OPINIÓN:
Generalmente las unimos, hacemos de la ética y de la moral una misma
cosa, lo que está bien si con estas palabras sólo queremos señalar un
comportamiento como el que se espera de alguien honorable. Conviene, sin
embargo distinguir qué es la ética y qué es la moral para analizar
mejor sus alcances, sus implicancias.
La ética es una parte de la filosofía. Fundamental, puesto que trata de las obligaciones del hombre, de su conducta, acorde a la razón y con el objeto de convivir en una sociedad armónica, en la que todos puedan cumplir con sus deberes naturales. Hablamos de filosofía y comprendemos que nos adentramos en un terreno difícil, ámbito de la razón; de hecho, hay filósofos, grandes filósofos, de magnífica sabiduría y profundidad, que disienten entre sí, que no se ponen de acuerdo, un campo en el que unos niegan el andamiaje argumental construido por otros. ¿Puede pensarse, entonces, que la ética es inútil, ya que los filósofos no llegan a resultados rotundos, apodícticos, innegables, como los de las ciencias físicas y matemáticas? No es así, porque las discrepancias se refieren, por lo general, a aspectos de menor incidencia en la práctica, y todos los filósofos -todos los de la civilización occidental y cristiana, coinciden en lo fundamental sin dejar dudas en cuanto a las aplicaciones
La moral, en cambio, no es ciencia sino su ejercicio, el empleo de las buenas costumbres, de las prácticas de quienes son considerados virtuosos en una sociedad. Un ejemplo: la ética señala la virtud de la monogamia. Una persona que en su momento se ha apartado de esa virtud al tener relaciones llamadas impropias; correspondería llamarles inmorales, ya que transgreden los principios sustentados por la sociedad a la que pertenece. Lo mismo que hace ese ciudadano de nuestro país, en otra sociedad, por ejemplo entre musulmanes que aceptan varios matrimonios simultáneos, hubiera sido bien visto, se hubiera considerado moral, de haberse realizado a la vista, sin ocultaciones. La moral musulmana lo hubiera aprobado (si no lo hacía a escondidas); la ética lo rechaza.
Los principios de la ética son obligatorios para todos y en todas las circunstancias. Sí, es cierto que la ética condena el robo, y que el robo se justifica en determinadas circunstancias de hambre, de necesidad imperiosa; no se debe matar, aunque se pueda hacerlo en defensa propia, de la madre, de la mujer, del hijo, de la patria. Es muy malo mentir, y sin embargo el médico con toda tranquilidad le miente a un enfermo desahuciado para sostenerle el ánimo. Aunque, en general, las obligaciones sean para todos y en todas las circunstancias, los casos que justifican el abandono, la suspensión de la norma, han sido muy bien estudiados y puntillosamente expuestos por la teología moral.
Pero hay quienes están más comprometidos. En razón de su oficio, están más comprometidos que los demás a cumplir las normas. Es el caso de los políticos, obligados a ser veraces, honestos, fieles cumplidores.
Si pueden y debe hacerse distingos entre las obligaciones morales de un político y las de un ciudadano común. El político está mucho más obligado que otros. El simple ciudadano tiene que atender sus problemas personales, en cambio el político atiende los asuntos de toda la sociedad; si uno cualquiera echa una mentirilla habrá, quizás, algunos pocos perjudicados; cuando el político miente es toda una comunidad la afectada; si un individuo roba, coimea, defrauda, se queda con un vuelto, aplica medidas en su propio provecho, dañará a sus patrones, sus subordinados, sus socios, en cambio los políticos pueden, con las artimañas que idean para quedarse con dineros ajenos, perjudicar el comercio, el desarrollo, el trabajo, el intercambio internacional de una comunidad entera. (Por supuesto que no voy a dar datos de los grandes daños sufridos por la nación a causa de las estafas de los políticos, porque no tengo pruebas, pero todos sabemos a qué me refiero).
