sábado, 5 de diciembre de 2015

COLAPSOS DE BABILONIA

 

COLAPSOS DE BABILONIA

Vigencia de una antigua exhortación
Resulta un clamor que atraviesa toda la historia de los humanos desvelos aquel que pronunció Parménides cinco siglos antes de nuestra era, asentando el principio de identidad y no-contradicción:

Parménides

Mas ¡ay! voy a decirte -tú escucha mi relato y acógelo- cuáles son las únicas vías concebibles de investigación: la una es la vía de que "es y no puede no ser" [...] La otra es la vía de que "no es y tiene que no ser". Esta vía te advierto que es un vericueto totalmente inexplorable, ya que al no-ente no lo podrías ni conocer (esto es irrealizable) ni expresar.
Cierto es que el eleata, no sospechando que las aún no exploradas nociones de potencia y acto bastarían a explicar la mutabilidad y el movimiento de las cosas, se obstinó en negar todo cuanto sucede para contentarse con reconocer sólo lo que es, y lo que es en su pura estabilidad. Sus rebuscas, con todo, nos legaron una lección diamantina, antídoto contra el veneno del escepticismo liberal que, a distancia de tantos siglos, acabaría por disolver las conciencias de Occidente.


Esto es lo que hay que decir y pensar: que el ente es porque puede ser, mientras que "nada" no puede ser. Te mando reflexionar sobre estas cosas. Ésta es, efectivamente, la primera vía de investigación de que te excluyo. Pero, en segundo lugar, te excluyo de esta otra vía, la que siguen errantes los mortales que no saben nada, bicéfalos, pues el desvalimiento es el que rige en el interior de su pecho una mente errabunda: se ven arrastrados, sordos y ciegos a la vez, pasmados, gente sin juicio, que están en la creencia de que ser y no ser es lo mismo y no lo mismo, y de que de todas las cosas hay un camino de ida y vuelta. 
Nótese la vehemencia con la que el primitivo filósofo pone en guardia a su discípulo respecto de la tentación de disolver las certezas primarias (aquellas que no requieren ser alcanzadas, sino que nos son sencillamente dadas en virtud de la naturaleza misma de la actividad mental y de sus leyes). Candorosas incurias al margen, se reconoce sin rodeos la insidia -letal al espíritu- de esa especie de irracionalismo nihilista que se granjeó tanta descendencia a través de las edades.  Si, como apuntó Gracián, «no hay error sin autor ni necedad sin padrino» (y esto es fácilmente reconocible al estudiar la historia de las herejías, que parecen remitir siempre a una fórmula original luego retomada con ligeras variantes, una y otra vez), ésta de atacar los principios mismos de la razón, según la amplitud de sus efectos y la tenacidad de sus manifestaciones, parece maquinación digna de atribuirse al Enemigo de la estirpe humana.
Suele contraponerse Parménides a Heráclito, como portavoces que son ambos de la filosofía de la inmutabilidad del ser y de la del ser in fieri -en devenir-, respectivamente. Sin embargo, hay en Heráclito una nota que no desdice de la recia prédica de su oponente, y ésta es la exaltación del logos. «Es necesario seguir lo común; pero, aunque el logos es común, la mayoría vive como si tuviera inteligencia propia». Acá también encontramos una recusación de ese individualismo banal y anárquico que debió cundir en todas las épocas críticas, ostensiblemente en la nuestra.

