Cap: 3- La batalla psico-política
El diálogo como trampa de persuasión
Si hay alguna
herramienta utilizada por estos sectores a la hora de forjar el desconcierto y
ganar terreno en esta batalla psico-política, es justamente la del lenguaje.
Para tal fin, estos lobbystas no han escatimado en manosear el idioma y el
sentido de las palabras, para luego acudir no sólo a su embestida
propagandística sino también a la amable quimera del “diálogo” como herramienta
de “persuasión civilizada”: “No hay dicotomía entre diálogo y acción
revolucionaria. No hay una etapa para el diálogo y otra para la revolución. Al
contrario, el diálogo es la esencia misma de la acción revolucionaria”[420]
sostenía el agente marxista Paulo Freyre, pedagogo brasileño oriundo de
Pernambuco (suerte de Antonio Gramsci tercermundista), quien tanto influyó con
su famosa obra Pedagogía del oprimido publicada en 1968. Pero tres años antes y
con notable vocación visionaria, otro brasileño nacido en San Pablo y pensando
desde las antípodas ideológicas de Freyre, ya venía denunciando la incipiente
trampa “dialoguista” desde su libro Trasbordo ideológico inadvertido y diálogo
(1965): nos referimos a Plinio Correa de Oliveira. Es en esta imprescriptible
obra donde este avezado intelectual de derecha advertía que desde la técnica
del diálogo las palabras “ecumenismo”, “diversidad”, “pacifismo” y afines,
serían las que de ahora en más acuñaría la estrategia comunicacional
revolucionaria para engañar a la población y de esta forma “trasbordar
ideológicamente” al interlocutor no izquierdista. Estos vocablos especialmente
seleccionados eran denominados por Plinio como “Palabratalismán” y según el
autor “Se trata de palabras cuyo sentido legítimo es simpático y a veces hasta
noble”[421], motivo por el cual “los conferencistas, oradores o escritores que
emplean tales palabras, por ese sólo hecho ven aumentadas sus posibilidades de
buena acogida en la prensa, en la radio y en la televisión. Es este el motivo
por el cual el radioescucha, el telespectador, el lector de diarios o revistas
encontrará utilizadas esas palabras a todo propósito, que repercutirán cada vez
más a fondo en su alma” y ante ello, los comunicadores tendrán “la tentación de
usarla con creciente frecuencia y así lograrán hacerse aplaudir más fácilmente.
Y, para multiplicar las oportunidades de usar tal palabra, la van utilizando en
sentidos analógicos sucesivamente más audaces, a los cuales su elasticidad
natural se presta casi hasta el absurdo”[422]. Con este mecanismo de acción
psicológica, sostenía Plinio que “un anticomunista fogoso puede ser
‘trasbordado’ a un anticomunismo adepto exclusivamente a las
contemporizaciones, a las concesiones y a los retrocesos”[423], agregando que
el objetivo es “el de debilitar en los no comunistas la resistencia al
comunismo, inspirándoles un ánimo propenso a la condescendencia, a la simpatía,
a la no resistencia, y hasta al entreguismo. En casos extremos, la distorsión
llegaba hasta el punto de transformar a los no comunistas en comunistas”. Por
ende los comunistas “esperan mayores resultados de la propaganda que de la
fuerza”[424], dado que “ya no es más de los partidos comunistas existentes en
los países libres, sino de la técnica de la persuasión implícita, que el
comunismo espera la conquista de la opinión pública”[425]. Más aún, decía
Plinio que cuanto menos emparentado esté el eventual comunicador con el
comunismo, mayor penetración tendrá su mensaje en las masas. No es casualidad
entonces que la “ideología del género” esté hoy siendo apoyada por tantos
voceros desideologizados o semicultos, frecuentemente pertenecientes al mundo
de la farándula, del deporte o del periodismo panelístico: “El partido
comunista no puede mostrarse. Debe escoger agentes de apariencia no comunista,
o hasta anticomunistas, que actúen en los más diversos sectores del cuerpo
social. Cuanto más insospechables de comunismo parecieren, tanto más eficaces
será”[426], concluía con impecable certeza Correa de Oliveira.
