PARTE 2: Los pensadores de la perversión
El patriarca
Si bien fueron varios
los exponentes de la Escuela de Frankfurt y pensadores afines que en la primera
mitad del Siglo XX encendieron la antorcha de esta suerte de porno-comunismo
que venimos estudiando, la realidad es que la posta ideológica sería
recogida años después
y con mucha mayor difusión internacional por el francés Michel Foucault,
intrincado personaje nacido en 1926 y cuyo predicamento entró en auge a partir
de los años ´60, en plena ebullición juvenil-cultural que derivara en los
conocidos sucesos de mayo del ´68 en la mismísima París.
Y sin el menor ánimo
de trazar una biografía sobre Foucault, lo cierto es que a este individuo no lo
podemos soslayar dado que fue directa o indirectamente el atormentado patriarca
doctrinal —o al menos al más influyente— de todo lo que hoy se denomina como
marxismo cultural, y tanto su pluma como su persona son referencia obligada en
todos los intelectuales, ideólogos y activistas de izquierda que le sucedieron
en el tiempo.
Michel Foucault fue un
personaje multidisciplinario: incursionó en la sociología, la filosofía, la
psicología y también se quiso hacer el historiador, dedicando su corta e
intensa vida a cuestionar al mundo occidental y sus instituciones[379]. Y si
bien él se autodefinía como “nietzscheano”[380], no por ello dejó ser un
consecuente comunista —se afilió al Partido Comunista Francés en 1950[381]—,
coqueteó también con ciertas ideas estructuralistas y sus tesis mantenían la
insistencia de ver en todo el orden que lo rodeaba una suerte de aviesa
conspiración de dominación por parte del “sistema”[382] de poder capitalista,
cuyos tenebrosos dominadores eran no necesariamente los detentadores de los
medios de producción —tal como lo afirmaba el marxismo clásico—, sino
fundamentalmente los detentadores del “saber”, sapiencia que según Foucault era
usada a través de los facultativos por medio de una compleja maquinaria creada no
para asistir al hombre sino para vigilarlo y controlarlo. Incluso Foucault
trasladaba la relación de explotación o dominación económica que sostenía el
marxismo a los vínculos socioculturales interpersonales: el cura respecto del
feligrés, el médico respecto del paciente o el policía respecto del ladrón, por
ejemplo. Y por ende, el grueso de sus libros apunta a cuestionar a las
instituciones en que actúan estos “agentes del saber”: la Iglesia, el hospital,
el establecimiento penitenciario, etcétera.
Y dentro de los
sistemas disciplinarios que denunciaba, mantuvo siempre un especial
ensañamiento para con los hospitales y, por añadidura, con la medicina[383].
Pero he aquí un detalle que no podemos omitir: Foucault era bisnieto, nieto,
hijo y hermano de médicos que siempre insistieron y promovieron en él la idea
—nunca concretada— de que continuara vocacionalmente con esa tradición
familiar: ¿Intentaba Foucault resolver catárticamente conflictos
personal-familiares en sus escritos a los que luego disfrazaba con un
revolucionario barniz académico? Interesa la pregunta porque si bien no solía
escribir libros autorreferenciales, siempre se explayaba sobre asuntos que
claramente estaban relacionados con sus traumas personales. Por ejemplo, es
sabido que Foucault había estado al borde de la locura y en probable búsqueda
de su
propia identidad,
escribió su obra Locura y sinrazón. Historia de la locura en la época clásica,
publicada en 1961: “Después de haber estudiado filosofía, quería ver lo que era
la locura: había estado lo suficientemente loco como para estudiar la razón, y
era lo suficientemente razonable como para estudiar la locura”[384], reconoció.
No exageraba Foucault cuando confesaba haber estado loco. En su juventud
intentó matarse varias veces[385], padeció depresión aguda y por ese motivo fue
llevado por su padre al hospital psiquiátrico de Santa Anna, lapso en el que él
se familiarizó y fascinó con la psicología.