Hay, en rigor, otro autor antiguo que -según la siempre provisoria hermenéutica que puede aplicarse a unos pocos fragmentos remanentes de su obra- podría oponerse con más razón a este ensayo de metafísica y de rigurosa lógica iniciado por la escuela eleática, y éste es Anaximandro, con su identificación del principio de los seres con el ἄπειρον, lo «indeterminado». Que, si bien pudiera aplicarse a un Ser supereminente que no cabría en las caracterizaciones que definen a los otros seres, siendo irreductible a todo intento de precisar su naturaleza y operaciones, y al que sólo podría aludirse por vía de negación (lo que, a riesgo de hacer zozobrar el conocimiento racional de Dios, podría al menos coincidir con la llamada «teología negativa», atenta a la absoluta e inefable alteridad divina), lo cierto es que, al hacer de este principio indeterminado aquel del que «los seres tienen su origen y en el que surge su corrupción, por [fuerza de] necesidad», el ápeiron de Anaximandro (y así lo entendieron sus más acreditados glosadores) termina por aludir a un principio material, inmanente al mundo. Una expresión más bien abstracta -cumplido el proverbial tránsito del conocimiento mítico al conocimiento racional- de aquel caos que Hesíodo ponía en el principio genealógico de todos los seres.


El liberalismo sigue siendo pecado
Hacer del caos fuente y término de ciencia, allí donde no hay inteligibilidad posible y se zozobra en el acaso, o bien tener al mismo caos como objeto de adhesión cordial -haciendo o no explícita esta preferencia- es un pecado intelectual que hizo acto de presencia en todas las edades. Desde los sofistas y Pirrón, pasando los «académicos» con los que disputara san Agustín, hasta los que desde el pensamiento, la literatura o o la pseudo-mística  negaron el principio de individuación (gnósticos, Spinoza, Giordano Bruno, Swedenborg, William Blake, entre otros), casi a modo de una corriente subterránea que pujara por salir a plena luz para ahogar las evidencias primeras del intelecto, esta mala gnosis en todas sus variantes es irreductible enemiga de la buena, la que desde la Proto-tradición hasta la plenitud de la Revelación en Cristo nos ha sido dada como faro. Por esto, por esta confianza en que aun fuera del ámbito revelado es posible hallar suficiente dosis de buena salud intelectual y apego a la luz, que no a las sombras -lo que se deduce de la certeza de que el pecado original no corrompió totalmente a la naturaleza humana-, el cristianismo pudo valerse, como de providenciales auxilios, de todos aquellos conceptos ofrecidos por la especulación de los griegos para elaborar su propia teología.

Si nos atuviéramos a las categorías puestas en boga por Nietzsche, diríamos que la historia del pensamiento moderno, por causas múltiples y arduas de enunciar en pocas líneas, ha sido la de una progresiva reivindicación de Dionisos contra Apolo. Pero nosotros, que no somos apolíneos sino católicos (es decir: no nos pagamos de una eudaimonia según el modo clásico, escuetamente terreno, naturalista y autosuficiente, sino que a las perfecciones inherentes a este cosmos cerrado les atribuimos un desgarramiento, una nostalgia supramundana capaz de añadirle ulteriores y más subidas perfecciones, y a ello alude el Apóstol en Rom 8,19: las criaturas todas están aguardando con gran ansia la manifestación de los hijos de Dios), nosotros sabemos que la cosa es más grave aún, y que si la posibilidad de esta ofuscación de la razón fue triunfantemente contenida durante los siglos de cristiandad, las persuasiones de Dionisos, hoy triunfantes, son las de Satanás, que busca disolver al hombre (o de-construirlo, en la jerga hoy al uso), soltarlo de sus determinaciones propias y sumergirlo en la marea de la indiferenciación.

La brecha en nuestras filas la fue abriendo la civilización de la técnica gestada por la Ilustración, con su acelerada exclusividad en la búsqueda de los bienes útiles y deleitables a expensas del bien honesto. Todo un mundo humano configurado a instancias de esta peligrosa deriva del espíritu, con una política y una economía y una filosofía fundadas sobre la misma, fue suficiente para asediar durante dos largos siglos a la Iglesia -con notorio hito en la usurpación de los Estados Pontificios y en la caída de las últimas monarquías católicas-, hasta que la guarnición sitiada, bien por las fatigas derivadas del caso, bien por hábil infiltración y engaños, comenzó a persuadirse de que las razones del adversario no eran tan malas. Por lo demás, éstas venían reforzadas por todos los frutos visibles del dominio técnico sobre el mundo, asaz apetecibles.