Por eso el político debe ser juzgado con muchísima mayor severidad que los que se dedican a otras actividades.
Está en boca de todos, el concepto de que nadie es culpable mientras el juez no lo condene. Está bien, así debe ser, pero sólo en materia criminal, cuando se acusa de delitos. Las inmoralidades, como la mentira, el engaño, el aprovechar la ignorancia, la buena fe o el descuido de los demás, no son delitos tipificados por el código, por lo tanto nunca un juez va a condenar esas faltas.
Sostener que alguien es inocente porque la justicia no lo condene conduce a un error que desgraciadamente se generaliza: los inmorales, los que transgreden las normas de corrección, son culpables, muy culpables, nada más que la sociedad ha establecido penas para los que cometen delitos y no para los inmorales, ni menos para quienes apliquen preceptos de una ética ajena a la sana doctrina.
El que se siente inclinado a largarse por un mal camino puede razonar: ¿por qué no voy a hacer esto yo, si legisladores, gobernadores, presidentes, ministros, hacen cosas peores? y más aún: si la moral se funda en las conductas que son bien vistas, aceptadas, valoradas por un medio social, ¿ese medio no se expone a que su moral decline, se corrompa, se pervierta, por culpa de los malos ejemplos que desde arriba dan los políticos indecorosos? El individuo de cualquier oficio que no siga los dictados de la ética, corre el riesgo de que a su alma se la lleve el diablo. El político que tenga una conducta igualmente mala, además de ser llevado por el diablo bien se merece la condena, la reprobación, el vituperio, la censura de toda la sociedad, porque sus faltas contra la ética afectan a la moral de su medio.
Se crean departamentos estatales con el objeto de vigilar la aplicación de las normas éticas en la vida pública. Por la naturaleza de la materia no debiéramos ilusionarnos en cuanto a sus resultados. La ética, por ser sabiduría, tiene su ámbito adecuado en universidades y academias. Los organismos burocráticos podrán, sí, ejercer alguna vigilancia sobre los aspectos en que las incorrecciones se extienden hasta el campo de la delincuencia. Y nada más.
Las faltas que quedan al margen del delito, libres de la incumbencia de la justicia, eran condenadas por la religión; la sociedad moderna, que rechaza lo religioso como cartabón de lo bueno y de lo malo, tropieza, de entrada, en cuáles serán las normas que servirán para juzgar las conductas. Ha cundido el criterio de que sólo lo delictivo es condenable, así que se corre el peligro de considerar como aceptables todas las inmoralidades que no se hubiesen tipificado como delitos. El pueblo desea una sociedad austera, decente, limpia, honesta. En la lucha por ella no debe declinar la vigilancia en órganos burocráticos que se muestren como vigilantes de la ética. Sería fatal. Lo único que podría dar resultados es que ese mismo pueblo vigile la moral de sus políticos y los condene con energía y severidad. Por los delitos, si los hubiere, sí, que intervengan los jueces y que actúen como sea su deber; pero por las inmoralidades, sobre las que la justicia no tiene jurisdicción, debe ser el pueblo, la opinión pública, la que se pronuncie cada vez que haga falta y con todo el rigor correspondiente. Los curas (Sacerdotes), por su obligación de recibir confesiones, estudian -o estudiaban, no sé ahora- teología moral, que es la aplicación de la teología, la ciencia que trata de Dios, al orden de las acciones humanas. Hay muchas cuestiones que están en el límite de lo bueno y de lo malo, de lo admitido y de lo rechazado, de lo moral y de lo inmoral. El cura, para exigir un arrepentimiento, o para absolver puesto que no se obró indebidamente, estaba obligado a aplicar la casuística. La casuística es, simplemente, la aplicación de los principios morales a cada caso concreto. Es malo robar; sí, de acuerdo; pero está permitido robar en caso de ser indispensable para salvar la vida, para no morirse de hambre; también hay un acuerdo general y coinciden los juristas con los moralistas. Pero morirse de hambre es una expresión medio ambigua, que da pie para muchas situaciones