Cap: 3-La batalla psico-política-
El “matrimonio” homosexual
La polémica más
encendida de la agenda homosexual en los últimos tiempos, se dio en torno a la
imposición del denominado “matrimonio igualitario” (aprobado en la procaz
Argentina kirchnerista en el año 2010[450]), para el cual sus lobistas fueron
esgrimiendo una suerte de argumentos colaterales pero efectivos, tales como que
si se aceptase este experimento legal, en el caso de muerte de uno de los
miembros de la pareja, el “viudo” tendría derecho a heredar los bienes del
difunto. Pero si la herencia fuese la verdadera preocupación de los sodomitas
demandantes, sólo bastaría con peticionar no la imposición jurídica de
artificios conyugales sino una simple modificación o ampliación de la libertad
testamentaria y con ello, el cacareado problemita crematístico estaría
solucionado. Pero este “argumento” no es el único
aplicado por el
catecismo homosexual. Mucho se enfatizó también en la necesidad de que en el
seno de la pareja de un invertido “no se tiene derecho a obtener la obra social
o cobertura mutual de su conviviente”. Pero justamente la ley ha otorgado la
extensión de la cobertura del afiliado a su contrayente en las parejas
heterosexuales no por una generosa devoción a la matemática transitiva, sino porque
los vínculos heterosexuales son, por su naturaleza, de orden público. Es decir,
de ellos surge potencialmente la prole y es de interés social resguardar en
aras del Principio de Subsidiariedad[451] a la familia y sobre todo a los niños
(sean estos últimos de existencia actual o potencial). Pero nada de lo dicho
tiene relación alguna con el reclamo de una minoría infértil por definición que
exige privilegios dinerarios a expensas del Estado o de las obras sociales,
puesto que si esta también fuese su verdadera pretensión, más allá de lo
discutible de sus argumentos, lo que en verdad habrían solicitado hubiese sido
una modificación a la Ley de Obras Sociales y no una rebuscada ingeniería
matrimonial.
Por otra parte, estas
encendidas exigencias constituyen un agravio comparativo respecto a las
personas que viven juntas con un proyecto común que no incluya las relaciones
sexuales. Dos hermanas, dos amigas, o una tía con su sobrino comparten amor,
compromiso, convivencia y gastos comunes, del
mismo modo en que pueden hacerlo dos personas con actividad homosexual.
Sin embargo, aquéllas no podrían gozar de los derechos del matrimonio
simplemente por no tener relaciones sexuales entre sí. O sea,
se está premiando inmerecidamente
y por presión política a un sindicato de interés genital y castigando por no
participar de coito alguno a quienes también conviven pero sólo impulsados por
el afecto y la cooperación mutua. En efecto, el derecho no protege cualquier
relación humana, sino sólo aquellas imprescindibles para la organización
comunitaria. En consecuencia, la razón por la cual el matrimonio propiamente
dicho tiene un estatus especial dentro del ordenamiento jurídico, es porque las
futuras generaciones surgen precisamente de estas uniones.
Como vemos, ninguno de
los argumentos propagados por la ideología del género va al corazón del debate,
sino que todo se funda en la presunta discriminación existente ante la ausencia
de ciertos beneficios que podrían discutirse en otro plano y sin tener la
necesidad de inventar entelequias parentales que afectan la institución del
matrimonio verdadero, el cual se ve agresivamente degradado tras ser equiparado
en el mismo sitial de los amontonamientos antinaturales: no puede haber
discriminación injusta cuando el elemento fundante y la condición de
posibilidad para que exista un matrimonio no se cumple.