El precio a pagar por este desfallecimiento fue el de la incoherencia, o -recordemos la amonestación de Parménides- el de la bicefalía: seguir llamándose católicos, tener el recado de transmitir la Verdad revelada con extensión a sus consecuencias en la moral personal y pública, pero con secreto apego a la tesis contraria -apego, por lo demás, muy a menudo manifiesto, para mayor estrago del común. «Más que una confusión, el catolicismo liberal es una ‘enfermedad del espíritu’: el espíritu no consigue sencillamente descansar en la verdad. Apenas se atreve a afirmar algo, se le presenta la contra-afirmación, que también se ve obligado a admitir. El Papa Paulo VI fue el prototipo de este espíritu dividido, de este ser de doble faz – incluso se podía leer esto físicamente, en su rostro – en perpetuo vaivén entre los contradictorios y animado de un movimiento pendular, que oscilaba regularmente entre la novedad y la Tradición. Dirán algunos: ¿esquizofrenia intelectual? Creo que el Padre Clérissac vio más en profundidad la naturaleza de esta enfermedad. Es una falta de integridad del espíritu, escribe, de un espíritu que no tiene suficiente confianza en la verdad» (Monseñor Marcel Lefebvre, Le destronaron, cap. XVI). Ocupados en congeniar con el mundo, en suscribir fórmulas de compromiso con los poderes anticristianos dominantes, los papas recientes han sido todo menos hombres "tallados en una sola pieza".

De esta enfermedad murieron dos o tres generaciones lo menos, fatalmente convictas de que la libertad de pensar y decidir era la más preciada prez de la estirpe humana. A esta enteca noción de libertad se la erigió en fuente de la farragosa jurisprudencia moderna y del agotador vaniloquio sobre los derechos. Louis Veuillot supo responder a esta exaltación febril de la facultad del libre albedrío, que es aquello sobre lo que en realidad versa el liberalismo, distinguiéndolo cuidadosamente de lo que en rigor debe llamarse libertad: «lo que tenemos la libertad de hacer es lo que podemos hacer impunemente en presencia de la justicia perfecta». Se trata, en fin, de la conocida sentencia que dice que obrar voluntariamente el bien es ser de veras libre, pues «todo aquel que peca es un esclavo» (Io 8,34). Es increíble que sobre la ignorancia de una tal lección pudiera edificarse toda una doctrina de pensamiento, y que esta resultara a la postre tan influyente.


En todo caso, en seguimiento del libre arbitrio, son las libertades de perdición las que terminaron exaltadas, la libertad de corromperse y corromper, en una marcha demencial que lo envolvió todo, incluyendo a la Iglesia, y proveyendo como primer efecto (porque debajo de los permisos y las autoconcesiones aún resuena la odiosa voz del deber) el de la conciencia desdoblada, múltiple, siendo que la felicidad reside en la simplicidad del espíritu. Esta multicefalía, como un morbo indomable, pasó de afectar a los individuos a enseñorearse de las instituciones. «Una de las características de las dos Bestias del Apocalipsis es tener varias cabezas. Pues bien, la sociedad contemporánea, contrariamente a la de la Edad Media, tiene también varias cabezas, desde la familia hasta el Estado» (Guillermo Gueydan de Roussel, Aforismos, en El Verbo y el Anticristo). 
Todo lo ha debilitado el liberalismo, desde la conciencia personal hasta la vida de las naciones: la política de partidos nos lo dice desde su misma definición. A este clima debía corresponderle esa patología tan en boga que dio de comer a tantos profesionales: la neurosis, esa penosa tensión psíquica que resulta de haber heredado un conjunto de pautas morales mal asimiladas, asumidas sin íntima adhesión y sin energías anímicas, en un contexto de posibilidades y exigencias de vida tanto más solícitas cuanto irreales -las que resultan de la civilización técnica y sus efectos inmediatos. Y como de la neurosis se sale o por la santificación personal o por el mero desmadre (por eso los psicoanalistas, que tienen a la neurosis por el mal absoluto, instan a superarla por la satisfacción de los deseos, sin mayor preocupación por la moral), de aquella prolongada e indeseable tensión neurótica se verá libre la generación siguiente, de caracteres ya francamente psicopáticos, cuyos rasgos parecen los descritos por san Pablo en II Tim 3, 1ss.: «en los últimos días se levantarán hombres pagados de sí mismos, codiciosos, altaneros, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, facinerosos, desnaturalizados, implacables, calumniadores, disolutos, fieros, inhumanos. traidores, temerarios, hinchados, y más amadores de deleites que de Dios, mostrando, sí, apariencia de piedad, o religión, pero renunciando a su espíritu». 