intermedias: uno está muerto de hambre porque hace cuatro días que no come y se siente desfallecer, y otro está muerto de hambre, simplemente porque han pasado dos horas de la hora del almuerzo habitual y el cuerpo está pidiendo comida; evidentemente la norma que vale para el primer caso no vale para este otro; pero, en esta segunda situación, está el padre de un chiquito que hace dos horas que no come, no corre peligro de morir de inanición pero el hambre lo hace llorar desesperado; entonces, ¿el principio no vale también para este padre del hijo lloroso, a pesar de que no corran riesgo la vida ni la salud? La casuística se ocupa de analizar estas situaciones intermedias. Ha sido desvalorada, despreciada, denigrada por acusársela de complaciente, de que siempre encuentra el argumento que justifique que -en este caso especialísimo- sea lícito apartarse de la norma general. El término casuístico en la actualidad se aplica con desprecio a sólo lo que se ocupa de detalles baladíes eludiendo el fondo de las cuestiones. Y es una lástima que sea así. Al no tratarse en público, ésta pasa a ser sólo materia de la conciencia de cada individuo, y cada uno es más complaciente de lo que los principios éticos y las normas morales exigen para un buen orden de la sociedad. No sé, no me consta, no tengo bases ciertas para afirmarlo, pero pienso que la enorme mayoría de los coimeros se sienten justificados, porque en su caso particularísimo la coima “no hace mal a nadie”, porque la coima “es una norma general” en el medio en la actividad de que se trate, porque al producto de la coima “lo va a destinar a altos principios del partido que no tienen otra fuente de financiación”, porque se trata de “esta única vez para tener una base que le permita no tener tentaciones mayores en el futuro”. En fin: los coimeros tienen muchísimas formas de absolverse a sí mismos y por eso se generaliza esta conducta corrupta, en tal medida que corrupción y coima tienden a identificarse y a aparecer como inevitables en el mundo moderno. La casuística, tratada en público, analizada en las universidades, tendía a evitar que cada cual se justificara con los argumentos con que acalla su propia conciencia. El mundo moderno, que a la casuística la desestima, la desecha o por lo menos la mira con indiferencia, ve esta proliferación de conductas inmorales que hasta le encuentran justificativos a la inmoralidad pública y colectiva. ¿Quién no ha oído decir “prefiero gobiernos que roben pero que hagan obras, ya que para coimear necesitan tener obras en marcha”? ¿Puede darse el bien común teniendo al robo como motor de las acciones? De la escuela se espera que prepare a los chicos para desempeñarse en la sociedad. El general Belgrano, en el reglamento que preparó para las escuelas que se crearían con su donación, prescribe que los alumnos no sólo tendrían clases de religión, sino que el maestro también instruiría sobre las obligaciones del buen ciudadano. En las escuelas siempre se han dado clases de moral, aunque en muchos períodos la moral haya sido rebajada al simple rango de urbanidad. Debiera la escuela preparar a los alumnos con normas de ética y difundir conceptos y ejemplos de moralidad. Para acceder a ciertos trabajos se debe contar con el ciclo primario cumplido, terminado, completo. El alumno no completa ese ciclo, aunque él no tenga la culpa, pero recibe una instrucción muy retaceada; pero la escuela le otorga el certificado de que ha cursado estudios completísimos. Entonces, el día de mañana, cuando ese alumno sea un falsario, un tramposo, un estafador, y se le pregunte ¿cómo se ha corrompido usted? él, ajustándose a la verdad, podrá decir: a mí la escuela del estado me ha educado en la corrupción, me ha enseñado a ser corrupto, me ha dirigido a obtener un certificado de aprendizaje sin haber recibido la enseñanza correspondiente. Por eso digo: la moral nos obliga a todos, pero nos obliga más a los políticos. El deficiente manejo de los instrumentos del estado - que es comprensible, ya que tiene múltiples razones, como la escasez del presupuesto- lleva a que el propio estado se convierta en corruptor.