A pesar de ello, los
ideólogos homosexualistas sostienen con frecuencia que el matrimonio
heterosexual no se vería afectado por la aparición del “matrimonio homosexual”,
puesto que éste podría coexistir apaciblemente con aquél. Sin embargo, esta
tesis va en detrimento del matrimonio de verdad, puesto que si el vicio se
sienta al lado de la virtud so pretexto de una “coexistencia pacífica”, se sabe
que es la virtud la que se degrada al ser equiparada con un subproducto
irregular. Dicho de otro modo, al colocar lo óptimo en pie de igualdad con lo
inconveniente, se nivela para abajo y así lo confiesa y reconoce con burlón
regocijo el homosexualista español Paco Vidarte: “Nos da la risa cuando vemos
el cabreo que se han pillado los fachos porque les hemos reventado hasta
hacerlos trizas su significante tan querido ‘matrimonio’. Yo los comprendo.
Tienen toda la razón. Si dos lesbianas se pueden casar lo mismo que el hijo de
la marquesa con la hija del empresario entonces es que el matrimonio ha dejado
de tener significado, ya no tiene ningún sentido para los que lo
inventaron”[452]. Dejando a un lado el tono socarrón de Vidarte, lo cierto es
que a este agravio confeso cabría agregarle el dato de que el matrimonio entre
hombre y mujer acabaría convirtiéndose en una simple especie dentro de un
impreciso género matrimonial, el cual pasaría a mostrarse no como un noble
ideal a alcanzar sino como un mero rejunte de voluntades amatorias sin ningún
otro requisito que la constatación del ocasional deseo de las indeterminadas
partes de apiñarse, sea que ese apetito venéreo provenga de un hombre y una
mujer, de dos personas del mismo sexo, o de varias personas que pretendan
formar una suerte de hacinamiento multilateral: “Ahora nos sentimos como un
verdadero matrimonio” declaró el semental holandés Victor Bruijín al “casarse”
simultáneamente con dos esposas (Bianca de Bruijn, de 31 años, y la novia de
ambos, Mirjam Geven, de 35). Efectivamente, Victor y su esposa conocieron a
Mirjam (divorciada de la ciudad de Middelburg) por medio de un chat de
Internet, y tan sólo dos meses después de este contacto, Mirjam se trasladó a
convivir con la pareja, la cual tomó la precaución de comprar una cama más grande
a fin de facilitar espacialmente las componendas amorosas triangulares: “Ellas
son bisexuales. Hubiese sido más difícil si fueran heterosexuales así no
tenemos celos”, detalló el contorsionista presunto del trípode conyugal[453].
Tampoco generó mayores
problemas de celos el “matrimonio” entre un adulto australiano de 20 años
(Joseph Guiso) y su perra, puesto que la buena predisposición afectiva del
animal para con su amo confirmaría que el canino prestaba consentimiento tácito
para materializar el zoofílico vínculo “familiar”[454].
“Anotaron al primer
bebé con triple filiación en la Argentina”[455], tituló el diario Infobae el 23
de abril del 2015, dando cuenta de una criatura llamada Antonio, cuyo padre
embarazó a una lesbiana que a su vez está “casada” con otra lesbiana y por
ende, el niño fue nota de los diarios por tener el “privilegio” de llevar el
apellido de los tres: el de las dos lesbianas convivientes y el del proveedor
de semen. Antes se decía que un padre podía tener tres o cuatro chicos. ¿Ahora
la duda es saber cuántos padres tendrá un chico?