Lo subrayado al final, huelga precisarlo, señala el ingreso triunfal de este pathos a la Iglesia.


Babilonia en la mira
Con esto llega a sus últimas consecuencias el liberalismo propugnado por los degenerados revolucionarios de 1789, cuyos designios debían vencer unas cuantas resistencias antes de impregnar completamente la mentalidad del común. Y es que el último paso debía cumplirse por medio de una casi "mutación genética", expurgando del hombre la facultad que lo distingue de las bestias.

Es significativa, a este respecto, la apelación tan reiterada hoy en la Iglesia -y presentada como antítesis de la misericordia- a "no juzgar", paralela al "no discriminar" de la sociedad civil. Su insistencia sin matices sobre este punto, con el recurrente descuido de que el término comporta varias acepciones -y que la más inmediata y universal de ellas versa sobre la primera de las operaciones del intelecto-, obliga a pensar que estamos ante un llamamiento universal a la pirrónica epojé, a la ceguera voluntaria: de hecho, la posesión de alguna certeza de carácter ontológico-moral resulta cada vez más desacreditada como un odioso signo de arrogancia. Tal la clarividente anticipación de Lope: «señales son del Juicio / ver que todos le perdemos». Al desnaturalizar de este modo al hombre, al vaciarlo del más característico de sus atributos nativos, la redención de Cristo se vuelve superflua, pues consta que el Señor no se encarnó para salvar a los brutos. Ésta, sin dudas, ha sido la jugada más astuta del demonio.

Y con la razón se fue también el remanente corazón, ídolo un tiempo de las conciencias formadas en ese romanticismo de divulgación que quiso ponerle un dique a los desafueros del racionalismo. Porque las notas de «implacables» e «inhumanos» que constan en el elenco paulino citado más arriba son las más apropiadas a una estirpe gravada por el desapego afectivo y por la práctica desaparición del sentimiento de culpa, que si aún se vincula con sus semejantes esto es apenas provisoriamente, sin anudar mayores compromisos, incapaz de la promesa y del desvelo por algo de íntegro. Son tiempos sin duda paradójicos para las presuntas "conquistas" libertarias, en que el hombre, esa mercancía, a menudo no iguala la dignidad de -digamos- el automóvil.

De allí la inescrupulosidad con la que se ejerce el poder, y hoy señaladamente en la Iglesia. Que a la disolución de la propia identidad (digámoslo: del Credo) se le empareja la más cruel persecución de aquellos elementos que aún conservan la fe en medio de las ruinas sembradas por el modernismo. Cuyos personeros se revelaron eficacísimos artesanos de la devastación: allí donde se descubrió un rincón a salvo de la acción gravitante de los tiempos y del contagio deletéreo de las costumbres, allí se corrió a cortar cabezas, ocupando seminarios uno tras otro, y cátedras episcopales, y parroquias e instituciones piadosas.


