El Sínodo de la Familia: modelo de negocio para el “espíritu del Concilio”
Al
analizar los resultados del gigantesco fraude llamado Sínodo de la
Familia, no servirá de nada considerarlo una batalla aislada entre
fuerzas adversarias, aplicando el binario victoria-derrota a cada una de
las posturas. El contexto de la batalla del Sínodo es la guerra a la
Tradición que se viene librando desde hace cincuenta años. Una guerra
que lleva a cabo un ejército neomodernista que ha traspuesto
victoriosamente las puertas que abrió el Concilio y arrasado inmensas
porciones del territorio de la Fe, obligando a los católicos
tradicionales a replegarse hacia búnqueres o a combatir en la
resistencia a riesgo de ser descubiertos, capturados y ejecutados. Pues
ése es el destino de muchos sacerdotes e incluso obispos que se
encuentran en territorio ocupado.
Por consiguiente, antes de preguntarnos cómo fue el Sínodo debemos preguntarnos cómo va la guerra:
Desde un punto de vista meramente
humano, da la impresión de que la guerra ha teminado. Naturalmente, la
victoria final será de Cristo, mientras su Madre le aplasta la cabeza a
la serpiente. Pero en este momento de la historia de la Iglesia -siempre
sujeta a la posibilidad de que la intervención divina dé vuelta a la
situación-, las fuerzas de la Tradición se han visto superadas en el
campo de batalla en general, al igual que los fieles durante la crisis
del arrianismo, cuando se vieron literalmente obligados a recluirse en
lugares apartados. Aunque sabemos que esta coyuntura es temporal y que
inevitablemente la Iglesia se regenerará, nos encontramos hoy en día
ante una situación muy parecida a la que describió San Atanasio: «¡Que
el consuelo de Dios esté con vosotros! (…) Ellos tienen sin duda los
templos; pero vosotros tenéis la Fe de los Apóstoles.»
Es más, la sola institución de un Sínodo
de los Obispos (en contraste con las reuniones locales celebradas de
vez en cuando a lo largo de la historia de la Iglesia) fue en sí una
señal de triunfo del enemigo. Creado por Pablo VI en 1965 mediante su
carta apostólica Apostolica sollicitudo, «por
la cual se constituye el Sínodo de los Obispos para la Iglesia
universal» (…) «con el fin de que, aun después de terminado el Concilio,
continúe llegando al pueblo cristiano aquella abundancia de beneficios
que felizmente se ha obtenido, durante el tiempo del Concilio, como
fruto de Nuestra íntima unión con los Obispos». Dicho de otro modo: el
Sínodo convertiría el trastorno conciliar en una característica
permanente de la vida de la Iglesia. En consecuencia, entre los fines
declarados del Sínodo al momento de instituirse se encontraba el de «facilitar la concordia de opiniones (…) en cuanto a los puntos fundamentales de la doctrina y en cuanto al modo de proceder en la vida de la Iglesia».
O sea, que la institución de un sínodo
universal introdujo en la Iglesia Católica el equivalente de la
costumbre protestante de sujetar la doctrina a perpetuo debate y votar
en asambleas periódicas, con el inevitable resultado de erosionar la
doctrina. Como hemos podido observar, en la Iglesia Católica esa erosión
adopta la forma de entender la doctrina como una serie de propuestas
oficiales a la vez en la práctica se la socava de todas las formas
posibles excepto con una contradicción formal descarada.
El Sínodo es precisamente el «concilio
permanente» que promovía el difunto icono del neomodenismo, cardenal
Carlo Mario Martini (que decía: «Jesús jamás habría escrito la Humanae Vitae»).
La elección personal de Martini para acceder al solio pontificio no era
otro que el cardenal Bergoglio; lo más parecido al propio Martini, que
vio que no le quedaba mucho tiempo en razón de su edad y su estado de
salud. Fue Martini quien organizó el grupo de San Galo, que conspiró en
secreto para que Bergoglio fuera elegido papa, como reconoce ahora sin rebozo el infame protector de pedófilos monseñor Danneels, miembro clave del mencionado grupo junto con el cardenal Kasper.
Nuestro modernista pontífice, que exalta a su patrocinador Martini llamándolo «padre de toda la Iglesia», acaba de escribir un adulador prefacio para
una flamante edición en numerosos volúmenes de los escritos del
mencionado hereje. En dicho prólogo, Francisco elogia a su valedor
por «haber promovido y favorecido el estilo de la sinodalidad», y
declara: «Ciertamente, el legado que nos dejó el cardenal Martini es un
valioso regalo».
Si bien Apostolica Sollicitudo afirma
que la versión católica de la sinodalidad el sínodo está «directa e
inmediatamente sujeto a (la) autoridad del Romano Pontífice», ¿qué pasa
cuando el propio Papa está empeñado en revolucionar la Iglesia
valiéndose de un sínodo? Gracias a una cómoda coincidencia, en pleno
Sínodo de 2015 Francisco descubrió, por primera vez en 2000 años, que la
Iglesia Católica es una «iglesia sinodal».
En su discurso con motivo del 50º aniversario de creación del Sínodo
por parte de Pablo VI, Francisco reveló que lo que quiere que creamos
que fue un conocimiento esotérico ocultado a todos sus
predecesores: «Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que
Dios espera de la Iglesia del tercer milenio.»