Pero las extravagancias siempre pueden dar un
paso más y en Suecia, la Juventud del Partido Popular Liberal acaba de aprobar
una moción para promover que en su país sea permitido el incesto entre hermanos
y la necrofilia (antesala del casamiento incestuoso y del matrimonio con los
muertos): “Entiendo que (la necrofilia y el incesto) pueden ser vistos como
inusuales y repugnantes, pero la legislación no puede basarse en si algo es
desagradable o no”, dijo la libertaria Cecilia Johnson (versión euro-nórdica de
la stand-upista Gloria Alvarez), presidenta de LUF en Estocolmo. Eso sí, la
dirigente tomó la burocrática precaución de aclarar, respecto a la necrofilia,
que debe existir previamente un permiso escrito por parte de la persona antes
de morir, y por lo tanto “debe ser su propia decisión lo que sucede con su
cuerpo después de la muerte: si desea dejar sus restos a un museo o si desea
permitir que alguien se acueste con ellos”[456]. En fin, ya es sabido desde
hace tiempo que los libertarios de ahora no tienen mucho que ver con los
liberales históricos. Es decir con aquellos cruzados que en un mundo signado
por el totalitarismo defendían la libertad individual a capa y espada sin por
ello perder de vista que existen limitaciones y condicionamientos razonables a
la misma (tanto sea por impedimentos del orden natural como de la propia vida
en comunidad). Labor bien distinta a la que hoy protagonizan ciertas
estudiantinas bullangueras, guisa de neo-hippismo y utopismo twittero que tan
gratuita y funcionalmente trabaja para el marxismo cultural aunque sus
activistas no lo adviertan. Pero quien sí lo advirtió y retrató con regocijo
socarrón fue el propio freudomarxista Herbert Marcuse, quien mofándose de estos
anarquistas de juguete años atrás anotó: “El enemigo tiene ya su ‘quinta
columna’ dentro del mundo limpio: los hippies y sus semejantes, con el cabello
largo y sus barbas y sus pantalones sucios: aquellos que son promiscuos y se
toman libertades que les son negadas a los limpios y ordenados”[457], elegante
manera de Marcuse de tildar de idiotas útiles a quienes creyéndose sus
enemigos, velan gratis en su favor.
En suma, la
disparatada casuística de “matrimonios” rebuscados podríamos acumularla y
citarla en libro aparte, pero basta un puñado de ejemplos bien actuales para
advertir hasta dónde se pretende naturalizar la insensatez so pretexto de no
ser un insensible “discriminador”. Pero respecto puntualmente al matrimonio
entre homosexuales, conforme la lógica aristotélica, la no discriminación
consiste en “el trato igualitario entre iguales”, por ende, no otorgarle a
éstos el derecho a contraer “matrimonio” no encarna discriminación alguna, dado
que no son “iguales” sino justamente homosexuales. Y si bien la condición de
homosexual a una persona no la hace ni más digna ni menos digna que un
heterosexual, sí la hace distinta. Y por las propias características de su
manera sexual de vincularse, no es pertinente obtener ningún artilugio legal
para ejercer una función social que la propia naturaleza le niega. Dicho de
otra manera: adjudicarle discriminación al Estado por no avalar el “matrimonio
homosexual” equivale a considerar que el Estado es discriminatorio cuando se
niega a otorgarle el carnet de conducir un automóvil a un ciego.
Una vez más, tenemos
que volver a los principios generales del sentido común: somos iguales ante la
ley, pero no mediante la ley. ¿Qué quiere decir esto? Que a condiciones iguales
todos tenemos los mismos derechos, pero un homosexual, al igual que un ciego,
no porta condiciones iguales sino infortunadamente desiguales, por ende,
merecen un trato digno pero apartado de la regla general. La ley no debería
forzar equiparaciones que de todas maneras son inequiparables: la igualdad jurídica
no puede ni debe suplantar la desigualdad biológica.
Justamente, igualdad
jurídica significa que todos aquellos que tienen capacidad para conducir un
auto tengan el derecho a obtener dicha licencia. Mutatis mutandis, todos
aquellos que tienen capacidad para contraer matrimonio tienen el derecho de
estar habilitados para hacerlo. ¿Esto quiere decir que un homosexual no tiene
derecho a convivir con un análogo y compartir un proyecto afectivo-sexual
común? Por supuesto que no, y ese punto nunca lo hemos discutido. Pero como ese
acto privado no es de interés público, el Estado no tiene ni debe otorgarle
aval oficial alguno, ni proveerles privilegios que la propia naturaleza del
vínculo que ellos eligieron tener les impide.
