martes, 8 de septiembre de 2020

CAP-2-Los pensadores de la perversión-La herencia envenenada



Capítulo 2: Los pensadores de la perversión



La herencia envenenada


Andando los años, esta simbiótica tendencia ideológica —marxismo y sodomía — fue bien profundizada por el teorizante homosexual Guy Hocquenghem (nacido en 1946, veinte años después que Foucault), novelista francés afiliado al Partido Comunista (para variar), quien había entrado en las Jeunesses Communistes Revolutionaires con tan sólo 15  años de edad, aunque pronto comprendió que su obsesiva falo-adicción suponía un obstáculo para ser aceptado ante los dogmas de un partido stalinista, teniendo entonces que abandonar sus filas en 1965: “En realidad, Guy había leído a Freud mientras chupaba pollas en las reuniones del partido comunista francés”[403], confesó indiscretamente su principal discípula y difusora Beatriz Preciado, otra lesbiana comunista nacida en España que funge de pensadora y de quien nos referiremos más adelante.
Incompatibilidades partidarias al margen, fue este autor francés quien repotenció y amplificó esta retorcida conjunción en su histórico libro El deseo homosexual, leído y tomado como credo por todo el activismo afecto a la “ideología del género” tan en boga: “La sociedad capitalista fabrica lo homosexual como produce lo proletario, suscitando a cada momento su propio límite. La homosexualidad es una fabricación del mundo normal”[404] nos dice Hocquenghem, intentando así personificar a la comunidad homosexual como el sector “oprimido” por la “heterosexualidad dominante”. Y añade: “La constitución de la homosexualidad como categoría separada va a la par con su represión”[405], sugiriendo entonces que la homosexualidad es tan natural como la heterosexualidad pero que “el poder dominante” la reprime: “La homosexualidad atañe a todo el mundo; sin embargo, está proscrita en todas partes”[406], agregando que tanto la conducta heterosexual como la homosexual son iguales pero que hay una “superestructura moral” impuesta por el capitalismo heterosexista que la subyuga y estigmatiza: “Ninguna civilización fundada exclusivamente sobre la dominación por la fuerza de un modo sexual sobre todos los demás podrá subsistir mucho tiempo: el derrumbamiento de las creencias religiosas necesita nuevas barreras morales interiores”[407] afirma. Y parangonando a la cultura homosexual con el igualitarismo marxista en contraposición a la sociedad “jerárquica” (o sea la capitalista y heterosexual), el rebuscado francés anota: “Sin hijos (…) La producción homosexual se hace sobre el modo de la relación horizontal no limitativa, la  reproducción heterosexual sobre el modo de la sucesión jerárquica”[408], refiriendo así a la “autoritaria” sucesión vertical/dominante padre-hijo.
¿Y cómo visualiza Guy Hocquenghem su pretendida transición de un marxismo tradicionalmente “homofóbico” a un posterior “marxismo-amariconado” como el que él propone? Pues ya con poca originalidad el autor sostiene que no basta con que la revolución se forje en torno a un conflicto fundado en las relaciones económicas entre clases sociales —como en el caso de una revolución comunista clásica con un proletariado triunfante por sobre las “clases propietarias”—, sino que la revolución que él anhela tendría que dar un paso más y debería ser no consecuencia de un conflicto entre clases económicas sino fundamentalmente entre “clases culturales”: o sea, una insurgencia de subculturas (como la homosexual) que se rebelan a la cultura oficial (que sería la heterosexual). ¿Y por qué tamaña readaptación del objetivo revolucionario? Pues porque si bien con una revolución tradicional el proletariado se impondría a la “clase dominante” cambiando la relación de fuerzas económicas, en ella habría tan sólo un traspaso de bienes materiales pero no se cambiaría la mentalidad obrera, dado que esta última seguiría estando fuertemente influida por los “prejuicios burgueses”. En cambio, con esta nueva propuesta revolucionaria que Hocquenghem difunde, el cambio de paradigmas sería no sólo económico sino fundamentalmente cultural: “No solo se necesita un nuevo modelo revolucionario, sino un replanteamiento de los contenidos vinculados tradicionalmente al término de revolución”, por lo que el autor se queja de la existencia de “un proletariado viril, basto y que se hace el arrogante” y entonces, por muy revolucionarios que sean estos obreros varoniles, al estar contaminados por la “cultura heterosexual” la revolución se tornaría insuficiente: “La burguesía engendra la revolución proletaria, pero define ella misma el conjunto del marco en el que se desarrolla el combate”, ante lo cual se propone “añadir a la lucha política y económica una lucha cultural y sexual”[409].
