sábado, 8 de octubre de 2016

Con imperiosa preocupación: Acusamos al papa Francisco (continuación)

Con imperiosa preocupación: Acusamos al papa Francisco (continuación)

 
Imagen: El papa Francisco en una reunión privada con un amigo de Argentina y su novio, dentro de la embajada del Vaticano, 23 de septiembre de 2015. La relación homosexual entre los dos laicos dura ya 19 años.
PARTE III Una “práctica pastoral” en guerra contra la Doctrina
Usted aprobó como única interpretación correcta de Amoris un cálculo moral que en la práctica socavará todo el orden moral, no sólo las normas de la moral sexual que usted claramente busca trastocar. Es que virtualmente, la aplicación de cualquier norma moral puede ser considerada “no factible” por la invocación mágica de “circunstancias complejas” a ser “discernidas” por un sacerdote u obispo en la “práctica pastoral”, mientras se defiende piadosamente la norma como “regla general” que no ha cambiado ni puede cambiarse.



Los criterios confusos para las “limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad” pueden ser aplicados a todo tipo de pecados mortales, incluyendo la convivencia—la que usted ya equiparó con un “verdadero matrimonio”—las “uniones homosexuales”—  a cuya legalización usted rehusó oponerse—y la anticoncepción, cosa que usted increíblemente declaró moralmente permisible para prevenir la transmisión de enfermedades, y que el Vaticano confirmó luego como punto de vista suyo.

Por lo tanto, “en ciertos casos” la Iglesia contradiría en la práctica lo que enseña en principio respecto a la moralidad, esto significa que el principio moral está prácticamente derrocado. En medio de la farsa del sínodo, sin mencionarlo a usted, el cardenal Robert Sarah  justamente condenó esta engañosa disyuntiva entre los preceptos morales y su “aplicación pastoral”: “La idea, que consistiría en colocar al Magisterio dentro de una atractiva cajita, apartándolo de la práctica pastoral –la cual evolucionaría según las circunstancias, modas y pasiones del momento–, es una forma de herejía, una peligrosa patología esquizofrénica.

Y sin embargo, para usted, ciertas personas viviendo en una objetiva condición de adulterio pueden ser consideradas subjetivamente libres de culpa en base al “discernimiento” de sacerdotes locales o comunes, y admitidas a la sagrada comunión sin comprometerse a enmendar sus vidas si bien saben que la Iglesia enseña que su relación es adúltera. En una entrevista reciente, el renombrado filósofo australiano Josef Seifert, amigo del papa Juan Pablo II y uno de los muchos críticos de Amoris cuyos intentos para que usted se corrija o se retracte por el documento usted ignoró, comentó públicamente el absurdo moral y pastoral de lo que usted aprueba explícitamente:

¿Cómo debiera aplicarse esto? Si el sacerdote dijera al adúltero: “usted es un buen adúltero. Está en estado de gracia. Es una persona muy piadosa, por lo tanto tiene mi absolución aunque no cambie su vida, y puede recibir la comunión.” Y luego viene otro, y el sacerdote dice: “Oh, usted es un verdadero adúltero. Usted debe confesarse. Usted debe cambiar su vida. Usted debe cambiar su vida y luego puede recibir la comunión.”

Quiero decir, ¿cómo funciona eso?…. ¿Cómo puede un sacerdote ser juez del alma y decirle a uno que es un verdadero pecador y al otro que es sólo un buen hombre inocente? Quiero decir que esto parece completamente imposible. Sólo un sacerdote con la visión de las almas como la del padre Pío podría decirlo, y él [padre Pío] no lo diría…

Con su elogio y su aprobación, los obispos de Buenos Aires sugerirían incluso que los niños se verían perjudicados si sus padres divorciados “vueltos a casar” no obtienen permiso para continuar sus relaciones sexuales fuera del matrimonio mientras profanan el Santísimo Sacramento. Un defensor casuístico de su desviación de la sana doctrina lo interpreta como que el adulterio es sólo un pecado venial si una de las partes se encuentra  bajo “coerción” para continuar manteniendo relaciones sexuales adúlteras porque la otra parte amenaza con abandonar a los niños en caso de no recibir satisfacción sexual. De acuerdo con esa lógica moral, todo pecado mortal, incluso el aborto, terminaría siendo venial por la amenaza de una de las partes de terminar la relación adúltera si no se comete el pecado.

