El liberalismo es la iniquidad. P. Horacio Bojorge. El hombre no religioso. El pecado es la iniquidad (3-5)
Creo
que a esta altura de mi exposición podemos entender mejor la relación
que existe entre el pecado que es la iniquidad y los demás pecados que
derivan de este pecado. Al volverse los hombres contra el Cielo, se
vuelven unos contra otros en la tierra.
Dios
vino a buscar al hombre que había caído por el pecado original. Cuando
el hombre caído se rehúsa a tomar la mano que se le extiende para
levantarlo, cae aún más profunda e irremediablemente.
A
esta luz, la profecía de Malaquías, últimas palabras del Antiguo
Testamento, adquiere tintes apocalípticos. Esta profecía cierra el
Antiguo Testamento anunciando la venida de Elías. El Nuevo Testamento
conecta esta vuelta de Elías con la venida del Bautista, precursora de
la de Cristo: “He aquí que yo os envío al profeta Elías antes de que
llegue el Día de Yahveh, grande y terrible. Él hará volver el corazón de
los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea
que venga yo a herir la tierra de anatema” .
En
nuestro mundo, los hombres irreligiosos y antirreligiosos tuvieron
antepasados religiosos. Hay, junto con la rebelión contra el Dios Padre,
una rebelión contra los propios padres. El corazón de los hijos se ha
vuelto contra los padres y el corazón de los padres se ha vuelto contra
los hijos.
Si
tras la venida de Cristo, que reconcilió todas las cosas con la sangre
de su Cruz, – también a los padres con los hijos y los hijos con los
padres, como sucedió en el mundo de la cultura católica -, si tras la
venida de Cristo, – digo -, el hombre vuelve a rechazar a Cristo y al
Padre, como hace el liberalismo, los hombres vuelven a enemistarse con
Dios Padre y entre sí.
Pero
ya no hay posibilidad de una nueva reconciliación. Entonces, la única
perspectiva que queda, es la de una tierra herida por el anatema. Un
anatema que los hombres pudieron haber evitado pero rehusaron libremente
evitar. Un anatema que libremente eligieron, malusando su libertad para
rechazar el bien y elegir el mal.
Un ejemplo de la rebeldía del hombre:
El manifiesto kantiano de la liberación religiosa de la moral
Me
he detenido en un recorrido de autores contemporáneos, que toman el
pulso de las dolencias de la cultura actual y que comprueban,
coincidentemente, todos, que estos males tienen su origen en la Reforma
Luterana, la Revolución Francesa, la Ideología de la Ilustración, la
Revolución soviética.
De
ese recorrido resulta patente que la emancipación irreligiosa de la
moral conduce irremediablemente a la disolución de los vínculos morales
entre los hombres. Estamos pues en condiciones de comprobar cómo la
historia le está dando un desmentido a la utopía kantiana que propugnaba
precisamente la emancipación de la moral de todo anclaje divino y
religioso y su secularización.
Escuchemos
y juzguemos si fue acertado o no el manifiesto liberal de Kant: “La
moral, – dice – en cuanto que está fundada sobre el concepto del hombre
como un ser libre que por el hecho mismo de ser libre se liga él mismo
por su Razón a leyes incondicionadas, no necesita ni de la idea de otro
ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro
motivo impulsor que la ley misma para observarlo […] Así pues, la moral,
por causa de ella misma (tanto objetivamente por lo que toca al querer,
como subjetivamente por lo que toca al poder) no necesita en modo
alguno de la Religión [entiéndase la revelación cristiana] sino que se
basta a sí misma en virtud de la Razón pura Práctica” .
Acabamos de oír el manifiesto de la iniquidad.
La
voz del pecado del que dimana todo otro pecado, de la impiedad
religiosa de la que deriva toda impiedad entre los hombres: “seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal” .
¿Acaso
el hombre libre, según lo piensa el liberalismo, necesita de la
revelación cristiana; de un Dios por encima de él, Padre o Hijo o
Espíritu Santo; para vivir moralmente? No, gracias. ¿Acaso necesita ser
salvado de algo por Dios? ¡Para nada! ¡El se basta a sí mismo!
La bestia de muchos cuernos que decía grandes cosas
Cuando
leo este manifiesto de Kant, cuya falacia ha sido entretanto
desenmascarada por la historia subsiguiente, pero sin embargo vigente y
parecería que hoy más que nunca, acude espontáneamente a mi imaginación
la última Bestia emergente del fondo del mar que vio en su sueño Daniel.
Sabemos
que el fondo del mar, en el lenguaje bíblico, es el lugar donde residen
las potencias enemigas de Dios. La última Bestia que surge del mar, a
diferencia de las anteriores, es una fiera que habla, dice grandes
cosas, y sobre su cabeza despuntan y se multiplican los cuernos . Las
grandes cosas que proclama son las mentiras de Satanás, mentiroso desde
el principio y padre de la mentira. Y los cuernos son los múltiples
poderes políticos basados en sus mentiras.