Con el dictador Bergoglio al mando, el
ejercito triunfante del neomodernismo se está valiendo de la fuerza
arrolladora del Sínodo para realizar una operación de limpieza que
amenaza con acabar con el último bastión de la Iglesia que queda
intacto: sus doctrinas relativas al matrimonio, la procreación y la
moral sexual, tras las cuales unos pocos prelados relativamente
conservadores han realizado una cantinflesca defensa. Pero la conclusión
del Sínodo de 2015 no es sino el comienzo de un destructivo viaje en
tanque con Francisco al timón: «El viaje proseguirá», declaró solemnemente el modernista moderado Mark Coleridge, arzobispo de Brisbane. Dios se apiade de nosotros.
Un Tercer Reich eclesiástico
A mí me parece que con Francisco hemos
entrado en lo que muy bien se podría llamar el Tercer Reich de la
revolución posconciliar, el cual sigue al primero de Paulo VI, el
segundo de Juan Pablo II y el breve interregno de Benedicto antes de la
catastrófica subida al solio pontificio del cardenal Bergoglio. Es más,
dicha subida tuvo lugar en circunstancias análogas a las que
convulsionaron Alemania en 1932-33, cuando la anarquía reinante en el
país, con batallas callejeras entre comunistas y nazis incluidas, tuvo
por consecuencia la caída del canciller Schleicher y el nombramiento del
carismático Hitler para que sofocara la tempestad que él mismo había
contribuido a desatar.
Del mismo modo, Benedicto (según se
dice, a sugerencia de Martini) huyó «por temor a los lobos», dejando el
camino despejado para la repentina aparición de un hasta entonces
desconocido jesuita liberal de veleidosa conducta cuya trayectoria,
como señaló un compañero de su orden, estuvo marcada por un «culto a la
personalidad sumamente divisivo. Tiene un aura de espiritualidad de la
que se sirve para obtener poder» La elección de Bergoglio estaba
prevista para el cónclave de 2005, pero no se pudo conseguir hasta la
abdicación de Benedicto, como documentó Austin Ivereigh en El gran reformador.
Así pues, no es ninguna coincidencia que
Francisco haya rehabilitado a Danneels y Kaspers, cabecillas del grupo
de San Galo. Rehabilitación que incluye una incansable promoción del
herético concepto kasperista de la “misericordia” y el
nombramiento de ambos para que formaran parte del grupo de 45 mitrados
progres con los que Francisco atiborró el Sínodo con vistas a
contrapesar la mayoría conservadora entre los padres sinodales elegidos
por las diversas conferencias episcopales. Al llenar el Sínodo de
progresistas nombrados por él a dedo, Francisco maniobró para que
votaran lo que votaran los padres elegidos, el bloque implantado por él
evitase que hubiera mayorías de 2/3 que estuvieran a favor de ratificar
sin concesiones la doctrina católica.
Para que no digan que me contradigo, quede claro que está mal reducir
cuestiones de doctrina y disciplina a temas pasibles de votación en un
sínodo de obispos, y que el Papa debe ser capaz de tomar las riendas en
las labores de un sínodo y hasta de de anular algo que hayan decidido
por votación, precisamente porque es el Sumo Pontífice. El caso es, sin
embargo, que Francisco afirmaba que las labores del Sínodo expresaban la
voluntad de los padres sinodales influidos por «el Espíritu», mientras
él mismo manipulaba tras las bambalinas con vistas a prefijar el
resultado de antemano (motivo por el que protestaron educadamente trece
prelados en su histórica carta a
Francisco). Por tanto, con este sínodo hemos tenido lo peor por ambas
partes: un simulacro de democracia para dar visos de legitimidad a un
abuso autocrático de poder realizado por un pontífice que no tiene en
cuenta la verdadera naturaleza de su cargo, que consiste en ser un
prudente conservador de la Tradición, y que se sirve de la ayuda de la
oligarquía neomodernista a la que ha puesto ante el tablero de mandos
del Sínodo.
Estamos contemplando como un papa que gobierna conforme a lo que Edward Pentin ha llamado dictadura
eclesializada, en la cual la voluntad del dictador es ley suprema
simple y sencillamente porque él es el que manda. No haría ni falta
demostrar que no es lo mismo primacía pontificia que dictadura. Baste
con recordar la exhortación de Benedicto al comienzo mismo de su misteriosamente concluso pontificado:
El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No
debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí
mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos
los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo.
Este pontificado ha sido un constante
desechar temerariamente esta verdad relativa a los límites de la
autoridad pontificia, reforzado por el incesante y demagógico
despotricar del Papa-dictador contra los católicos ortodoxos que se
interponen en su camino, entre los que se cuentan algunos cardenales y
obispos. El presente pontificado demuestra que, por lo que respecta a la
guerra en su conjunto, en este momento sólo podemos esperar que podamos
mantener algunos focos de resistencia hasta que, como pasó en Alemania,
este Tercer Reich eclesiástico termine por hundirse bajo el peso de su
propia locura.
¿Quién ganó realmente la batalla del Sínodo?
Pasando de la guerra en general al
recién terminado Sínodo en concreto, ¿qué podemos decir de sus
resultados? Para poner otro paralelo histórico, la batalla del Sínodo se
pareció bastante a la del Rancho Palmito, que los confederados
consiguieron ganar después de que ya hubiera terminado la Guerra de
Secesión con la rendición del general Lee en el tribunal de Appomattox
un mes atrás. El Sínodo de 2015, como el de 2014, ha sido un ejemplo de
dictadura en todo su esplendor: de principio a fin lo concibió, dirigió,
barajó y manipuló. Su finalidad consistió en servir de instrumento de
la voluntad del dictador.