En su mencionado libro
sobre la locura, Foucault sostenía que ésta no era una enfermedad sino una
clasificación injusta y arbitraria de la modernidad capitalista: “En la Edad
Media el loco se movía con libertad e incluso, se lo veía con respeto, pero en
nuestra época se lo confina en asilos y se lo trata como a enfermo, un triunfo
de ‘equivocada filantropía’”[386], anotó: exactamente el mismo argumento usaron
luego los sodomitas foucaultianos a la hora de negar que la homosexualidad sea
una enfermedad.
Lo cierto es que
Foucault se caracterizaba por reivindicar con insistencia a los locos, a los perversos
y a los criminales, a quienes él consideraba “víctimas del sistema” y más
concretamente, alegaba que estos elementos formaban parte de una arbitraria
categorización estigmatizante del mundo moderno: ¿Ignoraba Foucault que en la
Edad Media estos parias habían recibido un trato muchísimo más hostil que el
que él denunciaba?
Justamente, para
Foucault el delincuente era una víctima que el orden capitalista había
inventado y clasificado en el marco de un planificado mecanismo de control.
Pero si su tesis fuese cierta: ¿Entonces por qué en la Rusia soviética -en
donde el capitalismo no existía- no sólo también había delincuentes sino que
éstos eran hacinados y torturados en los Gulag junto con mujeres, ancianos y
niños? Ante este planteo, Foucault se hacía el distraído y minimizaba la
crueldad del sistema penal comunista, el cual era por lejos muchísimo más
brutal y arbitrario que cualquier defectuoso sistema carcelario de la órbita
capitalista-occidental.
En efecto, el
irracional odio hacia al sistema de vida en el que él vivió (y disfrutó) llevó
a Foucault a no advertir que “los excluidos” (de los que parodiaba preocuparse)
eran muchísimo mejor tratados en la civilización que él denostaba no sólo
respecto de la precitada Rusia stalinista, sino también en relación con los
campos de castigo de la China comunista y ni que hablar respecto de la barbarie
obrante en las teocracias pre-modernas de Medio Oriente, las cuales Foucault no
sólo no condenó sino que apoyó con cruel deslumbramiento. Tal el caso del régimen
iraní del Ayatolá
Jomeini (de quien fue
su panegirista en 1979), el cual lapidaba adúlteros, masacraba prostitutas y
ahorcaba homosexuales con habitualidad.
Pero por delirante que
sonaran estas posturas, es indudable que sus obras influyeron y mucho en
distintas disciplinas. Su libro Vigilar y castigar por ejemplo, es una suerte
de catecismo de la corriente garanto-abolicionsita del derecho penal, en donde
Foucault exalta con encendida admiración la figura del delincuente y sostiene
que el crimen es “una protesta resonante de la individualidad humana”,
agregando que “puede, por lo tanto, ocurrir que el delito constituya un
instrumento político que será eventualmente tan precioso para la liberación de
nuestra sociedad como lo fue para la emancipación de los negros”[387]. Lo
insólito es que este tipo de disparates ha sido tomado en serio por muchos
abogados de izquierda y no por casualidad, en la Argentina el principal
divulgador foucaultiano haya sido el activista homosexual, locador de
prostíbulos y evasor fiscal Eugenio Zaffaroni, presentado en sociedad no como
un protervo —sus fallos siempre tendieron a exculpar o justificar criminales y
delincuentes sexuales— sino como una “eminencia jurídica”, beneficio vernáculo
del que goza cualquier degenerado que pertenezca al establishment progresista:
el fallecido delincuente y ex Presidente Néstor Kirchner premió a Zaffaroni al
nombrarlo Juez de la Corte Suprema de Justicia, una de las tantísimas
vergüenzas institucionales que hemos padecido en este desdichado país.