DR. JORGE B. LOBO ARAGÓN
jorgeloboaragon@hotmail.com
jorgeloboaragon@gmail.com
La ética es una parte de la filosofía. Fundamental, puesto que trata de las obligaciones del hombre, de su conducta, acorde a la razón y con el objeto de convivir en una sociedad armónica, en la que todos puedan cumplir con sus deberes naturales. Hablamos de filosofía y comprendemos que nos adentramos en un terreno difícil, ámbito de la razón; de hecho, hay filósofos, grandes filósofos, de magnífica sabiduría y profundidad, que disienten entre sí, que no se ponen de acuerdo, un campo en el que unos niegan el andamiaje argumental construido por otros. ¿Puede pensarse, entonces, que la ética es inútil, ya que los filósofos no llegan a resultados rotundos, apodícticos, innegables, como los de las ciencias físicas y matemáticas? No es así, porque las discrepancias se refieren, por lo general, a aspectos de menor incidencia en la práctica, y todos los filósofos -todos los de la civilización occidental y cristiana, coinciden en lo fundamental sin dejar dudas en cuanto a las aplicaciones
La moral, en cambio, no es ciencia sino su ejercicio, el empleo de las buenas costumbres, de las prácticas de quienes son considerados virtuosos en una sociedad. Un ejemplo: la ética señala la virtud de la monogamia. Una persona que en su momento se ha apartado de esa virtud al tener relaciones llamadas impropias; correspondería llamarles inmorales, ya que transgreden los principios sustentados por la sociedad a la que pertenece. Lo mismo que hace ese ciudadano de nuestro país, en otra sociedad, por ejemplo entre musulmanes que aceptan varios matrimonios simultáneos, hubiera sido bien visto, se hubiera considerado moral, de haberse realizado a la vista, sin ocultaciones. La moral musulmana lo hubiera aprobado (si no lo hacía a escondidas); la ética lo rechaza.
Los principios de la ética son obligatorios para todos y en todas las circunstancias. Sí, es cierto que la ética condena el robo, y que el robo se justifica en determinadas circunstancias de hambre, de necesidad imperiosa; no se debe matar, aunque se pueda hacerlo en defensa propia, de la madre, de la mujer, del hijo, de la patria. Es muy malo mentir, y sin embargo el médico con toda tranquilidad le miente a un enfermo desahuciado para sostenerle el ánimo. Aunque, en general, las obligaciones sean para todos y en todas las circunstancias, los casos que justifican el abandono, la suspensión de la norma, han sido muy bien estudiados y puntillosamente expuestos por la teología moral.
Pero hay quienes están más comprometidos. En razón de su oficio, están más comprometidos que los demás a cumplir las normas. Es el caso de los políticos, obligados a ser veraces, honestos, fieles cumplidores.
Si pueden y debe hacerse distingos entre las obligaciones morales de un político y las de un ciudadano común. El político está mucho más obligado que otros. El simple ciudadano tiene que atender sus problemas personales, en cambio el político atiende los asuntos de toda la sociedad; si uno cualquiera echa una mentirilla habrá, quizás, algunos pocos perjudicados; cuando el político miente es toda una comunidad la afectada; si un individuo roba, coimea, defrauda, se queda con un vuelto, aplica medidas en su propio provecho, dañará a sus patrones, sus subordinados, sus socios, en cambio los políticos pueden, con las artimañas que idean para quedarse con dineros ajenos, perjudicar el comercio, el desarrollo, el trabajo, el intercambio internacional de una comunidad entera. (Por supuesto que no voy a dar datos de los grandes daños sufridos por la nación a causa de las estafas de los políticos, porque no tengo pruebas, pero todos sabemos a qué me refiero).
Por eso el político debe ser juzgado con muchísima mayor severidad que los que se dedican a otras actividades.
