La Zanja de Alsina
(Nacionalismo Católico NGNP)
El Muro de Adriano en la pampa argentina
Entre los años 122 y 132 d.c, el emperador Adriano ordenó al gobernador romano de Britania, territorio que Roma había conquistado casi un siglo antes, construir un muro en el extremo septentrional, para mantener a raya a las belicosas tribus del norte y salvaguardar a los pobladores de lo que hoy es Inglaterra y Gales, de sus devastadoras correrías. Los romanos habían penetrado en Escocia pero al encontrarla estéril y absolutamente carente de recursos, desistieron de someterla dado que nada bueno podía aportar y su dominio solo generaría gastos al erario imperial. Fue entonces que por decisión del césar, se levantó una gigantesca empalizada de 117 kilómetros de extensión, desde el golfo de Solway, al oeste, donde construyeron una avanzada militar a la que denominaron Maglona (en la actualidad Wigton), hasta la desembocadura del río Tyne, por el este, donde levantaron el fuerte Pons Aelius (actual ciudad de Newcastler upon Tyne).
El Muro de Adriano en la pampa argentina
Entre los años 122 y 132 d.c, el emperador Adriano ordenó al gobernador romano de Britania, territorio que Roma había conquistado casi un siglo antes, construir un muro en el extremo septentrional, para mantener a raya a las belicosas tribus del norte y salvaguardar a los pobladores de lo que hoy es Inglaterra y Gales, de sus devastadoras correrías. Los romanos habían penetrado en Escocia pero al encontrarla estéril y absolutamente carente de recursos, desistieron de someterla dado que nada bueno podía aportar y su dominio solo generaría gastos al erario imperial. Fue entonces que por decisión del césar, se levantó una gigantesca empalizada de 117 kilómetros de extensión, desde el golfo de Solway, al oeste, donde construyeron una avanzada militar a la que denominaron Maglona (en la actualidad Wigton), hasta la desembocadura del río Tyne, por el este, donde levantaron el fuerte Pons Aelius (actual ciudad de Newcastler upon Tyne).
Construido íntegramente en piedra granítica, tenía una altura de 4,8 metros por 3 de espesor y a lo largo de su extensión contaba con 14 fuertes y 80 bastiones que albergaban igual número de guarniciones militares. Una amplia fosa recorría su perímetro por el norte y un camino empedrado hacía lo propio por el sur, paralelo a un segundo foso interno que disponía de varios terraplenes.
En el año 140 d.c., el emperador Antonino Pío ordenó al gobernador Lolio Urtico, desplazar la frontera 160 kilómetros hacia el norte, en pleno territorio escocés y construir un nuevo muro entre la desembocadura del río Forth, al este y el golfo de Clyde, al oeste, 58 kilómetros de turba y tierra apisonada, reforzada con algo de piedra, que unían los antiguos fuertes que el gobernador Julio Agrícola (suegro del gran historiador Tácito), había levantado entre los años 78 y 84 d.c.
Esta nueva empalizada disponía de un foso mayor que el de Adriano y de 19 fortificaciones, unidas entre sí por el consabido camino interno, que facilitaba las comunicaciones.
Si bien este nuevo muro tuvo corta duración, sirvió para detener a las tribus caledonias durante todo el reinado de Antonino Pío, pero debió ser abandonado a su muerte, obligando a las legiones a replegarse nuevamente a la antigua frontera, es decir, hacia la defensa levantada por orden de Adriano en el año 122.
Solo en tres ocasiones, a lo largo de tres siglos, los antiguos escoceses atravesaron el Muro de Adriano, la primera en 197 y las otras dos en 296 y 367, pero siempre fue reparado y sirvió para contener todas sus incursiones.
Fueron el equivalente de la línea fronteriza que aquella impresionante civilización levantó en la Alta Germania y Recia, a lo largo del Rin y del Danubio a poco de evacuar la Germania Magna.
Mil setecientos años después, la pampa indómita fue testigo de la construcción de una línea defensiva que en algo nos recuerda a aquellas que levantaron los romanos en sus dominios de Europa.
En 1876 gobernaba el país Nicolás Avellaneda, cuyo ministro de Guerra, el Dr. Adolfo Alsina, elaboró un ambicioso plan defensivo destinado a contener las correrías de los salvajes de la pampa, que asolaban las poblaciones y estancias blancas de la recientemente conquistada provincia de Buenos Aires.
