lunes, 14 de enero de 2019
Platón y la democracia - Manuel Fernandez-Galiano
…lo
que está más viva y constantemente presente en el alma de Platón es el régimen
de su propia ciudad, esto es, la democracia ateniense. Ella ocupaba un campo
incomparablemente mayor en su experiencia personal, no sólo como ambiente más
prolongado de su propia vida, sino en razón de la mayor riqueza de hechos que
por sí misma le ofrecía. Y es claro que toda la meditación constructiva del
filósofo supone el descontento y la insatisfacción de aquel régimen político en
que había nacido y dentro del cual pasó la mayor parte de sus días.
Hay ya
en cierto pasaje del tratado (430e) el esbozo de algo que podríamos llamar argumento
ontológico contra la democracia y que, llevado a su inmediata consecuencia,
entraña la negación de la posibilidad de aquélla. Si la democracia se entiende
como forma del Estado en que el demo o pueblo es dueño de sí mismo, su
concepción resulta irrealizable, absurda y ridícula; porque el que es dueño de
sí mismo es también esclavo de sí mismo y con ello se hacen coincidir en un
mismo ser dos posiciones distintas, opuestas a irreductibles. La distinción
hecha por Rousseau entre la «voluntad general» y la «voluntad de todos» es algo
que está en pugna con la mente de Platón, y por eso para él el argumento tiene
entera fuerza. Ni en la ciudad ni en el individuo ve voluntad general alguna,
sino una diversidad de partes con impulsos y tendencias de muy diferente valor.
Lo que caracteriza al régimen político, como al régimen del individuo, es la
preponderancia de una parte determinada con su tendencia propia. La democracia
no es, ni puede ser por tanto, el régimen en que el poder es ejercido por el
pueblo ni por su mayoría, sino el predominio alterno, irregular y caprichoso de
las distintas clases y tendencias: más que régimen, es una almáciga de regímenes en que todos brotan,
crecen y se contrastan hasta que se impone alguno de ellos y la democracia
desaparece. De ahí la indiferencia moral de ésta y la riqueza que ofrece su
experiencia: allí hay gérmenes del régimen mejor o filosófico y del peor o
tiránico; y con ellos, de los otros regímenes intermedios (557d). La condición
que hace posible todo esto, la que deja abiertos en todas direcciones la
sociedad y el régimen democráticos, es la libertad, y de libertad aparece
henchida la democracia; pero un régimen así, radicalmente falso y con iguales
facilidades y propensiones para el bien y para el mal, no puede ser un régimen
aceptable.
Una de
las más gratuitas y erradas afirmaciones que se han hecho respecto al espíritu
de Platón es la de que su antidemocratismo está enraizado en un mezquino
espíritu de casta, tesis conocidísima de Popper: su familia, aunque de la mejor
nobleza, había seguido una tendencia más bien abierta y liberal que
exclusivista y conservadora; una influencia familiar no puede por lo demás
rastrearse por parte alguna en el pensamiento político del filósofo y los tonos
de su condenación de la democracia no tienen, aunque otra cosa se diga, la
acritud del odio racial. Platón llegó a ella por dos caminos distintos: uno, el
de su experiencia política y personal, y otro, el de su doctrina de la técnica,
recibida esta última de Sócrates, su maestro. Si hemos de creer lo que se dice
en la carta VII, cuya autenticidad es hoy generalmente admitida, lo que separó
para siempre a Platón de sus conciudadanos en la esfera política fue la condena
y muerte del propio Sócrates en el año 399. El discípulo ha hablado de ella con
una cierta amargura en su diálogo Gorgias (521 y sigs.): Sócrates mismo
pronostica allí su juicio y su sentencia y compara la asamblea popular que ha
de condenarle con un tribunal de niños ante el que un médico es acusado por un
cocinero. Inculpa éste a aquél por la dureza de sus tratamientos, el rigor de
sus prescripciones y el mal sabor de sus pócimas y les pone por contraste la
dulzura y variedad de los manjares que él prepara; en vano el médico alegará
que todo el sufrimiento que él impone está enderezado a la salud de los niños
mismos, pues el tribunal de éstos no le hará caso y, diga lo que diga, tendrá
que resignarse a la condena.
