Tradición o Revolución - Rafael Gambra
Se ha
escrito que, cuando comenzó el Diluvio, los hombres -ya agricultores- se
decían unos a otros !qué buen año vamos a tener¡ Y que, cuando la persistencia
empezaba a resultar alarmante, se consolaban mutuamente recordando la
alternancia de períodos húmedos y secos en la meteorología habitual. Pienso que
una y otra reacción son muy normales, porque el hombre es naturalmente
optimista cada mañana hacia lo que el sol de ese día le traerá, y posee también
una rara capacidad de adaptación y resistencia que le hace agarrarse a la vida
física y mentalmente como ningún otro animal. De ahí que sólo él viva en todas
las latitudes del planeta.
Esto
no priva al hombre de su capacidad para darse cuenta de los grandes
acontecimientos, convulsiones o calamidades que incidan en su tiempo histórico.
Se da cuenta instintiva e intelectualmente. El instinto humano no alcanza al de
muchas especies animales que les permite predecir terremotos, sequias,
inundaciones y aún naufragios. Pero el "olfato ambiental" del hombre
medio para conocer lo que se le viene encima no debe ser ignorado ni desdeñado.
En muchas ocasiones, ante las enfermedades o ante la muerte aventaja al “ojo
clínico” del médico, y lo mismo acontece ante hechos históricos de repercusión
general. ¿Quién que lo haya vivido no recuerda a los “intelectuales al servicio
de la República” vaticinar “la gran República que vamos a forjar” mientras el
hombre de la calle se abrochaba el chaleco o ponía sus economías a recaudo? ¿O
el optimismo “beato” de nuestros “clérigos ilustrados” ante la “gran primavera
de la Iglesia” que traería el Concilio frente a la simultanea prevención de los
beatos sencillos ante las extrañas cosas que empezaban a oírse?
Pensará
alguien que hago equivalente el hecho nuevo o la interrupción histórica con la
calamidad o el desastre. Y, en efecto, no se equivoca. Ello no supone que el
hombre no puede esperar nada bueno en esta vida: puede esperar mucho,
ciertamente, aún sin contar la gozosa expectativa de la otra. Lo que sí supone
es que los acontecimientos súbitos, imprevisibles o revolucionarios, son
generalmente malos. Porque lo que es bueno o perfeccionador suele advenir como
fruto de una lenta maduración; así la cosecha del labrador o el éxito
consolidado de una empresa.
Esto
es casi verdad en la vida individual, por más que pueda a un hombre determinado
tocarle la lotería o beneficiarse de un favorable azar. Sin embargo, los bienes
más sólidos y reales nos suelen venir de procesos largos y de lentos esfuerzos,
al paso que las desgracias -accidentes, incendios o terremotos- sobrevienen de
improvisto. De aquí que en muchas regiones españolas se tenga el término novedad
(“haber novedad”) como sinónimo de desgracia o de muerte, y que en el lenguaje
castrense sea el “sin novedad” expresión de la normalidad venturosa o de la
misión cumplida.
Pero
lo que en la vida individual es casi siempre así, lo es siempre en la vida de
los pueblos o de las civilizaciones. Todo lo que en este ámbito histórico hay
de real, de grande o de auténtico progreso procede siempre de una lenta
maduración en la que han colaborado, bajo una misma línea de inspiración,
generaciones sucesivas. No por repetido pierde profundidad la antigua sentencia
latina nihil innovatur nisi quod tradiutm
est (“Nada de innovaciones, sólo la tradición”), ni su perfecta
consecuencia d'orsiana “lo que no es tradición es plagio”.
Cuanto
es fruto de civilización se ofrece sin violencia ni ruptura, antes bien, con la
gozosa plenitud de la sazón alcanzada, de la cosecha generosa, que es a la vez
coronación del esfuerzo y dádiva de lo Alto. Lo que, en cambio, es fruto de
ruptura o de disolución interna -las revoluciones, las invasiones, los tumultos
vindicativos- se presentan siempre con el aspecto de lo súbito y violento, con
el tinte inquietante y sombrío de lo amenazador e inevitable, de lo
imprevisible en sus consecuencias. Por más que una propaganda ya secular haya
magnificado el término Revolución con los atributos de lo glorioso y redentor,
la conciencia espontánea del hombre en sus aspectos más valiosos- los que miran
a Dios, a la patria, a sus hijos- experimentan un horror invencible hacia el
hecho subitáneo y anómalo de una revolución. Porque incluso las rebeliones más
justas y eficaces sólo pueden servir para rectificar o reanudar una tradición,
pero siempre después de unos frutos inmediatos y propios de desolación o de
amenaza.
Rafael
Gambra: “El lenguaje y los mitos”. Ed Speiro. Madrid 1983. Págs. 47-50.
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