Uno de sus grandes méritos, fue haber incorporado el telégrafo a las comunicaciones del Ejército Argentino, para lo cual estableció la Escuela Telegráfica como dependencia del Colegio Militar de la Nación, a cuyo frente puso al teniente coronel de ingenieros Higinio Vallejos.
Una vez sujetas las tolderías de Carhué, Puán Trenque Lauquen, Guaminí e Italó, Alsina se trasladó al lugar para supervisar personalmente el desarrollo de la campaña y de esa manera, dispuso el establecimiento de una nueva línea de fortines con sus respectivas comandancias y el tendido de la línea de telégrafo que las mantuviese comunicadas.
Decidido a poner fin a las correrías de mapuches y araucanos, el decidido ministro de Guerra elaboró un ambicioso proyecto defensivo muy similar al que los romanos habían puesto en práctica en Britania: la construcción de una gran zanja con empalizada, a lo largo de 617 kilómetros, de norte a sur, destinada a contener los malones y el arrío de miles de cabezas ganado hacia el desierto.
Ignorando las críticas y opiniones adversas, Alsina se dirigió al Congreso para solicitar su aprobación, y una vez obtenida, contrató al ingeniero francés Alfredo Ebelot, para proyectar y dirigir las obras.
De esa manera, bajo la supervisión del comandante Conrado E. Villegas, las tropas gauchas de la División Norte y la Guardia Nacional, comenzaron los trabajos a pico y pala, asistidas por peones contratados, indios sometidos y presos.
La línea consistía en una extensa fosa de 2 metros de profundidad con un fondo de 0,60, un ancho de 3 y un terraplén por el lado este, de 1 metro de alto por 4,50 de ancho, sobre el que se tendió una empalizada de madera que elevaba el conjunto a casi 6 metros.
Las dimensiones variaban de acuerdo al terreno resultando que, en algunos tramos, la profundidad del foso era menor pero la altura del terraplén mayor, compensándose, de ese modo, la diferencia.
Tal como ocurrió con los muros de Adriano y Antonino, a lo largo de la línea se establecieron 109 fortines destinados a la vigilancia. Se trataba de construcciones circulares, asentadas sobre un terraplén de 20 metros de diámetro, rodeado por un foso y un cerco de madera que se franqueaba a través de un puente levadizo del mismo material.
Ubicados a una distancia de cuatro a cinco kilómetros uno de otro, contaban con un rancho de adobe y techo de paja además del correspondiente mangrullo para la vigilancia. Los unía un camino apisonado por el este y dependían de las seis comandancias establecidas en Bahía Blanca, Puán, Carhué, Guaminí, Trenque Lauquen e Italó, puntos principales de la línea, que poco tiempo antes fueron asiento de los principales conglomerados poblacionales aborígenes.
Cada fortín contaba con una guarnición de ocho a diez hombres al mando de un oficial, a quienes se reclutaba de manera forzosa entre la población rural y orillera, esta última oriunda de los barrios periféricos de Buenos Aires. Se las mantenía en permanente actividad, realizando patrullas a lo largo de la frontera, efectuando vigilancia y llevando a cabo tareas de mantenimiento.
La idea original contemplaba la extensión de la zanja hasta la laguna La amarga, en la provincia de Córdoba y luego continuarla hasta la localidad de San Rafael, en Mendoza, pero solo se construyeron 374 kilómetros (según otras fuentes fueron 325) en la provincia de Buenos Aires, muy cerca del límite con La Pampa, donde la lucha se tornó encarnizada.
Las obras debieron comenzar el 1 de marzo de 1875 pero el “gran malón” de ese año, encabezado por el cacique Catriel, las postergó. Había sido una de las incursiones más violentas de la conquista del desierto, con un total de 300 muertos, 500 prisioneros y 300.000 cabezas de ganado arriadas, además de varias poblaciones saqueadas, de ahí la necesidad de comenzar los trabajos y concretarlos a la mayor brevedad posible.
El proyecto contó con buen número de detractores, incluyendo la prensa, quienes sostenían que se trataba de un absurdo sin precedentes, de una “muralla china al revés”, ineficaz y costosa pero a ello hicieron oídos sordos tanto el ministro Alsina, como el presidente Avellaneda y el ingeniero Ebelot, que respondiendo a esas críticas, dijo: "Ese foso, que los partidarios de las viejas rutinas habrían tratado de volver ridículo, mostraba ahora lo que valía. Era él quien nos permitía dirigirnos animosamente a terminar con Catriel mientras les llegaba el turno a sus cofrades, los demás caciques. Era él quien nos lo entregaba. Sin él hubiera sido una imprudencia destacar 200 hombres de una frontera que en realidad no tenía 500 para guarnecer un frente de 20 leguas".
