LITERATURA ANTINICENA DESPUÉS DE IRENEO
La Literatura Antenicena Después de Ireneo.
1. Los Alejandrinos.
Hacia el año 200, la literatura
eclesiástica da muestras de un desarrollo extraordinario y toma, además,
una orientación totalmente nueva. La producción literaria del siglo II
estuvo condicionada por la lucha que sostuvo la Iglesia con sus
perseguidores. Por eso los escritos de este período se caracterizan por
la defensa y el ataque; son escritos apologéticos y antiheréticos. Sin
embargo, el valor permanente de estos autores primitivos está en los
servicios que prestaron a la teología poniendo sus primeras bases. Al
defender la fe con las armas de la razón, prepararon el camino al
estudio científico de la revelación.
Ningún escritor cristiano había intentado
todavía considerar el conjunto de la doctrina cristiana como un todo,
ni presentarlo de una manera sistemática. Ni siquiera la obra de San
Ireneo, a pesar de sus grandes méritos, permite decidir la cuestión de
si la literatura cristiana ha de limitarse a ser un arma contra el
enemigo o bien convertirse en instrumento de trabajo pacífico en el
interior de la Iglesia. A medida que la nueva religión iba penetrando en
el mundo antiguo, cada vez se iba sintiendo más la necesidad de exponer
sus creencias de una manera ordenada, completa y exacta. Cuanto más
crecía el número de los conversos en las clases cultas, tanto más
imperiosa se hacía la necesidad de dar a estos catecúmenos una
instrucción a la altura de su medio ambiente y de formar maestros para
este fin. Así fue como se crearon las escuelas teológicas, cuna de la
ciencia sagrada. Surgieron primeramente en Oriente, donde había nacido y
se había difundido mayormente el cristianismo. La más famosa de todas y
la que mejor conocemos es la de Alejandría, en Egipto. Esta ciudad,
fundada por Alejandro Magno el año 331 antes de Cristo, era centro de
una brillante vida intelectual mucho antes de que el cristianismo
hiciera su aparición. Allí fue donde nació el helenismo: la fusión de
las culturas oriental, egipcia y griega dio origen a una nueva
civilización.
La cultura judía encontró también allí terreno propicio.
Fue en Alejandría donde el pensamiento griego influyó más profundamente
sobre la mentalidad hebrea. Allí se compuso la obra que constituye el
principio de la literatura judío-helenística, los Setenta. Fue también
en Alejandría donde vivió el escritor que llevó esta literatura a su
apogeo: Filón; firmemente convencido de que las enseñanzas del Antiguo
Testamento podían combinarse con las especulaciones griegas, elaboró una
filosofía religiosa en la que realiza esta síntesis.
La Escuela de Alejandría.
Cuando, a fines del siglo I, el
cristianismo se estableció en la ciudad, entró en contacto estrecho con
todos estos elementos. Como consecuencia, se suscitó un vivo interés por
problemas de tipo teórico, que condujo a la fundación de una escuela
teológica. La escuela de Alejandría es el centro más antiguo de ciencias
sagradas en la historia del cristianismo. El medio ambiente en que se
desarrolló le imprimió sus rasgos característicos: marcado interés por
la investigación metafísica del contenido de la fe, preferencia por la
filosofía de Platón y la interpretación alegórica de las Sagradas
Escrituras. Entre sus alumnos y profesores se cuentan teólogos famosos
como Clemente, Orígenes, Dionisio, Pierio, Pedro, Atanasio, Dídimo y
Cirilo.
El método alegórico había sido utilizado
desde hacía mucho tiempo por los filósofos griegos en la interpretación
de los mitos y fábulas de los dioses, que aparecen en Homero y Hesíodo.
