Una muerte anunciada...
06 de octubre 2016 -
"El asesinato (¿?) de Juan Viroche, sacerdote de la iglesia Nuestra Señora del Valle del ingenio La Florida de Tucumán,
desnuda la impunidad con la que se mueve en el país el crimen
organizado". El domingo 17 de julio pasado regresé al pueblo que me vio
nacer hace 56 años, Delfín Gallo, ex ingenio Esperanza -como lo llaman
los nostálgicos-, en Tucumán. Hacía la primera comunión mi sobrina
nieta, y era causa de celebración familiar. Allí conocí al padre Juan,
del cual ya había oído hablar y sobre todo a los más jóvenes de la
familia que no ocultaban su admiración por el sacerdote.
Hablaban
de su compromiso social con los pobres y los jóvenes y de su valentía
para enfrentar las dificultades. En una gran mesa salió el tema de su
lucha contra los vendedores de droga y la urgencia de rescatar a los
niños y jóvenes de las adicciones. En noviembre 2015 celebró una misa en
plena calle frente a la escuela Wenceslao Posse y de la capilla Nuestra
Señora del Carmen, que había sido saqueada dos veces. La protesta no
era un piquete, era una misa, quería llamar la atención, decía el padre
Juan, para que las autoridades pusieran sus manos en el asunto. En la
mesa citada había quienes lo criticaban como un cura revolucionario que
dejaba mal parado al pueblo de Delfín Gallo, ese pueblo donde hice mi
escuela primaria, donde estudiábamos hijos de obreros y también del
gerente. Aquello parecía el paraíso, no había divisiones ni
enfrentamientos.
Es el mismo pueblo de cuya comisaría, en un golpe comando,
escapó uno de los narcos mas buscados en la provincia hace menos de un
mes, sin poder explicar qué hacía en ese lugar de detención con escasa
seguridad.
Hoy el pueblo de Delfín Gallo, habiendo tenido el
ingenio azucarero más moderno de Sudamérica hasta los años 30 y luz
eléctrica antes que Buenos Aires por las usinas a vapor traídas de
Inglaterra, resuena en los medios nacionales como un pueblo inseguro y
tierra de narcos, como una leyenda feliniana. En el discurso final de la
misa de primera comunión esa mañana de julio en el pueblo, el padre
Juan hizo un duro llamado a los padres a perseverar en el camino de la
fe, en cuidar a sus hijos de la droga y la trata, brindarles contención,
afecto, valores y sobre todo educación. Recuerdo el comentario de
Mónica, mi esposa, sin ser pitonisa ni nada que se le parezca: "A este
hombre lo van a matar como al padre Martearena". Pareciera ser que los
profetas, aquellos que ponen una oreja en el Evangelio y otra en el
pueblo, ya desde tiempos lejanos padecen el mismo destino: el martirio.
El obispo Romero, (.....) sufrieron el martirio, y cuantos
se atrevan a ser fieles al Evangelio de Cristo deben saber que pueden
sufrir la misma suerte del Maestro. Nadie los va a callar y de muertos
hablaran con voz más potente.