Las leyes positivas
—es decir, las leyes escritas— deben subordinarse a las leyes naturales y no
colisionar con ellas. Por más que una ley legislada en un Parlamento declare la
abolición de la ley de gravedad, esa insensata normativa no impediría que un
Diputado salga de la sesión y al tirarse por la ventana del recinto se estrelle
contra el piso: el alegre consenso democrático no puede, por más quórum que
consiga, violentar la naturaleza sino apenas parodiar una “compensación” por
las aparentes “injusticias” que el sindicato de homosexuales dice padecer.
Podría argumentarse en sentido contrario que “el comportamiento homosexual es
observable en animales [458] y como los animales siguen su instinto conforme la
naturaleza y el hombre es también un animal, la homosexualidad debería entonces
estar de acuerdo con la naturaleza”. Con este parangón tendríamos que aceptar
como bueno o natural el canibalismo, el incesto o el que los padres maten o
coman a sus crías —praxis recurrentes en algunas especies— y legitimar dichas
conductas por medio de una ley: pero es la naturaleza la que le impuso a la
conducta humana el detalle de que ésta se encuentre subordinada a la razón y no
al impulso salvaje, de ahí que las conductas bestiales antedichas suelan
provocar instintiva y espontánea aversión o repugnancia en la conciencia del
hombre.
¿Y por qué al Estado
le interesa legitimar y reglar el vínculo matrimonial y no el mero vínculo de
amistad, por ejemplo? Porque del vínculo matrimonial surge la prole, es decir
seres inocentes e indefensos que llegado el caso requieren de una protección
subsidiaria o de una cobertura legal complementaria, y es por ello que los
padres tienen no sólo obligaciones entre sí, sino fundamentalmente deberes
afectivos y materiales para con la criatura que ellos engendran, y es de ahí
que brota la necesidad de contemplar legalmente la situación, puesto que ésta
es de orden público y hace al sano interés de la vida en comunidad. En sentido
contrario, no le interesa al Estado saber que Juan y Pedro son simples amigos,
ni éstos tienen que registrar su amistad en ninguna oficina estatal, puesto que
dicha amistad es un afecto particular sin ninguna connotación de orden público.
De igual manera, tampoco le importa al Estado saber si Juan y Pedro además de
ser amigos tienen ligaduras genitales entre sí.
Podría argumentarse
luego que si todo depende de la capacidad de procrear, entonces cuando un
hombre y una mujer son estériles, o son de edad avanzada, tampoco el Estado
debería permitir casarlos. Pero este argumento es una bravata de poca monta: no
hay parangón posible entre la esterilidad natural de una pareja y la
esterilidad de una relación homosexual. En el primer caso, el acto conyugal
practicado por marido y mujer tiene la posibilidad de engendrar una nueva vida.
Puede que no ocurra la concepción debido a una disfunción orgánica en
cualquiera de los esposos o por cualquier otra circunstancia. Pero esta falta
de concepción surge por motivos contingentes, volitivos o circunstanciales. Por
tanto se trata de una esterilidad accidental. En cambio, en la relación
homosexual la esterilidad no es accidental sino que deviene inherente a la
propia fisiología del acto, el cual es infértil por naturaleza y definición.
Finalmente, concluimos
este subcapítulo con la siguiente reflexión: el Estado debe ser abstencionista
y limitarse sólo a garantizar a los homosexuales su legítimo derecho a vivir su
intimidad carnal como les plazca, pero no el derecho a que se les otorguen
privilegios ajenos a la naturaleza de la actividad venérea que ellos mismos
decidieron tener. Vale decir, no pretendemos que el Estado prohíba los vicios
sexuales en tanto éstos no lesionen derechos de terceros. Simplemente
entendemos que el Estado no debe fomentar ni institucionalizar dichos
desarreglos atribuyéndole status social y jurídico a formas de vida que no son
ni pueden ser matrimoniales.
Dicha abstención
estatal no sólo no se opone a la Justicia, sino que por el contrario, es
requerido por ésta.