Luego, con este
consenso comunicacional hegemonizado y con las bases de este “diálogo”
sedimentadas, los sofistas de la subversión cultural comienzan a jugar con las
palabras cuyo significado ha sido previamente manipulado, enfatizando aquellas
que serían funcionales a su causa y quitando las que podrían resultarles
inconvenientes. Es por ello que hace tiempo vienen erradicando por
“reaccionaria y arcaica” la denominación binaria “hombre-mujer” y en sentido
contrario, multiplicaron sus consignas con la sigla “GLBT” (visualmente
acompañadas por pabellones multicolores) correspondiente a “Gays” (homosexuales
varones), Lesbianas (homosexuales mujeres), “Bisexuales” (personas que
practican actividad venérea con personas de ambos sexos alternadamente) y según
el caso, la letra “T” se corresponde con “Travestis”, “Transgenéricos”,
“Transexuales” y elementos afines, cuyos significados terminológicos se
encuentran en “plena evolución” según informan sus glamorosos catequistas.
Tanto es así que los grupos LGTB en sus comunicados han llegado a catalogar un
total de 23 “identidades sexuales” (“agenéricos”, “pansexuales”,
“intersexuales” y muchas otras ocurrencias) y con esta flexibilidad, se
pretende licuar todo paradigma sexual instaurando un verdadero desconcierto
discursivo en el cual se diluye cualquier criterio rector y se procura ir
arrastrando sutilmente al desprevenido interlocutor hacia su causa o al menos,
a ser indiferente ante ella.
En esta inteligencia,
uno de los principales triunfos filológicos conseguidos por la maquinaria
propagandística del “género” sin dudas ha consistido en imponer en el léxico
popular la palabra “gay” (vocablo anglosajón que suena “cool” y vanguardista),
la cual no significa absolutamente nada en términos sexuales —“alegre” es la
traducción de “gay” del inglés al español— y con ello, se le brinda a una
conducta reñida con la naturaleza una connotación sonriente y festiva: “La
misma palabra ‘gay’ es un catalizador que tiene la facultad de anular lo que
expresaba la palabra ‘homosexualidad’” le comenta en 1981 el periodista Gilles
Barbedette a Michel Foucault, cuyo entrevistado celebra este triunfo idiomático
respondiendo lo siguiente: “Es importante porque, al escapar a la
categorización ‘homosexualidadheterosexualidad’, los gays, me parece, han dado
un paso significativo e interesante. Definen de otro modo sus problemas al
tratar de crear una cultura que sólo tiene sentido a partir de una experiencia
sexual y un tipo de relaciones que les sean propios. Hacer que el placer de la
relación sexual evada el campo normativo”[427]. O sea que con este
revestimiento simpático y auspicioso, la cofradía homosexualista toma más
impulso para vanagloriase públicamente de sus hábitos procurando así, no que la
homosexualidad sea tolerada —nadie se opone a la existencia de dicha
tolerancia—, sino que esta praxis sea catalogada de una manera tan valiosa y
fecunda como la heterosexual o incluso superior a ella: “Los hombres y las
mujeres gays, al conocer mejor sus propios cuerpos, podían estimular y
satisfacer a sus compañeros más efectivamente que los hombres a las
mujeres”[428], sostiene el precitado homosexualista Jacobo Schifter Sikora,
cuyo macizo libro se desvive por “demostrar” la superioridad moral homosexual
por sobre la heterosexual.
