismo que quiera evitar los estragos de familias
monopolizadoras o enfermizamente endógenas. Pero para ello no es
necesario tergiversar los Santos Evangelios, ni incurrir tampoco en el
gravísimo error del historicismo o del evolucionismo dogmático. Dice, en
efecto, laAmoris Laetitia, “Aquí
vale el principio de que «el tiempo es superior al espacio».Es decir, se
trata de generar procesos más que de dominar espacios. Si un padre está
obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus
movimientos, sólo buscará dominar su espacio […]. Entonces la gran
cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este
momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde está
posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus
objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida” (261).
Una vez más las disyuntivas dialécticas –que son otros tantos guiños al mundo moderno y a su psicologismo aterrador–
no permiten inteligir la plenitud de la verdad. Si un padre está
“obsesionado” por saber dónde está espacialmente su hijo, lo
irrecomendable a lo sumo será la obsesión, pero no el ordenado
requerimiento. Porque los espacios no son inocuos o neutros, ni somos
sólo espíritus que habitamos espacios existenciales; y porque aún
suponiendo que cada padre llevara consigo a un metafísico, antes
inquieto por el ambiente del alma que por el paisaje físico –aún un
sábado a las cuatro de la mañana, con el hijo púber ausente del hogar
tras angustiantes horas de incierta espera–
ese saber dónde está el alma no puede jamás desvincularse de dónde está
el cuerpo.A no ser que neguemos el más elemental realismo
antropológico.
Admitimos que “la gran
cuestión” pueda consistir en saber “dónde está posicionado [el hijo]
desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus
deseos, de su proyecto de vida”. Pero esto, no sólo no es independiente
de saber “con quién está en este momento”, sino que guarda estrecha
dependencia. Porque las compañías elegidas, tanto como los ámbitos
espaciales predilectos, marcan y en ocasiones condicionan o determinan
las ubicaciones espirituales y los posicionamientos existenciales. Es
falaz la polarización bergogliana de la preeminencia del tiempo sobre el
espacio. Extravío fatal de raigambre semítica, cuando el judío
temporaliza las promesas divinas, se afianza a sí mismo como siglo
presente, sin ver el siglo venidero ni escudriñar las profecías (Jn. 5,
39), y acaba matando al Justo, Señor del Tiempo y del Espacio.
La poesía que destruye
Pero volvamos al concepto de “fecundidad ampliada”, analizado en Amoris Laetitia.
Tras referirse, como vimos, a algunos de esos modos a los que siempre
aludió la Iglesia, verbigracia la adopción, la Exhortación señala otro
modo, al que considera no menos significativo, y es el de la dedicación
de los esposos al cumplimiento de sus “deberes sociales”. “Los
matrimonios necesitan adquirir una clara y convencida conciencia sobre
sus deberes sociales. Cuando esto sucede, el afecto que los une no
disminuye, sino que se llena de nueva luz, como lo expresan los siguientes versos:
«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos» (181).
Es posible que el lector europeo –y aún el simple feligrés de a pie de estos pagos– ignore
en profundidad quién es Mario Benedetti, autor de esta estrofa, como
con toda inverecundia lo aclara la misma Exhortación, especificando en
su nota a pie de página 204 la correspondiente referencia bibliográfica:
“Mario Benedetti, «Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires 1993, 316”.
Pues lo diremos en dos
trazos; primero por respeto al sentido de lo obvio de los lectores
informados, a quienes abundar en detalles sería cómo explicarles quién
es el Che Guevara. Y segundo, porque lejos de nuestro ánimo cambiar el
tema central de estos comentarios, que no es ciertamente el retrato de
un vulgar escritor marxista, sino el dolor de saber que Francisco ha
optado por la poesía que destruye, según la nunca olvidada
distinción de José Antonio Primo de Rivera. Opción que de ningún modo se
reduce a una cuestión estética, ni es esa su gravedad mayor, sino a una
inequívoca predilección por un mensaje tan alejado del pulchrum como de los restantes trascendentales del ser.