Tal es
la imagen que Platón se forma de la democracia y que persiste en La república:
un demo menor de edad e insensato y unos demagogos que le arrastran a su
capricho abusando de su incapacidad y falta de sentido. En un pasaje (488a-e)
presenta a aquél como un patrón robusto ciertamente, pero sordo, cegato a
ignorante, con el que juegan a su antojo los marineros que lleva en su barco;
en otro (493a y sigs.), como un animal grande y fuerte cuyos humores y
apetencias estudian los sofistas para aceptarlos como ciencia, esto es, con el
fin de sacar de ese estudio normas para su manejo. Platón, pues, no tiene hiel
para el demo aunque la tenga para los demagogos: los tonos en que habla de
aquél van desde la compasión a la ironía. «Cuando agravia -dice en 565b- no lo
hace por su voluntad, sino por desconocimiento y extraviado por los
calumniadores.» Tales opiniones eran de esperar, por otra parte, en un hombre
que había sido discípulo afecto de Sócrates y que además había recogido la
experiencia de aquel agitado y triste período de la historia de Atenas, aquel
final del siglo v que tan bien conocemos por los relatos de Tucídides y
Jenofonte. La democracia había tenido su época de esplendor y ufanía, pocos
años antes del nacimiento del filósofo, bajo la dirección de Pericles. Este
mismo, en un discurso famoso que, sin duda con fidelidad de conceptos, nos ha
transmitido Tucídides, había celebrado sus excelencias con ocasión del funeral
de los caídos en el primer año de la guerra arquidámica: es un pregón de las
calidades y ventajas de la democracia al que Platón parece poner, muchos años
después, la sordina de sus ironías. La derrota exterior y la descomposición
interna de Atenas habían sido un amargo comentario a las arrogancias de su
primer estratego. Ya Platón le había condenado en el Gorgias juntamente con
otras grandes figuras de la historia de su patria, como Milcíades, Cimón y
Temístocles; se puede suponer lo que pensaría de los hombres de la edad
posterior, los improvisados a insensatos políticos que jalonaron con su
desatentada actuación la trágica pendiente de la derrota: el curtidor Cleón o
el fabricante de liras Cleofonte sin contar a Alcibíades, el punto negro en la
sociedad de los discípulos de Sócrates. Hombres que alucinaron algún día al
pueblo con sus declamaciones o pasajeras victorias para dejarlo caer finalmente
en la catástrofe sin remedio.
Tucídides
había dicho (I65, 9) que en la época de Pericles, la más gloriosa de la
democracia, ésta no había existido más que de nombre: la realidad era la
jefatura de un solo varón, el primer estratego. Para Platón, toda la democracia
no había sido más que demagogia en el sentido etimológico de la palabra (cf.
564d); y los demagogos, unos embaucadores del pueblo que, en vez de atender a
la mejora de éste, habían cuidado sólo de su propio aventajamiento halagando y
engañando a la multitud con el arte bastardo de la oratoria. A todos ellos
oponía la figura de Sócrates, «uno de los pocos atenienses, por no decir el
único, en tratar el verdadero arte de la política y el solo en practicarlo,
alguien que no hablaba en sus perpetuos discursos con un fin de agrado, sino
del mayor bien» (Gorg. 521d). Y éste era el hombre a quien había condenado a
muerte la propia democracia de Atenas.