Y así como se ha
pretendido con éxito la adulación a toda manifestación cultural emparentada con
la homosexualidad, de manera inversamente proporcional se buscó (también con
éxito) satanizar a todo aquel que cuestione dicho paradigma, imponiéndole al
circunstancial contradictor la etiqueta pseudocientífica de “homofóbico”, apodo
fabricado por George Weinberg —psicólogo izquierdista aliado a la causa
homosexual—, quien inventó dicho estigma para regocijo y gratitud de Arthur
Evans, co-fundador del “Gay Activists Alliance” (Alianza de Activistas
Homosexuales)[429]: “La invención de la palabra ‘homofobia’ es un ejemplo de
cómo una teoría puede echar raíces en la práctica”[430] sostuvo con júbilo. De
más está decir que dicha denominación no sólo no tiene el menor rasgo
científico sino que la naturaleza del vocablo incurre en una evidente
contradicción: si el prefijo griego “homo” significa tanto “hombre” como
“igual”, y del mismo griego surge que “fobia” es un “miedo” o “aversión”,
tendríamos que “homo-fobia” es un “miedo o aversión a los hombres o a los
iguales”. Es decir, en comprensión literal, la palabra “homofobia” es un
sinsentido consistente en que uno siente miedo de los iguales a uno, cuando de
existir alguna “fobia” habría de ser del diferente y nunca del afín: salvo que
los homosexuales confiesen que no se sienten iguales sino diferentes, pero esta
confesión iría en contradicción con el igualitarismo ideológico tan caro al
discurso de su respectiva agenda.
O sea que la
“ideología de género” impuso la paradoja de brindarle una connotación
patológica no a quienes atentan contra el orden natural sino a quienes lo
defienden. No es para menos; la exoneración de todo aquel que se resista al
engaño cultural fue una técnica que también supo ser definida por el precitado
delincuente idiomático Paulo Freyre: “Cuando la creación de una nueva cultura
es apropiada pero se la ve frenada por un ‘residuo’ cultural interiorizado es
preciso expulsar este residuo por medios culturales. La acción cultural y la
revolución cultural constituyen, en diferentes momentos, los modos apropiados para
esta expulsión”[431]. Luego, nada más efectivo que inventarle a todo detractor
de la ideología de género el infamante apodo de “homofóbico” y así, expulsarlo
de la contienda dialéctica: denuesto artificial que ya fue indulgentemente
recogido como propio por el grueso de los acobardados exponentes del centrismo
bienpensante y el libertarianismo funcional.
Pero estrategias
sucias al margen preguntamos: si a los defensores del orden natural se los
considera “homofóbicos” y por ende enfermos (dado que la fobia es una
patología): ¿Cómo puede ser entonces que se acuse de manera insultante al
“homofóbico” por ser tal si al ser un enfermo no sólo no habría que reprocharle
su “fobia” sino contenerlo y auxiliarlo? Indudablemente, la incorporación
acrítica de dicha fabricación lingüística con pretensión despreciativa es otro
gran triunfo publicitario de la nueva izquierda.
Y si no es “homofobia”
el insulto, la palabra talismánica utilizada en su reemplazo por los voceros
del género y sus bienpensantes colaterales es justamente “discriminación”,
muletilla por antonomasia aplicada a todo aquel que no acepte dócilmente
concederle a la Internacional Rosa los caprichos de su agenda. Incluso, la
palabra discriminación ha sido también bastardeada como si todo acto discriminatorio
fuese malo en sí, cuando en su cabal acepción discriminar significa “distinguir
o discernir”. Vale decir: discriminar es lo contrario a confundir. Y lo que no
se suele decir en la materia que nos concierne, es que hay discriminaciones que
no surgen del prejuicio, ni de la ley, ni tampoco de ninguna “construcción
cultural” sino de la naturaleza misma: “Al condenar toda discriminación,
deberíamos por lo mismo reprochar a la membrana plasmática las tareas que
realiza para el bien de nuestro organismo, dado que esta membrana selecciona,
discrimina las moléculas que deben entrar a la célula respecto de otra, las que
deben salir. Asimismo, deberíamos castigarnos a nosotros mismos por distinguir
lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo natural de lo
contranatural”[432] sentencia el joven ensayista Juan Carlos Monedero (h) en su
ensayo Lenguaje, ideología y poder, libro precisamente dedicado a estudiar las
trampas lingüísticas utilizada por los agentes de la subversión cultural.