Pero Hocquenghem no predicó en el desierto y si bien su desaforada vida sexual lo llevó a morir de SIDA en 1988 (a los 42 años de edad), también supo dejar numerosos discípulos con predicamento vigente, tal el caso del recalcitrante escritor homosexualista Jacobo Schifter Sikora[410], un activo costarricense que en su libro Ojos que no ven…siquiatría y homofobia anota no sólo que el homosexual es una suerte de tipo humano superior sino que es el revolucionario actual por antonomasia: “El patriarcado es un modelo de dominación del hombre sobre la mujer; un sistema de explotación que se basa en el género. Se sustenta en el control, por parte de los hombres, de los aspectos más importantes de la economía, la cultura, la ideología y los aparatos represivos de la sociedad”, y ante esta injusticia “las mujeres encontrarían en el lesbianismo un refugio contra la sumisión y la dominación por parte de los hombres (…) las lesbianas logran, por medio de su rechazo del hombre, escapar del control y de las expectativas del patriarcado”, y a su vez, este insólito filósofo ensalza la superioridad moral del varón homosexual: “Los hombres gays son seres que, a pesar de tener el acceso directo al poder, lo rechazan y lo niegan. No participan en el sistema de dominio sobre la mujer, no tienen interés en su sometimiento. Y para colmo de males, el mundo gay representa la posibilidad de amor y solidaridad entre los hombres. Este principio también es subversivo para el patriarcado, porque cuestiona la jerarquía, la competitividad y la agresividad, así como la necesidad de dominio de la mujer y de la naturaleza”[411].
No menos estrambótico e influyente ha sido en el habla hispana el escritor y activista español Paco Vidarte, autor de un escatológico libro titulado La ética marica, en el cual al igual que Hocquenghem lamenta el sentimiento hostil de la izquierda tradicional para con los homosexuales y entonces, para solucionar este lamentable “prejuicio” del proletariado histórico, el jactancioso maricón también plantea unir la lucha de clases marxista con el pansexualismo liberticida: “Una Ética Marica debería recuperar la solidaridad entre sí de los oprimidos, discriminados y perseguidos, evitando ponerse al servicio de éticas neoliberales criptoreligiosas”[412]. Y mimetizándose con la jerga revolucionaria que usaban los marxistas “viriles” del Siglo pasado, Vidarte ambiciona una suerte de “dictadura del proletariado” pero en versión homosexual: “La democracia es por definición tradición y futuro heterosexista, homofóbica y transfóbica. A mí que nadie me venga con tonterías ni con esencialismos democráticos. Hasta se me ocurre pensar en un totalitarismo que hubiera abolido la homofobia, una dictadura no transfóbica”[413] y, seguidamente, Vidarte se despacha con una desagradable exhortación militante de inspiración rectal: “Hacer del culo nuestro instrumento político, la consigna fundamental de otra militancia LGTBQ, diseñar una política anal muy básica: todo para adentro, recibir todo, dejar que todo penetre y hacia afuera solo soltar mierda y pedos, esta es nuestra contribución escatológica al sistema”[414]. Pero Vidarte no pudo sostener durante mucho tiempo su maloliente “contribución al sistema”: por sus hábitos licenciosos murió de SIDA en el año 2008. Contaba sólo con 38 años de edad.
Pero entre los cultores foucaultianos modernos, hoy la más de moda y acreditada en el mundo hispanohablante es la citada Beatriz Preciado, una lesbiana comunista nacida en Burgos (España), quien se confesó adicta al consumo de testosterona y que portando una estética pseudo-masculina, brinda clases de “filosofía de género” en París y no sólo no se asume a sí misma “ni como mujer ni como varón”, sino que para fomentar la confusión propia y ajena ahora se hace llamar “Paul” Beatríz Preciado[415], a fin de presentarse nominal y visualmente como una orgullosa caricatura del marimacho de vanguardia: incluso suele aparecer en sus clases con bigotes, que suponemos pintados o postizos.
