PARTE 2: Los pensadores de la perversión-
La primera generación
También a comienzos
del Siglo XX pero desde el Viejo Continente y con mayor complejidad académica,
empezaban a pulular algunos facultativos cuya prédica obró de punta de lanza de
lo que más adelante explotaría como lo que hoy conocemos de esta revolución
cultural cooptada por el comunismo sexualizante del Siglo siguiente. De entre
estos voceros primigenios, probablemente el pionero haya sido el psiquiatra
Wilhelm Reich, nacido el 24 de marzo de 1897 en el imperio austrohúngaro.
Proveniente de una
familia judía cuya vida se desarrollaba en un ámbito rural, Wilhelm Reich
creció junto a sus padres, quienes convivían en un clima hostil plagado de
fatídicas peleas y escenas de celos entre sí. Luego, el propio Wilhelm advierte
que su madre era amante de su preceptor y no duda en revelarle esa incómoda
situación a su padre, pero este último no pudo soportar tan ingrata noticia y
se suicidó. Estos y otros conflictos personales habrían traumado la vida de
Reich para siempre y signaron lo que luego fueron las delirantes teorías
sexuales y pseudocientíficas que esbozó durante su trajinada vida como sabio
pretenso.
Discípulo de Sigmund
Freud, Reich se afilió al Partido Comunista en 1928 e intentó juntar psicoanálisis
y revolución marxista no sin plasmar esta mezcolanza con proposiciones que
escandalizaban a propios y extraños. Tanto fue así que ante la falta de
“preocupación erótica” en el seno del Partido Comunista, Reich exhortó a apoyar
a los jóvenes en su emprendimiento pansexualista anotando que “la conciencia
(de la juventud) de su derecho a organizar su vida (sexual) la obligará
inexorablemente a luchar por él. Sólo necesita todavía un apoyo, una
organización, un partido que la comprenda, la ayude y la represente”[368], y
con motivo de su militancia partidaria, creó unas raras organizaciones de la
“juventud obrera para una política sexual” (se la denominaba como SEXPOL),
emprendimiento porno-marxista en el cual hasta el stalinismo puso reparos y no
tardó en expulsar a Reich del partido por sus excentricidades concupiscentes.
Tan comunista como
lujurioso, Reich sostenía que “la opresión sexual está al servicio de la
dominación de clase. Esta se ha reproducido ideológicamente y estructuralmente
en los dominados y constituye en esta forma la fuerza más potente y menos
conocida de toda especie de opresión”, agregando que “el psicoanálisis,
subvierte las ideologías burguesas, y dado que la economía socialista
constituye la base para el libre desenvolvimiento del intelecto y de la
sexualidad, sólo en el socialismo tiene el psicoanálisis un porvenir”,
reflexión que remató calificando al dictador Lenin como “el más grande
psicólogo de masas de todos los tiempos”[369].
En su libro La función
del orgasmo, Reich sostenía que la familia es una construcción enferma
—patología que él llamaba “familitis”— y que la liberación sexual sería no sólo
la cura sino el nuevo método revolucionario: “La sexualidad es el centro
alrededor del cual gira toda la vida social, así como la vida interior del
individuo”, y se quejaba de que “las leyes patriarcales relativas a la cultura,
la religión y el matrimonio son esencialmente leyes contra el sexo”[370]. Para
revertir tamaña injusticia, la revolución marxista debería pasar no sólo por la
lucha de clases sino por una revolución genital, la cual consistiría en desatar
con desenfreno las pasiones eróticas y en promover la infidelidad con la
consiguiente destrucción de la familia: “Según nuestra experiencia, la relación
sexual extramatrimonial, o la tendencia hacia la misma, constituye un elemento
susceptible de desplegar gran eficacia contra influencias reaccionarias”[371],
sentenció.
Como buen comunista
que era, a fin de los años ‘30 Reich se fue a vivir a los Estados Unidos para
gozar de la libertad de expresión y así no ser molestado por sus
investigaciones orgásmico-científicas, con las cuales supo ganar muchos dólares
en Norteamérica estafando personas a las que vendía productos y tratamientos
eróticos con los que prometía solución a todos los males: incluso la cura del
cáncer[372]. Pero años más tarde se confirmaría que sus disparatadas
elucubraciones afrodisíacas eran un verdadero fraude, motivo por el cual fue
condenado a la cárcel por la justicia en mayo de 1956, sentencia confirmada
luego por la Corte Suprema el 12 de octubre de 1957; por lo tanto el pornógrafo
caído en desgracia ingresó al penal de Danbury, donde tras haber sido
diagnosticado con esquizofrenia progresiva murió apenas 20 días después de su
encierro (el 3 de noviembre en Pensilvania). Probablemente uno de los mejores
estudios publicados en Argentina sobre la vida y obra de este sórdido
personaje, haya sido el que elaboró el pensador vernáculo Enrique Díaz Araujo a
principios de los ‘80, quien tras analizarlo del derecho y del revés concluyó:
“¿Era Reich un loco o un farsante? Nuestra respuesta es que las pruebas apuntan
más a lo primero que a lo segundo, aun cuando pueda admitirse un quantum en sus
crónicos delirios. Una solución de compromiso podría consistir en declarar que
fue un farsante que, al cabo de tanta práctica de fingimiento, no pudo ya
distinguir dónde estaba la verdad y la mentira y se volvió loco. En la duda,
conforme a las universales normas del debido proceso legal, cabría tenerlo por
inimputable del delito de corrupción. Cuya prueba material él documentó en
todas sus obras”[373].