Otra apelación recurrente
de la propaganda homosexualista es al término “diversidad” —que según la Real
Academia Española significa “desemejanza”[433]—, vocablo extraño puesto que
justamente lo que caracteriza al vínculo sexual de una persona con otra del
mismo sexo es que el otro no es un “diverso” sino un “semejante” —es decir lo
opuesto a la diversidad—. O sea que el vínculo homosexual, lejos de hacer honor
al cacareado mantra de la “diversidad” hace lo contrario: representa lo
redundante, lo equivalente, lo imitativo: “En el acto homosexual no se realiza
ese asombroso trascender hacia la unión de los opuestos; al ser encerrado en sí
sólo une lo mismo con lo mismo, incapacitado de saltar a la diverso”[434]
señala el mencionado neurólogo y psiquiatra Armando Roa.
De igual forma, uno de
los recurrentes trucos lingüísticos propagados es el referido a la pretensión
manifestada por algunos travestis, consistente en operarse y así “cambiarse de
sexo”: pero el sexo no se cambia jamás en la vida y en todo caso, a lo que un
travesti puede aspirar es a someterse quirúrgicamente a la autoagresión
corporal consistente en amputarse los genitales, pero esta insana decisión de
arrancarse la entrepierna en modo alguno implica que el mutilado varón deje de
ser varón: nació varón y morirá varón con o sin tijeretazo.
Este tipo de farsas
dialécticas como las ejemplificadas son muy parecidas a las promovidas por las
filicidas, es decir por las mujeres abortistas, aquellas que bregan por
asesinar a su hijo antes de nacer, al sostener que persiguen el “derecho a
disponer de su cuerpo”: nadie les niega ese derecho, pero una cosa es disponer
de “su cuerpo” —verbigracia hacerse un tatuaje, teñirse el pelo u operarse los
senos— y otra absolutamente distinta, es disponer del cuerpo de un tercero y
que encima ese tercero sea nada más y nada menos que su propio hijo, y cuya
“disposición” consistiría en asesinarlo. Aunque ellas insisten en su engañoso
eufemismo llamando a dicho crimen como “Interrupción del embarazo”,
encubrimiento del homicidio con lenguaje cortés, dado que los embarazos no se
“interrumpen” porque la interrupción es el cese transitorio de una actividad
para su posterior reanudación, pero el aborto es un acto de naturaleza
definitiva e irreversible: precisamente porque la muerte es un hecho de
naturaleza definitiva e irreversible. Pero este ítem puntual del aborto ya lo
veremos in extenso en otro capítulo posterior.
Digresión: no son
pocas ni desautorizadas las voces que sostienen que la confusión comunicacional
que se ha intentado sembrar no es sólo lingüística sino también visual, de ahí
que desde hace muchos años se venga promoviendo la estética “unisex” en la
indumentaria. Es de público conocimiento que el grueso de los diseñadores de
modas son homosexuales y no es casual que las modelos femeninas de los
principales costureros del vestuario occidental sean extremadamente flacas y
con tendencia anoréxica (sin pechos ni curvas marcadas), o sea que éstas
presentan una imagen muy similar a la de los efebos, que constituyen el
arquetipo de mujer que más les agrada a los homosexuales —los modistos les
exigen para vestir sus prendas una flacura enfermiza—, pero no necesariamente
es el perfil físico que erotiza a los heterosexuales.
Pero volviendo a los
asuntos del idioma: ¿Cuál fue el secreto de tan exitosa estrategia
comunicacional? Además de los muchos aportes de Paulo Freyre y de varios de los
ideólogos ya mencionados, en los años ´70, se publicó un extenso documento de
marketing sodomítico titulado “Vendiendo la homosexualidad a América”[435] (Selling
homosexuality to America). En tal documento se detallaban los pormenores de la
campaña que iniciaron los grupos de presión en aquellos tiempos —quienes para
tal fin contrataron expertos en comunicación egresados de la Universidad de
Harvard— en la cual se puso en funcionamiento el concepto de la aplicación de
“las cuatro P” del marketing para transferir masivamente la idea normalizadora
de la homosexualidad[436].