En los criminales,
licenciosos, locos y, en suma, en todos los andrajos sociales que consideraba
“excluidos del sistema”, Foucault siempre vio el caldo de cultivo para atentar
contra el orden establecido y promover así una revolución: “Hay una pluralidad
de resistencias, cada una de ellas es un caso especial”[388], anotó en su
inconclusa obra Historia de la sexualidad, mientras llamaba a los delincuentes
no a la reflexión y al cese de sus felonías, sino a sembrar la violencia y el
caos social por mano propia, a la vez que despreciaba al poder judicial y las
garantías jurídicas del Estado de Derecho civilizado: “Cuando se enseña a
desechar la violencia, a estar a favor de la paz, a no querer la venganza, a
preferir la justicia a la lucha, ¿qué es lo que se enseña? Se enseña a preferir
la justicia burguesa a la lucha social, se enseña a preferir un juez a una
venganza”, añadiendo que el sistema judicial era un tenebroso mecanismo de
dominación: “El sistema de justicia que se le propone, que se le impone, es en
realidad un instrumento de poder”[389]. ¿Prefería entonces Foucault para el
delincuente no el Debido Proceso con un abogado defensor sino la horca, el
destierro o la tortura de los tiempos pretéritos acaso?
Todo indica que
paradojalmente, su odio contra el orden existente convertía a Foucault
involuntariamente en un ultraconservador contrariado, porque de sus enfoques se
deriva que él pensaba que en la Edad Media sus protegidos “marginales” vivían mucho
mejor que en la modernidad, a la cual él culpaba por haberlos patologizado o
estigmatizado. ¿No sabía Foucault la obviedad de que en la Edad Media a los
locos, los pervertidos y a los delincuentes se les daba un trato muchísimo más
hostil que en el mundo que él cuestionaba a través de sus textos y desde la
libertad de cátedra bien remunerada?
Nos resulta impensable
suponer que Foucault desconociera la historia de una manera tan grosera como
para reivindicar implícitamente un antiguo orden que por adhesión ideológica
izquierdista él debería tomar como injusto, es por ello que tomamos nota de una
buena interpretación que de este intrincado individuo hace el sociólogo Juan
José Sebreli, quien sostiene que Foucault
“manipulaba los datos históricos a su antojo y a veces los falseaba; los
historiadores lo perdonaban porque creían que era un gran filósofo, los
filósofos también lo excusaban porque creían que eran un gran
historiador”[390].
En efecto, a Foucault
nunca le interesó arribar a la verdad sino introducirle a la verdad argumentos
engañosos con apariencia cientificista a los efectos de contaminarla y así,
poder librar su enfermiza batalla existencial contra el mundo. Y quizás esta
traumática y egocéntrica necesidad no de buscar la verdad sino de ensuciarla y
ganar debates, fue la que lo llevó a sentir admiración por los sofistas
griegos: “Creo que son muy importantes porque en ellos hay una prédica y una
teoría del discurso que son esencialmente estratégicas; establecemos discursos
y discutimos no para llegar a la verdad sino para vencerla. (…) Para los
sofistas hablar, discutir y procurar conseguir la victoria a cualquier precio,
valiéndose hasta de las astucias más groseras, es importante porque para ellos
la práctica del discurso no está disociada del ejercicio del poder”[391]. O
sea, Foucault bien podría haber sido entonces un mentiroso orgánico. ¿Orgánico
al servicio de quién? Probablemente de sus locuras y taras personalísimas, que
no eran pocas: los problemas de identidad en Foucault fueron tan agudos que en
carta a una amiga suya suscripta a la edad de 30 años, confesó “haber vacilado
entre hacerme monje o tomar el desvío de los caminos de la noche”[392]. Eligió
este último carril, y mantuvo una insana vida signada por las drogas, el
sadomasoquismo y la homosexualidad —elección de vida que años después pagaría
muy cara—, siendo su amante más conocido el sociólogo comunista Daniel Defert.
