"Dios de las Venganzas te apellidas" (Quevedo)
Dice el refrán que no se debe matar moscas a cañonazos.
Y en verdad Alejandro Bermúdez es una mosca en Teología. Nosotros
también lo somos, pero hacemos el intento de posarnos sobre las cabezas
de los grandes, aunque sea recurriendo a sus divulgadores.
Vale la pena hacer algún esfuerzo en puntualizar los errores
de Bermúdez no por la profundidad de lo que dice sino por la posición
que ocupa en medios de comunicación desde los cuales difunde masivamente
sus disparates.
El amigo Jack Tollers ha caracterizado al “jesusismo” como la
tendencia a crear la impresión de que sólo importa la humanidad de Cristo, y
ésta entendida como un hombre desprovisto de inteligencia, carente de
virilidad, sentimental y muy poco parecido al retrato que de Él nos suministran
los Evangelios. Este “jesusismo” es -en el mejor de los casos- lo que subyace
al “buenismo” que sostiene que Dios no castiga con penas temporales. Garrigou-Lagrange
y Royo Marín, vulgarizando a Santo Tomás, pueden ayudarnos a poner las cosas en
su justo lugar. Recordemos, por último, que la expresión Dios de las venganzas,
está presente en el lenguaje de santos como Luis Mª Grignion de
Montfort, y manifiesta el clamor por la Justicia vindicativa de Dios,
que es perfectamente compatible con su infinita Misericordia.
“Habiendo
tratado de la Providencia en sí misma y de sus designios sobre las almas,
tócanos ahora considerar sus relaciones con la Justicia divina y con la
Misericordia. Así como en nosotros la prudencia va unida con
la justicia y gobierna las demás virtudes, así también en Dios la Providencia se une con la
Justicia y la Misericordia, que son las dos grandes virtudes del Amor
divino para con el hombre. La Misericordia tiene por fundamento el
soberano Bien en cuanto que es difusivo, comunicativo de sí mismo. La
Justicia estriba en los imprescriptibles derechos del soberano Bien a ser
amado sobre todas las cosas.
Estas dos virtudes, dice el Salmista, van
juntas en todas las obras de Dios: "Omnes vice Domini misericordia
et veritas." (Ps. 24,10). Pero, como advierte Santo
Tomás (I, q 21, a
4), en ciertas obras divinas, como los castigos, se
manifiesta más la Justicia; en otras, como en la justificación o
conversión del pecador, resplandece la Misericordia.
La Justicia, que atribuimos a Dios por
analogía, no es la justicia conmutativa, que regula las
transacciones humanas, pues nada podemos ofrecer a Dios que no
le pertenezca. La Justicia que se le atribuye es la justicia distributiva, semejante a la del
padre para con sus hijos, a la del rey para con los súbditos. Tres cosas hace Dios por medio de su
Justicia: 1º, da a cada criatura lo necesario para alcanzar su fin;
2º, premia los méritos; 3º, castiga
las faltas y los crímenes, mayormente cuando el culpable no implora
misericordia.”
Garrigou-Lagrange,
R. La providencia y la confianza en Dios.
Pp. 265-266.
* * *
Conclusión 6ª. Cristo experimentó el sentimiento de la
ira, totalmente regulada por la razón (a.9).
132. Parece que en
Cristo no debió darse el sentimiento de la ira, puesto que constituye un
pecado capital, opuesto directamente a la mansedumbre [cfr. II-II 158], y
Jesús era impecable y, además, «manso y humilde de corazón» (Mt. 11, 29).
Sin embargo, consta expresamente que Jesús experimentó la ira en
diversas ocasiones, sobre todo cuando arrojó con un látigo a los
mercaderes del templo (Io. 2,15), y ante la perfidia de los fariseos (Mt.
23,13-33) y de las ciudades nefandas (Mt. 11,20-24).
Al explicar la
aparente antinomia, Santo Tomás dice que hay dos clases de ira
perfectamente distintas. Una, que procede del apetito desordenado de
venganza y constituye por lo mismo un pecado opuesto a la mansedumbre y
al recto orden de la razón; esta clase de ira no la experimentó jamás
Cristo. Pero hay otra clase de
ira, perfectamente controlada por la razón, que consiste en el deseo de
imponer un justo castigo al culpable con el fin de restablecer el
orden conculcado. Esta ira es perfectamente buena y laudable—procede
del celo por el bien—y es la que experimentó Jesucristo.
Solamente el
equilibrio maravilloso del alma de Jesucristo hizo posible que su ira santa no
rebasara jamás los límites de la recta razón ni la entorpeciera en lo más
mínimo.
«En nosotros —advierte el Doctor Angélico— las facultades del alma se
entorpecen mutuamente según el orden natural, de suerte que cuando la
operación de una potencia es intensa, se debilita la de la otra. De ahí
viene que el movimiento de la ira, aun cuando es moderado por la razón,
ofusca un poco la inteligencia, impidiéndole la claridad de su visión.
Pero en Cristo, en virtud de la moderación impuesta por el poder divino,
cada potencia podía realizar perfectamente su operación propia sin que la
impidieran las demás. Por tanto, así como el gozo del alma por la visión
beatífica no anulaba la tristeza y el dolor en las facultades inferiores,
así tampoco, por su parte, las pasiones de las facultades inferiores
entorpecían en modo alguno la actividad de la razón» [III 15,9 ad 3].
Royo Marín, A. Jesucristo y la
vida cristiana. P. 151.