Próximo a cumplir 107 años de su redacción, una de las encíclicas a la que los cristianos debimos fijar especial atención, además de la significación que contiene por su autor SAN PIO X, último papa santo que tuvimos, he decidido colocarla en "elquijotesiglo21.blogspot.com.ar en 5 partes y hacerles llegar sugiriendo su lectura, dado que a mas de una centuria anticipaba la malicie contenida en el PROGRESISMO que hoy nos agobia.
CARTA ENCÍCLICA
PASCENDI
DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X
PASCENDI
DEL SUMO PONTÍFICE PÍO X
2ºPARTE
SOBRE LAS DOCTRINAS DE LOS MODERNISTAS
b) El dogma
20. Hasta aquí hemos tratado del origen y
naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos los brotes de la fe, principalmente
la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que llamamos santos, conviene
examinar qué enseñan los modernistas sobre estos puntos. Y comenzando por el
dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de
cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el creyente trabaja sobre sus
pensamientos propios, para así ilustrar mejor su conciencia y la de los
otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la primitiva fórmula de
la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico, sino según las
circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad, vitalmente. Y así
sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como ya insinuamos,
otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en
un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público,
puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se
han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que,
aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo
inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su
oposición, ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y
acaso también podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma
futuro.
En lo que mira al culto sagrado, poco habría
que decir a no comprenderse bajo este título los sacramentos, sobre los
cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El culto, según
enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque en su sistema, como
hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de impulsos
íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la religión algo de
sensible; la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en ningún modo
hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado sacramentos. Estos,
para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos de
fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras
que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar
ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos
superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los
sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con
mayor claridad si afirmasen que los sacramentos se instituyeron únicamente
para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de Trento(12): «Si
alguno dijere que estos sacramentos no fueron instituidos sino sólo para
alimentar la fe, sea excomulgado».
c) Los libros sagrados
21. Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza
y origen de los libros sagrados. Conforme al pensar de los modernistas,
podría no definirlos rectamente como una colección de experiencias, no de
las que estén al alcance de cualquiera, sino de las extraordinarias e
insignes, que suceden en toda religión.
Eso cabalmente enseñan los modernistas sobre
nuestros libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. En sus opiniones,
sin embargo, advierten astutamente que, aunque la experiencia pertenezca al
tiempo presente, no obsta para que tome la materia de lo pasado y aun de lo
futuro, en cuanto el creyente, o por el recuerdo de nuevo vive lo pasado a
manera de lo presente, o por anticipación hace lo propio con lo futuro. Lo
que explica cómo pueden computarse entre los libros sagrados los históricos
y apocalípticos. Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad por medio
del creyente; mas, según quiere la teología de los modernistas, sólo por la
inmanencia y permanencia vital.
Se preguntará: ¿qué dicen, entonces, de la
inspiración? Esta, contestan, no se distingue sino, acaso, por el grado de
vehemencia, del impulso que siente el creyente de manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en la
inspiración poética; por lo que dijo uno: «Dios está en nosotros: al
agitarnos El, nos enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el
origen de la inspiración de los Sagrados Libros.
Añaden, además, los modernistas que
nada
absolutamente hay en dichos libros que carezca de semejante
inspiración. En
cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos que a otros modernos
que
restringen algo la inspiración, como, por ejemplo, cuando excluyen de
ellas
las citas que se llaman tácitas. Mero juego de palabras, simples
apariencias.
Pues si juzgamos la Biblia según el agnosticismo, a saber: como una
obra
humana compuesta por los hombres para los hombres, aunque se dé al
teólogo
el derecho de llamarla divina por inmanencia, ¿cómo, en fin, podrá
restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los modernistas la
inspiración
universal de los libros sagrados, pero en el sentido católico no
admiten
ninguna.
d) La Iglesia
22. Más abundante materia de hablar ofrece
cuanto la escuela modernista fantasea acerca de la Iglesia.
Ante todo, suponen que debe su origen a una
doble necesidad: una, que existe en cualquier creyente, y principalmente en el
que ha logrado alguna primitiva y singular experiencia para comunicar a otros
su fe; otra, después que la fe ya se ha hecho común entre muchos, está en
la colectividad, y tiende a reunirse en sociedad para conservar, aumentar y
propagar el bien común. ¿Qué viene a ser, pues, la Iglesia? Fruto de la
conciencia colectiva o de la unión de las ciencias particulares, las cuales,
en virtud de la permanencia vital, dependen de su primer creyente, esto es, de
Cristo, si se trata de los católicos.
Ahora bien: cualquier sociedad necesita de una
autoridad rectora que tenga por oficio encaminar a todos los socios a un fin
común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una
sociedad religiosa consisten en la doctrina y culto. De aquí surge, en la
Iglesia católica, una tripe autoridad: disciplinar, dogmática, litúrgica.