Para que veamos la farsa que resultó ser
todo el proceso, el martes 22 de octubre, el secretario general,
monseñor Baldisseri, con su pinta de matón, intentó imponer a la
asamblea como informe final «del sínodo» lo que en esencia era el Instrumentum Laboris sin enmiendas, documento denunciado como descaradamente heterodoxo. El profesor
Roberto de Mattei destaca: el texto «no tenía en cuenta ninguna de las
1355 enmiendas propuestas durante las tres semanas previas, y en
sustancia volvía a proponer la estructura del Instrumentum laboris, que incluía los párrafos que han suscitado tan duras críticas en el aula: los referidos a la homosexualidad y a los divorciados vueltos a casar».
En resumen, al final mismo de las
reuniones resulta que es como si el Sínodo nunca se hubiera celebrado y
simplemente se hubiera dado por sentado que los padres sinodales se
tragarían un documento que muchos de ellos habían rechazado antes
incluso de llegar a Roma. Para evitar que se desatara una revuelta como
la del sínodo del año pasado, Francisco se vio obligado a retirar el
documento y pedir a los diez integrantes de su comité que redactaran a
toda prisa en menos de 24 horas un documento moderado y conciliador.
Documento que se publicó únicamente en italiano el mismo día de la
votación, 24 de octubre. Se leyó con traducción simultánea para los
numerosos padres que no hablaban italiano. Aprovechando el escaso
conocimiento del informe que supuestamente habían redactado, se les
pidió que decidieran por votación si aprobaban las 38 páginas de
propuestas, párrafo por párrafo, en el mismo momento en que los
intérpretes (con mayor o menor fidelidad) traducían sobre la marcha el
texto a varios idiomas. Este sistema es totalmente impropio de un
organismo deliberativo. Es poco más que dar la aprobación a un documento
urgente improvisado por una comisión no elegida, nombrada a dedo por
Francisco y dominada por progresistas.
Este acuerdo de última hora está
redactado con la finalidad específica de evitar que el Sínodo colapsase,
por medio de unas concesiones que permiten que tanto conservadores como
progresistas canten victoria dependiendo de cómo entiendan el texto.
El profesor De Mattei señala
que con este documento «todos han quedado derrotados, empezando por la
moral católica, que sale profundamente humillada del Sínodo de la
Familia». Rorate Caeli lo denomina con acierto un«triunfo de la ambigüedad».
El cardenal Pell lo reconoció también cuando afirmó en una entrevista
con Edward Pentin después de acabado el Sínodo: «El documento está
redactado de modo inteligente para obtener consenso. Algunos dirán que
no es suficiente. No es ambiguo.»
Esto es puro cantinfleo. Es inevitable
que un documento «redactado de modo inteligente» para obtener consenso
entre dos posturas diametralmente opuestas sea ambiguo. Como
veremos, eso es lo que pasa con el informe en cuanto al candente tema de
que los divorciados recasados puedan recibir la Sagrada Comunión como parte de su integración en
la vida de la parroquia. Y hasta para el más obtuso de los observadores
debería ser diáfano a estas alturas que el concepto kasperiano de misericordia para
los adúlteros notorios objetivos fue el motivo principal por el que
Francisco puso en marcha la gigantesca aplanadora del Sínodo.
Sin embargo, ese amañado Sínodo no hizo caso de la exigencia principal de Francisco: la aceptación general del abominable Instrumentum laboris. Al
estilo del típico dictador, dio rienda suelta a su furia cuando el
Sínodo que él mismo había preparado astutamente se negó a cumplir.
Francisco denunció a los conservadores que se le oponían y les hizo
saber que se habían declarados enemigos del Reich. El Sínodo, advirtió
en el discurso de clausura, había puesto al descubierto «los corazones
cerrados, que a menudo se esconden incluso detrás de las enseñanzas de
la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la
cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad,
los casos difíciles y las familias heridas». ¡Nadie se puede esconder de
la ira del Führer tras la doctrina católica. Él sabe quiénes son: ¡cada
uno de ustedes!
Desprovisto de todo sentido de
vergüenza, el Führer evocó la cátedra de Moisés, que permitió el
divorcio, contra los prelados que intentaban defender la abolición
definitiva que hizo Cristo de la dispensa mosaica, debida únicamente a
la dureza de los corazones aunque se oponía a la ley divina y la ley
natural. ¡Da igual! Los muchos enemigos que tiene el Führer entre los
obispos y los cardenales deben entender que en el Tercer Reich de la
misericordia neomosaica la «Iglesia sinodal» será «una fuente viva de
eterna novedad contra quien quiere “adoctrinarlo” en piedras muertas
para lanzarlas contra los demás».
Dejémonos, pues de «hermenéutica
conspiradora», «cierre de perspectivas» y «un lenguaje arcaico o
simplemente incomprensible». El Führer no explicó qué hay de arcaico o
de incomprensible en «no cometerás adulterio» o en «todo el que repudia a
su esposa y se casa con otra comete adulterio». Aunque claro, el Führer
no tiene que explicarse porque, como él es la máxima autoridad, todo lo
que el dice es manifiestamente cierto y basta. Díjolo Blas, punto
redondo.
Tras demonizar a toda la oposición a su
voluntad, Francisco -como es habitual en él- procedió a contradecirse
advirtiendo para que no se cayera «en el peligro del relativismo o de
demonizar a los otros…» Ahora bien, ¿quién entre sus intimidados
inferiores en la jerarquía está en situación de exigir al Führer que
predique con el ejemplo, o que señale la frecuencia con que se muestra
culpable de exactamente lo mismo de lo que acusa incesantemente a otros?
