Pena de muerte y magisterio hodierno
La expresión
"hermenéutica de la continuidad" corre el riesgo de transformarse en
una suerte de conjuro mágico: es la solución inmediata para cualquier problema,
que impide cualquier reflexión crítica sobre las novedades doctrinales de la
Iglesia en el período postconciliar. Pero también puede significar otra cosa: un
programa de investigación que, recurriendo a la más rigurosa hermenéutica
teológica, procure establecer si hay continuidad homogénea entre algunas novedades
magisteriales y la doctrina precedente.
Además de los teólogos
profesionales también los laicos pueden realizar una "hermenéutica de la
continuidad", con resultados de diversa calidad. Un buen ejemplo es el
aporte de Luis María Sandoval sobre la pena capital.
La Iglesia considera
intrínsecamente buena y lícita la pena de muerte, siempre que se cumplan
ciertas condiciones esenciales, y esa legitimidad
moral, en línea de principio, es una enseñanza definitiva, que no puede
cambiar. Al mismo tiempo, la oportunidad
de la pena capital es una cuestión prudencial, de índole político-jurídica,
dejada a la libre discusión, sin perjuicio de los habituales pedidos de clemencia
de las autoridades eclesiásticas. Sin embargo, en las últimas décadas, a partir
de un pasaje de Evangelium vitae,
luego introducido en el Catecismo, se han multiplicado las hermenéuticas de la
ruptura en esta materia. Aunque el pasaje sólo introduce una pauta restrictiva
de tipo prudencial, que admite por su naturaleza tantas excepciones como
cambiantes pudieran ser las circunstancias, la argumentación con la que se lo
intenta fundar es bastante endeble.
En el artículo que
enlazamos aquí, Luis María Sandoval, interpreta
el pasaje problemático de Evangelium vitae armonizando una novedad (de orden
prudencial) con el magisterio precedente de tipo doctrinal (licitud intrínseca,
que está fuera de duda). Sin perjuicio del resultado hermenéutico
sustancialmente continuista, Sandoval no ahorra críticas hacia las deficiencias
de los argumentos y de la formulación de los textos.
Reproducimos a
continuación la parte más importante del artículo citado. La bastardilla nos
pertenece.
— A la pena de muerte, caso particular
entre las penas, se le dedica ahora el párrafo 2267 completo, separadamente y
no dentro de la misma frase que reconocía el justo fundamento de la aplicación
de penas en general. Se observa que la licitud de principio de la pena capital
no se mengua, sino que se acepta con la clásica forma negativa: "La enseñanza
tradicional de la Iglesia no excluye el recurso a la pena de muerte". Sí
se hacen explícitas ahora dos cautelas exigidas por su irreparabilidad humana:
que en el reo coincidan la identificación cierta y la plena responsabilidad. Y
se impone un tono netamente restrictivo. La anterior redacción ya contemplaba
la preferencia por los medios incruentos en cuanto éstos bastaran.
Pero además, se percibe que tanto en dicho
pasaje, como al aludir antes a la legítima defensa por ministerio de la
autoridad se hace sólo referencia a la responsabilidad por las vidas y su protección,
omitiéndose ahora la referencia al bien común y el orden público. Lo cual
podría plantear problemas en determinadas circunstancias: ya fueran los delitos
militares frente al enemigo, ya fuera la proclamación del estado de guerra
contra los saqueadores con ocasión de catástrofes. En estas referencias
circunscritas a las vidas abunda la restricción con que concluye la admisión
del recurso a la pena de muerte "si éste fuera el único camino posible
para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas".
Finalmente, en sintonía con las
manifestaciones del Papa Juan Pablo II, se ha incluido este tercer párrafo: "Hoy,
en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para
reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido
sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en que sea
absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy rara vez, si es que ya en
realidad se dan algunos»".
Es evidente, en efecto, que si por deseo
del Papa fuera, la pena de muerte no figuraría en el Catecismo como admisible.
Pero él no es el dueño de la doctrina, sino su guardián. Toda la novedad de las correcciones viene a residir en dicho tercer
párrafo, el cual no deja de suscitar problemas: todo el argumento se apoya en
ese "hoy" (nostris diebus) inicial; no en un argumento moral
permanente, sino en una constatación de hecho, que además no es tan evidente ni
tan universal.
Obedece, más bien, a una influencia del
espíritu del siglo. El fundamento de una enseñanza en el "hoy" dentro
del Catecismo es más bien inusitado. Y cabe preguntarse si ese "hoy"
ha despuntado en algún momento entre 1992 y 1997, o se retrotrae a la primera
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. "Hoy" no deja de
ser vago.
Igualmente, cabe preguntarse si se
reconoce como pasajero. Todo "hoy", igual que ha tenido aurora,
conocerá antes o después su ocaso. Como la historia humana no obedece a un
progreso moral indefinido, no cabe la ilusión de que haya de brillar para
siempre y cada vez más.
Peor aún: la idea de que la pena de muerte
quita definitivamente al reo la posibilidad de redimirse es muy desafortunada.
En ella resulta evidente la influencia del abolicionismo inspirado por este
siglo materialista, para el cual la pena de muerte es irreparable y absoluta
por no considerar el Juicio Divino, ni de otra Vida que la corporal.
Igualmente, la expiación concebida sólo en el orden terreno sí requiere tiempo
para acumular obras reparadoras, pero, como explica el Catecismo precisamente
en el número anterior, el valor expiatorio de la pena procede de la disposición
interior, de su aceptación voluntaria y no de otra cosa. No hay en todo este tercer
párrafo una enseñanza de principio y universalmente válida, sino un solemne
llamamiento del Papa a los fieles a que sus sociedades no ejerciten la facultad
—que subsiste como lícita— de recurrir a la imposición de penas de
muerte...".