Pero con la muerte de
Reich su obra no termina, y según sus seguidores y discípulos, el gran
continuador y perfeccionador de su pseudociencia fue el sociólogo alemán Herbert
Marcuse (nacido en 1898), iconográfico exponente de la entonces naciente
Escuela de Frankfurt[374], otro que como buen comunista escapó del
totalitarismo europeo para irse a vivir a los Estados Unidos y desde allí
disfrutar del confort y la libertad de cátedra —trabajó en las Universidades de
Columbia, Harvard, Boston y San Diego—. Fue durante esta aburguesada vida como
revolucionario de gabinete, cuando Marcuse publicó su influyente libro de
inspiración freudo-marxista — texto clave en el tema que nos ocupa— titulado
Eros y Civilización (publicado en 1955), el cual sostenía que la
heterosexualidad no era más que una imposición de la “cultura dominante” con
finalidad productiva y reproductiva. En ese texto, Marcuse efectúa un análisis
entre la puja interna existente entre el “Eros” —que es el instinto del placer
vinculado a la sexualidad— instalado en el inconsciente, y la “realidad
condicionante” —esto último vendría a ser algo similar al concepto del “Super
Yo” de Sigmund Freud—, que no es otra cosa que el contexto sociocultural que
según el autor, nos reprime el deseo primario. Luego, el comunista Marcuse
termina culpando al capitalismo por ser la sociedad “represora” que
deliberadamente censura y obstaculiza el placer con el fin de que el hombre
tenga que trabajar todo el día para producir y subsistir y, con ello, focalizar
toda su libido en el trabajo “a expensas de los poderosos”. Y como la “economía
de mercado” —según yerra Marcuse— explota al hombre más que cualquier otro
sistema, entonces en esta maldita sociedad de consumo aparece lo que él
denomina la “represión excedente”, es decir aquella represión conformada por
toda la parafernalia cultural de occidente (religión incluida), la cual busca
ex profeso “deserotizar” al individuo para que éste concentre toda su energía
trabajando: “Los hombres no viven sus propias vidas, sino que realizan
funciones preestablecidas. Mientras trabajan no satisfacen sus propias
necesidades y facultades, sino que trabajan enajenados. Ahora el trabajo ha
llegado a ser general y, por tanto, tiene las restricciones impuestas sobre la
libido: el tiempo de trabajo, que ocupa la mayor parte del tiempo de vida
individual, es un tiempo doloroso, porque el trabajo enajenado es la ausencia
de gratificación, la negación del principio del placer. La libido es desviada
para que actúe de una manera socialmente útil, dentro de la cual el individuo
trabaja para sí mismo sólo en tanto que trabaja para el aparato, y está
comprometido en actividades que por lo general no coinciden con sus propias
facultades y deseos”. Y concluye: “El conflicto entre la sexualidad y la
civilización se despliega con este desarrollo de la dominación”[375]. Marcuse (1955)
Luego, insiste Marcuse
en que el orden dominante “sólo acepta” relaciones procreativas heterosexuales
de tinte monogámicas fundadas en la conservación de la especie, y es por eso
que esa arbitraria “cultura explotadora” considera como “perversa” cualquier
forma de sexualidad alternativa, por lo que este autor celebra enfáticamente
todas las perversiones, dado que él las considera como una expresión “de
liberación” ante el sistema: “Las perversiones expresan así la rebelión contra
la subyugación de la sexualidad al orden de la procreación y contra las
instituciones que garantizan este orden”[376]. Una vez más —y ahora bajo el
sello de Marcuse— nos topamos con esta identificación entre la revolución
marxista y los desvíos sexuales: los pervertidos serían los nuevos proletarios
potenciales ante el injusto orden vigente.
Tan insistente y
notoria fue la tendencia de los personeros de la Escuela de Frankfurt en
amalgamar marxismo con heterodoxias sexuales, que su principal traductor e
intérprete al español de las obras de sus exponentes, el literato argentino
Héctor Murena[377], advirtiendo esta enrarecida simbiosis en ciernes, anotó en
la legendaria revista Sur en 1959 lo siguiente: “Siempre me llamó la atención
la semejanza de las reacciones del homosexual ante el heterosexual y del
comunista frente al no comunista. Ambos ponen de manifiesto, como forzados
huéspedes en campamento enemigo, una cordialidad fría y lejana tras la cual es
fácil percibir una mezcla de desdén y resentimiento (…). ¿Por qué tal
contradicción? Resentimiento a causa de que ambos participan de ideologías
‘igualitarias’ (…) Pero además del resentimiento, el desdén. Ello debido a que
el homosexual y el comunista se consideran, no sin razón, como la avanzada de
nuestro tiempo”[378].
¿Habrá sido Murena el
primer argentino en reaccionar contra esta forma de neomarxismo?: su escrito pareciera
haberse adelantado medio siglo a su tiempo.