Bergoglio prueba una
vez más con esta intromisión escandalosa de un artista degenerado en un
texto teóricamente dirigido a celebrar la alegría del amor, que el timor Domini
no es precisamente su rasgo más distintivo. Tampoco un don más modesto
aunque valioso, como el cultivo del gusto por la Belleza y el
consiguiente desdén por las cursilerías. Nada lo detiene ni lo turba en
su vocación de maridaje con la contracultura y aún con la contra
iglesia. Nada se le presenta como dique a su moral de situación, a su
misericordia despreocupada de la justicia, a su praxeología inclusiva,
ausente de criterios rectos que separan la cizaña del trigo. Las cosas
digámosla como son. Porque ya todo está a la vista, excepto para los
ciegos que guían a otros ciegos (Mt. 15, 14).
Mario Benedetti, en
efecto, fue un hombre de letras de nacionalidad uruguaya (1920-2009),
dedicado en forma activa y perseverante a la militancia comunista, a la
propaganda revolucionaria sistemática y, lo que es más grave, a
participar de las acciones de la agrupación terrorista Tupamaros,
cuyos guerrilleros, principalmente en la larga década de 1970,
cometieron un sinfín de asesinatos a mansalva. Todo; absolutamente todo
en el perfil ideológico de Benedetti, delata al enemigo declarado de la
civilización cristiana. Y todo en su perfil humano y creativo hace
patente a un alma visceralmente odiadora de la Iglesia y de su
Magisterio Tradicional. Su poema “Si Dios fuera una mujer” constata
incluso, que los terrenos de la blasfemia y del sacrilegio tampoco le
estuvieron vedados. Es más; él mismo llamó a tamaña toma de posición una
“venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia”.
El poema elegido por Francisco para ilustrar la fecundidad ampliada a la que puede y debe llegar un matrimonio cristiano para llenarse de una nueva luz
es, redondamente, un himno marxista, musicalizado y cantado por todas
las voces de las izquierdas americanas y españolas. Un himno
emblemático, repetido por todos los multimedios, machacado, reiterado,
difundido hasta el hartazgo y la náusea; sin que faltaran incluso las
apropiaciones lésbicas de la letra y del contenido; ya que,completo, el
engendro sostiene: “y porque amor no es aureola/
ni cándida moraleja/ y porque somos pareja/ que sabe que no está sola”.
¿Ésta es la nueva luz de la fecundidad ampliada propuesta como programa e
ideario para los matrimonios católicos? ¿Esta es la nueva luz que
encenderán y portarán como antorcha cuando se aboquen al cumplimiento de
sus deberes sociales? ¿Esta es la nueva luz que surgirá entre ellos y
de ellos, cuando vuelquen su potencial germinativo y fundante en los
quehaceres cívicos de la patria y del orbe?
Los matrimonios
católicos –y sobre todo aquellos que no hemos permanecido indiferentes a
los compromisos con las legítimas y justicieras luchas patrióticas– nos
sentimos ofendidos con esta ruin poesía que destruye, vulgar panfleto
libertario y socialista, que solicita una justicia, una rebelión y un
pueblo absolutamente identificados con el programa del enemigo. Nos
sentimos ofendidos, y el vejamen duele hondo, sabiendo que quien debería
darnos “la leche pura de la palabra espiritual”, nos entrega la “leche
adulterada” (I Ped. 2, 2).
Francisco no puede
ignorar el modelo de fecundidad ampliada que les está propiciando a los
cristianos con estas rimas insidiosas. Tampoco puede ignorar, pero lo
hace, que el catolicismo es pródigo en cánticos de amor conyugal,
dadivoso y fértil en altos romanceros y cancioneros de hombres y de
mujeres entrelazados nupcialmente en el campo del honor, espléndido en
poemarios que exaltan la unión de los esposos que marchan juntos al
combate, radiante e inmenso en su antología de versos que laudan la
verdadera luz de Cristo, por la que caballeros y damas asaltaron
murallas en defensa de la Cruz. No puede ignorar incluso que aquí, en el
Río de la Plata, familias enteras fueron diezmadas por el odio
castrista de los seguidores de Benedetti; y que en muchos de esos casos,
las esposas de nuestros soldados se hicieron acreedoras del encomio
quevediano:
“Hilaba la mujer para su esposo
la mortaja primero que el vestido;
menos le vio galán que peligroso.
Acompañaba el lado del marido
más veces en la hueste que en la cama;
sano le aventuró, vengóle herido”.