Evaluación del documento final
Como desgraciadamente se veía venir, los comentaristas neocatólicos aclaman la transigente Relatio como una victoria de los conservadores y una derrota para los progresistas, porque
no autoriza explícitamente que se dé de comulgar a los adúlteros
notorios ni propone que se acepten a algún nivel las «uniones
homosexuales». ¡Viva! ¡Bravo! ¡Hurra! Examinemos esa afirmación de victoria:
Para empezar, por lo visto los
neocatólicos y otros normalistas no se dan cuenta de que un sínodo en
el que propio Papa insistió en celebrar un debate sobre cuestiones de
moral más que zanjadas, desechando la doctrina constante de sus
predecesores, es señal de que los progresistas ya tienen la partida
ganada.
Las ranas neocatólicas que cayeron en la
olla de agua que ya está a punto de hervir no sólo se niegan a
reconocer que el agua está más caliente, sino que también niegan la
existencia de la olla. Aceptan con toda tranquilidad que la Iglesia
Católica es ahora una iglesia sinodal en la que todo es
debatible y en la que cada cierto tiempo hay que rezar por el Sínodo
para que no cambie la doctrina. El espectáculo se parece mucho al
hemiciclo del Congreso cuando los dos partidos dominantes discuten en
comités y luego sale «la mejor legislación posible» dadas
las circunstancias, que viene a ser más o menos lo que describió Pell el informe final.
Pasando a lo que dice a continuación el
informe, debemos preguntarnos: ¿Quién sacó más partido a este triunfo de
la ambigüedad? Salta a la vista que la ambigüedad en cuestiones de
moral siempre favorece al partido que trata de socavar la moral. Y así
es en este caso. Los siguientes elementos, que aparecen en la
problemática Parte III, donde se encuentran todas las píldoras
venenosas, supone grandes avances para la facción libertina de los
neomodernistas que han orquestado este fraude desde el principio, con la
complicidad de Francisco:
- El Sínodo de la Familia debilita de modo radical a la familia al declarar (¶ 58): «Aunque la familia sigue siendo el espacio pedagógico primordial, no puede ser el único lugar donde se eduque en la sexualidad». Esta cláusula, que proviene del Instrumentum rechazado, niega implícitamente la primacía de la autoridad paterna en la educación de los hijos, y en particular en un asunto tan delicado, y arroja a los hijos a los lobos que imparten educación sexual en las aulas. En vano enseñó Pío XI en Divinis Illius Magistri: «Está muy difundido actualmente el error de quienes, con una peligrosa pretensión e indecorosa terminología, fomentan la llamada educación sexual, pensando falsamente que podrán inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la carne con medios puramente naturales […] acudiendo para ello a una temeraria, indiscriminada e incluso pública iniciación…» Haciendo caso omiso de esta amonestación, el Sínodo pide que adolescentes y niños que están en la pubertad aprendan sobre «la belleza de la sexualidad en el amor» en aulas llenas de otros menores impresionables.
- El informe final ni da a entender que el divorcio, el adulterio, la fornicación, la sodomía y otras formas de inmoralidad sexual son males a los que la Iglesia se debe oponer y pecados que los fieles deben evitar o de los que se deben arrepentir para no ser reos de condenación eterna. En ningún momento se mencionan conceptos como la inmoralidad sexual, el pecado mortal y el castigo divino al pecado mortal. El pecado sólo se menciona una vez, de modo genérico e inofensivo en las partes I y II, con las que se dura la píldora de la parte III para que resulte más fácil de tragar, y en la cual ni se vuelve a hablar del pecado.
- Sigue proponiéndose el ridículo «ecumenismo moral» propuesto en el Instrumentum (cf. ¶¶ 69-71). Se dice que las relaciones sexuales ilícitas, incluidos la cohabitación el matrimonio civil (con divorcio previo o no) tienen «elementos positivos» (¶ 70) que conducen a «la plenitud del sacramento» (¶ 69). Como si quienes conviven de forma pecaminosa pudieran poseer en parte el sacramento del matrimonio. Es una burla grotesca, incluso diabólica, de la doctrina eclesiástica sobre la santidad y carácter sobrenatural del matrimonio sacramental.
- La decisión de convivir sin compromiso matrimonial se disculpa con la excusa de que «con mucha frecuencia no están motivados por prejuicios ni resistencia a la unión sacramental, sino por situaciones culturales o contingentes», como por ejemplo (aunque parezca mentira) «que el matrimonio se ve como un lujo…» (¶ 70) Se llega a elogiar la cohabitación como «señal de una relación que aspira a orientarse hacia una perspectiva de estabilidad». (¶ 71) Según este disparatado concepto -uno se queda estupefacto al verlo en un documento de la Iglesia Católica-, no hay uniones sexuales que sean inmorales en sí, sino relaciones más o menos buenas en el contexto de una transición hacia «la plenitud del sacramento» John Rao ha dicho con el lógico desagrado por esta tontería: «¡Por favor! ¡Hasta cuándo vamos a tener que aguantar!»
Las únicas referencias a la
homosexualidad (¶ 76) son en el contexto del respeto que se deba a la
dignidad de toda persona independientemente de su «tendencia
sexual», el «acompañamiento» de las familias que tienen un miembro
homosexual y la necesidad de evitar «toda muestra de injusta
discriminación» contra los homosexuales.