Y así como Guy Hocquenghem se quejaba de que hasta ahora la revolución comunista tradicional no venía acompañada de una revolución cultural que desestimara “los prejuicios burgueses”, aparece entonces doña “Paul” y directamente alega que hay que negar las calidades de “varón”, “mujer”, “heterosexualidad”, “homosexualidad”, puesto que las mismas no son categorías reales ni científicas sino meras “ficciones políticas”[416], es decir invenciones fabricadas por la propaganda heterosexista y entonces, el indescifrable personaje nos invita al paroxismo del “igualitarismo sexual” ofreciéndonos un texto suyo titulado Terror anal, el cual nos revela que el ano es algo que tenemos todos los humanos y que eso no sólo es lo que nos iguala frente a cualquier “clasificación discriminativa”, sino que dicho orificio confirma la indiferenciación sexual humana. Pero según Preciado, a pesar de esta prueba antropológica, el capitalismo insensible con el fin de fomentar la desigualdad nos ha “castrado” el concepto del ano como objeto de placer erótico, para luego imponer las desigualdades enfatizando en las personas el concepto de genitalidad (pene y vagina) y así, forzar diferencias discriminativas y jerarquizantes entre las personas: “El ano no tiene  sexo, ni género, como la mano, escapa a la retórica de la diferencia sexual. Situado en la parte trasera e inferior del cuerpo, el ano borra también las diferencias personalizadoras y privatizantes del rostro”. Y agrega: “El ano desafía la lógica de la identificación de lo masculino y lo femenino. No hay partición del mundo en dos (…) Rechazando la  diferencia sexual y la lógica antropomórfica del rostro y el genital, el ano (y su extremo opuesto, la boca) sienta las bases para una inalienable igualdad sexual: todo cuerpo (humano o animal) es primero y sobre todo ano. Ni pene, ni vagina, sino tubo oral-anal. En el horizonte de la democracia sexual post-humana está el ano, como cavidad orgásmica y músculo receptor no-reproductivo, compartido por todos. (…) No se trata de hacer del ano un nuevo centro, sino de poner en marcha un proceso de desjerarquización”. Y en desconcertante arenga rectal añade: “Frente a la máquina heterosexual se alza la máquina anal. La conexión no jerárquica de los órganos, la redistribución pública del placer y la colectivización del ano anuncia un ‘comunismo sexual’ por venir”[417], vaticina Preciado, cuyas excrementosas composiciones foucaultianas alimentan las admiraciones de su club de lectoras integrado mayormente por lesbianas de ideología comunista, militancia feminista y adictas a las drogas (completitas las muchachas), quienes festejan de su lideresa la científica elucubración que enarbola el esfínter como oloroso estandarte de la neo-revolución sexual igualitaria.
Pero Preciado no se priva de ir a más con sus maquinaciones y cuestiona sin ambages el injusto “estigma” que padecen además los “pobres” pedófilos y dice: “Las estrategias de conocimiento y control que llevan a la estigmatización o la criminalización social estaban desplazándose desde la figura decimonónica del homosexual, absorbida y normalizada por la ‘cultura gay’, hasta la figura del pedófilo como nuevo límite de lo humano (…) ¿Qué  quiere  decir  pedofilia? ¿Cuál es la  relación política que existe entre los constructores de edad y de sexualidad? ¿Cuál es la máquina social que la pedofilia encarna? ¿Qué produce y que consume esta máquina pedofílica? ¿Qué placer colectivo nos procura la sexualización de la infancia? ¿Cuál es el deseo sublimado tras el delirio paranoico frente a la pedofilia? ¿Acaso no es el miedo a reconocer los deseos pedófilos colectivos que se codifican y territorializan a través de la institución de la familia lo que nos hace ver e inventar al pedófilo como figura de lo abyecto?”[418].
Es evidente que Preciado, en su defensa de la pedofilia, es una discípula fiel de sus ilustres maestros de la pornocracia marxista: en 1977 fue dirigida una petición al Parlamento francés pidiendo la derogación de la ley sobre la despenalización de todas las relaciones consentidas entre adultos y menores. Ese documento fue firmado por Michel Foucault, Jacques Derrida, Louis Althusser, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, y Guy Hocquenghem, entre otros[419].
Pregunta al lector: ¿Ud. dejaría a su hijo en custodia y confianza de alguno del cúmulo de ideólogos “de la diversidad” que en todo el trayecto de lo que va del texto hemos referenciado?
Si su respuesta es sí, valoramos su apertura y desprejuicio. Si su respuesta es no, lo felicitamos por su recto sentido de la responsabilidad paternal.