Peor aún, si fuera posible, los obispos de Buenos Aires, apoyados tan sólo en sus novedades, osarían sugerir que las personas que cometen relaciones sexuales adúlteras crecerán en gracia mientras reciben la sagrada comunión sacrílegamente.

De esta manera, usted no ideó un mero “cambio de disciplina”, sino un cambio radical de la doctrina moral subyacente, que institucionalizaría efectivamente una forma de ética casuística dentro de la Iglesia, reduciendo los preceptos morales objetivos y universalmente obligatorios a meras reglas generales para las cuales habría innumerables “excepciones” subjetivas de acuerdo a “circunstancias complejas” y “limitaciones” que supuestamente reducirían los pecados mortales habituales a pecados veniales o meras faltas sin poner impedimentos a la sagrada comunión.

Pero Dios Encarnado no admitió esas “excepciones” cuando decretó por su autoridad divina que: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio (Lc 16 18).”  Cualquiera.

Es más, la Congregación para la Doctrina de la Fe durante Juan Pablo II declaró, rechazando la “Propuesta Kasper” que claramente usted estuvo proponiendo todo este tiempo: “Esta norma [excluir a los adúlteros públicos de los sacramentos] de ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la comunión eucarística.”

Es decir, la Iglesia nunca puede permitir que quienes viven en adulterio sean tratados como si sus uniones inmorales fueran matrimonios válidos, aunque los involucrados en adulterio digan no tener culpa subjetiva sabiendo que viven en oposición a la enseñanza inmutable de la Iglesia. Es que el escándalo resultante erosionaría y arruinaría la fe de las personas en la indisolubilidad del matrimonio y la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Sin embargo, gracias a su total consentimiento, los obispos de Buenos Aires rechazaron la advertencia de Juan Pablo II en Familiaris consortio que “si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.”

Por tanto, en este preciso momento de la historia de la Iglesia, usted está conduciendo a los fieles “a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.” Ciertamente, usted está tan decidido a imponer su voluntad errante sobre la Iglesia, que en Amoris (n. 303) osó sugerir que el mismo Dios consiente las relaciones sexuales continuas de los divorciados “vueltos a casar” cuando no pueden mejorar sus circunstancias “complejas”:

Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo.

En su carta a Buenos Aires, al aprobar explícitamente la comunión para un selecto grupo de adúlteros públicos, usted socava también la habilidad de los obispos más conservadores de mantener la enseñanza tradicional de la Iglesia. ¿Cómo pueden los obispos de Estados Unidos, Canadá y Polonia, por ejemplo, continuar insistiendo en la disciplina de dos mil años conectada intrínsecamente a la verdad revelada, cuando usted la hizo a un lado en Buenos Aires bajo la autoridad de su “exhortación apostólica”? ¿Sobre qué base enfrentarán la multitud de objeciones ahora que usted sacudió el suelo de la tradición bajo sus pies?

En resumen, luego de su astuta ambigüedad respecto al lugar de los adúlteros públicos en la confesión y la comunión, declara ahora con igual astucia el derrocamiento de la doctrina y de la práctica de la Iglesia utilizando una carta “confidencial” que usted sabía se filtraría, enviada en respuesta a un documento de Buenos Aires que usted mismo pudo haber solicitado como parte del proceso que viene conduciendo desde que fue anunciada la farsa del “Sínodo de la Familia”.

Tal como escribió el católico intelectual Antonio Socci: “Es la primera vez en la historia de la Iglesia que un Papa puso su firma para la anulación de una ley moral.” Ningún Papa había perpetrado semejante atrocidad.

