Por Agustín Laje (*)
La historia desempeña un papel fundamental en la construcción de toda
nación. Como el cemento, solidifica lazos que unen a distintos
individuos insertos en el marco de una cultura relativamente compartida,
que ha recorrido y recorre, precisamente, el interminable camino
histórico.
La consciencia del pasado se hace necesaria no sólo para comprender
lo que nos sucede, sino también para mantenernos conscientes de qué
cosas no debieran ocurrirnos nuevamente. La historia así entendida
constituye la insustituible herramienta de aprendizaje de una nación.
Existe, sin embargo, una línea a veces difícil de hallar que separa
la justa dosis de historia, de lo que podría calificarse como un exceso
de historia que deviene obsesiva. Como el cemento acuoso, la obsesión
histórica acaba entorpeciendo toda construcción con vistas al futuro.
Fascinados con lo que fuimos, descuidamos lo que somos y lo que queremos
ser.
Los argentinos de la era kirchnerista hemos sido arrojados al túnel
de la historia por un gobierno que ha hecho del pasado una fuente de
legitimidad. Procurando ser una suerte de continuidad ideológica de la
juventud setentista, el kirchnerismo puso en el pasado el eje de su
identidad política y, a la postre, arrastró a todos en su anacrónico
viaje por el tiempo.
No hay mejor indicador al respecto que un lenguaje político
abarrotado de calificativos, disyuntivas y categorías que marcaron la
moda de varias décadas atrás, y que hoy han vuelto a penetrar en nuestra
cultura política. Hablar como en tiempos pretéritos nos conduce muchas
veces a pensar, y por lo tanto a actuar, como en esos mismos tiempos ya
oxidados. Aquí es cuando la historia, en dosis excesiva, deja de
guiarnos en el intento de evitar repetir errores y, antes al contrario,
nos conduce a ellos nuevamente.
La obsesión por el pasado ha sido tan expansiva, que incluso define
hoy lo que pomposamente se considera “el regreso de los jóvenes a la
política”. Basta con echar una mirada sobre los nombres de las nuevas
organizaciones políticas juveniles para advertir una especie de
nostalgia generalizada que lo inunda todo.
“La Cámpora”, en referencia a un presidente aliado a Montoneros que
duró apenas 49 días en el poder, compuesta por jóvenes kirchneristas que
dicen ser “soldados de Perón”; “La Solano Lima”, de filiación macrista,
en honor al vicepresidente de Héctor Cámpora; “La Juan Domingo”,
apoyada por Scioli, inspirada en Perón; “La Alfonsín”, por ahora visible
sólo en redes sociales, en homenaje al presidente de 1983; “La Juan B.
Justo”, también por ahora sólo en las redes, en honor al fundador del
Partido Socialista. Hasta el nacionalismo se ha sumado a esta tendencia
con “La Seineldín”, en referencia a la cabeza del alzamiento carapintada
de Villa Martelli.
La obsesión histórica se manifiesta, en este orden de cosas, como un
apego más a personajes históricos que a ideas y concepciones políticas
bien definidas. ¿Qué significa hoy ser “camporista”, “solanolimista”,
“seineldinista”, “alfonsinista” e, incluso, “peronista”? El culto a la
personalidad parece ir en detrimento de lo que es una adhesión a ideas
concretas. En efecto, debe resultar difícil visualizar correctamente la
política actual utilizando las gafas de personas que ya han muerto, cuyo
ejemplo puede ser o no estimable, pero que tuvieron que lidiar con
momentos históricos significativamente distintos al nuestro.
Mirar hacia atrás para reconocerse en el ahora es valioso. Pero a los
argentinos nos han hecho volver la cabeza hacia atrás para mantenernos
allí, bien distraídos, mientras hipotecan nuestro futuro en nombre de
causas ya oxidadas.
(*) Autor del libro “Los mitos setentistas”. Twitter: @agustinlaje | Sitio web: www.agustinlaje.com.ar
La Prensa Popular | Edición 176 | Jueves 21 de Febrero de 2013