OPINIÓN
Las sociedades tienen esencias que es necesario mantener para su vida, para su permanencia, para que siga siendo satisfactorio pertenecer a ellas. Características relacionadas con sus costumbres, con sus tradiciones y, sobre todo, con la moral. A la pérdida y al falseamiento de estas conductas que se han visto como sanas, deseables, estimables, ejemplos a exponer para ser imitados, es a lo que en general llamamos corrupción.
El echarse a perder, el podrirse, el morir, son inevitables en todos los seres vivos, que algún día hemos de terminar corrompidos en un sepulcro. Pero de la sociedad esperamos que no se muera, que siga viviendo para bien de nuestros hijos, y que siga sana, robusta, vigorosa; es decir, con cambios que no sean muerte sino crecimiento, adelanto, cultivo, ascenso.
Lo que aflige son las corrupciones de las costumbres, de la moral. Hay otras también afligentes, como las del idioma, de la literatura, de los usos y prácticas, de la urbanidad y de la cortesía, pero que están más alejadas del quehacer político y de las responsabilidades del Estado.
El Estado no tiene la función de constituirse en maestro de moral, aunque sí tiene la obligación de aplicar aquella recibida por la sociedad y reconocida por sus miembros esclarecidos. Y además el Estado tiene la obligación de no patrocinar las corrupciones de la moral que aparecieran entre los funcionarios -sobre todo, los altos funcionarios- que se desempeñan en su administración. Que algunas inmoralidades se verifiquen, se denuncien, y que el Estado dé vuelta la cara como diciendo “nada tengo que ver con ésto” es, en la práctica, lo mismo que patrocinar, promover, apadrinar la inmoralidad, que queda expuesta ante la ciudadanía sin que nada la evite ni la corrija. Lamentablemente un alto porcentaje de autoridades de primer nivel están sospechadas y denunciadas de delitos. Como abogado solamente debo respetar lo que diga la Justicia en sentencia firme. Pero que la sospecha existe y que existen vehementes indicios de culpabilidad es evidente e incontrastable.
Fomento de la corrupción
Una forma en que el Estado puede incurrir en este vicio quedo patente en el texto del decreto 197/98 y otros concordantes. El decreto se dicta en vista de las denuncias sobre supuestas corrupciones en el gobierno y en la administración, y considerando que los denunciantes han de tener datos y otros elementos convincentes, menciona leyes que obligan al Estado a investigar y sancionar cualquier conducta desviada, las conductas antijurídicas, delictuosas, y que la Convención Interamericana impone al gobierno la obligación de sancionar a la corrupción en la administración pública.
Ni se la menciona a la moral. Quiere decir que la corrupción, que es el enemigo afligente por su difusión, su impunidad, su desfachatez, queda reducida a lo que es simplemente un delito, que debe ser investigado por la justicia como la justicia lo hace, es decir de acuerdo a sus códigos. No a la moral, ni a las buenas costumbres, ni a la decencia, que no son materia de su competencia.
Así que ante las denuncias por corrupciones administrativas (y algunas de esas denuncias provenientes de fuentes muy calificadas) la administración nacional no averiguará nada, no corregirá conductas, no castigará a transgresores. Se limitará a poner a los transgresores, si los denunciantes tuviesen a mano suficientes elementos de convicción, a disposición de la justicia. La justicia sólo podrá aplicar lo que ella tiene, el Código Penal para investigar si la conducta del caso ha sido previamente señalada como delito. Si no hay delito (las conductas más frecuentes en ciertos medios, como la mentira o el recibir regalos, no lo son) no hará nada.
Piedra libre
No digo que sea fácil combatir las incorrecciones posibles y en práctica en el ámbito de la administración, pero si quienes tienen la responsabilidad de velar por ella van a limitarse a que se denuncie, se investigue y, en su caso, se sancione, sólo lo que fuera de tal tipo que pueda estar incorporado entre los crímenes previstos por el Código, equivale a que toda otra inmoralidad que no cayese bajo las sanciones del código con que la justicia se rige en materia criminal, esté permitida. La corrupción queda aceptada, legitimada, consentida, con la única salvedad de no llegar al crimen, al delito, a lo que se merece la privación de la libertad.
Es claro que la corrupción no es un problema sólo nuestro. Joan Manuel Serrat, cantautor muy ligado a nuestro país dice que las mafias se están apoderando de algunos países y que es necesario que el pensamiento y la idea vuelvan a estar por encima del dinero.
Un principio de solución
Encontrar el modo de revalorar la moral, afianzarla, difundirla, prestigiarla, seguramente ha de ser una tarea difícil. Y aceptar, el mal es general, no lleva a la solución de nada. Podría pensarse que teniendo el delito, por lo general, mayor gravedad y más fácil definición que la inmoralidad, debiera principiarse por allí. Se me ocurre que este criterio estaría muy errado, ya que para luchar contra la delincuencia se precisaría de una base moral. Entonces hay que comenzar por combatir la corrupción de la moral para recién estar en condiciones de encararnos con la delincuencia.
Una convención interamericana, aprobada por ley nacional, impone a los gobiernos su deber de adoptar las medidas para detectar, sancionar y erradicar la corrupción. No dice que se deba combatir sólo el delito, pues cae de maduro que los países aceptan la obligación de poner en vigencia sus códigos, y todos tienen sus códigos penales para que se cumplan, no para adorno de bibliotecas.
De modo que un principio de mejora podría venir adoptando un criterio opuesto al del decreto 197/98 y otros afines que hemos mencionado antes. Si hay denuncias contra el poder administrador, debe ser éste el que se apure a poner la uña para que baile el trompo, y no esperar que le acumulen pruebas, y que las pruebas sean suficientemente graves y contundentes para convencer, sino que él mismo, con las herramientas que tiene en la propia administración, debe ser quien averigüe, investigue y sancione, reprima, corrija y escarmiente. Y entonces, si de la investigación surgiese la comisión de delitos, además de las inmoralidades, por supuesto, se dé intervención a la justicia para que haga lo que deba hacer.
Es decir que el Estado debe aceptar su deber de comportarse con moralidad, y no sólo el de no delinquir. Y si a un administrador se le hace el favor de avisarle que en su área se cometen anormalidades, él mismo, agradeciendo al denunciante, debe buscar soluciones, no establecer requisitos ni vías judiciales para la presentación de pruebas.
En las administraciones de Yrigoyen y de Illia, por citar dos ejemplos de corrección, se cometieron deslices. Que los presidentes no conocieron, por supuesto, a pesar de ser responsables de la administración del Estado. Pero que, de conocer, hubieran tratado de corregir. Eso es lo importante y lo que la ciudadanía reclama. Si ante las irregularidades el poder administrador va a esquivar el bulto, pretendiendo que sólo se han de corregir delitos verificados por el Poder Judicial, no las simples corrupciones, entonces, por supuesto, han de proliferar al amparo de esta protección oficial.
Es lo que sucede al amparo de la impunidad. Funcionarios que son obligados a renunciar por su complicidad o participación en hechos de suma gravedad y trascendencia, después son premiados con cargos paralelos y hasta relacionados con las mismas áreas en donde fueron objetados. Eso se llama lisa y llanamente INMORALIDAD
DR. JORGE B. LOBO ARAGÓN
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