Y así como elogió la
locura y ponderó al criminal, también Foucault encomió la sodomía y la
consideró como una suerte de vida rectora: “La homosexualidad surgió como una
de las formas de sexualidad cuando pasó de la simple práctica de la sodomía
hacia un tipo de androginia superior, un hermafroditismo de alma”[393],
agregando que “la homosexualidad no es un deseo, sino algo deseable. Por lo
tanto debemos insistir en llegar a ser homosexuales”[394]. Declaración suya
bastante inofensiva si la comparamos con su aberrante apología de la pedofilia:
“Por cierto”, manifestó por radio en 1978, “es muy difícil establecer barreras
a la edad del consentimiento sexual”, porque “puede suceder que sea el menor,
con su propia sexualidad, el que desee al adulto”, exhortando entonces a
derogar todas las sanciones penales que regulan los delitos sexuales: “En
ninguna circunstancia debería someterse la sexualidad a algún tipo de legislación…
Cuando uno castiga la violación debería castigar la violencia y nada más. Y
decir que sólo es un acto de agresión: que no hay diferencia, en principio,
entre introducir un dedo en la cara de alguien o el pene en sus
genitales”[395].
Pero Foucault no se
quedó atrás en su pretensión “liberadora”, sino que propuso adoptar varones
para poder llevarlos a vivir consigo y mantener así una “relación
enriquecedora”: “Vivimos en un mundo relacional que las instituciones han
empobrecido considerablemente. La sociedad y las instituciones que constituyen
su armazón han limitado la posibilidad de entablar relaciones, porque un mundo
relacional rico sería en extremo complicado de manejar. Debemos pelear contra
ese empobrecimiento del tejido relacional. Debemos lograr que se reconozcan
relaciones de coexistencia provisoria, de adopción”, y entonces, el
entrevistador Gilles Barbedette, siguiendo la lógica del razonamiento de
Foucault preguntó:
“DB— [adopción] ¿De
niños? MF— O —¿por qué no?— la de un adulto por otro. ¿Por qué no adoptaría a
un amigo diez años menor que yo? ¿E incluso diez años más grande? (…)
deberíamos tratar de imaginar y crear un nuevo derecho relacional que
permitiera la existencia de todos los tipos posibles de relaciones”[396].
Como buen “izquierdista
infantil” —arquetípicamente ridiculizado por Lenin— Foucault bramaba contra el
orden vigente sin proponer jamás una salida superadora a lo que él tanto se
quejaba, y cuando se le preguntaba qué futuro imaginaba o anhelaba para la
humanidad, él se entusiasmaba con un mundo signado por las orgías y los
alucinógenos: “Es posible que el perfil aproximado de una sociedad futura sea
proporcionado por las recientes experiencias con drogas, sexo, comunas”[397].
Le asiste la razón al pensador Plinio Correa de Oliveira cuando sentenciaba:
“Si el comunismo no es nada en cuanto fuerza de construcción, es algo como
fuerza de destrucción”[398], y Foucault encuadraba y cumplimentaba de manera
perfecta esta función destructiva.