Está en boca de todos, el concepto de que nadie es culpable mientras el juez no lo condene. Está bien, así debe ser, pero sólo en materia criminal, cuando se acusa de delitos. Las inmoralidades, como la mentira, el engaño, el aprovechar la ignorancia, la buena fe o el descuido de los demás, no son delitos tipificados por el código, por lo tanto nunca un juez va a condenar esas faltas.
Sostener que alguien es inocente porque la justicia no lo condene conduce a un error que desgraciadamente se generaliza: los inmorales, los que transgreden las normas de corrección, son culpables, muy culpables, nada más que la sociedad ha establecido penas para los que cometen delitos y no para los inmorales, ni menos para quienes apliquen preceptos de una ética ajena a la sana doctrina.
El que se siente inclinado a largarse por un mal camino puede razonar: ¿por qué no voy a hacer esto yo, si legisladores, gobernadores, presidentes, ministros, hacen cosas peores? y más aún: si la moral se funda en las conductas que son bien vistas, aceptadas, valoradas por un medio social, ¿ese medio no se expone a que su moral decline, se corrompa, se pervierta, por culpa de los malos ejemplos que desde arriba dan los políticos indecorosos? El individuo de cualquier oficio que no siga los dictados de la ética, corre el riesgo de que a su alma se la lleve el diablo. El político que tenga una conducta igualmente mala, además de ser llevado por el diablo bien se merece la condena, la reprobación, el vituperio, la censura de toda la sociedad, porque sus faltas contra la ética afectan a la moral de su medio.
Se crean departamentos estatales con el objeto de vigilar la aplicación de las normas éticas en la vida pública. Por la naturaleza de la materia no debiéramos ilusionarnos en cuanto a sus resultados. La ética, por ser sabiduría, tiene su ámbito adecuado en universidades y academias. Los organismos burocráticos podrán, sí, ejercer alguna vigilancia sobre los aspectos en que las incorrecciones se extienden hasta el campo de la delincuencia. Y nada más.
Las faltas que quedan al margen del delito, libres de la incumbencia de la justicia, eran condenadas por la religión; la sociedad moderna, que rechaza lo religioso como cartabón de lo bueno y de lo malo, tropieza, de entrada, en cuáles serán las normas que servirán para juzgar las conductas. Ha cundido el criterio de que sólo lo delictivo es condenable, así que se corre el peligro de considerar como aceptables todas las inmoralidades que no se hubiesen tipificado como delitos. El pueblo desea una sociedad austera, decente, limpia, honesta. En la lucha por ella no debe declinar la vigilancia en órganos burocráticos que se muestren como vigilantes de la ética. Sería fatal. Lo único que podría dar resultados es que ese mismo pueblo vigile la moral de sus políticos y los condene con energía y severidad. Por los delitos, si los hubiere, sí, que intervengan los jueces y que actúen como sea su deber; pero por las inmoralidades, sobre las que la justicia no tiene jurisdicción, debe ser el pueblo, la opinión pública, la que se pronuncie cada vez que haga falta y con todo el rigor correspondiente. Los curas (Sacerdotes), por su obligación de recibir confesiones, estudian -o estudiaban, no sé ahora- teología moral, que es la aplicación de la teología, la ciencia que trata de Dios, al orden de las acciones humanas. Hay muchas cuestiones que están en el límite de lo bueno y de lo malo, de lo admitido y de lo rechazado, de lo moral y de lo inmoral. El cura, para exigir un arrepentimiento, o para absolver puesto que no se obró indebidamente, estaba obligado a aplicar la casuística. La casuística es, simplemente, la aplicación de los principios morales a cada caso concreto. Es malo robar; sí, de acuerdo; pero está permitido robar en caso de ser indispensable para salvar la vida, para no morirse de hambre; también hay un acuerdo general y coinciden los juristas con los moralistas. Pero morirse de hambre es una expresión medio ambigua, que da pie para muchas situaciones intermedias: uno está muerto de hambre porque hace cuatro días que no come y se siente desfallecer, y