De esta manera, Jenófanes, Pitágoras, Platón, Antístenes y otros
trataron de encontrar un significado profundo en esas historias, cuyo
sentido literal ofendía a los oídos. Este sistema fue adoptado
principalmente por los estoicos. El primer representante judío de la
exégesis alegórica es el alejandrino Aristóbulo, hacia la mitad del
siglo II antes de Cristo. Su formación helenística le indujo a aplicar
este sistema al Antiguo Testamento igual que se hacía en la
interpretación de la poesía griega. La Epístola de Aristeas recurre al
mismo procedimiento para justificar las prescripciones de la Ley Antigua
sobre los alimentos. Pero fue, sobre todo, Filón de Alejandría quien se
sirvió de la alegoría para la explicación de la Biblia. Según él, el
sentido literal de la Sagrada Escritura es tan sólo lo que la sombra con
respecto al cuerpo. La verdad auténtica está en el sentido alegórico
más profundo. Los pensadores cristianos de Alejandría adoptaron este
método, porque estaban convencidos de que la interpretación literal es, a
menudo, indigna de Dios. Y si Clemente lo usó con frecuencia, Orígenes
lo erigió en sistema. Sin alegoría, ni la teología ni la exégesis
habrían realizado al principio los enormes adelantos que hicieron. En la
época de Clemente y de Orígenes, y en el corazón mismo de la cultura
helenística, tuvo la gran ventaja de abrir un vasto campo a la teología
incipiente y permitir que la revelación entrara en contacto fecundo con
la filosofía griega. Contribuyó, además, a resolver el problema más
importante que se le había planteado a la Iglesia primitiva, a saber, la
interpretación del Antiguo Testamento. La autoridad de San Pablo le
aseguraba un origen legítimo (Gal. 4,24; 1 Cor. 9,9).
Sin embargo, la tendencia a descubrir
figuras y prototipos en cada una de las líneas de la Escritura y
descuidar el sentido literal no estaba exenta de peligro.
Panteno.
El primer director de la escuela de
Alejandría de quien se tienen noticias es Panteno. Era siciliano; fue
primero filósofo estoico y más tarde se convirtió al cristianismo.
Después de su conversión, al decir de Eusebio (Hist. eccl. 5,10,1),
emprendió un viaje misionero, que le llevó hasta la India. Llegó a
Alejandría, probablemente, hacia el año 180, siendo nombrado muy pronto
jefe de la escuela de catecúmenos de aquella ciudad. Como tal, fue
maestro de Clemente de Alejandría. Estuvo al frente de esta institución
hasta su muerte, acaecida poco antes del año 200. Tanto Clemente (Strom.
1,1,11) como Eusebio (Hist. eccl. 5,10) aseguran que, como maestro, se
ganó aplauso y renombre universales. Esto es todo lo que sabemos de
Panteno. Ignoramos si compuso alguna obra. No han tenido éxito los
intentos que se han hecho para descubrir la obra literaria de Panteno o
parte de ella en Clemente de Alejandría. H. I. Marrou opina que él es el
autor de la Epístola a Diogneto (cf. p.238).
Clemente de Alejandría.
Tito Flavio Clemente nació, hacia el año
150, de padres paganos. Parece que su ciudad natal fue Atenas y que allí
recibió su primera enseñanza. Nada sabemos de la fecha, ocasión y
motivos de su conversión. Una vez cristiano, viajó extensamente por el
sur de Italia, Siria y Palestina. Su propósito era recibir instrucción
de los maestros cristianos más renombrados. Dice él mismo que tuvo “el
privilegio de escuchar a varones bienaventurados y verdaderamente
importantes” (Strom. 1,1, 11). Pero el acontecimiento de su vida que más
influyó en su carrera científica fue el haber llegado, al final de sus
viajes, a Alejandría. Las clases de Panteno le atrajeron de tal suerte
que fijó su residencia en aquella ciudad, que en adelante fue su segunda
patria. De Panteno, su maestro, dice lo siguiente:
Cuando di con el último (de mis
maestros), el primero en realidad por su valor, a quien descubrí en
Egipto, encontré reposo. Verdadera abeja de Sicilia, recogía el néctar
de las flores que esmaltan el campo de los profetas y los apóstoles,
engendrando en el alma de sus oyentes una ciencia inmortal (Strom.