Este texto primigenio
sirvió de antesala para que en 1989, un par de publicistas homosexuales
(Marshall Kirk y Hunter Madsen) se asociaran, entre otras cosas, para publicar
en los Estados Unidos un libro titulado After the Ball: How America Will
Conquer Its Fear and Hatred of Gays in the 90's (Tras la fiesta: Cómo
conquistará Estados Unidos su miedo y odio hacia los gays en los años 90´s), el
cual detalló una serie de pasos a seguir en la estrategia tendiente a imponer
los objetivos de su agenda. Este libro se convirtió luego en el manual por
excelencia en el que abrevaron todos los movimientos pansexualistas
modernos[437]. En este trabajo, los autores sostienen que el público
prioritario a conquistar es el de los indecisos de centro —“los escépticos
ambivalentes” según sus palabras— y la principal táctica comunicacional debe
apuntar al costado emocional del interlocutor a convencer: “La
insensibilización tiene como objetivo reducir la intensidad de las reacciones
emotivas anti-homosexuales a un nivel próximo a la total indiferencia; el
bloqueo intenta obstruir o contrariar el gratificante ‘orgullo de ser
prejuicioso’ (…) vinculando el odio contra los homosexuales a un sentimiento
previo y autocastigador de vergüenza por ser intolerante (…) Tanto la
insensibilidad como el bloqueo (…) son simples preludios para nuestro objetivo
máximo, aunque indefectiblemente mucho más lento de obtener, que es la
conversión”[438].
Una vez agotada esta
instancia, la estrategia apela al sentimentalismo e intenta centrar el debate
acudiendo a la “compasión”. De este modo, se supone que quien apoya la agenda
homosexual demuestra compasión y quien no lo hace, insensibilidad. Pero en
verdad, esta dicotomía es otra deliberada distorsión. Por empezar hay que
aclarar que la compasión es un noble sentimiento humano relacionado con la
conciencia del sufrimiento ajeno y el consiguiente deseo de aliviarlo. Pero
ocurre que este sentimiento es manipulado por la ideología del género, porque
aquí no se percibe como compasivo a todo aquel que se acerque al homosexual con
el fin de ayudarlo sino a quien se acerca para ponderar sus hábitos. Es decir,
el concepto de la compasión ha sido hábilmente maniobrado en los debates y
reducen este sentimiento sólo a su aspecto emocional despojándolo de toda
intervención de la razón, dado que si alguien efectúa sobre el tema que nos
ocupa un juicio refractario (sea moral, biológico, antropológico o científico),
ese alguien “carecería” de toda compasión. O sea que con ese criterio, ante un
amigo alcohólico la compasión no consistiría en intentar rescatarlo de su
desarreglo sino en proveerle mayores dosis de bebida para que no se enoje ni
sufra abstinencia etílica.
Luego, una compasión
que no sea guiada por la razón quedaría reducida a una simple pulsión
desprovista de prudencia y discernimiento. En definitiva, la “compasión” tal
como se exhibe y concibe en los manipulados debates televisivos, acaba siendo
una piedad mal orientada, la cual nos conduce a proporcionarle al paciente los
medios para que este siga apegado a sus vicios y no al rescate de los mismos:
tal acción favorecería no a la persona sino a la permanencia de sus malos
hábitos.
Los ejemplos abundan y
las tergiversaciones idiomáticas son trabajadas de manera permanente, dado que
esta constancia distorsiva del lenguaje forma parte del catecismo sentenciado
por el “pedagogo” Freyre: “Para ser auténtica, una revolución debe ser un
acontecimiento continuo o de lo contrario cesará de ser una revolución y se
convertirá en burocracia esclerótica (…) el proceso revolucionario se convierte
en revolucionario cultural”[439]. León Trotski supo publicar La revolución
permanente en 1930, Freyre varias décadas después propuso también la revolución
permanente pero no a través de la agitación callejera como su predecesor sino
de la deformación idiomática y cultural: nuevos vientos para viejas banderas. Mismos
objetivos pero distinta estrategia. Aquella revolución era ruidosa, hostil,
armada y dolorosa. Esta es silenciosa, simpática, desarmada y con anestesia.
No en vano en los años
‘30 Charles Maurras no sin sentida preocupación advertía: “La revolución
verdadera no es la Revolución en la calle, es la manera de pensar
revolucionaria”[440].