En ninguna parte se menciona siquiera, no digamos se defiende, la doctrina de la Iglesia, ratificada en el nuevo Catecismo (§
2357), de que la homosexualidad es en sí perversa, de que los actos
homosexuales son intrínsecamente desordenados y «depravaciones
graves» que «no pueden recibir aprobación en ningún caso». Solamente se
objeta el (¶ 76) «matrimonio homosexual» comparado con el Santo
Matrimonio, y esto para presionar a fin de que la Iglesia lo apoye,
haciendo que la ayuda externa dependa de la aprobación de leyes
relativas al matrimonio entre personas del mismo sexo. No se condena la
legislación que aprueba las uniones civiles entre homosexuales. Se omite
totalmente la doctrina de la Iglesia según la cual toda forma de unión
legalizada entre personas homosexuales debe ser rechazada.
Sobre administrar la Sagrada Comunión a los adúlteros notorios
En cuanto al verdadero motivo por el que
Francisco puso en escena este sucedáneo de sínodo -autorizar la Sagrada
Comunión para los adúlteros notorios, como hacía cuando era arzobispo de Buenos Aires-,
la batalla textual en torno a esta cuestión tiene lugar en los párrafos
84-86 de la Parte III, y los padres sinodales más conservadores eran
conscientes de ello. Por eso, dada la oposición de ellos en bloque,
ninguno de los mencionados párrafos habría sido aprobados por la mayoría
exigida de 2/3 si Francisco no hubiera metido a dedo en el Sínodo a 45
miembros con derecho a voto, como reconoció el cardenal Pell en su entrevista con Pentin. Cuando éste la pregunto si eso era un problema, Pell repuso que era un hecho.
Esos tres párrafos de la parte III son los más tóxicos de las
píldoras venenosas edulcoradas con las dos primeras partes del
documento. Aludiendo a dichos párrafos, el jefe del sector conservador,
monseñor Pell, declaró: «No
se habla en ningún momento de administrar la Comunión a los divorciados
recasados.» Por su parte, el cardenal Kasper, jefe del grupo
progresista, se apresuró a señalar: «Estoy satisfecho; ha quedado
abierta la posibilidad de los divorciados vueltos a casar reciban la
Comunión.» Ambas partes tienen razón; deliberadamente se hicieron
concesiones para una y otra en estos pasajes «redactados de modo
inteligente».
Para empezar, el párrafo 84 abre la puerta de par en par para que se cumpla el gran deseo de Francisco, el cual expresó en su entrevista en La Nación:
que a los divorciados que se han vuelto a casar -o sea, adúlteros
notorios- se les debe permitir ser padrinos de bautizo, leer en la Misa
Novus Ordo y enseñar catequesis. De ahí que el párrafo 84 declare: «la
lógica de la integración es la clave de su acompañamiento pastoral». No
arrepentimiento, conversión y compromiso de vivir en castidad, como
siempre ha exigido la Iglesia, sino integración. Este lenguaje se hace eco de lo que Francisco declaró a La Nacion: «No
es una solución si les van a dar la Comunión. Eso sólo no es la
solución, la solución es la integración». Dicho de otro modo: la Sagrada
Comunión para los adúlteros notorios, que Francisco permitía cuando era
el cardenal Bergoglio, no es sino parte de la «integración» general.
De acuerdo con la lógica de la
integración, el párrafo 84 señala: «Los bautizados que se han divorciado
y vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad en
los diversos modos posibles, evitando en cada ocasión el escándalo».
Es evidente que la alusión al escándalo se insertó para reprimir toda
objeción, pero tendrá tanto efecto en la práctica como la amonestación vaticana para
que la Comunión en la mano sólo se permita cuando no haya motivo alguno
de que los fieles se escandalicen ni peligro de irreverencia hacia la
Eucaristía. Exactamente. Y hoy en día los fieles tienden a
escandalizarse si alguien se niega a recibir la Comunión en la mano.
A fin de fomentar la integración
francisquista para que se integren los adúlteros notorios impenitentes,
el párrafo 84 dice en concreto «diversos servicios eclesiales», y llega a
la conclusión de que «es necesario por esto discernir cuáles de las
diversas formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito
litúrgico, pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas.» De
manera que ahora se puede decir que la Iglesia, exactamente alineada
con el parecer de Francisco, tiene que superar formas injustas de
exclusión porque prohíbe que los adúlteros notorios ejerzan como
padrinos mientras desobedecen la ley de Dios, proclamen litúrgicamente
las Escrituras que contradicen su vida a los ojos de todos e instruyan
en la Fe a niños impresionables mientras contradicen descaradamente con
sus actos el sexto mandamiento y el dogma de la indisolubilidad
matrimonial.
Una vez que los adúlteros notorios sean
padrinos, lectores y catequistas, ¿qué impedimento queda para que
reciban la Sagrada Comunión? Ninguno, aparte de los que entonces
Francisco, demagógicamente, denunciaría a diario como crueles sutilezas
farisaicas. ¡Aunque en realidad eran los quisquillosos fariseos los que
para empezar tuvieron la crueldad de admitir el divorcio en la Antigua
Alianza! Nada más ese párrafo es una andanada contra el baluarte moral
de la Iglesia.
El párrafo 85 está «redactado de modo
inteligente» para que parezca que abre un resquicio para que esos
evidentes adúlteros a los que hay que integrar en las comunidades
cristianas, como dice el párrafo anterior, puedan comulgar. Sin llegar a
decir «Sagrada Comunión», el párrafo 85 hace un juego de manos con las
palabras recortando dos frases del párrafo 84 de Familiaris Consortio de
Juan Pablo II, en el que este pontífice hablaba de «discernir bien las
situaciones» relativas a los divorciados que se han vuelto a casar,
algunos de los cuales tienen menos culpa de su situación que otros. El
párrafo 85 afirma a continuación que Juan Pablo II enseñó que discernir
las situaciones es «un criterio general que debe considerarse la base
para una valoración general de esas situaciones», como dando a entender
que la aplicación de este criterio brindaría una solución al problema de que poder recibir la Sagrada Comunión sea para los divorciados parte de la integración requerida.