1,1,11).
Vino a ser discípulo, socio y asistente
de Panteno y, finalmente, le sucedió como director de la escuela de
catecúmenos. No es posible señalar exactamente la fecha en que heredó el
cargo de su maestro; probablemente hacia el año 200. Dos o tres años
más tarde, la persecución de Septimio Severo le obligó a abandonar
Egipto. Se refugió en Capadocia con su discípulo Alejandro, que sería
más tarde obispo de Jerusalén. Murió poco antes del 215, sin haber
podido volver a Egipto.
I. Sus Escritos.
Aunque sabemos muy poco de la vida de
Clemente, podemos obtener un vivo retrato de su personalidad a través de
sus escritos. Revelan éstos la mano de un gran maestro. En ellos,
además, la doctrina cristiana se enfrenta por primera vez con las ideas y
realizaciones de la época. Por esta razón, Clemente se merece el título
de “pionero” de la ciencia eclesiástica. Su obra literaria demuestra
que fue hombre de vasta erudición, que poseía la filosofía, la poesía,
la arqueología, la mitología y la literatura. No siempre recurría a las
obras originales, sino que se servía a menudo de antologías y
florilegios. Sin embargo, tenía un conocimiento completo de la
literatura cristiana primitiva, tanto de la Biblia como de todas las
obras post-apostólicas y heréticas. Cita 1.500 veces el Antiguo
Testamento y 2.000 el Nuevo. También conoce bastante bien a los
clásicos, a los que cita no menos de 360 veces.
Clemente se daba perfecta cuenta de que
la Iglesia tenía que enfrentarse necesariamente con la filosofía y la
literatura paganas, si quería cumplir sus deberes para con la humanidad y
estar a la altura de su misión de educadora de las naciones. Su
formación helenística le capacitó para hacer de la fe cristiana un
sistema de pensamiento con base científica. Si el pensamiento y la
investigación de tipo científico tienen hoy derecho de ciudadanía en la
Iglesia, se lo debemos principalmente a él. Demostró que la fe y la
filosofía, el Evangelio y el saber profano no se oponen, sino que se
completan mutuamente. Toda ciencia humana sirve a la teología. El
cristianismo es la corona y la gloria de todas las verdades contenidas
en las diferentes doctrinas filosóficas.
Tres de sus escritos forman una especie
de trilogía y nos dan base suficiente para formarnos una idea de su
postura y sistema teológicos. Son el Protréptico, el Pedagogo y el
Stromata.
1. El Protréptico.
El primero de estos escritos, el
Protréptico o Exhortación a los griegos (???t?ept???? p??? ?????a?) es
una “invitación a la conversión.” Su propósito es convencer a los
adoradores de los dioses de la necedad e inutilidad de las creencias
paganas, descubrir los aspectos vergonzosos de los misterios ocultos e
inducirlos a que acepten la única religión verdadera, las enseñanzas del
Logos divino, quien, después de haber sido anunciado por los profetas,
se presentó como Cristo. Promete una vida que lleva a la satisfacción de
los más profundos anhelos humanos, porque comunica redención e
inmortalidad. Al final de su obra, Clemente define esta “exhortación” de
la siguiente manera:
¿A qué cosa te exhorto, pues? Anhelo
salvarte. Cristo lo quiere. En una palabra, El te concede la vida. Y
¿quién es Él? Apréndelo rápidamente: la Palabra de verdad, la Palabra de
incorruptibilidad, el que regenera al ser humano elevándole a la
verdad; el aguijón de salvación, el que expele la corrupción y destierra
la muerte, el que edifica un templo en cada hombre a fin de instalar a
Dios en cada hombre (Protrép. 11,117,34).