Los
intérpretes cristianos del Apocalipsis han visto, por eso,
acertadamente, en esta Bestia y sus cuernos, las figuras de los poderes
políticos y de las ideologías que los sustentan: naturalismo,
racionalismo, libre pensamiento, liberalismo, socialismo, comunismo,
marxismo, progresismo, secularismo, modernidad, post modernidad, etc.
Esta
Bestia es figura, pues, de la suma de la iniquidad, del rechazo de
Cristo y de la rebelión contra Dios su Padre. Esta Bestia habla y dice
grandes cosas. Opone a la Palabra de Dios, al Verbo hecho Hombre, su
grandilocuencia y su verborrea, las voces de su propaganda, los
discursos erróneos de su ideología, los manifiestos de su anomía.
Si
las bestias anteriores son temibles por sus fauces o sus garras, esta
bestia lo es por su elocuencia engañosa. Una sofística convincente,
opuesta a la Palabra de Dios, que, llegados al Apocalipsis de Juan, se
convertirá en un croar de ranas ensordecedor.
De
esta Bestia, que figura a Satanás mismo, puede interpretarse el dicho
del Señor: “No temáis a los que matan el cuerpo [el león el oso y el
leopardo que ve Daniel] temed más bien a Aquél que puede llevar a la
perdición alma y cuerpo [la cuarta bestia que dice grandes cosas, el
Padre de la Mentira y todos sus servidores, el Príncipe de este mundo y
todos los reinos que le pertenecen]” .
Capítulo 5: El pecado es la iniquidad
El pecado es la iniquidad
El
liberalismo es, pues, una manifestación histórica del espíritu del
Anticristo que prepara, incoándolo en la historia, el reinado final del
Anticristo. “Misterio de la iniquidad” cuya irrupción en los últimos
tiempos profetiza san Pablo en un texto sobre el que volveré en su
momento (2ª Tes 2,7).
Pero
antes de hablar del misterio de la iniquidad paulino, volvamos a
ocuparnos de la Anomía exponiendo cuál es su esencia según la expone la
Sagrada Escritura. Y comencemos por la Primera Carta de San Juan.
Afirma
el Apóstol San Juan en su primera Carta: “El pecado es la iniquidad” .
Nos conviene atender y tener en cuenta el contexto en que se engarza
esta afirmación:
“1
Ved qué [gran] amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados [por
Él] hijos de Dios, y ¡ya lo estamos siendo! Por esto el mundo no nos
está reconociendo [nos está ignorando] a nosotros porque no le [re-]
conoció a él [lo ignoró a él].
2
Carísimos, desde ahora estamos siendo hijos de Dios, aunque todavía no
se ha revelado lo que seremos. Sabemos que, cuando se revele, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal cual es.
3 Y todo el que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, como Él (Jesús) es puro.
4
Todo el que comete el pecado (ten hamartían) comete también la
iniquidad, (ten anomían) y el pecado (ten hamartían) es la iniquidad
(ten anomían) .
5 Y sabéis que Aquél se reveló para quitar los pecados y en él no hay pecado.
6 Todo el que permanece en él, no anda pecando . Pero todo [el que es] pecador no le ha visto ni le ha conocido.
7 Hijitos, que nadie os engañe (planáto). Quien practica la justicia es justo, como él es justo.
8
Quien comete el pecado ése es del Diablo, porque el Diablo peca desde
el principio. Y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las
obras del Diablo.
9 Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios esté en él, y no puede pecar, porque ha nacido de Dios.
10
En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el
que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su
hermano”. (1ª Juan 3, 1-10)
En
este denso pasaje, Juan opone a los hijos de Dios y los hijos del
Diablo. Dos generaciones, en el sentido de dos progenies o razas
humanas. En toda la carta enseña a discernir quiénes pertenecen a la una
o a la otra.
Discernimiento
necesario y arduo por dos motivos. El primero es que aún no se ha
manifestado lo que serán los hijos de Dios. El segundo es que, siendo la
raza de víboras, o la generación de la serpiente, o los hijos del
Diablo, – todo es lo mismo – descendencia del Mentiroso desde el
principio, ellos ¡Mienten! ¡De pensamiento, palabra y con la vida! Son
hipócritas consumados que se hacen pasar por hijos de Dios. Más aún, se
arrogan el ser los verdaderos hijos de Dios y acusan y condenan a los
verdaderos. Y sus mentiras son como el ensordecedor canto de las ranas
del pantano. Son el clamor del pantano.