La naturaleza de esta autoridad se ha de
colegir de su origen: y de su naturaleza se deducen los derechos y
obligaciones. En las pasadas edades fue un error común pensar que la
autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es, inmediatamente de Dios; y por
eso, con razón, se la consideraba como autocrática. Pero tal creencia ahora
ya está envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la
colectividad de las conciencias, por igual manera la autoridad procede
vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo que la Iglesia,
brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está sujeta: y, si
desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una época en
que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su mayor altura. En el orden
civil, la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la
conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar
y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad
eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto
que, si no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien
pensara que en el ansia de la libertad que hoy florece pudiera hacerse alguna
vez cierto retroceso. Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con
más fuerza, y lo arrastrará todo —Iglesia y
religión— juntamente.
Así discurren los modernistas, quienes se
entregan, por lo tanto, de lleno a buscar los medios para conciliar la
autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.
23. Pero no sólo dentro del recinto doméstico
tiene la Iglesia gentes con quienes conviene que se entienda amistosamente:
también las tiene fuera. No es ella la única que habita en el mundo; hay
asimismo otras sociedades a las que no puede negar el trato y comunicación.
Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus deberes en orden a las
sociedades civiles es preciso determinar; pero ello tan sólo con arreglo a la
naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han descrito.
En lo cual se rigen por las mismas reglas que
para la ciencia y la fe mencionamos. Allí se hablaba de objetos, aquí de
fines. Y así como por razón del objeto, según vimos, son la fe y la ciencia
extrañas entre sí, de idéntica suerte lo son el Estado y la Iglesia por sus
fines: es temporal el de aquél, espiritual el de ésta. Fue ciertamente
licito en otra época subordinar lo temporal a lo espiritual y hablar de
cuestiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual reina y señora,
porque se creía que la Iglesia había sido fundada inmediatamente por Dios,
como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya está rechazado por
filósofos e historiadores. Luego el Estado se debe separar de la Iglesia;
como el católico del ciudadano. Por lo cual, todo católico, al ser también
ciudadano, tiene el derecho y la obligación, sin cuidarse de la autoridad de
la Iglesia, pospuestos los deseos, consejos y preceptos de ésta, y aun
despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más conveniente para
utilidad de la patria. Señalar bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo
de obrar es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo debe
rechazarse.
Las teorías de donde estos errores manan,
venerables hermanos, son ciertamente las que solemnemente condenó nuestro
predecesor Pío VI en su constitución apostólica Auctorem fidei(13).
24. Mas no le satisface a la escuela de los
modernistas que el Estado sea separado de la Iglesia. Así como la fe, en los
elementos — que
llaman — fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así en
los negocios temporales la Iglesia debe someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la
fuerza del raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto, admitido que en
las cosas temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún
creyente, no contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros
exteriores, como la administración y recepción de sacramentos, éstos
caerán necesariamente bajo el dominio del Estado. Entonces, ¿que será de la
autoridad eclesiástica? Como ésta no se ejercita sino por actos externos,
quedará plenamente sujeta al Estado. Muchos protestantes liberales, por la
evidencia de esta conclusión, suprimen todo culto externo sagrado, y aun
también toda sociedad externa religiosa, y tratan de introducir la religión
que llaman individual.
Y si hasta ese punto no llegan claramente los
modernistas, piden entre tanto, por lo menos, que la Iglesia, de su voluntad,
se dirija adonde ellos la empujan y que se ajuste a las formas civiles. Esto
por lo que atañe a la autoridad disciplinar.
Porque muchísimo peor y más pernicioso es lo
que opinan sobre la autoridad doctrinal y dogmática. Sobre el magisterio de
la Iglesia, he aquí cómo discurren. La sociedad religiosa no puede
verdaderamente ser una si no es una la conciencia de los socios y una la
fórmula de que se valgan. Ambas unidas exigen una especie de inteligencia
universal a la que incumba encontrar y determinar la fórmula que mejor
corresponda a la conciencia común, y a aquella inteligencia le pertenece
también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la fórmula
establecida. Y en esa unión como fusión, tanto de la inteligencia que elige
la fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas el
concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el
magisterio nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas
conciencias se le ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que
depende de las mismas conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las
formas populares. Es, por lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que
se concedió para utilidad prohibir a las conciencias individuales manifestar
clara y abiertamente los impulsos que sienten, y cerrar el camino a
la crítica impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias evoluciones.
De igual manera, en el uso mismo de la
potestad, se ha de guardar moderación y templanza. Condenar y proscribir un
libro cualquiera, sin conocimiento del autor, sin admitirle ni explicación ni
discusión alguna, es en verdad algo que raya en tiranía.
Por lo cual se ha de buscar aquí un camino
intermedio que deje a salvo los derechos todos de la autoridad y de la
libertad. Mientras tanto, el católico debe conducirse de modo que en público
se muestre muy obediente a la autoridad, sin que por ello cese de seguir las
inspiraciones de su propia personalidad.
En general, he aquí lo que imponen a la
Iglesia: como el fin único de la potestad eclesiástica se refiere sólo a
cosas espirituales, se ha de desterrar todo aparato externo y la excesiva
magnificencia con que ella se presenta ante quienes la contemplan. En lo que
seguramente no se fijan es en que, si la religión pertenece a las almas, no
se restringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor tributado a la
autoridad recae en Cristo, que la fundó.