La zanja fue un proyecto bien intencionado pero poco efectivo ya que no logró contener los ataques indígenas ni evitar los arreos de ganado fuera del territorio nacional. Solo sirvió como mojón, suerte de referencia que señalaba del nuevo avance de la frontera. De ella hoy solo quedan vestigios, largos tramos en los campos, restos del terraplén, las huellas circulares de los fortines, semicubiertas por la maleza, algún cartel señalizador y una añeja estación ferroviaria que lleva el sugestivo nombre de La Zanja.
Abandonada tras la campaña del general Julio Argentino Roca, en 1879, cayó en el más completo olvido y ni siquiera hoy, quienes habitan sus inmediaciones parecen recordar que alguna vez existió.
En el año 140 d.c., el emperador Antonino Pío ordenó al gobernador Lolio Urtico, desplazar la frontera 160 kilómetros hacia el norte, en pleno territorio escocés y construir un nuevo muro entre la desembocadura del río Forth, al este y el golfo de Clyde, al oeste, 58 kilómetros de turba y tierra apisonada, reforzada con algo de piedra, que unían los antiguos fuertes que el gobernador Julio Agrícola (suegro del gran historiador Tácito), había levantado entre los años 78 y 84 d.c.
Esta nueva empalizada disponía de un foso mayor que el de Adriano y de 19 fortificaciones, unidas entre sí por el consabido camino interno, que facilitaba las comunicaciones.
Si bien este nuevo muro tuvo corta duración, sirvió para detener a las tribus caledonias durante todo el reinado de Antonino Pío, pero debió ser abandonado a su muerte, obligando a las legiones a replegarse nuevamente a la antigua frontera, es decir, hacia la defensa levantada por orden de Adriano en el año 122.
Solo en tres ocasiones, a lo largo de tres siglos, los antiguos escoceses atravesaron el Muro de Adriano, la primera en 197 y las otras dos en 296 y 367, pero siempre fue reparado y sirvió para contener todas sus incursiones.
Fueron el equivalente de la línea fronteriza que aquella impresionante civilización levantó en la Alta Germania y Recia, a lo largo del Rin y del Danubio a poco de evacuar la Germania Magna.
Mil setecientos años después, la pampa indómita fue testigo de la construcción de una línea defensiva que en algo nos recuerda a aquellas que levantaron los romanos en sus dominios de Europa.
En 1876 gobernaba el país Nicolás Avellaneda, cuyo ministro de Guerra, el Dr. Adolfo Alsina, elaboró un ambicioso plan defensivo destinado a contener las correrías de los salvajes de la pampa, que asolaban las poblaciones y estancias blancas de la recientemente conquistada provincia de Buenos Aires.
Uno de sus grandes méritos, fue haber incorporado el telégrafo a las comunicaciones del Ejército Argentino, para lo cual estableció la Escuela Telegráfica como dependencia del Colegio Militar de la Nación, a cuyo frente puso al teniente coronel de ingenieros Higinio Vallejos.
Una vez sujetas las tolderías de Carhué, Puán Trenque Lauquen, Guaminí e Italó, Alsina se trasladó al lugar para supervisar personalmente el desarrollo de la campaña y de esa manera, dispuso el establecimiento de una nueva línea de fortines con sus respectivas comandancias y el tendido de la línea de telégrafo que las mantuviese comunicadas.
Decidido a poner fin a las correrías de mapuches y araucanos, el decidido ministro de Guerra elaboró un ambicioso proyecto defensivo muy similar al que los romanos habían puesto en práctica en Britania: la construcción de una gran zanja con empalizada, a lo largo de 617 kilómetros, de norte a sur, destinada a contener los malones y el arrío de miles de cabezas ganado hacia el desierto.
Ignorando las críticas y opiniones adversas, Alsina se dirigió al Congreso para solicitar su aprobación, y una vez obtenida, contrató al ingeniero francés Alfredo Ebelot, para proyectar y dirigir las obras.
De esa manera, bajo la supervisión del comandante Conrado E. Villegas, las tropas gauchas de la División Norte y la Guardia Nacional, comenzaron los trabajos a pico y pala, asistidas por peones contratados, indios sometidos y presos.