“Excepciones” a la ley moral no pueden ser limitadas

Es curioso, sin embargo, que su nuevo cálculo moral no parezca aplicarse a otro grupo de pecados que usted condena constantemente mientras observa cuidadosamente la corrección política. Por ejemplo, en ningún lago indica usted que “circunstancias complejas” o “limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad”  puedan excusar a los mafiosos que usted “excomulgó” retóricamente en masa y a quienes advirtió del infierno, los ricos que usted condena como “chupasangres” o los católicos practicantes que usted acusa absurdamente por “el pecado de adivinación” y “el pecado de idolatría” porque no aceptan “las sorpresas de Dios”—es decir, las novedades suyas.

Todo su pontificado parece haberse concentrado en declarar la amnistía únicamente por los pecados de la carne, los mismos pecados que, como advirtió Nuestra Señora de Fátima, envían más almas al infierno que cualquier otro. ¿Pero qué le hace pensar que el genio moral que ha dejado salir de la lámpara, el que usted llama “el Dios de las sorpresas”, puede ser limitado sólo a aquellos preceptos morales que usted considera demasiado rígidos en su aplicación? El crear excepciones a un precepto moral que no admite excepciones los anula a todos. Sus novedades atacan las bases de la fe y amenazan con derribar todo el edificio moral de la Iglesia “como un castillo de naipes”—es el mismo resultado que usted dice que promueven los católicos practicantes en base a su supuesto “rigorismo” y apego a las “reglas mezquinas.”

Pero a usted no le preocupan las consecuencias obvias. Cuando le preguntaron sobre su posición frente a la oposición de los “ultra-conservadores”, refiriéndose a los obispos y cardenales ortodoxos, usted respondió con despreocupada arrogancia, el sello distintivo de su gobierno en la Iglesia: “Ellos hacen su trabajo y yo hago el mío. Yo quiero una Iglesia que sea abierta, comprensiva, que acompañe a las familias heridas. Ellos dicen no a todo. Yo sigo adelante, sin mirar atrás.”

Con un increíble despliegue de orgulloso desprecio por la Iglesia para la cual fue elegido cabeza, usted osó decir: “la Iglesia misma, a veces, sigue una línea dura, cae en la tentación de seguir una línea dura, en la tentación de enfatizar sólo las normas morales, por lo que, mucha gente queda excluida.”

Jamás un Papa había declarado que remediaría personalmente la falta de apertura y comprensión de la Iglesia y su “tentación” de seguir una “línea dura” sobre la moral para “excluir” a la gente. Semejantes pronunciamientos arrogantes dan lugar para pensar que su elección inesperada representa casi un desarrollo apocalíptico.

Ignorando toda súplica, usted avanza con su “revolución”

Mientras avanzaba con su trabajo de destrucción, ignoró todas las súplicas dirigidas a usted en privado, incluyendo innumerable pedidos para que afirme que Amoris Laetitia no se desvía de la enseñanza previa, así como un documento redactado por un grupo de expertos católicos que identificaron fragmentos heréticos y erróneos en Amoris y le suplicaron que los condene y elimine. Es evidente que no tiene intención de aceptar la corrección fraterna de nadie, ni siquiera de los cardenales que le pidieron que “clarifique” su conformidad con la enseñanza inmutable del magisterio.

A contrario, cuanto más alarmados los fieles, más osadamente actúa usted. Siguiendo en la práctica el relajamiento programático de la enseñanza moral de la Iglesia respecto a la sexualidad, usted autorizó que el Pontificio Consejo para la Familia publique el primer programa de “educación sexual” promulgado por la Santa Sede. Una de las asociaciones de laicos que se alzó a defender la fe en medio del silencio generalizado de la jerarquía frente a su ataque con novedades destructoras publicó un resumen de esta horrenda materia que viola descaradamente la enseñanza inmutable de la Iglesia que se opone a toda forma de “educación sexual” explícita:

  • Pone la educación sexual de los menores en manos de los educadores, dejando a los padres fuera de la ecuación.
  • Falla en nombrar o condenar los comportamientos sexuales tales como la fornicación, la prostitución, el adulterio, el sexo con anticonceptivos, la actividad homosexual y la masturbación, como acciones objetivamente pecaminosas que destruyen la caridad en el corazón y alejan de Dios.
  • Falla en advertir a los jóvenes sobre la posibilidad de separación eterna de Dios (condenación) por cometer actos sexuales graves. El infierno no se menciona ni una vez.
  • Falla en distinguir el pecado mortal del venial.
  • Falla en mencionar el sexto y el noveno mandamiento, u otro mandamiento.
  • Falla en enseñar sobre el sacramento de la confesión como forma de restaurar la relación con Dios luego de pecar gravemente.
  • No menciona el sentido sano de la vergüenza respecto al cuerpo y la sexualidad.
  • Enseña a niños y niñas en la misma aula.
  • Hace que niños y niñas compartan en clase su comprensión de frases tales como: “¿Qué les sugiere la palabra sexo?”
  • Pide a un aula mixta que“señale dónde se ubica la sexualidad en niños y niñas.”
  • Habla del “proceso de excitación.”
  • Utiliza imágenes sugestivas y sexualmente explícitas en cuadernos de actividades (aquíaquí, y aquí).
  • Recomienda varias películas sexualmente explícitas como disparadores para la discusión….
  • Falla en mencionar el aborto como algo gravemente malo, sino como algo que causa “gran daño psicológico.”
  • Confunde a los jóvenes utilizando frases como “relación sexual” no para indicar el acto sexual sino una relación basada en la persona.
  • Habla de la “heterosexualidad” como algo a “descubrir.”
  • Utiliza una celebridad “gay” como ejemplo de persona talentosa y famosa.
  • Aprueba el paradigma de las “citas” como paso hacia el matrimonio.
  • No enfatiza el celibato como la forma más elevada de la entrega que representa el verdadero significado de la sexualidad humana.
  • Falla en mencionar las enseñanzas de Cristo sobre el matrimonio.

Dicha asociación también observa que la materia “viola las normas promulgadas previamente por el mismo consejo pontificio.” Otra asociación de laicos se queja  porque “hace un uso frecuente de imágenes sexualmente explícitas y moralmente objetables, falla en identificar claramente la doctrina católica según sus fuentes fundamentales como los diez mandamientos y el Catecismo de la Iglesia Católica, y pone en riesgo la inocencia y la integridad de los jóvenes que están bajo el legítimo cuidado de sus padres.” Líderes laicos en el movimiento de familias católicas lo denunciaron y con razón por ser “totalmente inmoral,” “completamente inapropiado,” y “bastante trágico.” Tal como declaró uno de ellos: “los padres no deben dejarse engañar: el pontificado del papa Francisco marca el sometimiento de las autoridades del Vaticano a la revolución sexual mundial y amenaza directamente a sus propios hijos.”

Pero este desvío radical de la enseñanza y práctica previas solo sigue las novedades de Amoris, que proclama la necesidad de una educación sexual en “instituciones educativas” mientras ignora completamente la enseñanza tradicional de la Iglesia según la cual son los padres, no los maestros en las aulas, quienes tienen la responsabilidad primaria de proveer toda instrucción necesaria a sus hijos en este tema sensible, cuidando no “descender a los detalles” sino “empleando los remedios que producen el doble efecto de abrir la puerta a la virtud de la pureza y cerrar la puerta del vicio.”

Sin embargo, su “revolución” difícilmente se confina a temas sexuales. Usted también convocó recientemente a una comisión que incluye seis mujeres, para “estudiar” el asunto de las “diaconisas”, cosa que ya había sido estudiada por una comisión del Vaticano en el 2002. Dicha comisión concluyó que el diaconado pertenece al estado del clero ordenado junto con el sacerdocio y el episcopado, y que las “diaconisas” de la Iglesia primitiva no eran ministros ordenados sino tan sólo ayudantes eclesiales sin más autoridad que las monjas, quienes llevaban a cabo servicios limitados para mujeres, pero no realizaban bautismos ni matrimonios. Las “diaconisas” que usted parece considerar no serían más que mujeres disfrazadas con vestimenta sacerdotal, dado que las mujeres no pueden recibir en ninguna medida el sacramento del orden sagrado.

Mientras usted continúa socavando el respeto a la seriedad y el carácter sobrenatural del matrimonio sacramental, parece que se prepara para socavar aún más el drásticamente disminuido respeto por el sacerdocio masculino. ¿Y luego qué? Quizás un “aflojamiento” de la tradición apostólica del celibato sacerdotal, que dijo tener “en su agenda.”