Por su contenido, el Protréptico está
estrechamente relacionado con las primeras apologías cristianas; reanuda
la polémica contra la mitología antigua, que ya conocemos, y vuelve a
sostener la tesis de la anterioridad del Antiguo Testamento. Clemente
conocía estos escritos y se sirvió de ellos. Del mismo modo que ellos,
saca de la filosofía popular griega las pruebas contra la religión y el
culto paganos. Pero si se comparan estas apologías con el Protréptico,
pronto se echa de ver que Clemente ya no juzgaba necesario defender al
cristianismo de las falsas acusaciones y calumnias de que fue víctima en
un principio. Se advierte también otro claro progreso en este tratado
de Clemente: sabe dar a su polémica un tono de convicción soberana, una
tranquila certeza de la función educadora del Logos a lo largo de toda
la historia de la humanidad. Encomia poéticamente y con entusiasmo la
sublimidad de la revelación del Logos y el maravilloso don de la gracia
divina, que colma todos los deseos humanos.
En cuanto a su forma literaria, el
Protréptico debe ser clasificado entre los Protreptikoi, o sea
exhortaciones, cuyo fin era animar a los seres humanos a tomar una
decisión, estimularlos hacia un ideal elevado, como, por ejemplo, el
estudio de la filosofía. Aristóteles, Epicuro y los estoicos Cleantes,
Crisipo y Posidonio escribieron un Protréptico. El Hortensius de
Cicerón, que San Agustín leyó antes de su conversión, pertenece a la
misma categoría. La intención de Clemente era entusiasmar de esta manera
a sus lectores con la única verdadera filosofía, la religión cristiana.
2. El Pedagogo.
El Pedagogo, que comprende tres libros,
viene a ser la continuación del Protréptico. Va dirigido a los que,
siguiendo el consejo que Clemente les diera en el primer tratado,
adoptaron la fe cristiana. El Logos aparece ahora en primer plano como
preceptor para enseñar a estos conversos cómo han de ordenar su vida. El
primer libro es de un carácter más general; trata de la obra educadora
del Logos como pedagogo: “Su objetivo no es instruir al alma, sino
hacerla mejor; educarla para una vida virtuosa, no para una vida
intelectual” (Paed. 1,1,1,4). Clemente afirma que “la pedagogía es la
educación de los niños” (ibid. 1,5,12,1), y luego se pregunta quiénes
son los que la Escritura llama “niños” (pa?de?). No son, como pretenden
los gnósticos, solamente los que viven en un plano inferior de fe
cristiana (en ese caso únicamente los gnósticos serían perfectos
cristianos). Son hijos de Dios todos aquellos que han sido redimidos y
regenerados por el bautismo: “En el bautismo somos iluminados; al ser
iluminados, venimos a ser hijos; por ser hijos, nos hacemos perfectos;
siendo perfectos, nos hacemos inmortales” (ibid. 1,6,26,1). El principio
básico de la educación que el Logos da a sus hijos es el amor, mientras
que la educación de la Ley Antigua se basaba en el temor. No hay que
creer, sin embargo, que el Salvador administre solamente medicamentos
suaves; también los da fuertes, porque Dios es a la vez bueno y justo, y
un maestro entendido sabe mezclar la bondad con el castigo. La Justicia
y el amor no se excluyen en Dios. Al decir esto, Clemente alude a la
doctrina herética de los marcionitas, que negaban la identidad entre el
Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo. El temor es bueno,
porque impide caer en el pecado:
Las amargas raíces del temor detienen la
gangrena de los pecados. Por eso el temor, aunque amargo, es saludable.
En verdad, pues, nosotros, los enfermos, necesitamos un salvador;
descarriados como estamos, necesitamos alguien que nos guíe; siendo
ciegos, quien nos lleve a la luz; sedientos, necesitamos la fuente
vivificante que, al beber de ella, nos quite la sed (Io. 4,13-14);
haciendo muerto, hemos menester la vida; como somos ovejas, tenemos
necesidad de un pastor; por ser niños, necesitamos un pedagogo (es más,
toda la humanidad tiene necesidad de Jesús)… Si queréis, podéis aprender
la elevada sabiduría del Pastor y Pedagogo santísimo, del Verbo
omnipotente del Padre, cuando se llama a sí mismo, alegóricamente,
pastor del rebaño. Es pedagogo de los niños. Dice, en efecto, por boca
de Ezequiel, dirigiéndose a los ancianos y proponiéndoles un ejemplo
saludable de prudente solicitud: “Vendaré la perniquebrada y curaré la
enferma, traeré la extraviada y la apacentaré en mi santa montaña” (Ez.
