viernes, 4 de enero de 2019
Educación, aprendizaje y aburrimiento - Por Juan Carlos Monedero (h)
Educación,
aprendizaje y aburrimiento
¿Cómo
evitar que los niños se aburran en la escuela?
El subtítulo de este artículo es un
gancho, un anzuelo, porque deliberadamente plantea cómo evitar que los niños se aburran… cuando lo decisivo es
entender por qué lo hacen.
Hace un tiempo, una educadora dijo “No
existe el trastorno por déficit de atención, sólo niños aburridos”[1]. El niño se aburre por el
mismo mecanismo, el mismo motivo, que el adulto. Se aburre cuando está sub-utilizado.
Como todas las actividades, el ser
humano necesita realizarlas dentro de un abanico que va desde la
sub-utilización hasta la sobre-utilización. Cuando realizamos una actividad muy
por debajo de nuestras posibilidades, nos sentimos mental y físicamente
infravalorados.
Si ponemos a una persona normal a que haga picar en el suelo
una pelota de básquet durante 2 minutos, como parte de una entrada en calor, y
luego combinamos este ejercicio con otros, es una cosa. Si en cambio lo dejamos
picando la pelota durante media hora, se morirá de aburrimiento y comenzará a odiar lo
que está haciendo y por supuesto a sí mismo (si no abandona la actividad con
desprecio mucho antes). Los entrenadores
saben que tienen que incrementar la dificultad para mantener activa la atención,
y entonces cambian de ejercicio o procuran que –por ejemplo– se arroje la
pelota con cada vez más potencia, de modo de elevar el gasto de esfuerzo. Lo
que sea, pero la monotonía tiene que tener un límite.
El mismo principio se aplica al campo
del estudio y el conocimiento.
Muchos
niños inteligentes, o al menos mejor
preparados que sus compañeros, se aburren de manera trágica en las
clases. Y uno de los motivos, no el único ciertamente, es que los
contenidos no les son desafiantes ni estimulantes. Pero evitemos
ante todo la demagogia muchachista: no queremos decir –como parecen
insinuar un sinfín
de “especialistas” en la educación– que el docente debe ponerse una
nariz
colorada y hacer el payaso, perdiendo el rabo por mantener los ojos de
los
chicos sobre sí. Lo que tiene que hacer el docente, muy por el
contrario, es brindar un contenido más dificultoso para el intelecto, un
objeto suficientemente provocativo para la inteligencia de
aquellos niños que –por el motivo que sean– la han desarrollado más.
El problema es que, como una manta
corta, al taparnos el pecho nos destapamos los pies. Y el docente, al brindar
contenidos más complejos, quizás atraiga la atención de los alumnos más
aventajados. Pero será entonces la otra
porción de niños, la que no ha desarrollado por el momento tanta capacidad, la
que quede rezagada. Y tendremos el problema inverso: sobreactividad. ¿Qué hormona se genera cuando nos situamos ante un desafío que
supera las habilidades que sentimos que poseemos? Cortisol. O sea, generamos stress. Es
decir, tendríamos a niños frente a un desafío que está por debajo de
las propias habilidades que perciben tener, aunque efectivamente -y
luego de una adecuada instrucción- puedan ellos llegar a superarlo.
Como docente, nuestro objetivo es
calibrar el contenido para mantener a nuestros alumnos en cierto punto, equidistante
tanto al stress como al aburrimiento. Los padres deben estar muy interesados
en capacitar a sus hijos para que estos no se conviertan en lastres que demoren
el aprendizaje de los demás. Asimismo, la experiencia atestigua que la mala
conducta de algunos alumnos encuentra su explicación psicológica –no su
justificación moral– en el aburrimiento.