Pero los astutos redactores del párrafo
85 omitieron adrede el resto de FC 84, cuyo contexto demuestra que el
discernimiento del que habla Juan Pablo II no tiene nada que ver con la
posibilidad de comulgar, sino sólo con la orientación pastoral. Al
contrario, Juan Pablo declara: “La Iglesia, no obstante, fundándose en
la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión
eucarística a los divorciados que se casan otra vez» porque «no pueden
ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen
objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y
actualizada en la Eucaristía.»
Se omite también lo que Juan Pablo II
llamó «motivo pastoral» en la práctica tradicional: ««Si se admitieran
estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y
confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad
del matrimonio». Y lo que es más escandaloso: el informe no menciona la
insistencia de Juan Pablo en lo que la Iglesia siempre ha considerado la
única solución pastoral a la situación de los divorciados que se han
casado de nuevo:
La reconciliación en el sacramento de la penitencia -que les abriría el camino al sacramento eucarístico- puede darse únicamente a
los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la
fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida
que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo
concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios -como,
por ejemplo, la educación de los hijos-, no pueden cumplir la
obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena
continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos».
Siguiendo con las trampas, el párrafo 85
insinúa la tesis de Kasper, repetidamente rechazada por Juan Pablo II, y
por Ratzinger tanto como prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe como siendo ya Benedicto XVI (ver más abajo). Esto tiene que
ver con una supuesta disminución de la culpabilidad subjetiva para
algunos divorciados que se han casado otra vez. Como si alguien que vive
en adulterio no fuera consciente de que comete adulterio. Esa
disminución de la culpabilidad, según sostiene el argumento, eliminaría
el impedimento que supone el carácter público y objetivo del adulterio.
Esto es lo que afirman los astutos redactores de la Relatio:
No se puede negar
que en determinadas circunstancias, «la imputabilidad y la
responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso
suprimidas (CIC, 1735) en razón de condicionamientos psicológicos. En
consecuencia, el juicio sobre una situación objetiva no debe conducir al
juicio de la imputabilidad subjetiva (Pontificio Consejo para los
Textos Legislativos, Declaración del 24 de junio de 2000, 2a).
Si se suprimen las palabras «imputabilidad subjetiva» en la cita del párrafo 2(a) de la Declaración del
año 2000 del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, resulta
aún más engañoso que el abuso cometido por los astutos redactores al
citar el párrafo 84 de Familiaris consortio. El objeto de la
declaración del año 2000 era precisamente rechazar la tesis kasperiana
porque la supuesta falta de imputabilidad subjetiva (si tal cosa fuera
posible) carece de importancia cuando se trata de escándalo público y
objetivo.
La declaración se publicó para responder
el sofisma de que el Canon 915 estipula que sólo a «los que
obstinadamente persisten en un manifiesto pecado grave» se les debe
negar la Sagrada Comunión, y no se puede aplicar a los divorciados que
se han vuelto a casar porque en el momento de comulgar no se puede
determinar su culpabilidad subjetiva. Pero esa afirmación anularía el
Canon 915, porque el sacerdote no puede juzgar en ese momento, de modo
que ese canon no se podría aplicar a nadie.
El Pontificio Consejo para los Textos
Legislativos señala: «”La fórmula y los que obstinadamente persistan en
un manifiesto pecado grave” es clara, y se debe entender de modo que no
se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. La fórmula y los
que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» ElCanon 915,
que dice que un manifiesto pecado grave es un impedimento para recibir
la Eucaristía, «deriva de la ley divina y trasciende el ámbito de las
leyes eclesiásticas positivas». Por tanto, «Toda interpretación (…) que
se oponga a su contenido sustancial declarado ininterrumpidamente por el
Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos es
claramente errónea».
La conclusión del Pontificio Consejo
para los Textos Legislativos, basada en las Escrituras y en el conjunto
de la Tradición, desmonta en un solo párrafo la tesis de Kasper:
En efecto, recibir
el cuerpo de Cristo siendo públicamente indigno constituye un daño
objetivo a la comunión eclesial; es un comportamiento que atenta contra
los derechos de la Iglesia y de todos los fieles a vivir en coherencia
con las exigencias de esa comunión. En el caso concreto de la admisión a
la sagrada Comunión de los fieles divorciados que se han vuelto a
casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los otros hacia
el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la
indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún
cuando ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más
aún, precisamente es ante la deformación de las conciencias cuando
resulta más necesaria la acción de los Pastores, tan paciente como
firme, en custodia de la santidad de los sacramentos, en defensa de la
moralidad cristiana, y para la recta formación de los fieles.
A pesar de ello, en el párrafo 85 del
informe, los redactores siguen tratando de meter de contrabando en la
Iglesia la frecuentemente rechazada tesis kasperista, claramente por la
voluntad de Francisco, suya implacable promoción de la herejía de Kasper
sólo se puede calificar de obsesiva.
En resumen, ¡el astutamente redactado párrafo 85 cita selectivamente dos documentos –Familiaris Consortio y
la declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos- de
un modo que da a entender falazmente que defienden precisamente lo
contrario de lo que en realidad enseñan! Por esta razón, el cardenal Burke señaló que el documento final “es engañoso”. Hablando en plata, miente por omisión calculada.