No; la nueva luz de la
fecundidad ampliada, para quienes se aman sacramentalmente y se abocan
al compromiso social y político, no se enciende en la hoguera roja de la
rebelión marxista, sino en el cirio vivo del Madero Reverberante y
Transfigurador. Entonces el esposo no le dice a la amada que es su cómplice,
sino “hueso de mis huesos” (Gén. 2, 23). No elogia sus manos porque
trabajan por una justicia homicida y rencorosa, sino porque corren por
ellas “las gotas de mirra”, vestigios del Amado (Cant. 5, 5). Ni cree
que juntos seanmucho más que dos, sino “una sola carne” (Gén. 2,24).
Envío
“La ausencia de memoria histórica –dice la Amoris Laetitia–
es un serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del
«ya fue». Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos
pasados es la única posibilidad de construir un futuro con sentido. No
se puede educar sin memoria” (193).
Pues bien; no era ni
es la poesía que destruye la que nos habilita o alecciona a poner en
práctica esta fecundidad ampliada, tan necesaria y tan legítima para los
matrimonios católicos, hayan podido o no traer hijos al mundo. Es la
memoria veraz y fiel de los hechos y de los personajes paradigmáticos.
Es el recuerdo vivo, real y vigente de esas casas fundadas sobre piedra,
con el padre por cabeza, la madre por sostén y los hijos como linaje. A
ellos el homenaje austero de estas líneas finales.
A las familias
vandeanas, perseguidas como bandidos y sostenidas sólo por el amor
irrefragable al Corazón de Jesús. A las familias cristeras, derramando
su sangre por los altos de Jalisco, con el Viva Cristo Rey en
cada labio. A las familias hispánicas, alistadas en la reconquista,
contra moros, judíos y rojos, según pasaron los siglos. A las familias
argentinas, a las que les tocó prolongar en suelo americano la
resistencia y la cruzada contra los enemigos de Dios. A las familias de
todos los tiempos y de todos los espacios –benditas coordenadas en el
plan del Creador– sin
olvidarnos del más remoto de los años ni del más pequeño de los paisajes
terrenos. Cuándo hayan sido y dónde hayan sido sus testimonios, no los
olvidemos y les demos gracia, con el brazo alzado y la mirada limpia.
A ninguno de estos
personajes ejemplares, de carne y hueso,que recorren la historia toda de
la Cristiandad, se les cruzó por la cabeza lo que sostiene esta
desdichada Exhortación, según la cual, “hemos presentado un ideal
teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente
construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades
efectivas de las familias reales”(36). Precisamente amaban al sacramento
del matrimonio por lo que tenía de ideal teológico; y precisamente
pudieron sus integrantes ser fecundos, en hijos y en servicios, en
descendencia y en obligaciones sociales y políticas, porque encarnaron
ese ideal teológico y le fueron fieles.
Coplas existen, y no
son de poetastros menores, en las que se narran aquellos heráldicos
casos de esposos dados por muertos en las lides medievales, y que
vuelven un día, inesperada y milagrosamente, después de añares
infinitos, para encontrarse con la fidelidad intacta de la esposa; tan
intacta como su esperanza y su presentimiento del regreso, razones por
las cuales no había vuelto ella a casarse, ni él a conocer tálamo
alguno.
En la iglesia
franciscana de Nancy, una lámina mortuoria ha inmortalizado este gesto
de recíproca observancia marital. Es la que recuerda a Hugo I de
Vaudemont y a su esposa Ana, íntimamente abrazados, después de
diecisiete años sin verse. Él retorna de las Cruzadas. Ella lo aguardaba
firme y devota como si hubiera partido anoche. Él y ella son dos
creaturas católicas, con un ideal teológico, que no les pareció en
absoluto demasiado abstracto. Por el contrario; llevaba la gravitación
de la carne, el impulso de la materia consagrada, el dinamismo y la
fuerza, el arrebato y el entusiasmo de todas las fibras crispadas que
laten al unísono entre dos bautizados que se aman. Fueron concavidades y
convexidades que se necesitaban la una a la otra, hasta que la muerte
los separe. Que lo diga mejor Gerardo Diego:
“Quisiera ser convexo
para tu mano cóncava.
Y como un tronco hueco
para acogerte en mi regazo
y darte sombra y sueño.
Suave y horizontal e interminable
para la huella alterna y presurosa
de tu pie izquierdo
y de tu pie derecho.
Ser de todas las formas
como agua siempre a gusto en cualquier vaso
siempre abrazándote por dentro.
Y también como vaso
para abrazar por fuera al mismo tiempo.
Como el agua hecha vaso
Como el agua hecha vaso
tu confín –dentro y fuera– siempre exacto”.
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