Isabel la Católica: conquistadora, inquisidora y reina santa (1-8)
Comienzo a publicar aquí, en varias partes, un largo artículo
acerca de la gran Reina Isabel la Católica; el mismo fue publicado como
capítulo en el libro “Que no te la cuenten II”, realizado a partir de la bilbiografía más autorizada y, especialmente, de la Positio canonica en vistas de su proceso de beatificación.
Que les aproveche.
P. Javier Olivera Ravasi
“Cuando
las leí (las cartas de Isabel la Católica) (…) hice concepto de que
eran tan parecidos estos dos naturales entendimientos y espíritus de la
señora Reina y santa Teresa, que me pareció que si la santa hubiera sido
Reina, fuera otra Católica doña Isabel; y si esta esclarecida princesa
fuese religiosa (…) fuera otra santa Teresa.” (Beato Juan de Palafox y Mendoza).
¿«Santa» Isabel? Bueno, sí…, quizás exagere, pero el apelativo no es del todo incorrecto si bien se ve.
¿Qué «aún la Iglesia no la ha canonizado?». Es verdad pero tampoco lo había hecho con Juan Pablo II cuando todos gritaban ¡santo subito! desde la Plaza San Pedro.
La más santa de las reinas y la mejor
reina de las santas, Isabel de España, merece estar en los altares desde
hace tiempo y, a Dios gracias, su proceso de beatificación está más que
adelantado a raíz de los milagros comprobados y narrados en la positio canónica[1] que hemos consultado.
Pero, ¿por qué hablar de una reina que vivió hace más de quinientos años? ¿A quién le interesa?
La vida de Isabel no sólo ha sido
silenciada, sino incluso calumniada por la ideología antihispanista
imperante. Siendo un arquetipo laico de mujer, madre y gobernante, se la
ha vapuleado tanto que, incluso hoy, hay españoles que no conocen su
vida; o la conocen mal[2].
—Y si fue tan ejemplar, ¿por qué no la han declarado santa aún? —se preguntará el amable lector.
Es lo que intentaremos ver aquí analizando brevemente su vida, sus estigmas y sus cruces[3].
Vida y obra de una reina cristiana
La única reina cristiana que, con el
tiempo, llevará el título de «la católica», contaba apenas con once años
cuando fue confiada a la corte de su hermanastro, el rey Enrique IV de
Castilla, donde reinaba un ambiente frívolo y escandaloso. Era este rey
un hombre endeble y de poco carácter que gustaba de las compañías
mundanas y poco santas; conocido en Europa como Enrique «el impotente»
(ante su aparente incapacidad de engendrar familia) no era tomado
demasiado en serio por sus congéneres. Sumado a ello, aunque se
declaraba cristiano y asistía a Misa[4],
sus compañías predilectas recaían más bien sobre moros, judíos y
cristianos renegados, enemigos de la fe católica. En la corte, se decía
que durante las comidas o los paseos, tenía la mala costumbre de
proferir blasfemias y narrar o escuchar bromas obscenas sobre la Virgen,
los santos y la Eucaristía. Pero eso podría pasar por una falta
personal y no sería lo más grave pues no afectaba sino indirectamente al
reino que gobernaba. Su peor defecto era la falta de tino y hasta el
descuido en el gobierno de Castilla, que se hallaba al borde de la
bancarrota y de la disolución.
En dicho ambiente cortesano y descuidado,
el alma adolescente de Isabel anhelaría la primera educación recibida
junto a su madre, Isabel de Aviz, en Arévalo, donde había pasado
privaciones y sufrimientos, que —en una vida de piedad— la había
acercado más y más a Dios. Segovia no estaba hecha para ella, entonces.
Isabel sabía que, quizás, algún día
debería llegar a ser reina, por lo que no perdería el tiempo incluso en
un lugar adverso para su alma; en Segovia ejercitó el arte de la
equitación, la caza e incluso a defenderse con armas, pero por sobre
todo se las ingenió para adquirir una sólida cultura; ya había aprendido
las primeras letras en Arévalo, pero su férreo carácter la hizo
perfeccionar aún más el castellano. Estudió retórica, poesía, pintura e
historia; algunos incluso dicen que conocía el latín y algo de griego,
cosa no extraña para la época. Para ejercitarse manualmente, bordaba
ornamentos y llegó hasta ilustrar algunos manuscritos iluminados (en la
catedral de Granada se conserva aún hoy, un misal decorado por ella
misma). También se inició en la filosofía gracias a la ayuda de algunos
buenos preceptores venidos de Salamanca; fue con ellos que se empapó de
la doctrina de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino[5].
