Los atentados de París y el relativismo (Podcast)
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Todo
contribuyó para mostrar la maldad del crimen: la alevosía de los
asesinatos, lo inesperado de los lugares, la desprevención de las
víctimas.
Los atentados de París ciertamente han conmovido, y con cuánta razón, al mundo entero.
Todo contribuyó para mostrar la maldad del crimen: la alevosía de los
asesinatos, lo inesperado de los lugares, la desprevención de las
víctimas. En una palabra, fue un atentado a todos los franceses y a
Francia como nación cristiana.
Pero quizá lo que más preocupa es que los asesinos se ufanan de sus
crímenes y anuncian nuevas víctimas en cualquiera de los países que
ellos llaman de “cruzados”, refiriéndose a las Cruzadas del siglo XII
que defendieron de los ataques musulmanes a los peregrinos que iban a
Jerusalén para venerar el Santo Sepulcro.
El tema ha despertado diferentes reacciones, pero hay un comentario
que quisiéramos compartir con Ud. Se trata de la columna dominical de
Carlos Peña en un matutino de Santiago sosteniendo que este tipo de
crímenes son cometidos por quienes están completamente convencidos de
sus posiciones, por lo que inevitablemente caen en el fanatismo que los
lleva a practicar estos atentados.
Para el Sr. Peña la solución está en que todas las creencias y
religiones relativicen sus posiciones de modo que nadie adhiera
seriamente a sus convicciones. Así se habría implantado el reino del
relativismo y de la tolerancia, única actitud capaz de garantizar la
convivencia pacífica entre todos.
Como esta posición es compartida por no pocas personas, creemos que es necesario y oportuno aclarar las cosas.
Comencemos por decir, que se debe distinguir entre firmeza de convicciones y fanatismo.
La convicción nace de una adhesión serena a las conclusiones límpidas
de la razón, mientras el fanatismo nace de un impulso pasional vehemente
a favor de una creencia irracional. El conocido filósofo español del
siglo XIX, Jaime Balmes, definía al fanatismo como
“una viva exaltación del ánimo
fuertemente señoreado por alguna opinión o falsa o exagerada”. En otras
palabras, en materia de fe, “el fanatismo no es más que el sentimiento
religioso extraviado”.
Y, con toda razón, agregaba:
“Pero si la opinión fuere verdadera, los
medios de defenderla legítimos y la ocasión oportuna, entonces no hay
fanatismo, por grande que sea la exaltación del ánimo, por viva que sea
su efervescencia, por vigorosos que sean los esfuerzos que se hagan, por
costosos que sean los sacrificios que se arrostren; entonces habrá
entusiasmo en el ánimo y heroísmo en la acción; pero fanatismo no. De
otra manera, los héroes de todos los tiempos y países quedarían afeados
con la mancha de fanáticos”.
Nada hay más verdadero que la Fe católica que se apoya en la
Revelación de un Dios que no puede engañarse ni engañarnos, y en la
razón humana que verifica la concordancia de las verdades reveladas con
la realidad natural. Desde siempre la Iglesia ha enseñado la perfecta
armonía que existe entre la Fe y la razón. La existencia de un Dios
perfecto y autor de todo lo creado ya fue discernida por los griegos, en
especial por Aristóteles y Platón, quienes sólo con el uso de su razón
llegaron a la convicción de una “Causa de todas las Causas”. La Fe por
su parte nos muestra aquello que la razón por sí misma no es capaz de
alcanzar pues Dios evidentemente que trasciende infinitamente nuestra
capacidad de comprenderlo sólo con la razón humana.
Ahora, esta adhesión firme a las verdades de la Fe y de la razón
conduce a una actitud de generosidad y de entusiasmo, pero no genera
fanatismos, porque las convicciones de los católicos son cuidadosamente
ponderadas y ellos saben que, al defenderlas, nunca les es lícito hacer
el mal. Además, tienen como modelo a Jesucristo que fue “manso y humilde
de corazón” y no sólo no mató a nadie sino que dio su vida por todos
los hombres. La Iglesia permite la legítima defensa y la guerra justa,
pero con condiciones muy estrictas y jamás permitiendo cualquier forma
de violencia contra inocentes no beligerantes.