Pero,
si la oposición a la democracia era en Platón fruto de su desengañadora
experiencia, había llegado también a ella en virtud de una doctrina,
fundamental en el tratado de La república, pero cuya procedencia socrática es
indudable: la doctrina o principio de la técnica. La mayoría de los ciudadanos
atenienses residentes en la ciudad se contaban entre los llamados demiurgos,
artesanos o artistas, hombres de oficio o de profesión liberal. Dotado aquel
pueblo como ningún otro de un seguro sentido de la belleza y de un vivo afán de
saber (Tucíd. II 40, 1), es natural que alcanzase en sus obras y realizaciones
una perfección que en algunos casos sería la admiración de los siglos; y
natural también que, conscientes de ello, tuviese cada uno el orgullo de su
arte, observase solícitamente los secretos de sus procedimientos y los
transmitiese a sus hijos en larga y pormenorizada enseñanza. El sentido de la
técnica era, pues, muy vivo en estos profesionales; pero los mismos hombres que
así apreciaban las dificultades del acierto y del éxito en un oficio manual o
un estudio especializado, se creían capaces de desempeñar sin ninguna
particular preparación las funciones públicas en el ejército o en la asamblea y
aun, como hemos visto, la propia dirección de los asuntos del Estado. Y esta
supuesta capacidad era también motivo de presunción y de arrogancia. En el ya
citado discurso de Pericles hay claras manifestaciones de estos sentimientos:
allí se recuerda, por lo que toca al ejercicio militar, que los lacedemonios
tratan de alcanzar la fortaleza viril con un largo y penoso ejercicio, que
comienza en la primera juventud, mientras que los atenienses, con una vida
libre y despreocupada de todo ello, consiguen los mismos resultados (II 39,1);
se afirma que los ciudadanos, aun dedicando su atención a sus asuntos
domésticos y quehaceres privados, entienden cumplidamente los negocios públicos
(40, 2), y que un mismo varón puede mostrarse capaz de las más diferentes
formas de vida y actividad con la máxima agilidad y gracia (41,1). Estas
afirmaciones de la capacidad general para la política son siempre del agrado
del pueblo, pero, interpretadas a su capricho y dando alas a la audacia y a la
improvisación, traen las consecuencias que son bien conocidas en la historia de
Atenas.
Fue
Sócrates quien vino a oponerse a ellas con su principio de la técnica. Creador
de la ciencia de la vida humana con su fundamento natural y su fin inmanente,
tuvo por capital empeño el convencer a los hombres de su tiempo de la necesidad
de esa ciencia y de su incomparable importancia. Y para ello aprovechaba
hábilmente aquel vivo sentido de la técnica que, en otros campos más
restringidos, tenían, como hemos visto, sus conciudadanos. «¡Oh, Calias!
-preguntaba al rico personaje de ese nombre-. Si tus hijos, en vez de tales,
fueran potros o terneros, tendríamos a quien tomar a sueldo para que los
hiciese buenos y hermosos con la excelencia que a aquéllos les es propia; y
sería algún caballista o campesino. Pero, puesto que son hombres, ¿a quién
piensas tomar por encargado de ellos? ¿Quién hay que sea entendido en tal
ciencia humana y ciudadana?» (Apol. 20a-b). No se cansaba de advertir la necesidad
de un especial conocimiento para el desempeño de las funciones públicas,
empezando por el ejercicio militar; le parecía locura que se designasen los
magistrados por sorteo, siendo así que nadie querría seguir tal procedimiento
para la elección de un piloto, un carpintero, un flautista a otro operario
semejante cuyas faltas son menos perjudiciales que las de aquellos que
gobiernan el Estado (Jenof. Mem.I 2, 9); es absurdo igualmente -decíaque se
sancione a un hombre que trabaja estatuas sin haber aprendido estatuaria y no
se castigue al que pretende dirigir los ejércitos sin haberse preocupado de
conocer la estrategia, cuando es la suerte de la ciudad entera la que se le
entrega en los azares de la guerra (III 1, 2). En otra ocasión (III 6, 1 y
sigs.) le vemos hablando con Glaucón, el hermano de Platón, que, aún en su
primera juventud, se empeñaba en arengar al pueblo y dirigir los asuntos de
Atenas; y en el interrogatorio queda al descubierto la absoluta ignorancia del
joven en lo tocante a la situación financiera, militar y económica de la
ciudad. Estos pensamientos socráticos son puestos por Platón como base de su
tratado. «Se prohíbe -dice en 374b-c- a un zapatero que sea, al mismo tiempo
que zapatero, labrador, tejedor o albañil; ¿cómo puede permitirse que un
labrador o un zapatero o cualquier otro artesano sea juntamente hombre de
guerra si aun no podría llegar a ser un buen jugador de dados quien no hubiese
practicado asiduamente el juego desde su niñez?»