El corazón inquieto de la princesa había
heredado también de sus padres el gusto por las canciones populares; fue
por medio de ellas que conoció los romances y el heroísmo de sus
antepasados ante el islam o las invasiones extranjeras; de allí
entonces, su afición por los libros de caballería. Es decir, Isabel
recibió una educación esmerada, la propia de los nobles de aquella
España y, a pesar del negligente abandono en que la tenía su hermano,
tanto en su infancia como en su adolescencia intentó ella sola, abrirse
camino para forjar la mujer que sería.
Hasta aquí, entonces, una pincelada de
sus primeros años; al menos una pincelada por dentro. Pero: ¿cómo era
por fuera? Según las crónicas de la época y algunos retratos que nos han
llegado, Isabel era de una belleza singular: elegante, alta, rubia y de
ojos azul verdosos. Una mujer con todas las letras que no evitaba usar
su belleza cuando debía hacerlo pero que escapaba a la exposición sin
sentido por su recato singular.
Uno de sus biógrafos, fray Valentín de
San José, diría que «ni un pie desnudo le había visto nadie»; su belleza
no impedía su pureza que fue hasta proverbial. De hecho, sus enemigos
históricos jamás la atacarán en este punto, cosa que es un indicio
enorme para una mujer bella y encumbrada. Sobre este punto narraba con
gran admiración Pedro Mártir de Anglería, su capellán, quizás con
exageración:
Fuera de la Virgen Madre de Dios, ¿quién
otra podréis señalarme entre las que la Iglesia venera en el catálogo de
las santas, que la supere en la piedad, en la pureza, en la honestidad?
Fue en toda su virtud ejemplo de castidad, más aún, pudiera bien
decirse que era la castidad misma[6].
¡Qué diferencia con algunos gobernantes de hoy!
Su hermosura haría que, llegada la edad
madura, no le faltasen pretendientes, naturalmente; y aquí comenzarían
sus problemas pues Enrique, su hermanastro, deseaba aprovechar la
situación para lograr un matrimonio ventajoso que le permitiera engrosar
las arcas y ampliar los feudos del reino. Isabel, por su parte, había
sido clara: sólo se casaría con quien ella eligiese. Y así será.
Veamos un episodio conocido que serviría
de freno para futuros pretendientes indeseados: el libidinoso y cruel
Pedro Girón, mal vasallo del rey pero aliado suyo, había sino nominado
para la boda. Se regodeaba ante sus hombres de cómo le haría perder la
virginidad a esa hermosa dama. La mala fama de Girón, falso converso,
era bien conocida en Castilla; su crueldad, ambición y vida lujuriosa
estaba en las antípodas de la de Isabel.
De nada valieron los ruegos de la
princesa frente a Enrique; de nada sirvió explicarle que el enlace sería
perjudicial para Castilla misma. El rey terrenal no entraba en razones;
no quedaba otra que ir ante el Rey del cielo:
Isabel inclinó la cabeza angustiada (…).
Sólo Dios tenía poder sobre la vida y la muerte (…). Entonces volvió los
ojos hacia Él implorando Su auxilio. Se encerró en su habitación y
ayunó durante tres días, pasando las noches en vela arrodillada ante un
crucifijo mientras repetía de corazón y entre lágrimas una y otra vez: ¡Dios mío, Misericordioso Salvador, no dejéis que me entreguen a semejante hombre! ¡Haced que él o yo muramos![7].
Y Dios escuchó sus plegarias. Pocos días
después, y en pleno viaje hacia la boda, Girón contrajo una terrible
amigdalitis y «falso converso como era (…) se negó a recibir los
Sacramentos o a pronunciar una sola oración cristiana. Murió al tercer
día de su viaje, blasfemando contra Dios»[8].
La noticia se difundió tan rápidamente
entre los vasallos de Castilla que ya nadie más quiso pedir su mano sin
su consentimiento…
El enlace llegará con el tiempo y será en
1469, en Valladolid, con Fernando, el joven príncipe de Aragón y primo
segundo de la reina[9].