La línea consistía en una extensa fosa de 2 metros de profundidad con un fondo de 0,60, un ancho de 3 y un terraplén por el lado este, de 1 metro de alto por 4,50 de ancho, sobre el que se tendió una empalizada de madera que elevaba el conjunto a casi 6 metros.
Las dimensiones variaban de acuerdo al terreno resultando que, en algunos tramos, la profundidad del foso era menor pero la altura del terraplén mayor, compensándose, de ese modo, la diferencia.
Tal como ocurrió con los muros de Adriano y Antonino, a lo largo de la línea se establecieron 109 fortines destinados a la vigilancia. Se trataba de construcciones circulares, asentadas sobre un terraplén de 20 metros de diámetro, rodeado por un foso y un cerco de madera que se franqueaba a través de un puente levadizo del mismo material.
Ubicados a una distancia de cuatro a cinco kilómetros uno de otro, contaban con un rancho de adobe y techo de paja además del correspondiente mangrullo para la vigilancia. Los unía un camino apisonado por el este y dependían de las seis comandancias establecidas en Bahía Blanca, Puán, Carhué, Guaminí, Trenque Lauquen e Italó, puntos principales de la línea, que poco tiempo antes fueron asiento de los principales conglomerados poblacionales aborígenes.
Cada fortín contaba con una guarnición de ocho a diez hombres al mando de un oficial, a quienes se reclutaba de manera forzosa entre la población rural y orillera, esta última oriunda de los barrios periféricos de Buenos Aires. Se las mantenía en permanente actividad, realizando patrullas a lo largo de la frontera, efectuando vigilancia y llevando a cabo tareas de mantenimiento.
La idea original contemplaba la extensión de la zanja hasta la laguna La amarga, en la provincia de Córdoba y luego continuarla hasta la localidad de San Rafael, en Mendoza, pero solo se construyeron 374 kilómetros (según otras fuentes fueron 325) en la provincia de Buenos Aires, muy cerca del límite con La Pampa, donde la lucha se tornó encarnizada.
Las obras debieron comenzar el 1 de marzo de 1875 pero el “gran malón” de ese año, encabezado por el cacique Catriel, las postergó. Había sido una de las incursiones más violentas de la conquista del desierto, con un total de 300 muertos, 500 prisioneros y 300.000 cabezas de ganado arriadas, además de varias poblaciones saqueadas, de ahí la necesidad de comenzar los trabajos y concretarlos a la mayor brevedad posible.
El proyecto contó con buen número de detractores, incluyendo la prensa, quienes sostenían que se trataba de un absurdo sin precedentes, de una “muralla china al revés”, ineficaz y costosa pero a ello hicieron oídos sordos tanto el ministro Alsina, como el presidente Avellaneda y el ingeniero Ebelot, que respondiendo a esas críticas, dijo: "Ese foso, que los partidarios de las viejas rutinas habrían tratado de volver ridículo, mostraba ahora lo que valía. Era él quien nos permitía dirigirnos animosamente a terminar con Catriel mientras les llegaba el turno a sus cofrades, los demás caciques. Era él quien nos lo entregaba. Sin él hubiera sido una imprudencia destacar 200 hombres de una frontera que en realidad no tenía 500 para guarnecer un frente de 20 leguas".
La zanja fue un proyecto bien intencionado pero poco efectivo ya que no logró contener los ataques indígenas ni evitar los arreos de ganado fuera del territorio nacional. Solo sirvió como mojón, suerte de referencia que señalaba del nuevo avance de la frontera. De ella hoy solo quedan vestigios, largos tramos en los campos, restos del terraplén, las huellas circulares de los fortines, semicubiertas por la maleza, algún cartel señalizador y una añeja estación ferroviaria que lleva el sugestivo nombre de La Zanja.
Abandonada tras la campaña del general Julio Argentino Roca, en 1879, cayó en el más completo olvido y ni siquiera hoy, quienes habitan sus inmediaciones parecen recordar que alguna vez existió.
Ilustraciones
Huyendo del malón |
Corte transversal |
Combate de Las Vizcacheras La lucha con el indio fue encarnizada |
Puesto telegráfico en la comandancia de Trenque Lauquen |
Vestigios de la Zanja |
Estación La Zanja, partido de Trenque Lauquen http://lavozdelahistoria.blogspot.com.ar/2014/04/la-zanja-de-alsina-un-muro-de-adriano.html |