El caso Dreyfus
La historia es maestra de la vida. A veces viene
bien recordar el pasado para no repetir errores en el presente.
Ya hemos visto la repentina popularidad alcanzada por el general
Boulanger en 1886; dentro del desorden político y social que reinaba por
entonces en Francia, el ejército representaba el último baluarte del honor, del
orden y de la honradez. Las agitaciones alrededor del escándalo Wilson, yerno
del presidente de la República Grévy, que proporcionaba condecoraciones, había
provocado un compacto agrupamiento de la opinión pública en torno a Boulanger,
partidario de la revisión, y la III República había sido peligrosamente
alcanzada.
Sabemos que el Gobierno consiguió actuar con decisión,
gracias, sobre todo, a la falta de carácter del general.
El fin del bulangismo no había logrado apaciguar el
ambiente; los problemas sociales se estaban planteando de forma aguda; habían
estallado algunas huelgas (Carmaux), en Fourmies, en 1895; el Ejército se había
enfrentado con los obreros, por lo cual algunos de ellos habían resultado
muertos. Por último, el escándalo de Panamá acabó de perturbar los espíritus;
en pocas palabras: se sabe que el ingeniero De Lesseps, con el fin de reunir
los enormes capitales que necesitaba para llevar a cabo su proyecto de
construcción del canal de Panamá, había encargado al barón de Reinach obtener
del Parlamento un empréstito en lotes; el barón repartió algunos fondos entre
los diputados para conseguir votos favorables; el escándalo fue descubierto, y
la resonancia alcanzada fue enorme.
Los enemigos
del régimen —católicos en su mayoría— consideran que no les queda más que una
esperanza, ya que los príncipes no parecen decididos a obrar: buscar dentro del
Ejército al hombre que favoreciese sus designios. La revancha
contra Alemania es una poderosa palanca patriótica y política; Drumont,
Rochefort, Dérouléde, se dedican a ello activamente. Además se ha iniciado una
campaña contra los judíos, con Drumont en la Libre parole y Rochefort en L'Intransigeant. Cualquier
asunto patriótico, cualquier cuestión de espionaje, no podía menos de provocar
una tensión de nervios, que llegaría hasta el máximo.
Ahora ya conocemos bien lo que se ha llamado el «Asunto
Dreyfus». Un oficial judío, el capitán de artillería Dreyfus, pasante en el 2°
despacho del Estado Mayor General, había sido detenido, el 15 de octubre de
1894, bajo la inculpación de haber facilitado documentos, secretos. La policía
militar francesa había descubierto, gracias a uno de sus agentes, la señora
Bastian, empleada en la Embajada alemana como asistenta, un «estadillo», todo
rasgado, entre los papeles del agregado militar alemán, M. de Schwartzkoppen. Un estudio detenido del documento hace
sospechar de Dreyfus, y, naturalmente, su, calidad de judío atrae todavía más
las dudas. El 22 de diciembre de 1894 es condenado por un Consejo de guerra, y
en circunstancias muy rápidas, a la reclusión perpetua. Dreyfus protestó
siempre, insistiendo, en su inocencia.
El 2 de julio de 1895, el comandante Picquart sucedio al
comandante Sandherr en la dirección del
Servicio de Información del Ejército.
El expediente Dreyfus se había engrosado por un cablegrama, enviado por el
agregado alemán a un tal comandante Esterházy , cuya conducta privada era
deplorable y que, además, andaba necesitado de dinero; una investigación reveló
a Picquart la similitud de los escritos de Esterházy y del estadillo. El hecho era grave, pues
demostraba que el Estado Mayor del Ejército se había equivocado. Si todo el
asunto se hubiera desarrollado en la penumbra de los despachos y en el silencio
de los medios militares, seguramente no habría tenido eco ninguno. Pero las pasiones estaban desencadenadas; las
izquierdas, exasperadas por los ataques de las derechas; las pasiones
antijudías, habían llegado a su colmo. La Prensa se apoderó del incidente y
comenzó una campaña para la rehabilitación de Dreyfus, campaña animada y
costeada por los compatriotas del oficial judío; dirigieron ésta el vicepresidente
del Senado, el alsaciano Scheurer-Kestner; el gran rabino, Zadoc-Kahn; el
hermano de Dreyfus, Mathieu Dreyfus, y Bernard Lazare. Pero dicha campaña fracasó; las izquierdas, igual que las derechas,
creían en la culpabilidad de Dreyfus. Esterházy había sido juzgado y absuelto. (Más tarde se
supo que en el expediente había sido introducido un documento falso.)