Su esposo, a pesar de amarla sinceramente, no llegará a tener las
mismas virtudes que su amada —en especial la de la fidelidad conyugal—
cosa que hará sufrir no poco a la hermosa dama pero que no empañará el
mutuo amor[10]
y el celo por el gobierno de ambos reinos. Tal será el afecto entre
ambos que, aún después de muertos la tierra los encontrará juntos en las
sepulturas de Granada.
Luego de la muerte de Enrique IV y
salvados los pormenores que quisieron arrebatarle el trono con la
hijastra de aquél (la «Beltraneja»), Isabel fue coronada en Segovia en
1474. Pero de más está decir que no sólo hubo en Isabel una reina, sino
también una ferviente madre y esposa que veló cuidadosamente por la
formación de sus hijos (llegó a tener cinco) ocupándose personalmente de
la educación de cada uno de ellos.
Isabel era una mujer de fe sólida y
corazón ardiente. Nos relatan las Crónicas que «no sólo asistía a Misa a
diario, sino que ‘tenía la costumbre”, como los sacerdotes o las
monjas, “de rezar todos los días las horas canónicas”, aparte de sus
extensas oraciones privadas»[11].
Una mujer de robusta fe, como ella, vivía en continua presencia de Dios
a Quien confiaba hasta los más pequeños detalles. Entre los testimonios
directos de la piedad isabelina, contamos con el de Lucio Marineo
Sículo, encargado de la capilla real y maestro de la escuela de mozos de
capilla (un testigo de primera mano) quien escribió a la muerte de su
señora:
Reina absorbida por múltiples y graves asuntos de gobierno, pero religiosísima, como un sacerdote entregado al culto de Dios, de la Virgen, de los santos (…) dada a las cosas divinas mucho más que a las humanas[12].
Sin embargo, lejos estaba de su alma recia, la piedad beatona y el misticismo «milagruchiento» de algunos santurrones:
Isabel no fue una mujer milagrera; ni
siquiera vivió fenómenos místicos extraordinarios, que sepamos.
Simplemente, el Señor la condujo por los caminos de la Fe, con
mayúscula. No tuvo, insistimos, visiones, revelaciones, éxtasis ni hizo
milagros, tan frecuentes en algunos santos. Pero eso no significa en
modo alguno que ella no lo fuera (…)[13].
Pero más allá del cumplimiento de dichas
prácticas, se destacaba en la católica reina, una cosmovisión cristiana
de la vida donde las reacciones siempre eran, en primer lugar,
sobrenaturales; al tener que enfrentar algún problema, especialmente si
éste era arduo, ponía humildemente sus dificultades a los pies de Dios
para que le ayudase con Su gracia, pero, luego de rezar con toda
confianza, procedía a obrar con una energía sin igual. Nada de no sé si Dios lo quiere, no sé si tengo fuerzas,
nada de fingimiento…, al contrario. Un ejemplo de su fortaleza quizás
nos la muestre de cuerpo entero; así rezaba frente a un inminente
combate:
Tú, Señor, que conoces el secreto de los
corazones, sabes de mí, que no por vía injusta, no por cautela ni
tiranía, mas creyendo verdaderamente que por derecho me pertenecen estos
Reinos del Rey mi padre, he procurado de los haber (…). A ti, Señor (…)
suplico humildemente, que oigas ahora la oración de tu sierva, y
muestres la verdad, y manifiestes tu voluntad con tus obras
maravillosas; porque si no tengo justicia, no haya lugar de pecar por
ignorancia, y si la tengo, me des seso y esfuerzo para la alcanzar con la ayuda de tu brazo, porque con tu gracia pueda haber paz en estos Reinos, que tantos males e destrucciones hasta aquí por esta causa han padecido[14].
«Si tengo derecho, me des seso y esfuerzo…»; ¡qué palabras!
Pero un corazón valiente como el suyo
debía también ser moldeado por el Buen Dios, de allí que uno de sus
primeros cuidados después ser coronada reina fuese buscar un santo
confesor que le ayudase a salvar el alma. ¿A quién elegir? ¿Quién
querría ser el confidente de esta alma de quien, al parecer, Dios había
predestinado para hacer grandes cosas? ¿Quién se animaría a dirigir a
una mujer que se había hecho coronar, incluso en ausencia de su esposo,
para mostrar que era verdadera reina de Castilla, llevando delante de sí
la espada de la justicia como símbolo de su intransigencia ante el
delito[15]?
