4. Juicio moral sobre el terrorismo
(Nacionalismo Católico NGNP)
La extensión del mal: odio y miedo sistemáticos
El terrorismo busca dos efectos directos y negativos en la sociedad: el miedo y el odio.
El miedo debilita a las personas. Obliga a muchos a abdicar de sus
responsabilidades, al convertirse en objeto de posibles acciones
violentas. No nos referimos sólo a los asesinatos, sino también a las
amenazas, insultos y actos violentos que hacen imposible en la vida
cotidiana la convivencia en paz y libertad, hasta el extremo de
comprometer la propia legitimidad de los procedimientos democráticos. No
pocos son víctimas de una espiral de terror o de extorsión económica,
soportadas dolorosamente. Ceder al chantaje de la violencia, por temor,
lleva a la sociedad (individuos, grupos, instituciones, partidos
políticos) a no enfrentarse con suficiente claridad al terrorismo y a su
entorno, de forma que los terroristas monopolizan, con frecuencia, el
dinamismo de la vida social y el significado político de algunos
acontecimientos. Además, se llega a aceptar como inevitables violencias
menores que extienden el clima de crispación y confrontación.
El miedo favorece el silencio. En una sociedad en la que la violencia y su presencia cercana acumulan la tensión, determinados asuntos no pueden abordarse en público por miedo a graves consecuencias. Esto se nota sobre todo en el uso tergiversado del lenguaje. El peor de los silencios es el que se guarda ante la mentira [12], pues tiene un enorme poder de disolver la estructura social. Un cristiano no puede callar ante manipulaciones manifiestas. La cesión permanente ante la mentira comporta la deformación progresiva de las conciencias.
Junto con el miedo, el terrorismo busca intencionadamente provocar y hacer crecer el odio para alimentar una espiral de violencia que facilite sus propósitos [13]. En primer lugar, atiza el odio en su propio entorno, presentando a los oponentes como enemigos peligrosos. Fomenta con insistencia el recuerdo de los agravios sufridos y exagera las posibles injusticias padecidas. Ya se sabe que presentar un enemigo a quien odiar es un medio eficaz para unir fuerzas, por un sentido grupal de defensa en común.
En este contexto, la legítima represión de los actos de terrorismo por parte del Estado es interpretada como una opresión insufrible de un poder violento o de una potencia extranjera. Por el contrario, la verdad que debemos recordar es que la autoridad legítima debe emplear todos los medios justos y adecuados para la defensa de la convivencia pacífica frente al terrorismo.
Más allá de su propio entorno, los terroristas tratan también de provocar el odio de quienes consideran sus enemigos, con el fin de desencadenar en ellos una reacción inmoderada que les sirva de autojustificación y les permita continuar con su estrategia de extensión del terror y de transferencia de la culpa.
La espiral del odio y del terror se manifiesta, en particular, en sensibilidades exacerbadas a las que les es difícil hacer un análisis de la realidad. Genera así un clima de crispación en el que cualquier detalle hace surgir una respuesta violenta, también la violencia verbal. La implantación del odio y de la tensión en la vida social es, evidentemente, un triunfo notable del terrorismo. Reaccionar con odio indiscriminado frente a los crímenes de ETA, en la medida en que divide a la sociedad en bandos enfrentados e irreconciliables, es favorecer los fines de los terroristas, aceptar sus tesis del conflicto irremediable, preparar y facilitar la aceptación y el reconocimiento de las pretensiones rupturistas.
Otra consecuencia perniciosa de la espiral del odio y del miedo que el terrorismo genera es la “politización” perversa de la vida social, es decir, la consideración de la vida social únicamente en función de intereses de poder. De este modo la tensión se extiende a los hechos más nimios de la vida cotidiana: todo resulta relevante para la descalificación de aquellos cuya opción política no coincida con los planteamientos auspiciados por los terroristas. Esta presión del día a día juega un papel decisivo en la deformación de las conciencias que conduce a relativizar el juicio moral que el terrorismo merece.
Un aspecto especialmente importante en el que se evidencia esta perversa “politización” es el olvido que, con frecuencia, sufren las víctimas del terrorismo y su drama humano. Atender a las personas golpeadas por la violencia es un ejercicio de justicia y caridad social y un camino necesario para la paz. Tampoco los presos por terrorismo dejan de ser objeto de una “politización” ideológica que oscurece su problema humano. La Iglesia reconoce sin ambages la legitimidad de las penas justas que se les imponen por sus crímenes, a la vez que defiende, con no menos fuerza, el respeto debido a su dignidad personal inamisible.
El terrorismo se muestra como una “estructura de pecado”, y es una cultura, un modo de pensar, de sentir y de actuar, aun en los aspectos más corrientes del vivir diario, incapaz de valorar al hombre como imagen de Dios (cf. Gn 1, 27; 2, 7). Y cuando esa cultura arraiga en un pueblo, todo parece posible, aun lo más abyecto, porque nada será sagrado para la conciencia.
Al pronunciar nuestro juicio moral queremos mostrar que es posible una valoración neta y definitiva del terrorismo, por encima de las circunstancias coyunturales de un momento histórico.
Análisis de la Guerra Justa por el Padre Jorge Loring (click aquí)
De la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española: Valoración moral del terrorismo. Noviembre de 2002