Confrontado con este engaño por Pentin, que señaló esta manipulación del párrafo 84 de Familiaris Consortio, Pell replicó: «Es verdad que no se cita todo el texto pero añadieron [¿quién la añadió?] la palabra «general»; se basa en todo el mensaje de Juan Pablo II, no en la cita incompleta.» En una actualización de
la entrevista, afirma Pentin que ahora Pell dice que recordó
erróneamente que el documento que aprobó se refiere a «la enseñanza
general», a la enseñanza completa de Juan Pablo II en el párrafo 84 de Familiaris Consortio, cuando en realidad se refiere a «un criterio general»,
que sólo se refiere a la referencia engañosamente recortada al
discernimiento. ¿Cuántos padres sinodales que votaron a favor del
mencionado párrafo apremiados por lo limitadísimo del tiempo se
confundieron también al recordarlo?
Basándose únicamente en dicho error,
propuso Pell a Pentin una interpretación favorable a la descarada trampa
del párrafo 85. Pero semejante error, explotado ahora con regocijo por
la oposición más atenta a Pell, sobre todo Kasper, fue una inevitable
consecuencia de la apresurada redacción y la apremiada votación de un
documento que pareciera aceptable a todos, cuya versión final no vieron
los padres sinodales hasta el día en que lo votaron, y para colmo en un
idioma que muchos de ellos desconocen.
Por último, el párrafo 86 del documento
final propone la tesis de Kasper aludiendo a un «proceso de
acompañamiento y discernimiento [que] orienta a estos fieles [los
divorciados que se han casado otra vez] a tomar conciencia de su
situación ante Dios. La conversación con el sacerdote, en el fuero
interno, concurre a la formación de un juicio correcto sobre aquello que
obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de
la Iglesia y sobre pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer.»
En este punto, los astutos redactores
fueron más zorros todavía. Las expresiones «acompañamiento y
discernimiento» y «fuero interno» son una contraseña modernista
destinada a eludir las exigencias objetivas de la ley moral declarando
en privado a los afectados que si no se consideran capaces de cumplir la
ley o creen de buena fe que no tienen culpa quedan excusados de la
obligación en sus circunstancias pastorales particulares. En
resumidas cuentas, se trata de una ética de situación disimulada. Pero
aun en el caso de que la Iglesia aceptase el error de la ética
situacional, lo cual es imposible, como se indicó arriba el «fuero
interno» no tiene nada que ver con el escándalo público objetivo y el
daño mencionados en el Canon 915 y en toda la tradición de la Iglesia,
que prohíbe a los adúlteros notorios (así como a quienes hayan cometido
cualquier otro manifiesto pecado grave) recibir la Sagrada Eucaristía.
Entonces, ¿por qué se menciona siquiera el fuero interno? Para abrir un
resquicio e introducirlo como una ficción jurídica que permita comulgar a
los adúlteros.
Es más, la frase «formación de un juicio
correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una
participación más plena en la vida de la Iglesia y sobre pasos que
pueden favorecerla y hacerla crecer» da a entender que no hay certeza en
cuanto a lo que impide a un adúltero notorio participar plenamente en
la vida de la Iglesia -es decir, su adulterio-, y que es posible que
quienes viven una relación adúltera den pasos para incrementar esa
participación sin abandonar sus ilícitas relaciones sexuales. Pero
los divorciados que se han casado de nuevo saben muy bien que la
Iglesia, obedeciendo las palabras de Cristo, siempre ha enseñado que su
situación constituye adulterio y que la única manera de participar
plenamente en la vida de la Iglesia -o sea, comulgar, ser padrinos,
etc.- es poner fin a la relación adulterina.
En lo que probablemente sea un intento de última hora por parte de los conservadores objetantes, el párrafo 86 cita el 34 de Familiaris Consortio con
relación a la propuesta de que como «dado que en la misma ley [moral]
no hay gradualidad (cf. FC, 34), este discernimiento no podrá prescindir
jamás de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto
por la Iglesia. Para que esto ocurra, han de garantizarse las
condiciones necesarias de humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su
enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y en el deseo
de alcanzar una respuesta a ella más perfecta.»
Aquí también persiste la ambigüedad. El
rechazo de la gradualidad en la aceptación de la ley moral se atenúa con
referencias a la «caridad del Evangelio» y «la búsqueda sincera de la
voluntad de Dios y en el deseo de alcanzar una respuesta a ella más
perfecta». Esto supone que la voluntad de Dios en este sentido se debe
discernir en cada caso particular y que como prosigue la búsqueda de la voluntad de Dios se puede llegar a una solución provisional
válida para el propio adulterio hasta que se encuentre una
solución «más perfecta». Este lenguaje oculta la verdad de que sólo hay
una solución para quienes se encuentran en una situación así, y no hay
que buscar nada: la ley de Dios exige que los adúlteros, sean quienes
sean, dejen de cometer adulterio. La única manera de poder administrar
la comunión a quienes han abandonado a su cónyuge pretendiendo casarse
otra vez, o se han casado con una persona repudiada, es arrepentirse,
confesar y comprometerse a cortar toda relación adúltera.
Esta negativa a a declarar la sencilla verdad de que la única
solución pastoral que permite la ley de Dios va de la mano con la
sistemática negativa del informe final a mencionar siquiera la doctrina y
disciplina tradicionales de la Iglesia con respecto a los divorciados
que se han casado de nuevo, y eso que en los últimos 34 años se ha
ratificado no menos de cinco veces, en los siguientes documentos:
- Canon 915 del Código de Derecho Canónico de 1983 Code, comentado más arriba.