Tras detenidas averiguaciones dio con un fraile jerónimo: Fray Hernando
de Talavera, hombre con fama de prudencia y santidad a quien mandó
llamar enseguida; luego de una prolongada conversación y viendo que era
el hombre que le habían indicado, pidió ser oída en confesión.
Por aquellos tiempos era costumbre que
cuando los príncipes y los reyes acudían al sacramento de la penitencia,
tanto confesor como penitente se arrodillasen, uno en símbolo de su
sumisión a Dios representado por el sacerdote y el otro en símbolo de
sumisión al monarca a quien confesaba; fue grande el asombro de la reina
cuando vio que el humilde fraile acercaba una silla para sentarse
frente a la reina que aguardaba de hinojos[16]:
—Fray Hernando —le dijo— entrambos hemos de estar de rodillas.
—No, señora sino que yo he de estar sentado y Vuestra Alteza de rodillas, porque es el tribunal de Dios y hago yo sus veces.
Isabel reconocerá entonces en ese hombre a
quien Dios le había enviado, por lo que comentará tiempo después: «este
es el confesor que yo buscaba». Fue ante él entonces, ante quien,
durante 29 años, confiará su alma, sus preocupaciones y sus consuelos.
Como bien señala Walsh, se ha dicho de
Isabel que era una mística que se las ingenió para llevar la vida de una
contemplativa en medio de sus absorbentes ocupaciones familiares y de
una carrera pública asombrosamente activa. En ella, como ya hemos dicho,
no había nada de quietismo ni de descuido por lo que sucede en el
mundo. Era una mística a la manera de todos los grandes místicos
occidentales de su época: como Santa Teresa, Santa Catalina de Siena o
San Ignacio de Loyola. «Nada podía estimular más a Isabel que una labor
que los demás consideraban imposible. Las palabras “fatalidad” e
“imposible” no formaban parte de su vocabulario habitual. Para ella el fracaso no significaba más que el castigo de Dios a la estupidez humana»[17]. No parecía sino de aquellos «varones fuertes» que la carmelita de Ávila[18] deseaba para sus conventos.
Una pía rima castellana recuerda el modo de orar de la reina:
Tengo miedo, Señor,
de tener miedo
y no saber luchar.
Tengo miedo, Señor,
de tener miedo
y poderte negar.
Yo te pido, Señor,
que en Tu grandeza
no te olvides de mí;
y me des con Tu amor
la fortaleza
para morir por Ti.
Si alguna vez, mientras cabalgaba de
ciudad en ciudad, de castillo en castillo, reclutando nuevas levas y
alzando la quebrantada moral de su gente, le hubiera asaltado la idea de
la desazón, probablemente se habría burlado de ella. Y si alguien le
hubiera pedido una prueba de que Dios realmente escucha las oraciones de
los hombres, probablemente le hubiese respondido: A las mías sí que contesta[19].
Su labor como gobernante no tiene paragón
en la historia de España. En el ámbito de la cultura hizo prosperar los
estudios de medicina para lo cual erigió grandes hospitales en Granada,
Salamanca y Santiago; lo mismo sucedió con la fundación de varias
universidades, entre ellas la de Alcalá de Henares, donde darían cátedra
algunos de los más notables humanistas del Renacimiento de quienes dirá
Erasmo: «Los españoles han alcanzado tal encumbramiento en literatura,
que no sólo provoca la admiración de las naciones más cultas de Europa,
sino que además les sirve de modelo».
Fue evidente la intención de Isabel de
estimular todo lo que se refiriera a la cultura. En 1487 dio instrucción
al alcalde de Murcia para que eximiera de toda clase de impuestos a
Teodorico Alemán, uno de los primeros que había introducido en España la
imprenta, «por ser uno de los principales factores del arte de hacer
libros de molde». Gracias al apoyo oficial, el nuevo invento alcanzó
rápida difusión, publicándose pronto traducciones de Plutarco, César,
Plauto, Ovidio, Dante, Petrarca, y una Biblia políglota de gran nivel.
Antonio de Nebrija, por su parte, editó una Gramática Castellana así
como el primer Diccionario de la lengua. La aparición de colecciones de
Cancioneros fomentó la afición del pueblo a la poesía, universalizándose
el conocimiento de autores pasados y contemporáneos, como Jorge
Manrique, el Marqués de Santillana, y otros.
