MI GENERAL LONARDI
Con
su ejemplar valentía a la hora del combate y después de horas de
incertidumbre, Lonardi, secundado por un grupo de valientes, consiguió
hacerse fuerte no solamente en el aspecto militar, sino también en el
psicológico
Han
pasado sesenta años desde que escuché su nombre por primera vez. Ni
siquiera había reparado en que en el curso inferior al mío -yo estaba en
tercer año del bachillerato del Champagnat- había un alumno que se
llamaba Andrés Lonardi, hijo menor de “un militar”, del cual no teníamos
mayores referencias. Apenas que vivía en un viejo departamento de la
calle Juncal, casi Talcahuano, a la vuelta de mi casa.
Pero
en aquellos lejanos días de Septiembre de 1955, la radio informaba que
se había producido un levantamiento militar en Córdoba, encabezado por
un tal general Leonardi (sic), que había fracasado, quedando sólo las
operaciones de “limpieza” para liquidar la tentativa. No muchas horas
duró la engañifa, cuando nos enteramos que la limpieza duraba bastante
más de lo anunciado. Era el final del peronismo, que, infiltrado por la
masonería, había cometido la locura de enfrentar y perseguir a la
Iglesia en un país todavía mayoritariamente católico. Y con católicos
capaces de jugarse y de ganar la calle. Sin esa decidida resistencia,
los opositores liberales -los futuros “gorilas”- seguirían tomando café y
hablando de cómo voltear a Perón.
Cansado
de la cháchara inconducente y de las vacilaciones, Lonardi, ya con su
salud quebrantada, se fue a Córdoba en un ómnibus de mala muerte con su
extraordinaria mujer, Doña “Mecha” Villada Achával, para sublevar a la
Escuela de Artillería (*).
Con
su ejemplar valentía a la hora del combate y después de horas de
incertidumbre, Lonardi, secundado por un grupo de valientes, consiguió
hacerse fuerte no solamente en el aspecto militar, sino también en el
psicológico: muchos generales “leales” estaban dispuestos a reprimir la
rebelión, pero como habían sido ex alumnos suyos que le tenían respeto y
admiración -¿quién no?- prefirieron declinar las armas.
El
23 de septiembre, Lonardi volvió triunfante desde Córdoba para asumir
como Presidente Provisional de la Nación, con un estupendo mensaje de
pacificación, invocando a la unión nacional (**).
Menos
de dos meses después, el 13 de noviembre, Lonardi cayó por la intriga y
la traición de los jacobinos, herederos intelectuales de sujetos
sanguinarios como Mariano Moreno, Florencio Varela y Salvador María del
Carril. Y entonces quedó en claro que esos miserables, cegados por el
odio, más que tumbar a Perón -había que hacerlo, sin dudas-
lo que querían era perseguir al pueblo peronista, que con buena fe
había seguido a su “líder” durante bastantes años. Esa ceguera fue la
causa de la gran fractura del cuerpo social argentino y el caldo de
cultivo de la subversión marxista leninista que emprendió el camino de
la guerra revolucionaria (***).
Sirvan estas pocas líneas de emocionado homenaje a Eduardo Lonardi, el general de mi juventud. Que Dios lo tenga en la gloria.
Notas del francotirador
(*)
La historia militar de la “Revolución Libertadora” está muy bien
escrita por Isidoro Ruiz Moreno. La lectura del gran libro de Julio
Rubé, “El general Eduardo Lonardi y la Revolución Libertadora. El
derrocamiento del peronismo y el Plan de Pacificación Nacional”, es
también indispensable.
(**)
Una anécdota personal: ese día fui a la Plaza de Mayo con mi padre, y
con mi tío Arturo Padilla, los hermanos Vicente y Nicolás Gallo y “El
viejo” Terán. Después de la jura de Lonardi, nos encaminamos a festejar
al Bar Bidou, punto de encuentro de muchos abogados porteños. (Allí tomé
mi primer Gin Fizz, invitado por Arturo; después seguirían otros,
naturalmente). Al volver a nuestra casa, presenciamos un incidente en
Santa Fe y Montevideo: un grupito de “señoras y señores gordos del
Barrio Norte”, desencajados, increpaba a un señor mayor que llevaba una
pancarta que decía “Ni vencedores ni vencidos”, gritándole “¡Esto no
puede ser! ¡Hay vencedores y hay vencidos¡”. Como para no olvidarlo…
(***)
Una vez depuesto Perón, no había que “irritar a la fiera” y pasado no
mucho tiempo, amnistiarlo de sus delitos y permitirle regresar al país.
Pero hacía falta caridad, prudencia y magnanimidad, virtudes
desconocidas para los “gorilas”. Y también permitir que sus adeptos
participasen de la vida cívica, por supuesto. Eso intentaron Frondizi y
Onganía y así les fue, desgraciadamente.