Y ahora, mientras su “revolución” sigue acelerándose, usted se prepara para visitar Suecia en octubre, donde participará en una “celebración conjunta con una “obispo” luterana casada,” cabeza de la Federación Luterana Mundial que aprueba el aborto y el matrimonio homosexual, para “conmemorar” la llamada Reforma lanzada por Martín Lutero.

Es inconcebible que un Romano Pontífice exalte la memoria de este maníaco, el hereje más destructivo en la historia de la Iglesia, que hizo añicos la unidad del cristianismo y abrió el camino a una violencia sin límites, el derramamiento de sangre y el colapso de la moral en toda Europa. Según una infame declaración de Lutero: “Cuando hayamos aniquilado la misa, habremos aniquilado el papado en su totalidad. Todos estos caerán cuando su sacrílega y abominable misa haya sido reducida a polvo.” Es extremadamente irónico que el supremo hereje que usted pretende honrar con su presencia haya pronunciado esas palabras en una carta a Enrique VIII, quien condujo a toda Inglaterra al cisma porque el Papa no consentía su deseo de divorciarse y volverse a casar, incluyendo el acceso a los sacramentos.

Debemos oponernos

En este momento de su tumultuosa posición como “obispo de Roma”, queda fuera de discusión que su presencia en la Silla de Pedro representa un claro y actual peligro para la Iglesia. En vistas de este peligro, debemos preguntarle:

¿No le preocupa ni un poco el escándalo y la confusión que sus palabras y hechos causaron respecto a la misión salvífica de la Iglesia y su enseñanza sobre la fe y la moral, especialmente en el área del matrimonio, la familia y la sexualidad?

¿No pensó que el aplauso del mundo a la “revolución de Francisco” es precisamente el mal presagio del que nos advirtió Nuestro Señor?: “¡Ay cuando digan bien de vosotros todos los hombres! Porque lo mismo hicieron sus padres con los falsos profetas (Lc 6 26).”

¿No lo alarman las divisiones que provocó dentro de la Iglesia, con algunos obispos alejándose de la enseñanza de sus predecesores en cuanto a los “divorciados vueltos a casar” gracias a su supuesta autoridad, mientras otros intentan mantener la doctrina y la práctica de dos mil años que usted intenta derrocar incesantemente?

¿No piensa en las innumerables comuniones sacrílegas resultantes de su autorización para la comunión de los adúlteros públicos y de otros en “situaciones irregulares”, cosa que ya había permitido en masa como arzobispo de Buenos Aires?

¿Reconoce acaso que la recepción de la sagrada comunión por parte de quienes viven en adulterio es profanación, una ofensa directa “al cuerpo del Señor (1 Cor 11 29)” digna de condenación así como de escándalo público que amenaza la fe de los demás, tal como Benedicto XVI y Juan Pablo II insistieron en línea con sus predecesores?

¿Realmente cree que tiene el poder de decretar excepciones “misericordiosas” “en ciertos casos” a preceptos morales revelados de manera divina, para satisfacer su ideal personal de “inclusión”, su evidente visión benigna del divorcio y la convivencia, y su falsa noción de lo que llama “caridad pastoral” en su carta a los obispos de Buenos Aires? ¡Como si fuera poco caritativo pedir a los adúlteros y fornicadores cesar sus relaciones sexuales inmorales antes de participar en el Santísimo Sacramento!

¿Acaso no tiene ningún respeto por la enseñanza al contrario de todos los Papas que lo precedieron?

Finalmente, ¿no teme al Señor y Su juicio, el que usted minimiza o niega constantemente en sus homilías y comentarios espontáneos, declarando incluso—exactamente contrario al Credo—que “el Buen Pastor… no vino a juzgar sino a amar”?

