NOTA DE JUAN MANUEL DE PRADA
CORRUPCIÓN
Cuando, ante la floración constante de casos de corrupción política,
se repite machaconamente que tales casos no deben hacernos olvidar que
hay políticos honrados se está formulando, desde luego, una
perogrullada; pero también se trata de invertir la realidad del
problema. Pues lo que se pretende con esta repetición machacona es
infundir la ilusión de que los políticos corruptos surgen como
malformaciones de un sistema que está sano; cuando lo cierto es que los políticos honrados son excepciones heroicas de un sistema que está enfermo. Y, ocultando esta realidad, nada se logrará en el combate contra la corrupción: pues por mucho que se fomente la llegada de personas honradas a la política, el medio corruptor que los cobija acabará maleándolos; o,
en el caso de que no lo consiga, su ejemplo heroico servirá para
perpetuarlo, pues su honradez insobornable seguirá siendo coartada que
justifique la corrupción del medio.
El problema de la corrupción, como casi todos los problemas que sacuden
nuestra época, tiene un fondo –digámoslo así– teológico, que es la
ausencia del sentido de lo sacro que invade la política; y, mientras
seamos incapaces de restaurar nuestros bienes eternos, muy difícilmente
lograremos impedir que haya políticos sin escrúpulos que sigan
arramblando con nuestros bienes temporales. Pero la
recuperación del sentido de lo sacro en la política no es cosa que vaya a
ocurrir de la noche a la mañana; extirparlo ha costado varios siglos, y
recuperarlo puede costar al menos otros tantos. pero, entretanto,
podemos aspirar siquiera a restaurar un sentido de la moral natural,
cosa desde luego nada sencilla allá donde falta el sentido de lo sacro,
mas no del todo imposible, siempre que se reconozca que el
mal no se halla en los políticos corruptos –que siempre existirán, aun
en un régimen político que no hubiese extraviado el sentido de lo
sacro–, sino en el modo de organizar las relaciones políticas.
Es la partitocracia la
que constitutivamente es corrupta, porque en ella los políticos dejan de
ser representantes populares para convertirse en una casta cuyo fin
primordial es la acumulación de poder. Pruebas manifiestas de ese mal constitutivo de la partitocracia las tenemos por doquier: así, por ejemplo, en
la efectiva anulación del principio de separación de poderes o en la
injerencia creciente de la política en la función pública. El
asfixiante poder acumulado por los partidos ha conseguido arruinar,
incluso, instituciones nacidas de la iniciativa social, como las cajas
de ahorros; y ha dejado otras hechas unos zorros, como las
universidades. Y es la partitocracia la que ha conducido al Estado a unos niveles de endeudamiento insoportables,
pues el crecimiento monstruoso del gasto que hemos padecido en las
últimas décadas no es sino la consecuencia inevitable de la necesidad de
control omnímodo que está inscrita en la naturaleza del sistema de
partidos. Y allá donde se generan partidas de gasto con el único fin de
asegurar el crecimiento hipertrófico de las estructuras de la
partitocracia, es inevitable que florezcan conductas corruptas. A la
postre, cuando se analizan los casos más recientes de corrupción, uno
descubre que los políticos corruptos que nos escandalizan no hacían sino
captar, manejar y distribuir partidas de dinero que, en un sistema
sano, no tendrían que haber sido desviadas hacia los partidos.
Inevitablemente, allá
donde los partidos se han convertido en estructuras de acaparamiento de
poder, acaban atrayendo en su seno a la hez social. Es una ley biológica
infalible que las moscas menudeen en vertederos y letrinas.