34,16.14). Apaciéntanos a tus niños como a ovejas. Sí, Señor; sácianos
con la justicia, que son tus pastos. Sí, Pedagogo; llévanos a los pastos
de tu montaña santa, la Iglesia, que se alza muy arriba, por encima de
las nubes hasta tocar el cielo” (ibid. 1,9,83, 2-84,3).
A partir del principio del segundo libro,
el tratado pasa a ocuparse de los problemas de la vida cotidiana.
Mientras el primero hablaba de los principios generales de la moral, el
segundo y tercero vienen a dar una especie de casuística para todas las
esferas de la vida: la comida, la bebida, la casa con su mobiliario, la
música y la danza, la recreación y las diversiones, el baño y los
perfumes, la urbanidad y la vida matrimonial. Estos capítulos nos dan
una descripción interesante de la vida cotidiana de Alejandría con su
lujo, su licencia y sus vicios. Clemente habla aquí con una franqueza
que causa sorpresa. El autor previene a los cristianos contra esta forma
de vida y les da un código moral de comportamiento cristiano en
ambientes como éste. Clemente, sin embargo, no exige al cristiano que se
abstenga de todos los refinamientos de la cultura; no le pide que
renuncie al mundo ni que haga voto de pobreza. Lo que importa es la
actitud del alma. Mientras el cristiano mantenga su corazón
independiente y libre de todo apego a los bienes de este mundo, no hay
motivo para que se aparte de sus semejantes. Es más importante que la
vida cultural de la ciudad se impregne del espíritu cristiano. El
Pedagogo termina con un himno a Cristo Salvador. Han surgido dudas
respecto a la autenticidad de este himno. Sin embargo, hay fundamento
suficiente para atribuirlo a Clemente. Las imágenes corresponden
exactamente a las del Pedagogo. Tal vez tenemos aquí la oración oficial
de alabanza de la escuela de Alejandría (cf. p.155s).
Las autoridades consultadas por Clemente
para su Pedagogo son, además del Antiguo y Nuevo Testamento, que
constituyen su fuente principal, los escritos de los filósofos griegos.
Hay citas de los tratados morales de Platón y Plutarco. También se echa
de ver la influencia de los moralistas estoicos, aunque resulta difícil
decir concretamente de qué obras depende. Un buen número de pasajes son
casi idénticos a algunas páginas del pensador estoico C. Musonio Rufo.
Sin embargo, lo que haya podido tomar de los filósofos estoicos lo
combina tan perfectamente con ideas cristianas, que el resultado es una
teoría cristiana de la vida.
3. Los Stromata o Tapices (St??µate??).
Al final de su introducción al Pedagogo, Clemente hace esta observación:
Deseando, pues, ardientemente conducirnos
a la perfección por un progreso constante hacia la salvación, apropiado
a una educación eficaz, el bondadosísimo Verbosigue un orden admirable:
primero exhorta, luego educa y, finalmente, enseña (1,1,3,3).
Estas palabras parecen indicar que
Clemente tenía intención de componer un volumen titulado el Maestro
(??d?s?a???) como tercera parte de su trilogía. Mas Clemente no poseía
las cualidades que se requieren para escribir esta clase de libros, que
exigen una distribución estrictamente lógica. Los dos escritos
precedentes demuestran que Clemente no era un teólogo sistemático y que
era incapaz de manejar grandes cantidades de material. Abandonó, pues,
su plan primitivo y escogió el género literario de los Stromata o
“Tapices,” mucho más en consonancia con su genio, que le permitía
intercalar extensos y brillantes estudios de detalle en un estilo fácil y
agradable. El nombre, Tapices, es semejante a otros muy en boga por
aquel entonces, como La pradera, Los banquetes, El panal de miel. Con
estos títulos se designaba un género que era el preferido de los
filósofos de entonces, y que les permitía tratar de las más variadas
cuestiones sin tener que sujetarse a un orden o plan estrictos; podían
pasar de una cuestión a otra sin seguir un orden sistemático. Los
diferentes temas quedaban entretejidos en la obra como los colores de un
tapiz.