Babilonia presa de demonios y espíritus inmundos,
grabado, por Víctor Delhez.
A unos tales hombres conviene aquel versículo que, con el anuncio de su caída, clama que «Babilonia la Grande ha venido a ser morada de demonios, guarida de todo espíritu impuro, refugio de toda ave inmunda y odiosa» (Ap 18,2). Porque esta jerarquía solícita en anudar lazos con los protestantes, que prepara una fastuosa celebración del quingentésimo aniversario de las tesis de Wittemberg, ha merecido, como premio a sus desvelos, que la maliciosa exégesis de Lutero que identifica a Babilonia con Roma y el papado se verifique finalmente. Sin historia y sin destino, como la generación psicópata, sin patrimonio espiritual y sin gloria, sólo le queda esperar la hora en que se cumpla su sentencia. Que, paradójicamente, podría tener por instrumento a aquellos mismos a quienes se lisonjea asegurándoles la engañosa adoración a un Dios común y cuya duradera enemistad, sorbido el bebedizo del irenismo, fumada la pipa de la falsa paz con los infieles, se ha olvidado del mismo oprobioso modo con que se olvida el propio nombre.
El islam, en verdad, junto con el sabelianismo y otras plagas antiguas, debería contarse entre las herejías antitrinitarias, hoy bogantes con las más diversas apariencias en toda la redondez de la tierra. Ese "monoteísmo absoluto" o "de tipo semítico", como se lo ha designado a menudo, entraña un categórico rechazo del Dios revelado en y por Cristo, lo que impide hablar de "un Dios común". Y esto mismo dígase de cuantas refundiciones falaces del Evangelio se han multiplicado en Occidente después de la ruptura protestante. ¡Cuánta verdad encierra la socorrida fórmula de De Maistre, citada a menudo por Castellani, acerca de que «el protestantismo vuelto sociniano (negada la divinidad de Cristo) no se diferencia ya esencialmente del mahometismo»! ¡Ellos sí podrían hablar de un "Dios común" con los muslimes, y si nuestra jerarquía insiste en hacerlo es simplemente porque ha renunciado a la fe en la divinidad del Hijo Único de Dios! Con razón san Juan advierte, en tratando del Anticristo, del mentiroso por antonomasia, que «el que niega al Hijo no posee ya al Padre» (I Io 2,23).

Debemos volver a la monición de Parménides (que jamás pudo prever la proyección apocalíptica de sus alarmas, pero que debió colegir la imperdonable injuria latente en la renuncia a la razón), para concluir que de la negación del Logos divino se pasa, sin solución de continuidad, a la negación del logos humano, y por ésta vuelve a confirmarse aquélla con creces. Se ha hecho experiencia voluntaria de la insensatez, pretendiendo entablar un imposible camino de ida y vuelta entre el ser y su negación, siendo que el drama de la apostasía entraña por añadidura el de la bestialización y la cosificación del hombre, del que no parece haber retorno. Y que la puja actual entre el Islam y el Occidente post-cristiano, guerra de civilizaciones en ciernes y fáustico producto de laboratorio geopolítico, supone el de dos fuerzas que, al menos, coinciden en algo: la oposición, a un mismo tiempo, al Logos trinitario y a la razón. Pues al paso que los unos invocan a un Alá que no gobierna al mundo a través de las leyes inherentes a las cosas por él creadas y llevadas congruentemente a sus fines propios, sino compulsivamente, a través de decretos siempre arbitrarios, como un califa; así los otros han renunciado a distinguir los contornos de las cosas, y ni la propia naturaleza humana les es ya descifrable -y menos su dignidad, en tanto pasible de adopción divina-, arrastrados a tierra sus pensamientos por la desdichada atracción del caos.

