martes, 26 de marzo de 2013

PADRES DE NUESTRA PATRIA

  
LEONARDO CASTELLANI:
MAESTRO DE LA FE
   
Los años transcurridos desde la muerte del Padre Castellani, son posiblemente el lapso en que frecuentamos su trato con mayor asiduidad. Decimos “trato” y no “lectura”, porque un libro de Castellani es una lección dialogada entre autor y lector, un coloquio que va desarrollándose inadvertidamente, hasta que —de pronto— las intuiciones y sentimientos que suscita la lectura irrumpen en forma de diálogo ameno y chispeante.
El alma de ese diálogo personal, directo y confiado, consistía en su propósito de cumplir con el oficio que Dios eligiera para él, esto es, enseñar la Fe, poniendo a su servicio los medios más aptos del que él eligiera para cumplirlo: nos referimos a su vocación de sacerdote y su idoneidad de hombre de letras. Porque este escritor singular, profundo, sabio y disciplinado como pocos en su trabajo; este lector de oficio —que ejercía como un deber de estado en que se juegan la vida o muerte eternas— este sacerdote que amó a la Iglesia “a pesar de los pesares” y, sobre todas las cosas, amó a Cristo presente en la Iglesia, era, sobre todas las cosas también, un hombre de Dios, un hombre elegido por Dios.
Dice bien Calderón Bouchet en su Estudio Preliminar a “Las Canciones de Militis” (Ed. Dictio, Bs. As., 1974) que “…sin ser dominico, hizo suyo el lema de aquella Orden: Contemplari et contemplata aliis tradere”. Bien dice, porque de esta contemplación y transmisión de lo contemplado, puede afirmarse que fue el primer motor de su obra. Y bien dice, cuando explicitando el concepto, agrega: “…si hay algo que distingue a Castellani de otros doctos en sagradas ciencias, es su idoneidad para hacerse entender y provocar en la inteligencia un movimiento de profundo goce intelectual sostenido por dos estímulos aparentemente antagónicos: el descubrimiento de la verdad y la asombrosa comprobación de la insignificancia de las mentiras que la ocultaban…” (subrayado nuestro).
Conocer, en sentido cristiano, es contemplar y luego obrar en orden a lo contemplado. La virtud de la caridad, en este caso, consiste en participar a los demás de la Verdad contemplada: esa “caridad de la Verdad” que debemos al prójimo, antes y mejor que cualquier otro bien material o moral.
“El problema del aeronauta (dice Castellani), no es sólo volar alto, sino volar alto con pasajeros y carga, que de otro modo le puede sacar ventaja cualquier globito de hidrógeno”.
Castellani voló alto y dotado de un instrumental de vuelo excepcional: Teología, Filosofía, Lingüística, Psicología, latín y griego, seis idiomas modernos, preceptiva literaria, arte y sensibilidad de poeta. Voló alto hacia Dios, por amor de Dios, llevando en el “anca” de su vuelo a la Patria, que al decir de Verlaine en los inolvidables versos que Castellani tradujera “…ya son un solo amor, ya no son dos”. Y voló alto para salvar su alma y la nuestra en un vuelo del que algunos fueron pasajeros y otros fuimos carga. Dicho en cristiano, unos pocos fueron Cireneos y otros, cruz.
Se ha dicho de él que fue el escritor religioso más original de este tiempo. Es verdad, pero vale la pena detenernos a considerar en qué consistía esa originalidad. Por una parte, originalidad de estilo, innegable, evidente, casi única. Pero por otra, o mejor dicho, subsumiendo aquélla, la originalidad de las almas en gracia, la santa originalidad de los fieles a las mociones de la Gracia.
¡Qué más le daba al Padre una palabra, un giro idiomático más o menos pulido, si expresaba claramente la idea que trataba de enseñarnos, la verdad que defendía, el punto de la Fe en que podíamos vacilar, tropezar o escandalizarnos! Castellani fue un maestro en la más amplia y pura acepción de la palabra, un maestro de la inteligencia, pero también un maestro de los corazones, porque movía la voluntad a la enmienda y a la vida virtuosa: porque edificaba, en suma, poniendo la inteligencia al servicio de la Fe.
Este servicio de la inteligencia en obsequio de la Fe, esta subordinación de grado de la razón a la Providencia, puede parecernos fácil a los que obramos sin mucho miramiento respecto de ambas. Pero en los hombres del talante (y del talento) de Leonardo Castellani, implica un esfuerzo y un vencimiento de valor excepcional: es fácil renunciar a las riquezas que no se tienen, lo tremendamente difícil es renunciar a las que se tienen.
En obsequio de la Fe, Castellani vendió, como el mercader de la parábola, todos sus bienes. Por cultivar el pequeño grano de mostaza, por hallar el tesoro escondido, por adquirir la perla única, gastó su vida, “…al servicio de Dios y de los hombres, en las cosas que miran a Dios” (San Pablo, ad Heb.).
Dice Bloy, parafraseando a San Pablo, precisamente, que la Fe “…es la sustancia de nuestra Esperanza”. Castellani vivió como pocos esa verdad; como pocos nutrió su Esperanza de la Fe y como pocos la esparció generosamente, como la buena semilla del Evangelio. Algunas cayeron sobre el camino, otras a su vera. Algunas fueron asfixiadas por los abrojos, pero alguna cayó en buena tierra. Y germinó, y dio frutos en abundancia.
En esta patria enferma, tan melancólica, tan doliente, es preciso volver a ver la patria bella, tan oculta, que solo los ojos de la Fe intrépida, de la Fe que mueve montañas, serán capaces de descubrirla.
Jorge Mastroianni
(Publicado en “Cabildo” 98, año X, segunda época)