Los Stromata de Clemente comprenden ocho
libros. En ellos se estudian principalmente las relaciones de la
religión cristiana con la ciencia secular, especialmente las relaciones
de la fe cristiana con la filosofía griega. En el primer libro, Clemente
defiende la filosofía contra los que objetaban que no tenía ningún
valor para los cristianos. Su respuesta es que la filosofía es un don de
Dios; fue concedida a los griegos por la divina Providencia, de la
misma manera que la Ley a los judíos. Puede prestar también importantes
servicios al cristiano que desee alcanzar el conocimiento (???s??) del
contenido de su fe:
Antes de la venida del Señor, la
filosofía era necesaria para la justificación de los griegos; ahora es
útil para conducir las almas a Dios, pues es una propedéutica para
quienes llegan a la fe por la demostración. “Que tu pie no tropiece,
pues” (Prov. 3,23), refiriendo todas las cosas hermosas a la
Providencia, ya sean las de los griegos, ya las nuestras. Dios es, en
efecto, la causa de todas las cosas hermosas; de unas lo es de una
manera principal, como del Antiguo y Nuevo Testamento; de otras,
secundariamente, como de la filosofía. Y ésta tal vez ha sido dada
principalmente a los griegos antes de que el Señor les llame también:
porque ella condujo a los griegos hacia Cristo, como la Ley a los
hebreos. Ahora la filosofía queda como una preparación que pone en el
camino al que está perfeccionado por Cristo (Strom. 1,5,28).
Clemente va mucho más allá que Justino
Mártir. Este hablaba de la presencia de semillas del Logos en la
filosofía de los griegos. Clemente compara la filosofía griega con el
Antiguo Testamento en cuanto que preparó a la humanidad para la venida
de Cristo. Por otra parte, Clemente tiene sumo interés en recalcar que
la filosofía no podrá nunca reemplazar a la revelación divina.
Únicamente prepara el asentimiento de la fe. Por eso, en el libro
segundo, defiende la fe contra los filósofos:
La fe, que los griegos calumnian por
considerarla vana y bárbara, es una anticipación voluntaria, un
asentimiento religioso, y según el divino Apóstol (Heb. 11,1.6), “la
firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos.
Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Strom. 2,2,8,4).
No se puede llegar al conocimiento de
Dios más que por la fe; la fe es el fundamento de todo conocimiento. Si
es dable encontrar gérmenes de la verdad divina en las diferentes
doctrinas filosóficas, es debido a que los griegos tomaron de los
profetas del Antiguo Testamento muchas de sus doctrinas. Clemente se
extiende largamente en probar que incluso Platón, al idear sus Leyes,
imitó a Moisés, y que los griegos copiaron de los bárbaros, es decir, de
los Judíos y cristianos. Los demás libros refutan la gnosis y sus
falsos principios religiosos y morales. El autor traza un espléndido
cuadro de la verdadera gnosis y de sus relaciones con la fe, como una
contrapartida de la falsa gnosis. La perfección moral, que consiste en
la castidad y el amor de Dios, es el rasgo característico del gnóstico
ideal, en claro contraste con el gnóstico herético. Al final del libro
séptimo, Clemente se da cuenta de que no ha contestado aún a todas las
cuestiones que juzga ser de importancia para la vida cotidiana de los
cristianos y para su ciencia religiosa. Por eso promete otra parte y
está dispuesto a empezar de nuevo (Strom. 7,18,111,4). Sin embargo, el
llamado octavo libro de los Tapices no parece ser una continuación del
séptimo, sino más bien una serie de bocetos y estudios utilizados en
otras partes de la obra. No parece que el autor los compusiera con ánimo
de publicarlos, pero lo fueron después de su muerte, contra su
intención. Por lo visto murió antes de poder cumplir su promesa.