otro está muerto de hambre, simplemente porque han pasado dos horas de la hora del almuerzo habitual y el cuerpo está pidiendo comida; evidentemente la norma que vale para el primer caso no vale para este otro; pero, en esta segunda situación, está el padre de un chiquito que hace dos horas que no come, no corre peligro de morir de inanición pero el hambre lo hace llorar desesperado; entonces, ¿el principio no vale también para este padre del hijo lloroso, a pesar de que no corran riesgo la vida ni la salud? La casuística se ocupa de analizar estas situaciones intermedias. Ha sido desvalorada, despreciada, denigrada por acusársela de complaciente, de que siempre encuentra el argumento que justifique que -en este caso especialísimo- sea lícito apartarse de la norma general. El término casuístico en la actualidad se aplica con desprecio a sólo lo que se ocupa de detalles baladíes eludiendo el fondo de las cuestiones. Y es una lástima que sea así. Al no tratarse en público, ésta pasa a ser sólo materia de la conciencia de cada individuo, y cada uno es más complaciente de lo que los principios éticos y las normas morales exigen para un buen orden de la sociedad. No sé, no me consta, no tengo bases ciertas para afirmarlo, pero pienso que la enorme mayoría de los coimeros se sienten justificados, porque en su caso particularísimo la coima “no hace mal a nadie”, porque la coima “es una norma general” en el medio en la actividad de que se trate, porque al producto de la coima “lo va a destinar a altos principios del partido que no tienen otra fuente de financiación”, porque se trata de “esta única vez para tener una base que le permita no tener tentaciones mayores en el futuro”. En fin: los coimeros tienen muchísimas formas de absolverse a sí mismos y por eso se generaliza esta conducta corrupta, en tal medida que corrupción y coima tienden a identificarse y a aparecer como inevitables en el mundo moderno. La casuística, tratada en público, analizada en las universidades, tendía a evitar que cada cual se justificara con los argumentos con que acalla su propia conciencia. El mundo moderno, que a la casuística la desestima, la desecha o por lo menos la mira con indiferencia, ve esta proliferación de conductas inmorales que hasta le encuentran justificativos a la inmoralidad pública y colectiva. ¿Quién no ha oído decir “prefiero gobiernos que roben pero que hagan obras, ya que para coimear necesitan tener obras en marcha”? ¿Puede darse el bien común teniendo al robo como motor de las acciones? De la escuela se espera que prepare a los chicos para desempeñarse en la sociedad. El general Belgrano, en el reglamento que preparó para las escuelas que se crearían con su donación, prescribe que los alumnos no sólo tendrían clases de religión, sino que el maestro también instruiría sobre las obligaciones del buen ciudadano. En las escuelas siempre se han dado clases de moral, aunque en muchos períodos la moral haya sido rebajada al simple rango de urbanidad. Debiera la escuela preparar a los alumnos con normas de ética y difundir conceptos y ejemplos de moralidad. Para acceder a ciertos trabajos se debe contar con el ciclo primario cumplido, terminado, completo. El alumno no completa ese ciclo, aunque él no tenga la culpa, pero recibe una instrucción muy retaceada; pero la escuela le otorga el certificado de que ha cursado estudios completísimos. Entonces, el día de mañana, cuando ese alumno sea un falsario, un tramposo, un estafador, y se le pregunte ¿cómo se ha corrompido usted? él, ajustándose a la verdad, podrá decir: a mí la escuela del estado me ha educado en la corrupción, me ha enseñado a ser corrupto, me ha dirigido a obtener un certificado de aprendizaje sin haber recibido la enseñanza correspondiente. Por eso digo: la moral nos obliga a todos, pero nos obliga más a los políticos. El deficiente manejo de los instrumentos del estado - que es comprensible, ya que tiene múltiples razones, como la escasez del presupuesto- lleva a que el propio estado se convierta en corruptor.
DR. JORGE B. LOBO ARAGÓN
jorgeloboaragon@hotmail.com
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