- Familiaris Consortio (1981), párrafo 84, comentado arriba.
- La Carta a los Obispos enviada en 1994 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, promulgada en el Año Internacional de la Familia: «Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación. (…) Esta norma de ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la Comunión eucarística.»
- El Catecismo de la Iglesia Católica de 1997 (§1650): «”Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (…) Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación (…) La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.»
- La arriba comentada Declaración publicada el año 2000 por el Pontificio Consejo para los Textos Legislativos.
- La exhortación apostólica Caritatis Sacramentum de Benedicto XVI (2007), que siguió al Sínodo de 2005: «El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía.»
Aunque parezca mentira, pero no debería
de sorprendernos teniendo en cuenta la manera en que Francisco ha
amañado el Sínodo, reunión de prelados que en teoría tenía que hablar
(entre otras cosas) del urgente desafío pastoral que suponen
los divorciados casados de nuevo, se ha negado a decir una palabra del
único remedio a la situación de grave peligro de su alma si no obedecen
lo que manda la Iglesia desde hace 2000 años.
Es como si un oncólogo se negara a
informar a su paciente que éste padece cáncer hepático de grado 4 y hay
un tratamiento que lo puede curar, limitándose a decirle que su dolencia
tiene «elementos positivos» tendientes a una salud «más plena».
Ahora bien, esta asombrosa omisión en la
doctrina constante de la Iglesia sobre una cuestión moral de tanta
importancia y en lo que tenía que haber sido un Sínodo que defendería a
la familia contra los desafíos pastorales se explica muy
fácilmente: Francisco no quiere oír hablar de esa doctrina, ni la
obedeció cuando era arzobispo de Buenos Aires. Por eso no ha permitido
que se publique una defensa de ella en los documentos sinodales.
Conclusión
Si una victoria conservadora se define
como simple ausencia de derrota total, las fuerzas conservadoras han
ganado hasta cierto punto en el Sínodo, y eso explica el estallido
demagógico de Francisco el último día. Pero si la victoria se define
como ganar bastante terreno en la batalla por el objetivo final
-destruir el último baluarte de la doctrina moral de la Iglesia-, como
se vio en el debate, fueron los progresistas quienes salieron airosos en
el aula del Sínodo.
El informe final no expresa la fe de nuestros mayores: Las
Postrimerías, los frutos temporales y eternos del pecado, en particular
de los de la carne, el deber de vivir conforme a los Diez Mandamientos a
fin de mostrar que amamos a Nuestro Señor, la misericordia de Dios,
siempre y cuando correspondamos a la gracia del arrepentimiento y nos
enmendemos, y orientar todo lo terreno al summum bonum de la
felicidad en la luz eterna de la gloria divina. La declaración final ni
siquiera expresa las enseñanzas de Juan Pablo II y Benedicto XVI en
cuanto a una de las principales cuestiones morales debatidas, sino que
deliberadamente la elimina.
No exageramos si decimos que este Sínodo de la Familia, siguiendo
la trayectoria descendente de los últimos cincuenta años, ha abandonado
de hecho el propio catolicismo, confirmando la condición poscatólica de
la mayor parte del estamento eclesiástico posconciliar. Las ambiguas y
mundanas declaraciones del informe no guardan parecido alguno con la
claridad sin concesiones y el valor evangélico del Magisterio perenne, o
por lo menos con las enseñanzas de Juan Pablo II en el terreno de la
teología moral hace apenas treinta años. Esto demuestra la rapidez con
que se deteriora la situación de la Iglesia con Francisco. Nadie lo
podrá expresar mejor que como lo acaba de hacer George Neumayr: «La nueva ortodoxia es una ambigüedad tortuosa, y el aire fresco de la Iglesia huele más bien a azufre».
La lectura neocatólica de la Relatio como una victoria de la
ortodoxia es, por consiguiente, un caso más como el cuento de las ranas
que cayeron en la olla y no dejaban de decir lo agradable que estaba el
agua hasta que terminaron cocidas vivas. Ahora que se están comenzando a
formar burbujas en la superficie del agua, las ranas saltan de alegría
porque un documento del Vaticano afirma que no declara abiertamente
sacrílegas la comunión y las uniones sexuales basadas en la sodomía.
Por último, esta parodia de sínodo, como la precipitada y
semisecreta «reforma de las nulidades» demuestra algo que ya nadie puede
negar: que este pontificado es un peligro claro y constante para la
Iglesia. No cabe duda de que muchos obispos y cardenales ya se dan
cuenta, mientras el estamento neocatólico mantiene su compromiso
ideológico con la obstinada ceguera. Lo único que podemos hacer es rezar
para que Dios proteja a la Iglesia de próxima sorpresa que nos vaya a
deparar Francisco, que podría ser fácilmente una exhortación apostólica
postsinodal con explícitas concesiones, por ejemplo una opción que
pudiera tomarse a nivel local, hecha posible por este sínodo. Y desde
luego podemos esperar, y ciertamente exigir, que los más altos cargos de
la jerarquía tengan el valor de plantarse firmes públicamente ante un
papa que ha demostrado ser un tirano como ninguno de sus precedentes en
el trono de San Pedro, en el que no han faltado tiranos. Eso sí, ninguno
de ellos supuso un peligro constante tan grave para la doctrina y la
praxis tradicional.
Que Nuestra Señora de Fátima interceda por su Iglesia para que Dios
la proteja de Francisco y sus muchas maquinaciones, ahora que se acerca
el centenario de las apariciones.
Christopher A. Ferrara