Vizcaíno Casas destaca la increíble
capacidad de trabajo y la pasmosa multiplicación del tiempo: combates,
audiencias judiciales, reuniones diplomáticas, actos públicos, firmas de
tratados, ceremonias religiosas, etc.; se diría que Isabel pasó su vida
a caballo pacificando reinos y haciendo de España una realidad
nacional. Sabía imponerse la reina cuando era preciso, ante las
desavenencias políticas. Ejemplo de ello fue lo que sucedió en cierta
ocasión en Segovia ante un enorme motín que hacía peligrar el dominio de
la corona sobre la preciosa ciudad. Ni bien se enteró, la reina montó a
caballo y cubrió en un día más de cien kilómetros para llegar hasta
allí. Cubierta de polvo se abrió paso entre los revoltosos, diciendo:
«Yo soy la Reina de Castilla y no estoy acostumbrada a recibir
condiciones de súbditos rebeldes».
Otra vez, en que el alcalde de Trujillo
se rehusaba a entregarle las llaves de la fortaleza, Isabel se dirigió
hacia allí llena de indignación: «¿Y yo tengo de sufrir la ley que mi
súbdito presume de ponerme? ¿Y dejaré yo de ir a mi ciudad? Por cierto,
ningún rey lo hizo ni menos lo haré yo» —dijo indignada, al mismo tiempo
que ordenaba traer la artillería. La ciudad fue tomada rápidamente.
La justicia era una de las funciones que también le tocarían, por el hecho de reinar, máxime en tiempos difíciles como aquellos:
Cruelísimos ladrones, homicidas,
robadores, sacrílegos, adúlteros y todo género de delincuentes. Nadie
podía defender de ellos sus patrimonios, pues ni temían a Dios ni al
rey; ni tener seguras sus hijas y mujeres, porque había gran multitud de
malos hombres. Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y
humanas, usurpaban todas las justicias. Otros, dados al vientre y al
sueño, forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas y hacían otros
excesos carnales. Otros cruelmente salteaban, robaban y mataban a
mercaderes, caminantes y hombres que iban a ferias. Otros que tenían
mayores fuerzas y mayor locura, ocupaban posesiones y lugares de
fortalezas de la Corona real y saliendo de allí con violencia, robaban
los campos de los comarcanos; y no solamente los ganados, mas todos los
bienes que podían haber[20].
Para poder cumplir con dicha virtud
cardinal entonces, ambos reyes convocarían las Cortes de 1476 donde se
resolvería restablecer una vieja institución caída entonces en desuso: la Santa Hermandad,
una especie de policía formada por voluntarios, que había aparecido en
el siglo XIV para defender los derechos locales del pueblo contra la
Corona, acabando por convertirse en un instrumento coactivo de la
nobleza. Fue idea de la reina la de depurar su pasado y hacer de este
grupo una especie de policía o grupo «paramilitar» compuesto por las
clases privilegiadas, que le ayudasen en el cumplimiento de la ley. Dos
mil caballeros estarían a las órdenes de un capitán general, con ocho
capitanes bajo su mando y con el poder para dictaminar justicia sumaria,
previa defensa del acusado; todo a resguardo de los reyes.
A la usanza medieval, los monarcas tenían
la costumbre de presidir los tribunales: oían demandas y denuncias,
procuraban reconciliaciones y castigaban o absolvían a los reos,
llegando incluso a decretar, en algunos casos, la pena de muerte. A
Isabel se la sabía imparcial e incorruptible al punto que nadie
intentaba siquiera un soborno, en especial, luego del caso de un tal
Alvar Yáñez, quien había asesinado alevosamente a un notario y le
ofreció la enorme suma de 40.000 ducados a cambio de perdonarle la vida.
Ella, sin muchas vueltas hizo cortar ese mismo día su cabeza y, para
evitar sospechas, distribuyó sus bienes entre los hijos del asesino
(aunque muchos precedentes la autorizaban a confiscarlos). ¡Qué
diferencia con nuestros gobernantes!
En cierta ocasión llegó a oídos de Isabel
la noticia de que en Sevilla reinaba un estado de corrupción
generalizada; algo debía hacerse por lo que decidió hacer una visita con
el fin de poner las cosas en orden. Una vez allí, se dirigió directo al
Alcázar preguntando por el sitial judicial que había honrado San
Fernando al sentarse allí para juzgar. Los nobles sevillanos, viendo la
belleza de la reina, intentaron agasajarla obsecuentemente con
banquetes, corridas de toros y fiestas mundanas, pero Isabel no hacía
caso. Luego de tomar su puesto en el sitial judiciario, comenzó a
impartir justicia y a colgar a cuanto culpable encontrase de incumplir
gravemente la ley. Durante dos meses seguidos, todos los viernes, ella
misma recibiría las denuncias y, en menos de tres días, daría su
veredicto.