Al contrario, los asesinos de París obedecieron ciegamente los llamados del Corán a aniquilar a los “infieles”
– recuérdese que para los musulmanes el Corán no es apenas un libro
inspirado sino divino y, por lo tanto, se debe aprenderlo de memoria
pero no analizarlo a la luz de la razón. Ellos se dejaron además
convencer por un imán que llegó la hora de desencadenar la
“guerra santa” y que para eso es necesario salir a matar, con la
garantía de ir a un ilusorio paraíso de delicias dónde lo esperan 70
vírgenes.
Pero la solución para ese extravío del sentimiento religioso que es
el Islam no es el relativismo, porque, el relativismo, que
orgullosamente se juzga tan tolerante, en realidad no lo es. Se podría
inclusive decir que, en cuanto extravío de la razón, tiene mucho en
común con el fanatismo religioso. Porque el relativismo considera como
una “verdad absoluta” que no existe ninguna “verdad”, y que los que
afirman que ella sí existe están equivocados. El relativismo es la
afirmación de que la razón no consigue descubrir el fondo de la realidad
y que todas las explicaciones filosóficas o religiosas de la vida se
equivalen, por lo que cada uno puede seguir lo que se le antoje, desde
que sea sincero. Al dudar de los fundamentos de la razón y exaltar la percepción subjetiva, el relativismo se emparienta con el fanatismo.
Por eso, de los escritos ateos y llenos de sarcasmos contra la Fe de
Voltaire, a quien se le atribuye la paternidad de la tolerancia, no
nació la tolerancia, sino quizá uno de los primeros genocidios humanos
que fue el período del Terror durante la Revolución Francesa.
En la vida familiar y social, el relativismo favorece otra fuente de las discordias que es el egoísmo.
Y el motivo es muy simple. Si no existe una verdad objetiva y cada uno
se forja un credo propio, el individuo pasa a ser el dios de si mismo. Y
si cada uno es el dios de sí, nacen todas las discordias y los
asesinatos.
El aborto es un claro ejemplo de hasta dónde nos lleva el relativismo.
Cuando no se cree en lo sagrado de la vida de cada ser humano, se
relativiza la vida de los otros y se acepta matar a los seres indefensos
e inocentes en el vientre materno.
Cuando se relativiza el destino eterno de las almas, también se acepta la eutanasia,
pues para qué vivir cuando se está sufriendo. ¡Cuántos otros crímenes
no se están cometiendo todos los días bajo el nombre del relativismo!
Al contrario, cuando se cree con convicción en un Dios que nos hizo a
su imagen y semejanza y nos dio la luz de la razón para conocerlo,
podemos llegar a construir una verdadera civilización tan perfecta en
esta tierra de exilio cuanto sea posible.
Es precisamente lo que enseñaba el entonces Cardenal Ratzinger y
posteriormente Papa Benedicto XVI al condenar la dictadura del
relativismo:
“Cuántos vientos de doctrina hemos
conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes
ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!… La pequeña barca del
pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas
olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta
el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a
un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc.
Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el
engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir al error .
A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se
le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo,
es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina’,
parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va
constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como
definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus
antojos”.
En conclusión:
Los asesinos de París no llegaron al crimen por un sentimiento
religioso verdadero, sino desviado, por causa de los errores de la
religión mahometana y por la pasión ciega e irracional que ella
favorece.
La solución no es el relativismo, porque él también conduce a
un fanatismo que no respeta ni la razón ni la Ley de Dios y favorece la
matanza, no apenas de doscientos franceses, sino de millones de
inocentes a través del aborto.