Basta ver cuánto esto se haya extendido a la Iglesia para no quitar ya la vista de las nubes, proveedoras del único auxilio esperable. Recordemos a Bergoglio refiriéndose con desprecio a los "especialistas del Logos". Las florecillas de este Francisco, hilvanadas de copiosísimos hechos y palabras manados en menos de tres años para escándalo de las conciencias cristianas, nos eximen de mayores comentarios, que ya los hemos hecho a profusión en este blogue. Sólo en esta última semana, la de su visita al continente negro, puede advertirse una increíble condensación de signos, desde la apertura de la Puerta Santa del Jubileo entrante en la catedral de Bangui, República Centroafricana, declarada por él «capital espiritual del mundo», hasta la afirmación, luego de acudir a la mezquita de esta impensada Nueva Roma, que «mi visita pastoral a la República Centroafricana no estaría completa sin este encuentro con la comunidad musulmana». Previamente, a través de su Secretario de Estado, ya había hecho saber que el Jubileo estaría abierto a los musulmanes, sin que nunca se aclarara cómo podrían los no bautizados aprovechar el tesoro de las indulgencias, a no ser ingresando a la plaza San Pedro con una fuerte carga de trotyl bajo el turbante. Si esto no es desafiar de raíz no digamos ya la fe católica, sino incluso todo principio de identidad de ser y de conciencia, no sabemos qué otra cosa podría serlo.

Sus ansias de poder a todo trance y la frialdad con que es capaz de quitarse de en medio a sus víctimas le han ganado a Bergoglio, entre quienes lo conocen, la fama de psicópata. Era el colofón obligado al camino vacilante emprendido por sus inmediatos predecesores: la Iglesia salió de la neurosis liberal lanzándose a los brazos del Maligno. Y no hablamos de balde. Notemos un detalle tenebroso en el vídeo que va a continuación, filmado durante el tour africano de Francisco:





Pese a la abrumadora mayoría de papas italianos, no sabemos si hubo papas que contrajeran el horrible vicio de la blasfemia: no parece esto constar, y habría que hurgar en las más completas historias del papado para responder a una tal pregunta. Pero que la blasfemia la profiera un papa en público -y a un público mundial, dado el alcance de los modernos medios de comunicación-, es cosa inédita sin más. Y que las blasfemias tomen ocasión del consejo implícito de rezar el rosario y el viacrucis se diría propio del habla tortuosa de la serpiente, tal como ésta se presenta en el relato del Génesis, y tal como el Apocalipsis refiere a propósito de la bestia ascendens de terra. Hace poco, Bergoglio ya se había dado el gusto de hablar de la "impotencia de Dios": ahora habla, en África, del "fracaso de Dios" (adviértase el cambio de tono y de expresión facial, el inquietante énfasis al prorrumpir en el horrísono desmán, segundos 0:38 al 0:42). No, esto no es -como pretenden algunos esforzados encubridores de las vergüenzas pontificias- una osada paradoja al estilo de los místicos, que nunca andarían echando sus balbuceos en la cara de los periodistas, atentos al nolite dare sanctum canibus, y menos tendrían por sensato colmar los pronunciamientos papales de paradojas. Blasfemoglio no es místico ni parecido.

Es, por ahora, el príncipe de Babilonia, la ciudad prostituida que se erigió sobre los cimientos de Babel, la de la confusión de las lenguas. Cuya bíblica historia -bien dice Rafael Gambra a propósito de las técnicas manipuladoras del lenguaje, de cuño marxista- podría referirse no a un relato ancestral cuanto a una profecía por cumplirse. Porque en la Iglesia comenzó por sustituirse la lengua única del culto, y donde antes había unidad de fe acabó por profesarse una multitud de creencias incompatibles, a la zaga de lo cual sobrevino la multiplicación -a cuál más escabrosa- de los escándalos. Si al colapso de la razón y de la fe le siguió el del pundonor, a éste habrá de sucederle bien pronto el de las piedras: tal es el juicio dictado desde eterno contra las impudicias de la Meretriz. Y no vaya a ocurrir que a Babilonia la derriben justo cuando Francisco no se hallaba entre sus muros, de manera de proponerlo como indiscutible jefe de la religión de los ecuménicos y venideros tiempos de paz, una vez vencido el terrorismo.

«Paz y seguridad», andarán diciendo entonces, según la pervertida y ya avezada práctica de nombrar las cosas por su contrario.