Muchos comenzaron a temer por sus vidas
y, como ratas de barco, decidieron escapar antes que perder la cabeza;
es que las malas costumbres se habían encarnado en la alta sociedad
durante el reinado de Enrique IV. Tal era el temor que el mismo obispo
de Cádiz creyó conveniente acudir a la Reina acompañado de una multitud
de esposas, hijos, padres y hermanos de los fugitivos para decirle que
«difícilmente hubiera una familia en Sevilla que no tuviera algún
miembro criminal». La Reina oyó con atención el pedido de clemencia y,
luego de deliberarlo, proclamó una amnistía general que permitió
regresar a los fugitivos. Todo fue perdonado, salvo un delito: la
herejía (recordemos que, para la época, la herejía no sólo era un
pecado, sino de un delito de orden público, penado por la ley).
Isabel fue grande y digna de admiración
para sus contemporáneos. La fama de la «cristianísima», como la
apodaban, no conocería fronteras en su tiempo; sin embargo, no hay rosas
sin espinas, como dice el refrán. La historia de quien brilló en el
siglo XV deberá padecer enormes estigmas y cruces que intentan opacar
sus virtudes. Veámoslos uno a uno.
[1] «Positio historica super vita, virtutibus et fama sanctitatis ex officio concinnata» en el Officium Historicum
de la Congregación para las Causas de los Santos (1074 páginas, más
CXXXIX de introducción, en formato mayor), Sever-Cuesta, Valladolid
1990. Un resumen de las virtudes de la reina ha sido hecho recientemente
por José María Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014.
[2] Testimonio de ello es la enorme acogida que ha tenido la serie «Isabel», emitida desde 2012 por la cadena TVE de España.
[3] Para esta primera parte nos basaremos ampliamente en Alfredo Sáenz, Isabel la Católica, Gladius, Buenos Aires 2009, 77 pp.
[4] Cfr. William T. Walsh, Isabel de España,
Palabra, Madrid 2005, 40. Incluso se rumoreaba acerca de «relaciones
que Enrique mantenía con hombres de edad madura o con jóvenes de su
mismo sexo» (ibídem, 45).
[5] Cfr. William T. Walsh, op. cit., 31.
[6] José María Zavala, op. cit., 236.
[7] William T. Walsh, op. cit., 73.
[8] Ibídem, 75.
[9]
Para ello deberán pedir una dispensa especial al Papa, dispensa que no
llegará a tiempo y que será fraguada por un obispo para que la boda se
concrete rápidamente sin saberlo Isabel. Más tarde, el Papa otorgará la
dispensa saneando la irregularidad canónica.
[10]
Fue por ello que Isabel, para evitar las ocasiones de pecado de parte
de Fernando, hizo siempre que las criadas de la corte fuesen «mujeres
mayores que fueran virtuosas y de buena familia» (William T. Walsh, op. cit., 143).
[11] Ibídem, 104-105.
[12] José María Zavala, op. cit., 203. Las cursivas que se encuentran dentro de los textos citados en este trabajo, salvo aclaración, nos pertenecen.
[13] Ibídem, 202.
[14] William T. Walsh, op. cit., 160.
[15] Fernando se vería herido en su orgullo de varón por dicho gesto (cfr. ibídem, 141).
[16]
Como bien señala Zavala, “Fray Hernando de Talavera era un director
espiritual de armas tomar. Antes de nada, abatía el concepto de humana
grandeza en el espíritu de sus nuevos penitentes. El grado altísimo de
perfección que exigía a los nobles que reclamaban su tutela se distingue
con meridiana claridad en el opúsculo que él mismo escribió para toda
la nobleza sobre la Manera de ordenar y emplear santamente el tiempo” (José María Zavala, op. cit., 189).
[17] William T. Walsh, op. cit., 163.
[18] Santa Teresa de Ávila, Camino de Perfección, C. VII, n. 8.
[19] Cfr. William T. Walsh, op. cit., 335-336.
[20] Fernando Vizcaíno Casas, Isabel, camisa vieja, Planeta, Barcelona 1987, 77.