Estamos de acuerdo con el análisis del periodista católico antes mencionado en lo concerniente a su enfermiza búsqueda de la comunión para las personas involucradas en relaciones sexuales inmorales: “Todo este asunto es inaudito. No hay otra palabra para ello.” Además de esto, todo su inaudito pontificado dio lugar a una situación nunca antes vista en la Iglesia: la de un ocupante de la Silla de Pedro de cuyos comentarios, pronunciamientos y decisiones que atacan la integridad de la Iglesia los fieles deben cuidarse constantemente. El mismo escritor concluye: “Lo digo con mucho pesar, pero me temo que el resto de este papado estará marcado por grupos de disidentes, acusaciones de herejía papal, amenazas de cisma – y tal vez un verdadero cisma. Señor, ten piedad.”

Y sin embargo casi toda la jerarquía sufre en silencio o celebra exultante esta debacle. Pero también lo fue durante la crisis arriana del siglo IV, cuando tal como observó el cardenal Newman:

El conjunto del Episcopado fue infiel a su misión, mientras que el conjunto del laicado fue fiel a su bautismo; que a veces el Papa, a veces el patriarca, un obispo metropolitano o de otra gran sede, y otras veces los concilios, dijeron lo que no había que decir, u oscurecieron y comprometieron la verdad revelada; mientras que, del otro lado, fue el pueblo cristiano quien, bajo la Providencia, constituyó la expresión del vigor eclesiástico de Atanasio, Hilario, Eusebio de Vercelli, y otros grandes solitarios confesores, que habrían fracasado sin ellos.

Nosotros, los miembros del laicado, si bien pecadores indignos, debemos ser fieles a nuestro bautismo y promesas de confirmación, no podemos permanecer en silencio o pasividad frente a sus depredaciones. Estamos obligados por los dictados de nuestra consciencia a acusarlo públicamente ante a nuestros hermanos católicos tal como lo exige la verdad revelada, la ley divina y natural, y el bien común eclesial. Recordando la enseñanza de santo Tomás antes citada, para el Papa no hay excepciones al principio de justicia natural según el cual los súbditos pueden corregir a un superior, incluso públicamente, cuando hay un “peligro de escándalo inminente concerniente a la fe.” Al contrario, la razón misma demuestra que, más que cualquier otro prelado, el Papa debe ser corregido incluso por sus súbditos, si “se desvía del camino recto.”

Sabemos que la Iglesia no es una mera institución humana y que está resguardada indefectiblemente por las promesas de Cristo. Los Papas van y vienen, y la Iglesia sobrevivirá incluso este pontificado. Pero también sabemos que Dios actúa a través de instrumentos humanos y que, más allá de lo esencial de la oración y la penitencia, espera de los miembros de la Iglesia militante, tanto del clero como los laicos, una defensa militante de la fe y la moral contra las amenazas de cualquier fuente—incluso de un Papa, tal como la historia de la Iglesia demostró más de una vez.

Por el amor de Dios y la Santísima Virgen, madre de la Iglesia, a quien usted profesa reverenciar, le pedimos se retracte de sus errores y deshaga el inmenso daño que causó a la Iglesia, las almas y la causa del Evangelio, no sea que siga el ejemplo del papa Honorio, ayudante y cómplice de la herejía anatemizada por un concilio ecuménico y su propio sucesor, atrayendo sobre sí “la ira del Dios Todopoderoso y de los santos Apóstoles Pedro y Pablo.”

Pero si no cede en la búsqueda de su “visión” vanagloriosa de una Iglesia más “misericordiosa” y evangélica que la fundada por Cristo, cuya doctrina y disciplina usted busca torcer a su antojo, que los cardenales arrepentidos del error del haberlo elegido honren sus juramentos de sangre y publiquen al menos una demanda para que usted cambie de curso o renuncie al oficio que tan impróvidamente le encomendaron.

Mientras tanto, en base a nuestra posición en la Iglesia, estamos obligados a oponernos a sus errores y a exhortar a nuestros hermanos católicos a unirse a la oposición, utilizando todo medio legítimo a nuestro alcance para mitigar el daño que parece determinado a infligir sobre el Cuerpo Místico de Cristo. Todos los demás intentos fallaron, no nos queda otro camino.

Que el Señor tenga misericordia de nosotros, Su santa Iglesia, y de usted como su cabeza terrena.

¡María, Ayuda de los Cristianos, Ora por nosotros!

The Remant y Catholic Family News 


[Traducción Marilina Manteiga]