La actitud de
la Iglesia fue en este asunto de absoluta neutralidad; la familia
Dreyfus se dirigió al Papa, y un grupo de universitarios se entrevistó con el
arzobispo de París. León XIII no podía pleitear por esta causa ante el Gobierno
francés; seguramente que la susceptibilidad republicana no lo hubiese
permitido, sobre todo por tratarse de un asunto de espionaje
«reglamentariamente juzgado» por un tribunal militar francés. La posición
oficial del cardenal Richard, arzobispo de París, hubo de regirse por la del
Santo Padre; a pesar de las patéticas súplicas de los universitarios, a los
cuales recibió en audiencia a fines de 1897, resolvió que «la Iglesia no debía
intervenir».
Esta actitud de neutralidad pasiva será traducida en
adelante en una hostilidad irreducible e inconfesada.
El que acabó de
caldear todo el asunto fue Emilio Zola, novelista naturalista, que por medio
de una serie de artículos y de folletos emprendio un campaña violenta y
encarnizada; fue él quien introdujo el anticlericalismo en el asunto,
asociándolo arbitrariamente al antisemitismo, «suprema esperanza de los
clericales». Imaginó en todos sentidos un plan de campaña clerical: mediante
una guerra religiosa intentaba imponer nuevamente la intolerancia de la Edad
Media y quemar a los judíos. Zola, que
era masón, generalizó desmedidamente y sin veracidad ninguna la reacción
clerical en la Política, en las Artes y en la Prensa, por medio de la cual dio
a conocer una carta pública dirigida al presidente de la República; Clémenceau
le puso por título: Yo acuso, y ésta apareció en L'Aurore. En
ella se exponía todo el asunto: los duelos internos del Estado Mayor, los
documentos falsos, la utilización de la razón de Estado, la condena de Dreyfus
en Consejo de guerra basándose en un documento que permanecía secreto, la
ilegalidad de este crimen jurídico. La
intervención de Zola transponía los límites de la disputa, y los periódicos
católicos hicieron fuego contra él, no desconociendo su anticlericalismo lleno
de odio, y calificándole de «vicioso, pervertido y medio loco». Zola, que
seguramente perseguía una plataforma electoral y un trampolín para su
publicidad literaria, es el que desencadenó el escándalo, envenenándolo y
mezclando a una querella anticlerical, una cuestión política, social y
religiosa. Asoció el espectro de la dictadura militar (recordando el asunto
Boulanger) al de la reacción clerical; reunió la totalidad de las izquierdas y
de los republicanos contra el militarismo y lo que él llamaba «la
Congregación», palabra vaga, sin sentido del todo definido, pero que quería
significar el clericalismo…
Los límites de este libro nos impiden referir «l'Affaire»,
como se le llama; los judíos, en L'Univers Israélite (enero de 1898),
aclararon también «la vieja conspiración de la Iglesia contra el espíritu y la
revancha de los clericales sobre la República... Se han convertido en factores
del antisemitismo... Venid, pues, a nosotros, judíos, protestantes
francsmasones y todo aquel que quiera la luz y la libertad; uníos a nosotros y
luchad para que Francia —como dice una de nuestras oraciones— conserve su rango
glorioso entre las naciones, para defenderla así del cuervo sombrío, que ha clavado
sus garras en el cráneo del gallo galo, y se cree obligado a darle picotazos en
los ojos.» A esto, la Revue des Deux-Mondes respondía justamente, el 1.°
de febrero de 1898: «Semejantes ataques, tan repetidos, han acabado por hacer
surgir el peligro que tanto nos han anunciado.» Zola mantuvo un proceso que perdió,
pero la publicidad fue inmensa. La guerra religiosa se había desencadenado
nuevamente en Francia, donde permaneció después y aún perdura.
El 20 de febrero de 1898 se creó la Ligue des Droits de
l'Homme: en la calle
se oían gritos de: «¡Mueran los judíos!», y se aplaudía al príncipe de Orleáns;
antisemitas y antimilitaristas aullaban furiosamente unos contra otros; los
franceses estaban divididos entre ellos, y la mayor parte divididos, a su vez,
entre sí, según la justa expresión de Sabatier en Le Temps. El drama se apoderó del «Affaire»: el coronel
Henry, autor del documento falso que había engañado al primer Consejo de
guerra, se suicidó. A fines de diciembre de 1898 se creaba, contra la Liga de
los Derechos del Hombre, la Ligue de la Patrie française, que agrupaba
la derecha militarista, católica y patriótica. Los católicos se colocaron del lado «antidreyfusard»; la Croix de
los asuncionistas se distinguió por su tesón; la Libre Parole y La Vérité
française dirigían el combate. Hubo
también muchos católicos que se colocaron del lado de Dreyfus: Paul
Viollet, Paul Bureau, Taillandier y los abates Pichot y Grosjean intentaron
esclarecer la opinión católica; el clero y los católicos se habían colocado
instintivamente de parte del Estado Mayor atacado; el Ejército fue considerado
entonces «mansión de jesuitas». La prensa católica, dirigida por los
asuncionistas, tenía extraordinario alcance; a ella pertenecían La Croix, La
Croix du Dimanche, Le Pèlerin, L'Almanach du Pèlerin, Les Contemporains Les
Questions actuelles, Le Mois littéraire y otros numerosos folletos, cuya
cifra se calcula en 130 millones por año, diseminados por toda Francia. El P.
