Apología del escarnio. Por Nicolás Márquez.
Es cierto que técnicamente, el
“escrache” a todo malviviente que robó desde la función pública no suele
ser la herramienta ciudadana más prolija. Pero esta máxima sería válida
en países civilizados, con justicia independiente, con impunidad mínima
y con un funcionamiento fundado en las instituciones y en el Estado de
derecho. Como estamos en Argentina, nada de todo lo dicho tiene la menor
validez: las instituciones son de cartulina y lo único que en Argentina
pesa, parafraseando a Vicente Massot, es el “poder de lo fáctico”, o
sea lo que en este caso sería la presión social tanto sobre los
perversos que usufructuaron el régimen saliente como sobre los
prostitutos de turno que hacen la elegante parodia de fungir de “jueces
federales”.
Estas anotaciones vienen a comento,
puesto que los recientes vilipendios dirigidos al maoísta millonario
Carlos Zannini fueron cuestionados no sólo por el periodismo “crítico”
pero circunspecto de Clarín sino lo que es más grave, por algunos
liberales de departamento. Claro, uno entiende el espíritu acobardado
del buen centrista que nos va a decir: “repudio el hecho contra Zannini,
para eso está la justicia, no nos podemos poner en el mismo lugar del
kirchnerismo”. Y sí, son los mismos bienpensantes que cuando fue la
guerra antisubverviva aplaudían a rabiar a los militares pero ahora
dicen “el terrorismo de estado es peor que el privado” y se hacen los
distraídos. La corrección es su religión. Son así de funcionales: nunca
dejan aforismo por comprarle al acicalado progresismo hegemónico.
Los kirchneristas se llevaron puesto el
país, pusieron una deshonrosa Corte Suprema de facto, digitaron a los
jueces Federales, nos pincharon los teléfonos todo cuanto pudieron,
repartieron carpetazos de la SIDE para todos lados, nos llenaron de
operaciones políticas con fondos públicos, apresaron 2000 militares de
manera ilegal, hicieron alianzas con el terrorismo internacional,
intentaron encarcelar cuanto periodista opositor pudieron, mintieron con
cuanta estadística difundieron, aplastaron cuanto institución se les
cruzara, se robaron las arcas del Estado y hasta asesinaron al único
fiscal que osó denunciarlos en soledad.
¿Qué
menos merece el ciudadano estafado que el derecho a reputear cada vez
que reconoce en las calles a un protagonista de esta inigualable
maquinaria delictiva?.
Asimismo vale la siguiente aclaración:
esto que estoy elogiando y además proponiendo para acontecimientos
actuales y futuros no es técnicamente un “escrache”, dado que
simplemente se trata de reacciones espontáneas no en función de la
ideología del repudiado sino como consecuencia de su inmoral y delictual
participación en la función pública.
Este tipo de manifestaciones no sólo son legítimas sino necesarias.
Es indispensable que cada funcionario
kirchnerista sienta el desprecio social en todos los rincones. Que
advierta pánico al salir a la calle. Que se reconozca como un paria en
su propia Patria y que no sólo le tenga miedo a la justicia sino también
al vecino. Que tenga en claro que adonde quiera que vaya, correrá el
riesgo de que la parte sana de la sociedad lo desprecie, lo destrate
verbalmente y le vaya decir todo cuanto no ha podido expresarle durante
12 años de censura, monólogo y autoritarismo: ¿qué menos se merece un
miserable como el turista trasnacional de Zannini que un epíteto
catártico de todos quienes en calidad de ciudadanos fueron sus
víctimas?.
Por supuesto que muchos de los
kirchneristas merecerían cárcel y confiscación de lo robado. Pero a
falta de esto, al menos reciben el merecido repudio social. No es mucho,
pero tampoco es poco, y ese clima de indignación obrará además de
presión y pretensión popular de todo cuanto la gente de bien espera: que
se los juzgue en serio, se los castigue en serio y se recupere lo
malversado.
No
basta con que se condene sólo a los testaferros sino a los dueños del
circo: es decir a Cristina Elisabeth Fernández y a todo su clan de
ladrones inmediatos que la han rodeado durante estos 12 años de
pandillaje sistemático y generalizado.
Por lo pronto, repudiarlos oportuna e
inoportunamente es una sana participación ciudadana que desde estas
líneas no dejamos de aplaudir y recomendar.
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