4. Excerpta ex Theodoto y Eclogae propheticae
Otro tanto se puede decir de estas dos
obras, que en la traducción manuscrita siguen a los Stromata. No se
trata de extractos hechos por otro de las partes perdidas de los
Stromata, según opinaba Zahn; son citas de escritos gnósticos, por
ejemplo, de Teodoto, autor gnóstico de la secta de Valentín (cf. p.254),
y unos estudios preliminares de Clemente. Es sumamente difícil separar
los pasajes de origen gnóstico de las palabras del propio Clemente.
5. Quis dives salvetur? (Tí? ? s???µe??? p???s???).
El opúsculo ¿Quién es el rico que se
salva? es una homilía sobre Marcos 10,17-31. No parece, sin embargo, que
sea un sermón realmente pronunciado en una función religiosa pública.
En él se ve cómo resolvía Clemente las dificultades de sus oyentes a
propósito de una interpretación demasiado literal de los preceptos
evangélicos. El Pedagogo deja entrever que Clemente tenía entre sus
oyentes gente acomodada. Esta homilía da a entender lo mismo. Clemente
opina que el precepto del Señor: “Vete, vende cuanto tienes y dalo a los
pobres,” no quiere decir que la riqueza por sí sola excluye a uno del
reino de los cielos. Para salvarse no es necesario desprenderse de todo
lo que uno posee. Clemente interpreta las palabras del Señor como una
exhortación a mantener el corazón alejado de todo deseo de dinero y
libre de todo apego desordenado al mismo. Si todos los cristianos
renunciaran a sus propiedades, no habría quien socorriera a los pobres.
Lo que importa es la actitud del alma, no el hecho de que uno sea
menesteroso o pudiente. Debemos desprendernos de la pasión, no de las
riquezas. No son éstas, sino el pecado, el que excluye a uno del reino
de los cielos. Al final, Clemente cuenta la leyenda del apóstol Juan y
del joven que cayó en manos de ladrones, para probar que incluso los
mayores pecadores pueden salvarse si hacen verdadera penitencia.
2. Obras Perdidas.
1. La obra más importante entre las que
se han perdido es el comentario a los escritos del Antiguo y Nuevo
Testamento, llamado Hypotyposeis (‘?p?t?p?se??), o sea, esquemas o
bocetos. Constaba de ocho libros. Eusebio (Hist. eccl. 6,14,1) dice que
en esta obra Clemente comentaba también escritos cuya canonicidad era
dudosa: “Para decirlo brevemente, en las Hypotyposeis explica
concisamente todas las Escrituras canónicas, sin pasar por alto obras
controvertidas, tales como la Epístola de Judas y las demás Epístolas
católicas, y la Epístola de Bernabé, y el llamado Apocalipsis de Pedro.”
Se han conservado tan sólo unos pocos fragmentos en griego. La mayor
parte de ellos se encuentran en Eusebio. Otros se hallan en los
comentarios del Pseudo-Oikomenio y en el Pratum Spirituale de Juan
Mosco. Un pasaje algo más extenso se conserva en una antigua traducción
latina, que data del tiempo de Casiodoro (ca.540). Contiene
interpretaciones de la primera Epístola de Pedro, de la Epístola de
Judas y de la primera y segunda Epístolas de Juan; lleva por título
Adumbrationes Clementis Alexandrini in Epistolas canonicas. De todos
estos fragmentos se deduce con certeza que las Hypotyposeis no eran un
comentario seguido de todo el texto, sino tan sólo una interpretación
alegórica de algunos versículos escogidos. Según Eusebio (Hist. eccl.
5,11.2; 6,13,3), Clemente mencionaba en esta obra a su profesor Panteno.