Vincent de Paul Bailly, director de esta gran máquina de los asuncionistas,
aceptó la batalla como la había presentado L'Univers israélite con Zola
y, después, Jaurès. La Croix, el gran diario católico, presentó la lucha
como «la victoria de Cristo» (2 de febrero de 1898).
La posición de
los católicos ha sido muy criticada, y con razón; pero es preciso comprender
que, engañados por las apariencias, y creyendo que Dreyfus era culpable,
emprendieron una cruzada para hacer frente a los enemigos del catolicismo
coaligados en su mayor parte en el campo contrario.
El gabinete Brisson se encargó de la revisión del proceso;
la Cámara criminal del Tribunal de Casación declaró la revisión admisible en la
forma, y Dreyfus compareció ante el Consejo de Guerra de Rennes, a mediados de
1899; por 5 votos contra 2, este Consejo condenó nuevamente a Dreyfus a diez
años de reclusión; pero inmediatamente después fue indultado por el Presidente
Loubet. Hasta 1902 no será ya exigida una nueva petición de revisión, fundada en
nuevos hechos. Después de una larga instrucción de la Cámara Criminal del
Tribunal de Casación, ésta y todas las demás Cámaras reunidas, dictaron
sentencia por la cual los cargos acumulados contra Dreyfus eran declarados
inexistentes y la condena anulada por haber sido «pronunciada injustamente y
por error». La publicación en 1930 de los Carnets de Schwartzkoppen por
Schwertfeger, ha demostrado la inocencia de Dreyfus y la culpabilidad de Esterházy
.
Una vez más los católicos de Francia se habían equivocado
gravemente, siguiendo opiniones de malos dirigentes; la franc-masonería se había declarado a tiempo en favor de Dreyfus,
aunque no faltasen numerosos masones en contra suya. La Asamblea general del
Gran Oriente de 1899 encargó al ministerio de Defensa republicana, que era de
toda su confianza y de toda su adhesión y concurso «del aniquilamiento de la
conjuración clerical, militarista, cesariana y monárquica». La Asamblea renovó
los votos de separación de la Iglesia y del Estado, de la supresión de las
congregaciones religiosas y de la revocación de la Ley Falloux. El «Asunto» va
a servir de punto de reunión anticlerical y ayudará grandemente a las
izquierdas para llevar la paciencia a las masas populares respecto a las
reformas sociales constantemente prometidas pero nunca llegadas a establecer.
Esta será la vasta política llamada de Action
républicaine que vamos a estudiar. León XIII había hecho saber, en octubre
de 1899, a
los responsables de La Croix que reprobaba «el espíritu y el tono de
este diario» (Libro amarillo de la Santa Sede, 1903, pág. 3), y en marzo
de 1900 comunicó a los asuncionistas que debían abandonar la dirección del
diario. La Croix anunció, el 5 de abril, que proseguía su tarea, contando
en adelante con la ayuda económica de un industrial del Norte. León XIII había declarado a Boyer d'Agen en
1899, hablando de Dreyfus: «¿No se tratará de un pretexto? ¿No será la misma República
la verdadera acusada?» (Fígaro, 15 de marzo de 1899); la prensa realista y conservadora se
alborotó y exigió que la Santa Sede se retractase. El P. Lecanuet escribe que damas distinguidas organizaron entonces
novenas «por la liberación de la Iglesia»; es decir, para que el Papa muriese
(op. cit., III, pág. 189). Cuando, en
1906, Dreyfus fue por fin rehabilitado, L'Osservatore Romano (14 de
julio de 1906) censuró «a los que, por motivos ocultos y con fines
fraudulentos, han falsificado documentos, ocultado la verdad y empleado la
impostura y la astucia para lograr que se cumpliesen sus tristes designios».
El clero y los católicos franceses se habían comprometido peligrosamente en
este desdichado asunto.
Francia estaba dividida en dos, y los que ocupaban el poder
supieron utilizarlo; el odio contra el clero despertó más violento que nunca;
el diario La Raison, del 21 de diciembre de 1902 (citado por H.
Guillemin) escribirá: «Contra el sacerdote todo está permitido. Es el perro
rabioso que todo transeúnte tiene derecho a matar». Fue preciso ser masón,
anticlerical militante, para ser diputado, ministro, funcionario de la III
República. Los católicos de Francia
estaban, de hecho, expulsados de la comunidad política de su país.
Tomado de: