De un Dios apático a un Dios simpático, para un final antipático -
Dardo Juan Calderón.
El pobre Francisco no da pie con bola,
confiado plenamente en que las teorías de Karl Rahner le abrirían un mundo de congratulaciones,
dio por terminado el culto a un Dios apático, para presentarnos el Dios
simpático del modernismo, y terminó todo en una trifulca bastante antipática.
Resulta que un montón de mal agestados no aceptan su simpática apertura, al
punto de modificarle el propio gesto al Pontífice que tiene que andar mostrándose con cara de traste. ¡Los hombres
no tienen remedio! Uno propone un mundo libre, igualitario y fraterno y al otro
día hay que hacer andar la guillotina. ¿Qué nos pasa? Este Pontífice declara
terminado el débito jurídico, y al otro día tiene que aplicar a macha martillo
el reglamento. Hagamos un poco de memoria.
El asunto es que el modernismo hacía su
entrada triunfal al Concilio Vaticano II con las promesas de inaugurar una
época de reencuentro “simpático” con el mundo moderno, lo decía expresamente
ese otro Papa con mal gesto que era Pablo VI y que en su alocución de clausura
del Concilio nos decía pletórico:
“La
religión del Dios que se ha hecho hombre
se ha encontrado con la religión – porque tal es- del hombre que se hace
Dios ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podría haberse
dado, pero no se produjo… Una “simpatía inmensa” lo ha penetrado todo…
reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros y más que nadie, somos
promotores del hombre.” (Resulta que la “simpatía inmensa”, al rato era un
extraño humo).
La palabra “simpatía”, dentro de un texto
eclesiástico podía pasar un poco simplona y chabacana para el vulgo, pero tenía
tras de ella toda una obra de conceptualización realizada por el neoteólogo
Karl Rahner. Este había dicho que el Dios medieval, inconmovible y fríamente
justiciero, es decir, “apático” (que “no sufre” con el hombre; que estaba en su
castillo perfecto cobrándonos lo que debíamos) daba ahora lugar al Dios
“simpático”, que venía a “padecer con nosotros”, con todos los hombres, y a
esto se refería el Pontífice.
¿Cómo había entrado el modernismo a la
Iglesia? Pues de la mano de aquella “Nueva Teología” que se formó en los
equipos de la renovación litúrgica y que se expresaba con un mensaje lleno de
optimismo, optimismo que reflejaban en su eslogan central: “El misterio
Pascual”. Rótulo este último, que aplicado a la Misa venía a reemplazar al
viejo, oscurantista y entristecedor “Misterio de la Cruz”, con el que habíamos andado esos tiempos en
que no encontrábamos la forma de hacernos simpáticos. ¡Basta de cara de traste!
De esa cara que nos quedaba cuando cada Domingo íbamos a ofrecer un Sacrificio,
el Sacrificio de un Inocente que era solicitado por un Dios iracundo y
ofendido, que lo pedía por nuestras culpas, exigiendo el pago duro y puro - en
Sangre - recordándonos – a nosotros insolventes- nuestras culpas impagables que
Aquel Hombre sin tacha pagaba vicariamente por nosotros. Una Cruz con un
Cadáver sanguinolento coronaba nuestras celebraciones.
Ahora el asunto había cambiado, el
“pathos” de aquel Cristo Inocente no era más nuestra culpa ni se solicitaba por
Dios en un acto de estricta justicia,
era un acto solidario de “simpatía” con el Hombre (simpatía=padecer
con), de padecer sus mismos padeceres para mostrarnos la vía, el “paso”
(Pascua) que lleva a la Gloria de la resurrección. Decía el neoteólogo
Ratzinger que si en aquellos días se simbolizó con la crucifixión, era por ser
propio de aquel imaginario, pero que en realidad se refiere al sufrir del
hombre que en cada época se da de distintas maneras.
El “Misterio Pascual” era - en suma- ya no detenerse sobre los aspectos negativos
de la religión, producto del
desmenuzamiento escolástico, e iniciar en el acto litúrgico una experiencia
comunitaria – un ágape- con un Dios que nada tiene que reclamarnos, porque en
nada podemos ofenderlo, y Quien por un derroche de amor se hace solidario con
el hombre en su viar.
Un Dios que acompaña el sufrimiento de la
condición terrena e imperfecta que hay que guiar y curar, acompañando al hombre con su pasión (acción
divina que ya no es “precio” de rescate ante un Dios ofendido, sino que lo
acerca a nuestros propios sufrimientos que transita por solidaridad), para juntos, en una relación bilateral,
lograr en la “experiencia” litúrgica del encuentro comunitario, que es
banquete, con su “presencia misteriosa”, que nos muestra tras ese “anecdótico”
sufrir, el “paso” (Pascua) a un estado mejor y superado que encuentra su
realización cabal en el estado glorioso de una resurrección – resurrección y
glorificación que es el verdadero sentido de su Venida y de su Encarnación - y
no aquel de la Cruz, que tomó preponderancia en virtud del fraccionamiento
efectuado por el esquematismo escolástico y la mentalidad medieval, los que -
por bajo poder de síntesis - no alcanzaron a ver que toda esa historia del
Hombre Dios, era esencialmente una historia y un mensaje de resurrección y no
de sacrificio.
Si alguno quisiera saber más de este
“Misterio Pascual”, y tiene tiempo, puede leer el meticuloso trabajo del Padre
Álvaro Calderón, que con dicho título obra en el Nro. 4 de los Cuadernos de La
Reja. La cuestión es que el asunto “Misterio Pascual” terminó siendo el Caballo de Troya que los novadores
introdujeron en el Concilio y que, con la excusa de ser un asunto estrictamente
litúrgico, demolió toda la certeza doctrinal de la Iglesia y, entre otras “bondades”, como verán del
pequeño excursus que he efectuado, da por tierra con el concepto mismo de
pecado, de culpa, y de penalidad, que es justamente el frente que retoma con
toda “simpatía” nuestro querido Francisco, el que a pesar de tantos reproches
de antiguos camaradas, no hace otra cosa que seguir un curso lógico marcado por
el “simpático” Pablo VI y todos estos novadores.
Este monstruito ideológico, deforme y
difuso, tuvo varios progenitores, que fueron construyéndolo con parciales
aportes sobre la espina dorsal que formó Dom Odo Casel, al que fueron agregando
sus particularidades – muchas veces contradictorias entre sí- otros herejes
como él. (Recuerden que la palabra “hereje”, significa “el que elige”, para
mostrar la diferencia con “el que acepta la autoridad”). Es bueno en este punto
de las ¿discusiones? (sería más ajustado decir: diatribas) que llevamos de hace un tiempo, remarcar que
el “inventor” del eslogan “Misterio Pascual” fue nada más ni nada menos que…
¡nuestro querido Louis Bouyer!, quien usó el término por primera vez para el
título de su libro sobre las propuestas litúrgicas novedosas, allá por el 1945
(más o menos).
Este eslogan modernista se repetirá
literalmente con la fórmula genial impuesta por el francés en muchos de los
documentos del Vaticano II y será “la llave” que abrirá la caja de Pandora y
llenará de optimismo al Papa Pablo VI que entendió inaugurar una época de
simpatía con el mundo moderno. (En el trabajo del Padre Calderón encontrarán
sobradas citas del mencionado Bouyer, que lo ponen en el núcleo de este
movimiento herético).
Vale la pena detenerse un minuto para
entender qué cuernos es el “modernismo” - en pocas palabras - ya que, como se
viene diciendo, no es una “escuela”, sino que son diferentes decursos
diletantes del pensamiento moderno que coinciden en un “espíritu” general, pero
que rara vez reconocen un maestro. Su
enemigo es todo “magisterio” que encorsete sus libres divagues, que surgen más
o menos caprichosamente desde el liberalismo clásico protestante, o del
existencialismo o de fuentes compuestas. Pero este espíritu general, no es de
corte “positivo” sino “negativo”.
Aclaro lo de “negativo”: todo acto
revolucionario encuentra justificación en un “ideal” utópico del que nos
encargaremos “mañana” (y que todos sabemos de antemano que es imposible), que
es un sueño angelical y será traicionado de alguna mala manera por una
naturaleza humana que permanece igual y que no logra trocarse con ninguna
alquimia, obedeciendo de esta manera al pesimista principio escolástico de que
la gracia supone la naturaleza (tal cual la dejó el pecado original). El
“mañana” de todo revolucionario es amargura y frustración, que se suicida, se
angustia, o se entrega a un “pasado mañana”.
La utopía de los liturgistas modernos nos
promete un acto cultual de encuentro “presencial y revelador” de Dios al
hombre, del hombre que en ese encuentro
se redime y resucita – o comienza a resucitar - con una nueva naturaleza por
una experiencia comunitaria - envuelta por la gracia del Espíritu Santo - en la misericordia de
Dios. Muy lindo. Pero su tarea de hoy -
no nos engañemos - y hasta tanto ese misterio se realice en nosotros; es demoler los concretos y claros
entendimientos del sacrificio, de la expiación, es decir, la cabal obligación
de reparar en términos de rigurosa justicia el pecado. El misterio de la cruz
se abandona por un misterio pascual, que es lo que para ellos resume la
victoria de la redención.
La tarea del “hoy” del pensamiento
revolucionario es demoler las estructuras fijadas por el orden tradicional, y
en esta tarea, son compadres de ruta los que ataquen por cualquier flanco, todo
sirve si es para efecto de la demolición, que es en suma, la única tarea de la
revolución.
Por más que le queramos poner a la
“modernidad” un nuevo rótulo que la defina como una “nueva civilización”, o un
nuevo “eón”; por más optimismo que
pongamos en este encuentro simpático que nos une en alguna utopía ideológica, nadie acuerda a acertar ni definir este
“nuevo sentido” (los liturgistas del “misterio pascual” expresamente lo
declaran a este misterio: “indefinible”), y esta simpatía con todos los
hombres, no es otra que la simpática tarea de demoler entre todos el
cristianismo.
Pero no se escapa, aún al poco advertido,
que sigue siendo nuestra época no el inicio de “algo”, sino la continuidad de
un proceso de demolición de la civilización cristiana, y que cada vez que se
pretende detener un proceso de destrucción total que lleva al caos, se ve
necesitado de recurrir a los valores cristianos para retomar un cierto orden.
Es por esto que toda acción revolucionaria
necesita mantener “algunos cabos tirados” con el orden, o retomarlos según el
caso, como hace el mal con el bien y con el ser. Cosa que lleva por momentos a
creer que son los principios de una restauración lo que en realidad son
momentos de retracción ante el vacío y la nada, y esto se produce porque aún
bajo la tentación diabólica y romántica de bajar a la nada para que todo
renazca, los viejos esquemas metafísicos escolásticos están allí para
recordarnos, muy a nuestro pesar, que de la nada, nada sale.
En este aspecto, como toda
revolución, el modernismo se contiene -
en la confusión- dentro de términos “católicos” a los que conserva por miedo y
con culpa. No quiere salirse de ciertos márgenes positivos actuantes hasta ver
el mañana que canta, hasta que se defina,
no en un “concepto” (esto es tomista) sino en una “experiencia”, sabido
del destino de otras herejías que como la protestante estalló en mil pedazos.
Pero esta falta de cumplimiento y
definición se traslada hacia el futuro - y porque las conquistas no son para
los cobardes - su falta de concreción siempre lleva la sospecha de obedecer a
la pusilanimidad de no atreverse a la “nada”.
Francisco es un inconsciente y se desboca en su pendiente haciendo peligrar el viejo edificio sin tener
dónde trasladarse. Estos personajes aflojarán la estructura tomista pero
dejando ciertos cabos tirados. Soltarse sin que se haya producido el “milagro
utópico”, el “misterio pascual”, sería temerario. Restos de orden jurídico
deben quedar y la noción de “pecado” no puede desaparecer de un día para el
otro.
Bouyer en especial expresa esta
frustración del revolucionario, pero sin renunciar a los actos demoledores ya
efectuados.
Escuchemos al Padre Calderón diciendo esto
mismo en términos concluyentes y con un interesante matiz:
“Las
corrientes teológicas que dieron a luz el “misterio pascual” son las que,
después de la Encíclica Humani Generis de Pio XII, fueron denominadas con el
genérico de “nueva teología”. Si bien se dice “nueva” por antonomasia a la
teología que pretende utilizar como instrumento la filosofía moderna, la nota
característica que incluye un modo de pensar en esta nueva especie de teología
es de orden negativo: la desconfianza del método escolástico, esencial a la
teología católica de la Iglesia y cuyo ejemplar más acabado es la Teología de
Santo Tomás”.
“El
modernista se da perfecta cuenta que lo que impide a la Iglesia ser envuelta en
la revolución liberal y la va llevando a estar cada vez más lejos del mundo es
la lucidez escolástica. La falta de fe y el natural horror a la exclusión
social, lleva al neoteólogo a desconfiar del método escolástico medieval y a
buscar una salida por delante o por detrás. Sale por delante el que reemplaza
la lógica aristotélica de la Edad Media por las ideologías de la Moderna y sale
por atrás quien la rechaza volviendo a la Antigua Edad de los Santos Padres.
Aquellos serán teólogos de avanzada y estos de atrasada, pero todos caen
finalmente en la misma bolsa de la “nueva teología”, porque las diferencias son
pequeñas frente a la común tarea de destruir la teología católica, muro de
defensa de la enseñanza dogmática del Magisterio de la Iglesia”.
“Casel
– y Bouyer agrego yo- es un ejemplo
típico de neoteólogo de atrasada”.
Francisco es un Robespierre, y no puede esperar más. Ve en los otros que
la reforma conciliar se estanca temerosa como un parásito que no quiere matar
del todo a su víctima, pidiendo tiempo para la transformación que no llega
nunca. Su mentalidad es una mentalidad muy típica de la Nueva Teología en su
versión latinoamericana. Tiremos las últimas barreras que sostienen a ese Dios
Vengador y el Dios Simpático aparecerá a nuestra vista y a nuestra experiencia.
El desafío es la intemperie que surge de la demolición, pero hay que salir a
las “periferias”. Recién a la intemperie
el milagro va a ocurrir. El Dios “apático” que Rahner ve acomodado en su Cielo
y en sus Templos adustos, va a ceder el lugar al Dios “simpático”, al que
camina por solidaridad “junto a nuestro padecer” por las calles del mundo rumbo a su glorificación, que es la nuestra. El que
no viene por justicia, sino por amor. El que no viene por amor al Padre, sino
por solidario amor al hombre.
Contra esta acentuación de la obra de
Cristo en su Resurrección y Glorificación; puesta en desmedro de su Pasión y
Sacrificio Vicario por “pagar” en moneda de Sangre Inocente por nuestra culpas;
podríamos oponer el argumento chestertoniano de que sólo un ignorante de la
literatura puede no darse cuenta de que el vórtice de aquel relato está en el
pasaje del Gólgota. Pero podemos arrimar otros argumentos teológicos, donde se
nos señala que no había ningún esfuerzo ni mérito en Cristo al volver al estado
de Gloria que le era connatural, que tenía y que jamás perdió. No hay en esto
ninguna “adquisición”. No vino “para resucitar”, sino para pagar el precio de
nuestro rescate, para restablecer la justicia que Dios exigía por la ofensa
proferida a la gloria de su creación. Nuestro misterio es la Cruz y Cristo
encuentra su glorificación cuando “es elevado en el madero”. (Otros muchos argumentos encontrarán en el
opúsculo citado del Padre Calderón.
¿En qué deja esta tragedia el
modernismo? Sigamos con el citado:
“Para
el modernismo liberal, el pecado no es más que una travesura de niño. Dios
Padre es ofendido por nuestras desobediencias y caprichos, pero como una madre
con sus niños pequeños, nos reta sin dejarnos de amar. Los golpes que le
dirigimos en nuestras rabietas no lo pueden dañar, y si nos castiga simulando
enojo, es sólo para que no nos causemos mayor mal.
Para el modernista entonces:
a) El pecado es desobediencia y ofensa pero
sólo nos daña a nosotros mismos y no le hace a Dios ningún mal.
b) La pena es castigo sólo medicinal, porque
el Padre se muestra airado, pero no nos dejó nunca de amar.
c) La satisfacción consiste en dar contento
al Padre por la obediencia, pero sin ninguna connotación penal.
¿Y los sufrimientos de Cristo?
Consecuencia inevitable de mezclar su vida con nuestros desórdenes, como los
golpes que recibe el hermano mayor al calmar la riña de los más pequeños.
Este espíritu es falsa misericordia que
tan profundamente deforma el Evangelio, al que le da lo mismo el justo que el
pecador, para el que poco o nada significa la gloria de Dios, que en su forma
extrema peca contra el Espíritu Santo, es el espíritu que triunfó en el
Concilio Vaticano II.”
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¿Por qué no nos resulta simpático un
hombre que viene a sacarnos el “pasivo” que nos mantenía nuestra vieja
religión? ¿Qué hay en nuestra naturaleza de irreformable que no nos permite
abandonar del todo la culpa y nos cierra este maravilloso camino de
transfiguración que nos prometen? ¿Por qué nos negamos a recibir esta
condonación que se nos ofrece en bandeja?
Porque un hombre que nada debe, queda
estancado en su condición, y esta condición, no le satisface. Aclaremos.
Todo hombre de negocios que pretende
crecer en sus riquezas, sabe que cada paso que da hacia adelante en ese camino,
supone indefectiblemente compromisos, deudas, obligaciones. Un verdadero hombre
de negocios sabe desde sus tripas que la señal de su éxito no son sus
“activos”, que así solos, están muertos en la inacción y siempre resultan pocos
y mermables. Sino que su éxito lo mide la cantidad de obligaciones adquiridas,
es su “pasivo” el que le da la medida de
lo que ambiciona. El balance que da positivo está siempre dibujado, el
verdadero balance demuestra que las obligaciones contraídas sólo son pagables
por un futuro crecimiento. Un balance de activo estable es una partida de
defunción. Una autopsia. Esto lo saben los hombres del mundo.
Hay en la naturaleza humana un ansia de
perfección, un deseo de grandeza que enfrentado a su situación actual de
bajeza, le provoca un estado de “tensión” entre la perfección deseada y sus
limitaciones humanas. La condición humana es una condición de “estar en rojo”,
y saliendo de esa condición, si por un momento nos encontráramos con nosotros
mismos “en balance”, el golpe sería tremendo e inaceptable. Si voy a ser esto
que soy, si ya no puedo adquirir, si dejo de deber, y tengo que enfrentarme a
mí mismo, sólo encuentro a un pobre infeliz que me ha estafado.
“Matar en el hombre la posibilidad de
sufrir, es matar la esencia humana” decía Thibón. Matar en el hombre el
concepto de pecado – causa de sus mejores sufrimientos- es dejarlo abandonado a
los límites de su propia bajeza sin posibilidad alguna de salir, y lo que es
peor, sin explicación alguna para ese estado de bajeza, ni solución a la vista.
La utopía modernista no es la felicidad,
es el conformismo en nuestra humana condición, es la aceptación de la bajeza
sin solución. Es el regodeo en esa bajeza. El humanismo es un sueño inhumano,
el que por ahora no nos da esa “conformidad en el ser” que nos promete, ni la
podrá dar nunca, porque nuestra condición
natural es la “inconformidad en el ser”. Y de allí esas caras, esos gestos, y
esta religión que comienza a ser antipática.
Para un hombre que no tiene culpa ni
pecado, el orden sólo le puede ser impuesto desde el capricho, desde la
tiranía, desde el desnudo poder. Y sólo se le impone “para nada”. Porque nada
nuevo lo espera, sino a sí mismo, a un sí mismo que no puede engañarse en la
utopía comunitaria; que se encuentra frente al espejo, solo, decayendo y
agonizando. El peor resultado de una vida es encontrase al final de ella con uno
mismo.
Abolir el pecado es abolir al hombre,
transformar el orden en una tiranía sin sentido, la religión en una estafa
emotiva que se desvela ante la muerte.
El simpático Dios del modernismo arroja al
cristiano a padecer junto a los infieles y los herejes, no ya la Pasión de
Cristo que paga la deuda que debe, sino la angustia nihilista. Esta es la
“simpatía” (el padecer juntos) que festejaba Pablo VI con el mundo moderno.
Este es el ecumenismo. Sufrir es una condición insoslayable, lo que podemos es
elegir sufrir como ellos y con ellos, o sufrir con Cristo.
La falsa sonrisa de Francisco ya es una
mueca y un rictus, porque nadie le agradecerá este regalo maldito que nos hace
al dar por terminado el pecado y la Cruz.
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Para
quien desee consultar el artículo del Padre Calderón este es el link: https://drive.google.com/open?id=0B67zeUgV9Ui5ZUg4M3pPMWRpb3M
Visto
en: Los Cocodrilos del
Foso
Nacionalismo Católico San Juan Bautista