Debido
proceso
Por
Emilio Cárdenas [1]| Para LA NACION
Luego
de derrotar militarmente a la Alemania nazi, los aliados decidieron organizar
de inmediato los tribunales de Nuremberg
para juzgar a los máximos responsables de las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, incluyendo el
horrible genocidio perpetrado contra el pueblo judío. Ése fue, históricamente,
el primer ejemplo claro de lo que hoy llamamos "justicia transicional".
Cabe
recordar que, desde su inicio, esas conversaciones evidenciaron la existencia
de dos posiciones marcadamente diferentes. Por una parte, la de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que procuraban hacer justicia
con equidad, respetando el debido proceso legal. Por la otra, la de la Unión Soviética, que consideraba a los líderes nazis culpables ex ante,
simplemente en función del contexto de la Segunda
Guerra, como si por eso no hubiera
sido necesario probar responsabilidad personal alguna. Los soviéticos veían los procesos judiciales apenas como un mecanismo
para graduar, en cada caso, las penas por imponer. Nada más.
Es
obvio que los soviéticos procuraban
esencialmente propaganda y revancha pública, lo que poco y nada tiene que ver con hacer justicia. El fiscal soviético
Andrei Vyshinsky sostuvo entonces que la presunción de inocencia debía, a
lo sumo, considerarse "un prejuicio
burgués". En rigor, los soviéticos
estaban, además, tratando de ocultar su atroz matanza de centenares de
oficiales polacos en Katyn, que
recientemente Rusia ha reconocido
como realizada por mandato de las autoridades
soviéticas. Por su parte, el delegado
soviético I. T. Nikitchenko sostuvo que las Declaraciones de Moscú y de Crimea (Yalta), por su contenido,
debían tenerse por condenas, sin que fuera necesario dictar sentencias
judiciales de ningún tipo para seguir adelante contra los jerarcas nazis.
Para
los soviéticos, la carga de la prueba debía estar a cargo
de la defensa, invirtiendo así la regla tradicional -exigida por el debido proceso legal y por el principio de presunción de
inocencia- que postula que la prueba está -en cada caso- a cargo del fiscal
acusador.
Nikitchenko,
por lo demás, no comprendía qué era lo que los norteamericanos querían decir
cuando insistían constantemente en que los jueces debían ser -y actuar- como
personas independientes e imparciales. Lo que supone que debían dejar de lado
las presiones externas, así como las derivadas de sus propias emociones, esto
es, de sus respectivas ecuaciones personales. Para Nikitchenko, eso sólo suponía demorar las cosas innecesariamente.
El formidable fiscal norteamericano Robert
Jackson, por su parte, estaba atónito frente a la pretensión soviética de
concebir los juicios apenas como una formalidad, puesto que los soviéticos creían que eran importantes
por razones políticas, pero no de justicia: la ideología les impedía ser, en
esto, objetivos; y los lanzaba en
dirección a la venganza. Por eso, en su momento, Jackson señaló: "No se
debe poner a ninguna persona en juicio si uno no está decidido a dejarla en
libertad si no se prueba su culpabilidad. Si uno está dispuesto a ejecutar a
esa persona en cualquier caso -agregó-, no debiera organizarse ningún proceso
penal, porque el mundo no respeta a aquellos tribunales que han sio simplemente
organizados para condenar".
Desde
entonces, la comunidad internacional ha evolucionado mucho y
bien en materia de
regulación de los crímenes de lesa
humanidad y ha adoptado un principio, hoy reconocido universalmente, que es
el de la necesidad de que los fiscales
procedan a probar siempre los cargos que formulan "más allá de toda duda razonable". Una vez más, se
confirmó el conocido principio de actori
incumbit probatio. Si este requisito, que es una exigencia del Estado de Derecho y del debido proceso legal, así como de la
necesidad de respetar las garantías
judiciales esenciales, no se alcanza, debe
absolverse al acusado. Ese y no otro es el estándar penal hoy
universalmente aceptado por la comunidad internacional, que ha sido adoptado
expresamente en los instrumentos y normas que regulan la actividad de los tribunales penales internacionales. En
todos los casos.
Para
cumplir con esta pauta es necesario no sólo probar el elemento físico de los
delitos (actus reus), sino también
su componente mental (mens rea),
esto es, la intención de delinquir.
Ambas cosas. Y que, cuando se trate de participaciones delictivas en las que,
además, exista -y se pruebe- un plan común, es necesario que el presunto
partícipe conozca la mens rea de
quien cometerá materialmente el delito.
No es posible asignar culpa por mera identidad política o
ideológica. Ni tampoco por creencias o inferencias subjetivas.
Como sostiene Danilo Zolo2, los jueces deben separar la política de la justicia, de modo que el proceso penal no sea simplemente una engañosa teatralización ritual de la lucha política o de la estigmatización de quien es considerado enemigo. Los procesos penales, es cierto, pueden estar
sujetos a manipulaciones, interferencias y hasta a presiones indebidas. En
algunos casos, realmente escandalosas. Cuando esto sucede, quedan viciados de nulidad
Es
hora entonces, en nuestro medio, de dejar de invocar mecánicamente el
precedente interamericano del caso Veláquez Rodríguez, de los años 80, con el que, en algunos casos, se
pretende asignar culpabilidad sobre la base de meros indicios y presunciones y
de un pretendido "contexto"
general de la Argentina de los años 70. Se evita así la responsabilidad de
tener que probar "más allá de toda
duda razonable".
Ocurre
que, desde los años 80 hasta hoy, el derecho humanitario internacional ha
avanzado enormemente y adoptado, sin excepciones, esa regla esencial. La de la
necesidad de probar las acusaciones que se realizan "más allá de toda duda razonable". Cabe asimismo recordar
que la referida decisión interamericana aclara que ella se aplica sólo a los
tribunales internacionales y ciertamente no a los internos. Además es necesario
apuntar que, aunque ella sólo pueda invocarse en el ámbito internacional, lo
cierto es que exige que siempre se deduzcan conclusiones consistentes con los
hechos y no con la fantasía o las emociones de los juzgadores.
Si
la Argentina no abraza con rapidez y
claridad la pauta probatoria utilizada y definida por el resto del mundo para
los delitos de lesa humanidad -esto es, la necesidad de probar siempre la
comisión de los delitos "más allá de
toda duda razonable"-, la historia tendrá, en las decisiones
judiciales que caprichosamente den la espalda a ese principio, vehículos de
revancha. Lo que sería lamentable y algo de lo que nuestras generaciones
futuras nunca podrán estar orgullosas. La visión soviética de la segunda posguerra
mundial no puede ser, de pronto, adoptada entre nosotros, y menos aún cuando la
comunidad internacional toda ha adoptado la estricta pauta probatoria antes
referida para el juzgamiento de los delitos de lesa humanidad.
FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/1548408-los-delitos-de-lesa-humanidad-deben-ser-probados
NOTA: Las imágenes y negritas no corresponden a la nota original.