Capítulo 2: Los pensadores de la perversión
La herencia envenenada
Andando los años, esta
simbiótica tendencia ideológica —marxismo y sodomía — fue bien profundizada por
el teorizante homosexual Guy Hocquenghem (nacido en 1946, veinte años después
que Foucault), novelista francés afiliado al Partido Comunista (para variar),
quien había entrado en las Jeunesses Communistes Revolutionaires con tan sólo
15 años de edad, aunque pronto
comprendió que su obsesiva falo-adicción suponía un obstáculo para ser aceptado
ante los dogmas de un partido stalinista, teniendo entonces que abandonar sus
filas en 1965: “En realidad, Guy había leído a Freud mientras chupaba pollas en
las reuniones del partido comunista francés”[403], confesó indiscretamente su
principal discípula y difusora Beatriz Preciado, otra lesbiana comunista nacida
en España que funge de pensadora y de quien nos referiremos más adelante.
Incompatibilidades
partidarias al margen, fue este autor francés quien repotenció y amplificó esta
retorcida conjunción en su histórico libro El deseo homosexual, leído y tomado
como credo por todo el activismo afecto a la “ideología del género” tan en
boga: “La sociedad capitalista fabrica lo homosexual como produce lo
proletario, suscitando a cada momento su propio límite. La homosexualidad es
una fabricación del mundo normal”[404] nos dice Hocquenghem, intentando así
personificar a la comunidad homosexual como el sector “oprimido” por la
“heterosexualidad dominante”. Y añade: “La constitución de la homosexualidad como
categoría separada va a la par con su represión”[405], sugiriendo entonces que
la homosexualidad es tan natural como la heterosexualidad pero que “el poder
dominante” la reprime: “La homosexualidad atañe a todo el mundo; sin embargo,
está proscrita en todas partes”[406], agregando que tanto la conducta
heterosexual como la homosexual son iguales pero que hay una “superestructura
moral” impuesta por el capitalismo heterosexista que la subyuga y estigmatiza:
“Ninguna civilización fundada exclusivamente sobre la dominación por la fuerza
de un modo sexual sobre todos los demás podrá subsistir mucho tiempo: el
derrumbamiento de las creencias religiosas necesita nuevas barreras morales
interiores”[407] afirma. Y parangonando a la cultura homosexual con el igualitarismo
marxista en contraposición a la sociedad “jerárquica” (o sea la capitalista y
heterosexual), el rebuscado francés anota: “Sin hijos (…) La producción
homosexual se hace sobre el modo de la relación horizontal no limitativa, la reproducción heterosexual sobre el modo de la
sucesión jerárquica”[408], refiriendo así a la “autoritaria” sucesión
vertical/dominante padre-hijo.
¿Y cómo visualiza Guy
Hocquenghem su pretendida transición de un marxismo tradicionalmente
“homofóbico” a un posterior “marxismo-amariconado” como el que él propone? Pues
ya con poca originalidad el autor sostiene que no basta con que la revolución
se forje en torno a un conflicto fundado en las relaciones económicas entre
clases sociales —como en el caso de una revolución comunista clásica con un
proletariado triunfante por sobre las “clases propietarias”—, sino que la
revolución que él anhela tendría que dar un paso más y debería ser no
consecuencia de un conflicto entre clases económicas sino fundamentalmente
entre “clases culturales”: o sea, una insurgencia de subculturas (como la
homosexual) que se rebelan a la cultura oficial (que sería la heterosexual). ¿Y
por qué tamaña readaptación del objetivo revolucionario? Pues porque si bien
con una revolución tradicional el proletariado se impondría a la “clase
dominante” cambiando la relación de fuerzas económicas, en ella habría tan sólo
un traspaso de bienes materiales pero no se cambiaría la mentalidad obrera,
dado que esta última seguiría estando fuertemente influida por los “prejuicios
burgueses”. En cambio, con esta nueva propuesta revolucionaria que Hocquenghem
difunde, el cambio de paradigmas sería no sólo económico sino fundamentalmente
cultural: “No solo se necesita un nuevo modelo revolucionario, sino un
replanteamiento de los contenidos vinculados tradicionalmente al término de
revolución”, por lo que el autor se queja de la existencia de “un proletariado
viril, basto y que se hace el arrogante” y entonces, por muy revolucionarios
que sean estos obreros varoniles, al estar contaminados por la “cultura
heterosexual” la revolución se tornaría insuficiente: “La burguesía engendra la
revolución proletaria, pero define ella misma el conjunto del marco en el que
se desarrolla el combate”, ante lo cual se propone “añadir a la lucha política
y económica una lucha cultural y sexual”[409].