Y así como resulta
asombroso advertir el desconocimiento que de la historia padecía Foucault
(aunque sospechamos que alteraba variables ex profeso), sus acríticos
seguidores aceptan a libro cerrado los postulados de su conflictuado patriarca
y entonces creen que antes de la llegada del capitalismo, la homosexualidad era
admitida con alegría y desprejuicio, pero que el advenimiento de éste conspiró
para demonizar estas tendencias y se pergeñó así una “cruel conjura
heterosexista”. Sin dudas, estas endebles afirmaciones no son otra cosa más que
una repetición de lo que ya había “determinado” Foucault en sus escritos más
antiguos: en 1964 en su obra Historia de la locura en la época clásica anotó
que “La homosexualidad, a la que el Renacimiento había dado libertad de
expresión, en adelante entrará en el silencio, y pasará al lado de la
prohibición, heredando viejas condenaciones de una sodomía en adelante
desacralizada”[399], y casi una década después, en 1975 reforzó la idea en su
trabajo “Los Anormales”: “Podemos imaginar (...) que la regla de silencio sobre
la sexualidad apenas comenzó a pesar en el siglo XVII (en
la época, digamos,
de la formación de
las sociedades capitalistas), pero
que anteriormente todo el mundo podía decir cualquier cosa acerca de
ella. ¡Tal vez! Quizás fuera así en la Edad Media, quizás la libertad de
enunciación de la sexualidad era mucho más grande en ella que en los siglos
XVIII o XIX. (...) Miren lo que pasa ahora. Por un lado, tenemos en nuestros
días toda una serie de procedimientos institucionalizados de confesión de la
sexualidad: la psiquiatría, el
psicoanálisis, la sexología”[400]. Pero siete años más tarde, en 1982,
cuando la salud de Foucault era carcomida por el SIDA, fue él mismo quien
sostuvo exactamente lo contrario de lo que predicó siempre, dejando en ridículo
a sus fans: “Lo que llamamos moral sexual cristiana, e incluso judeocristiana,
es un mito. Basta con consultar los documentos: esa famosa moral que localiza
las relaciones sexuales en el matrimonio, que condena el adulterio y cualquier conducta
no procreadora y no matrimonial, se construyó mucho antes del cristianismo.
Todas estas formulaciones se encuentran en los textos estoicos, pitagóricos, y
son ya tan ‘cristianas’ que los cristianos las retoman tal cual llegan hasta
ellos”[401].
O sea que poco antes
de morir, Foucault no sólo renegó de su historicismo de bolsillo reconociendo
que el ideal heterosexual no era “un invento moderno”, sino que con su ejemplo
personal también contradijo su tesis respecto de sus demonizadas “instituciones
disciplinarias”: terminó sus días agonizando en un hospital y rodeado de
médicos, institución y agentes que él siempre despreció y trató con desdén en
sus obras más emblemáticas (tanto en El nacimiento de la clínica. Una
arqueología de la mirada médica —1963— como en su posterior trabajo La
microfísica del poder —1977—). Y si bien él gustaba discursear contra el
“prejuicio y el estigma”, cuando se enteró que padecía SIDA mantuvo un
discretísimo silencio y le ordenó a sus amigos y familiares ocultar tan infamante
etiqueta.
A pesar de que la
militancia homosexualista siempre toma a Foucault como su referencia
intelectual por antonomasia, al parecer no es tanto lo que este hizo
explícitamente por ella, puesto que estando de visita en la ciudad
estadounidense de San Francisco —la que frecuentaba arropado en cuero en busca
de “machotes golpeadores” que lo penetraran sexualmente en baños públicos
mediante violentas sesiones sadomasoquistas—, mantuvo una breve conversación
con un joven homosexual que se le acercó para agradecerle por todo lo que él
habría hecho por el “movimiento gay”, y el traumado Foucault contestó: “Mi
obra, verdaderamente, no tiene la menor relación con la liberación gay”. Y
añadió: “En realidad me gustaba la situación antes de la liberación gay cuando
todo era más disimulado. Era como una comunidad subterránea, excitante y algo
peligrosa. La amistad significaba mucho, suponía mucha confianza, nos
protegíamos unos a otros, nos vinculábamos mediante códigos secretos”[402].
Homosexual promiscuo, sadomasoquista
enfermizo, comunista “bon vivant”, alcohólico perdido, suicida frustrado,
fumador empedernido y drogadicto irrefrenable —el consumo de LSD fue su
pasatiempo favorito—, Michel Foucault fue el arquetipo humano perfectísimo para
terminar siendo la idolatrada referencia de viciosos, delincuentes y depravados
que la nueva estrategia izquierdista ha cooptado para sí, bajo las supuestas
pretensiones nobles que aquí intentamos transparentar, siendo que para su
envenenada herencia de intelectuales que hoy lo emulan —en sus textos y en sus
hábitos—, Foucault es el punto de referencia obligatorio para promover la
revolución cultural, tan simpáticamente igualitaria en el mundo aparente como
perversa y autodestructiva en el mundo real.