La Iniquidad o anomía
Vamos
a extendernos más en la interpretación del sentido de la anomía o
iniquidad en las Sagradas Escrituras a través de sus textos. Porque la
comprensión de su naturaleza, revelada en las Escrituras, nos permitirá
entender lo que es el pecado del mundo, que vino a quitar Jesucristo. Y
de ese modo, entender cómo y por qué el liberalismo es la iniquidad,
tanto en sus formas radicales, jacobinas, anticlericales rabiosas y
desenmascaradas, como en las formas que han sido llamadas secundarias,
parciales o mitigadas, pero que son en el fondo formas hipócritas,
suaves solamente en apariencia.
Tomada etimológicamente, la palabra griega anomía, [de á-nomos] significa literalmente falta de ley, negación de ley, sin ley.
Lo
que la Vulgata tradujo por iniquidad, vendría a significar la falta de
ley, la negación de la Ley. Y en este sentido, anomía sería un
calificativo adecuado al liberalismo con toda justicia y verdad, puesto
que éste se desvincula de la ley divina y de toda ley exterior al
individuo, haciendo, de la voluntad de cada individuo, ley para sí
mismo. Así se lo hemos oído decir a Kant en su manifiesto de la
liberación de la moral.
Por
este relativismo moral, el liberalismo redivivo ha dado lugar en
nuestros días, entre otros errores, por ejemplo, a lo que en teología
moral se conoce como “moral de situación”.
Contra
el relativismo moral moderno, engendrado por el liberalismo, ha tenido
que luchar Juan Pablo II. Entre muchas de sus intervenciones le dedicó
una, severa y memorable, en su encíclica Veritatis Splendor, en la que
defiende la objetividad de la ley natural y del mal moral, contra el
relativismo y el subjetivismo moral. Si, como le hemos oído decir a
Kant, el hombre no necesita que venga Dios a decirle lo que es bueno,
porque él tiene la ciencia del bien y del mal… entonces…
Benedicto
XVI no cesa de señalar, refutar y combatir sin cuartel, el relativismo
moral, que invade hoy cátedras y parlamentos, como a una de las bestias
negras del mundo actual, de cuya infición no está libre la academia
moral católica.
Sería
pues exacto decir que el liberalismo es pecado debido a aquélla
iniquidad, aquella anomía, consistente en sacudirse, más o menos artera y
mañosamente, la sujeción a toda ley, y principalmente la ley de Dios,
negando todo límite a la autodeterminación de la voluntad del individuo,
o de la sociedad.
Si
lo entendemos según el pensamiento de Mircea Eliade, diríamos que la
anomía es prescindir de la ejemplaridad divina en la configuración de la
vida humana.
Cuando
San Juan afirma, que: “El pecado es la iniquidad” su afirmación tiene
un sentido específico muy particular que, sin negar la oposición a la
ley que la palabra anomía expresa generalmente en griego, la predica en
especial de la negación de Jesús, que no ha venido “a abolir la ley sino
a darle cumplimiento”.
Considerando
esta perspectiva cristiana, es obvio afirmar que quien rechaza a Aquél
que lleva la ley a su cumplimiento, rechaza la plenitud de la ley. Quien
ignora, desconoce o prescinde de Aquél que lleva a su cumplimiento y
perfección la ley, comete la anomía total, última y extrema. Incurre en
la máxima iniquidad, en el Pecado más radical y perverso. Y por lo tanto
el más funesto y mortal para sí mismo y para la humanidad.
La
anomía según san Juan consiste, pues, en el rechazo de Jesucristo,
revelador, hijo obediente que vive y pone por obra la voluntad del
Padre. Jesucristo, el Hijo, Plenitud de la Ley, que revela plenamente,
mediante su comportamiento filial, cuál es la voluntad del Padre:
“Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y
crea en él, tenga vida eterna” (Juan 6, 40).
Quien
no cree en el Hijo, quien lo ignora o lo desconoce, ignora y desconoce
la voluntad del Padre y comete la anomía, se rebela contra la voluntad
del Padre, excluyéndose a sí mismo de la vida eterna por negarse a
cumplir la justicia filial.
En
resumen: para san Juan el pecado es: la anomía, la iniquidad, Y la
iniquidad es la incredulidad, la negativa a creer en Cristo. Es la
negación del Hijo y del Padre, el rechazo del único camino para ingresar
en la comunión de vida con ellos.
Negarse
a creer es negarse a ingresar y a participar en el Nosotros divino
humano. Por lo tanto es el rechazo de entrar en la comunión, o peor aún,
es la apostasía, el abandono de la comunión en la que se había
ingresado, o en la que vivieron los antepasados.
La
iniquidad, es principalmente la apostasía. Que suele hacerse visible
cuando el rechazo de la comunión eclesial, la desvinculación a la
pertenencia eclesial, se pone de manifiesto públicamente como un
apartarse de los hermanos, a los que, previamente se ha enjuiciado,
acusado y condenado.
En
este apartarse del amor a los hermanos de la Iglesia se pone de
manifiesto que se ama más al mundo que al Padre, más a las propias
pasiones y al mundo que a Dios como Padre.