En
todo esto, sin embargo, no aparece sino un aspecto vulgar y previo del
requerimiento socrático; porque el arte militar y el político entran dentro de
aquella «ciencia humana y ciudadana», de aquel estudio del hombre que no es
completo si no considera a éste en sociedad. Ese conocimiento del hombre -porque
hombres han de manejar así el general como el político- vale más que la simple
práctica de la guerra o la buena información en otros campos de la
administración pública. Ello explica la paradoja de que Sócrates (Jenof. Mem.
III 4, 1 y sigs.) justifique la elección de un estratego sin otros méritos que
los de llevar bien su casa y saber organizar los coros del teatro: este tal ha
demostrado que sabe operar con hombres y ello representa positivamente más que
los empleos de locago y taxiarco y las cicatrices que ostentaba su
contrincante.
Este
arte de tratar a los hombres, es decir, de conducirlos a su bien, no es,
elevado a la categoría de conocimiento racional, otra cosa que la filosofía.
Ella constituye, pues, la verdadera ciencia del político: la justicia y la
felicidad de la ciudad son secuelas del conocimiento filosófico del gobernante,
advertido y acatado por los gobernados; pero tal conocimiento no puede ser
alcanzado por la multitud y, por tanto, ésta no debe asumir funciones rectoras.
Cuando Critón advierte a Sócrates de la necesidad de tener en cuenta la opinión
de la multitud (Crito 44d), por ser ésta capaz de producir los mayores males,
como se ha visto en el propio caso de la condena del filósofo, Sócrates
responde: «Ojalá fuera capaz la multitud de producir los mayores males para que
fuese igualmente capaz de producir los mayores bienes, y ello sería ventura;
pero la verdad es que no es capaz de una cosa ni de otra, porque no está a sus
alcances el hacer a nadie sensato ni insensato y no hace sino lo que le ocurre
por azar». La capacidad de hacer más sensatos, esto es, mejores a sus
conciudadanos es lo que el Sócrates platónico exige del político, y por no
haberla tenido aparece condenado el mismo Pericles (cf. págs.12-13); el pueblo,
como se ha dicho, es radicalmente incapaz de ello (494a). Y con esto queda
pronunciada la condena definitiva de la democracia. Pero la descripción que
Platón hace de ella no quedaría completa a nuestros ojos si al lado de sus
razonamientos abstractos no pusiéramos la animada pintura de la vida ateniense
que nos hace al hablar del Estado y del hombre democráticos en uno de los
trozos de más valor literario de toda la obra (557a y sigs.). Allí vemos el
régimen en su hábito externo, con aquel henchimiento de libertad, anárquica
indisciplina a insolencia agresiva que, como si estuviese en el ambiente, se
transmite a los esclavos y a las bestias, de modo que hasta los caballos y los
asnos van por los caminos sueltos y arrogantes, atropellando a quienquiera les
estorba el paso; libertad tan suspicaz que se irrita y se rebela contra
cualquier intento de coacción y que para guardar perpetua y plena conciencia de
sí misma termina por no hacer caso de norma alguna (563c-d). Ni Tucídides ni
Aristófanes nos han dejado cosa mejor sobre las fiaquezas políticas de Atenas.
Las
consideraciones que van expuestas nos explican la renuncia de Platón a aquella
solución del problema de la fidelidad del poder público que consiste en que
éste sea ejercido por la sociedad misma. Sin idea de sistema representativo ni
de balanza de poderes y de acuerdo con su doctrina de la técnica, no queda otra
cosa que crear un cuerpo especializado de ciudadanos que desempeñe las
funciones directivas del Estado: y a esta creación está consagrado en gran parte
el tratado de La república.
Manuel
Fernandez-Galiano: Introducción a “La República” de Platón
Nacionalismo Católico San Juan Bautista