Pero Hocquenghem no
predicó en el desierto y si bien su desaforada vida sexual lo llevó a morir de
SIDA en 1988 (a los 42 años de edad), también supo dejar numerosos discípulos
con predicamento vigente, tal el caso del recalcitrante escritor homosexualista
Jacobo Schifter Sikora[410], un activo costarricense que en su libro Ojos que
no ven…siquiatría y homofobia anota no sólo que el homosexual es una suerte de
tipo humano superior sino que es el revolucionario actual por antonomasia: “El
patriarcado es un modelo de dominación del hombre sobre la mujer; un sistema de
explotación que se basa en el género. Se sustenta en el control, por parte de
los hombres, de los aspectos más importantes de la economía, la cultura, la
ideología y los aparatos represivos de la sociedad”, y ante esta injusticia
“las mujeres encontrarían en el lesbianismo un refugio contra la sumisión y la
dominación por parte de los hombres (…) las lesbianas logran, por medio de su
rechazo del hombre, escapar del control y de las expectativas del patriarcado”,
y a su vez, este insólito filósofo ensalza la superioridad moral del varón
homosexual: “Los hombres gays son seres que, a pesar de tener el acceso directo
al poder, lo rechazan y lo niegan. No participan en el sistema de dominio sobre
la mujer, no tienen interés en su sometimiento. Y para colmo de males, el mundo
gay representa la posibilidad de amor y solidaridad entre los hombres. Este
principio también es subversivo para el patriarcado, porque cuestiona la
jerarquía, la competitividad y la agresividad, así como la necesidad de dominio
de la mujer y de la naturaleza”[411].
No menos estrambótico
e influyente ha sido en el habla hispana el escritor y activista español Paco
Vidarte, autor de un escatológico libro titulado La ética marica, en el cual al
igual que Hocquenghem lamenta el sentimiento hostil de la izquierda tradicional
para con los homosexuales y entonces, para solucionar este lamentable
“prejuicio” del proletariado histórico, el jactancioso maricón también plantea
unir la lucha de clases marxista con el pansexualismo liberticida: “Una Ética
Marica debería recuperar la solidaridad entre sí de los oprimidos,
discriminados y perseguidos, evitando ponerse al servicio de éticas neoliberales
criptoreligiosas”[412]. Y mimetizándose con la jerga revolucionaria que usaban
los marxistas “viriles” del Siglo pasado, Vidarte ambiciona una suerte de
“dictadura del proletariado” pero en versión homosexual: “La democracia es por
definición tradición y futuro heterosexista, homofóbica y transfóbica. A mí que
nadie me venga con tonterías ni con esencialismos democráticos. Hasta se me
ocurre pensar en un totalitarismo que hubiera abolido la homofobia, una
dictadura no transfóbica”[413] y, seguidamente, Vidarte se despacha con una
desagradable exhortación militante de inspiración rectal: “Hacer del culo
nuestro instrumento político, la consigna fundamental de otra militancia LGTBQ,
diseñar una política anal muy básica: todo para adentro, recibir todo, dejar
que todo penetre y hacia afuera solo soltar mierda y pedos, esta es nuestra
contribución escatológica al sistema”[414]. Pero Vidarte no pudo sostener
durante mucho tiempo su maloliente “contribución al sistema”: por sus hábitos
licenciosos murió de SIDA en el año 2008. Contaba sólo con 38 años de edad.
Pero entre los
cultores foucaultianos modernos, hoy la más de moda y acreditada en el mundo
hispanohablante es la citada Beatriz Preciado, una lesbiana comunista nacida en
Burgos (España), quien se confesó adicta al consumo de testosterona y que
portando una estética pseudo-masculina, brinda clases de “filosofía de género”
en París y no sólo no se asume a sí misma “ni como mujer ni como varón”, sino
que para fomentar la confusión propia y ajena ahora se hace llamar “Paul”
Beatríz Preciado[415], a fin de presentarse nominal y visualmente como una
orgullosa caricatura del marimacho de vanguardia: incluso suele aparecer en sus
clases con bigotes, que suponemos pintados o postizos.
