UN PAR DE APUNTES AL FIASCO PAPAL EN TIERRA SANTA
Como apéndice a la entrada anterior
acerca del primado petrino y la intención (así manifestada por el
Obispo de Roma) de someterlo a revisión, en un nuevo intento de
contemporizar con los cismáticos de Oriente, ofrecemos a continuación
dos significativos antecedentes que van en la misma dirección, traídos a
cuento por el sitio Chiesa e postconcilio.
Sirven simplemente para comprobar que Bergoglio no surgió por
generación espontánea, y que el enrarecimiento de la Iglesia (que está
llegando al paroxismo con el pontificado del Bocón) lleva sus varias
décadas de curso.
En primer lugar, adviértanse las palabras dirigidas por Paulo VI el 28
de abril de 1967 al Secretariado por la unidad de los cristianos: «el papa, como bien lo sabemos, constituye sin sombra de duda el obstáculo más grave en el camino del ecumenismo». Todo
un postulado reversivo, de esos que, multiplicados por mil, han ido
anublando la serena convicción de que el orden de los hechos depende y
dimana del orden de los principios, katá ton órthon lógon.
Estamos en el más cenagoso terreno de la búsqueda de la añadidura sin el
Reino de Dios y su justicia, de los beneficios prácticos fuera de sus
dependencias ontológicas de rigor. A fuer de audaces, y si fuera lícito
pensar como lo hizo el titubeante papa Montini, el razonamiento debiera
extenderse a más, admitiendo otras fórmulas que podrían sonar así: «el
culto de María y de los santos constituye el escollo más acusado para la
realización de la unidad de las Iglesias (sic)», y aun: «la
Encarnación es una verdadera traba para alcanzar la soñada simbiosis con
el judaísmo, porque ofende el sentimiento religioso de nuestros
hermanos mayores». Quizás no estemos muy lejos de asistir a tan
repulsivos desatinos manados desde el mismo vértice: el error no
combatido se vuelve progresivo, invadente, hipertrófico. Pruebas a la
vista, de a manojos.
El otro pasaje que trae a colación el sitio italiano es el de una encíclica de Juan Pablo II, Ut unum sint, del 25 de mayo de 1995, en la que el polaco pontífice expresa su deseo de «encontrar
una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a
lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (n. 95). El
lenguaje es suficientemente ambiguo como para satisfacer a unos y
otros. Lo que en todo caso nunca consta, de acuerdo al magisterio previo
al Concilio y como condición de un ecumenismo intachable, es la
necesidad del redditus de los separados al seno de la Iglesia.
Juan Pablo II, en cambio, y remitiendo a las palabras que le dirigiera
al Patriarca ecuménico Dimitirás I -de sugestivo nombre- lo insta a que
«busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este
ministerio pueda realizar un servicio de fe y amor reconocido por unos y
otros». "Consensuar el primado" parece haber sido la consigna.
Queda claro que Francisco, llevado de un apetito perentorio de
innovación, ha ido un buen poco más lejos. Pero bien se advierte cuánto
se sirve literalmente de las palabras de Wojtyla como pretexto, al
decir, en su reciente viaje a Tierra Santa y dirigiéndose a los
patriarcas de otras confesiones cristianas allí presentes, que «deseo
renovar el auspicio ya expresado por mis Predecesores, de mantener un
diálogo con todos los hermanos en Cristo, para encontrar una forma del
ministerio propio del Obispo de Roma que, en conformidad con su misión, se abra a una situación nueva y pueda ser, en el contexto actual, un servicio de amor y de comunión reconocido por todos». Ya era todo de esperar: en la Evangelii Gaudium,
y valiéndose de un razonamiento a todas luces engañoso, había dicho (n.
32) que «dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás,
también debo pensar en una conversión del papado». A esta altura de la noche creemos ocioso señalar lo obvio: lo que anhelamos es la conversión de Bergoglio.
La dilución del papado en una especie de cuerpo patriarcal colegiado, haciendo del pontífice romano apenas un primus -e incluso un pars- inter pares no
contradice la posibilidad -y aun la necesidad- del ejercicio despótico
de sus funciones. De hecho, el carácter último de su ministerio no lo
decide el Sumo Pontífice, y cuantas veces éste quiera avanzar
cualesquier tesis ajenas al depositum en lo relativo al primado
petrino (o a todo otro objeto de definición doctrinal) estará obrando
violencia contra la Iglesia, por decir lo menos. En realidad, en la
misma medida en que asciende el culto de la personalidad decae
vertiginosamente el munus. Cosa de sobra evidente cuando
el propio pontífice, a quien la Iglesia reconoció desde siempre la
suprema potestad judicativa, se declara incompetente para juzgar los
pecados más notorios («¿quién soy yo...?»).
Flores para Theodor Herzl |
«Adán, ¿dónde estás?» (Cf. Gen 3:09).
«¿Dónde estás, hombre?
¿Dónde estás?
En este lugar, memorial de la Shoah, escuchamos resonar esta pregunta de Dios: "Adán, ¿dónde estás?". En esta pregunta está todo el dolor del Padre que ha perdido al hijo.
El Padre sabía el riesgo de la libertad; sabía que el hijo habría podido perderse ... ¡pero tal vez ni siquiera el padre podría haber imaginado semejante caída, un abismo semejante!
Ese grito: "¿dónde estás", aquí, frente a la tragedia inconmensurable del Holocausto, resuena como una voz que se pierde en un abismo sin fondo...» (palabras de Francisco en Yad Vashem)
Hago notar humildemente que cuando Dios en el Génesis se hace la pregunta, no estaba ciertamente pensando en la Shoah ni en el Yad Vashem. Esta exégesis es heterodoxa; hago también humildemente notar que Dios se dirige al hombre y no al Hijo (especialmente si se expresa en singular), porque el Hijo (único y solo) del Padre (la Trinidad debería estar clara para un papa) es Cristo. El hombre, en cambio, es hijo adoptivo de Dios y no del Padre entendido como persona divina, y en todo caso lo es como consecuencia de la venida salvífica de Cristo. Para la teología judía Dios no es Trinidad y la adopción no es para todos los hombres, sino para un pueblo (aquel elegido, el de los hermanos mayores - sic!).
Afirmar luego que «tal vez ni siquiera el Padre podría haber imaginado» el abismo de perdición de la humanidad es una herejía aún más evidente y flagrante. Dios lo sabe todo y Bergoglio debería recordar al menos el catecismo: afirmar que Dios fue imprudente en concederle el libre albedrío al hombre porque «tal vez no podía imaginar» las consecuencias, es una herejía obscena y una blasfemia. El «tal vez» no reduce ni atenúa el contenido herético de la afirmación: de hecho, el solo afirmar que exista, en este sentido, siquiera una mera posibilidad, o bien no afirmar claramente la certeza de la omnisciencia de Dios y abrir la duda a este propósito es, obviamente, no católico.
Hago también notar que el abismo de perdición del racismo y el terrorismo de Estado perpetrado por Israel contra el pueblo de Gaza y los territorios ocupados no es menos conocido por el Padre y por toda la Santísima Trinidad, pero Bergoglio «tal vez» no está informado y, por lo tanto, visto que se encuentra en Israel, en lugar de gastar una palabra sobre la persecución de los cristianos o de los pobrecillos de Gaza lleva coronas y rinde homenaje al fundador del movimiento sionista. Éste es también un hecho relevante que los papaboys prefieren no ver.
Estamos en el caos completo.Desde In Exspectatione el único dilema que en esta instancia nos ponemos es el hasta cuándo.