Y así como Guy Hocquenghem
se quejaba de que hasta ahora la revolución comunista tradicional no venía
acompañada de una revolución cultural que desestimara “los prejuicios
burgueses”, aparece entonces doña “Paul” y directamente alega que hay que negar
las calidades de “varón”, “mujer”, “heterosexualidad”, “homosexualidad”, puesto
que las mismas no son categorías reales ni científicas sino meras “ficciones
políticas”[416], es decir invenciones fabricadas por la propaganda
heterosexista y entonces, el indescifrable personaje nos invita al paroxismo
del “igualitarismo sexual” ofreciéndonos un texto suyo titulado Terror anal, el
cual nos revela que el ano es algo que tenemos todos los humanos y que eso no
sólo es lo que nos iguala frente a cualquier “clasificación discriminativa”, sino
que dicho orificio confirma la indiferenciación sexual humana. Pero según
Preciado, a pesar de esta prueba antropológica, el capitalismo insensible con
el fin de fomentar la desigualdad nos ha “castrado” el concepto del ano como
objeto de placer erótico, para luego imponer las desigualdades enfatizando en
las personas el concepto de genitalidad (pene y vagina) y así, forzar
diferencias discriminativas y jerarquizantes entre las personas: “El ano no
tiene sexo, ni género, como la mano,
escapa a la retórica de la diferencia sexual. Situado en la parte trasera e
inferior del cuerpo, el ano borra también las diferencias personalizadoras y
privatizantes del rostro”. Y agrega: “El ano desafía la lógica de la
identificación de lo masculino y lo femenino. No hay partición del mundo en dos
(…) Rechazando la diferencia sexual y la
lógica antropomórfica del rostro y el genital, el ano (y su extremo opuesto, la
boca) sienta las bases para una inalienable igualdad sexual: todo cuerpo
(humano o animal) es primero y sobre todo ano. Ni pene, ni vagina, sino tubo
oral-anal. En el horizonte de la democracia sexual post-humana está el ano,
como cavidad orgásmica y músculo receptor no-reproductivo, compartido por
todos. (…) No se trata de hacer del ano un nuevo centro, sino de poner en
marcha un proceso de desjerarquización”. Y en desconcertante arenga rectal
añade: “Frente a la máquina heterosexual se alza la máquina anal. La conexión
no jerárquica de los órganos, la redistribución pública del placer y la
colectivización del ano anuncia un ‘comunismo sexual’ por venir”[417], vaticina
Preciado, cuyas excrementosas composiciones foucaultianas alimentan las
admiraciones de su club de lectoras integrado mayormente por lesbianas de
ideología comunista, militancia feminista y adictas a las drogas (completitas
las muchachas), quienes festejan de su lideresa la científica elucubración que
enarbola el esfínter como oloroso estandarte de la neo-revolución sexual
igualitaria.
Pero Preciado no se
priva de ir a más con sus maquinaciones y cuestiona sin ambages el injusto
“estigma” que padecen además los “pobres” pedófilos y dice: “Las estrategias de
conocimiento y control que llevan a la estigmatización o la criminalización
social estaban desplazándose desde la figura decimonónica del homosexual,
absorbida y normalizada por la ‘cultura gay’, hasta la figura del pedófilo como
nuevo límite de lo humano (…) ¿Qué
quiere decir pedofilia? ¿Cuál es la relación política que existe entre los
constructores de edad y de sexualidad? ¿Cuál es la máquina social que la
pedofilia encarna? ¿Qué produce y que consume esta máquina pedofílica? ¿Qué
placer colectivo nos procura la sexualización de la infancia? ¿Cuál es el deseo
sublimado tras el delirio paranoico frente a la pedofilia? ¿Acaso no es el miedo
a reconocer los deseos pedófilos colectivos que se codifican y territorializan
a través de la institución de la familia lo que nos hace ver e inventar al
pedófilo como figura de lo abyecto?”[418].
Es evidente que
Preciado, en su defensa de la pedofilia, es una discípula fiel de sus ilustres
maestros de la pornocracia marxista: en 1977 fue dirigida una petición al
Parlamento francés pidiendo la derogación de la ley sobre la despenalización de
todas las relaciones consentidas entre adultos y menores. Ese documento fue
firmado por Michel Foucault, Jacques Derrida, Louis Althusser, Jean-Paul
Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, y Guy Hocquenghem, entre
otros[419].
Pregunta al lector:
¿Ud. dejaría a su hijo en custodia y confianza de alguno del cúmulo de
ideólogos “de la diversidad” que en todo el trayecto de lo que va del texto
hemos referenciado?
Si su respuesta es sí,
valoramos su apertura y desprejuicio. Si su respuesta es no, lo felicitamos por
su recto sentido de la responsabilidad paternal.