Pero no cabe precisar hasta qué punto sus opiniones se basaban en las
lecciones de su profesor. Focio tuvo aún el texto completo de las
Hypotyposeis, que le merecen un juicio severo:
En algunos pasajes (Clemente) mantiene
firmemente la recta doctrina; en otros, en cambio, se deja llevar de
ideas extrañas e impías. Afirma la eternidad de la materia; construye
toda una teoría de ideas, partiendo de palabras de la Sagrada Escritura.
Reduce el Hijo a la categoría de mera criatura. Cuenta hechos fabulosos
de metempsicosis y de mundos anteriores a Adán. Sobre la formación de
Adán y Eva enseña cosas blasfemas y ridículas a la par que contrarias a
la Escritura. Se imagina que los ángeles tuvieron trato sexual con
mujeres y les dieron hijos; también enseña que el Logos no se hizo
hombre verdaderamente, sino sólo en apariencia. Llega a sostener, al
parecer, una absurda idea de dos Logos del Padre, de los cuales sólo el
inferior se apareció a los humanos (Bibl. Cod. 109).
Focio se funda en esta razón para dudar
de la autenticidad de las Hypotyposeis. En todo caso, las doctrinas
heréticas que contenía explicarían que la obra se haya perdido.
2. Sabemos por Eusebio (Hist. eccl.
6,13,9) que Clemente compuso también un libro Sobre la Pascua, en el
cual “afirma que fue inducido por sus amigos a consignar por escrito
unas tradiciones que él había oído de los ancianos de tiempos lejanos,
para provecho de los que habían de venir después; y hace mención de
Melitón, de Ireneo y de algunos otros, cuyas narraciones incluye
asimismo.” Quedan solamente unas breves citas de este escrito.
3. Otra obra, de la que poseemos
solamente un fragmento, es el Canon eclesiástico o Contra los
judaizantes, que dedicó a Alejandro, obispo de Jerusalén (Eusebio, Hist.
eccl. 6,13,3).
4. Anastasio el Sinaíta reproduce un
pasaje de la primera parte de un tratado Sobre la Providencia. Quedan
algunos otros fragmentos, que indican que la obra contenía definiciones
filosóficas. Al no mencionarla Eusebio ni ningún otro escritor
eclesiástico antiguo, su autenticidad queda en duda.
5. En cambio, Eusebio conoce otro escrito
de Clemente, titulado Exhortación a la paciencia o A los recién
bautizados. Es posible que un fragmento que se conserva en un manuscrito
de El Escorial, llamado Exhortaciones de Clemente, pertenezca a esta
obra desaparecida.
6. Nada queda, y no se sabe nada más, de
otras dos obras que Eusebio (Hist. eccl. 6,13,3) atribuye a Clemente:
Discursos sobre el ayuno y Sobre la calumnia.
7. Paladio (Hist. Laus. 139) es el único que atribuye a Clemente una obra Sobre el profeta Amós.
8. No se conserva ninguna carta de
Clemente, pero los Sacra Parallela 311,312 y 313 (ed. Holl) contienen
tres frases que se dicen sacadas de cartas de Clemente; dos de ellas, de
su carta 21.
Transmisión del texto.
El original de todos los manuscritos del
Protréptico y del Pedagogo es el Códice de Aretas de la Bibliothèque
Nationale (Codex Paris, graec. 451). Fue copiado por Baanes, a petición
del arzobispo Aretas de Cesárea de Capadocia, el año 914.
Desgraciadamente se han perdido cuarenta folios. Por eso faltan los diez
primeros capítulos del Pedagogo y los dos himnos del fin. Sin embarco,
se pueden suplir estas lagunas gracias a dos copias del códice de Aretas
hechas cuando estaba aún completo. Son los Codex Mutin. III. D. 7 y
Codex Laur. V 24; el más fidedigno de los dos es el primero.
El texto de los Stromata, de los Excerpta
ex Theodoto y de las Eclogae propheticae se conserva en un manuscrito
del siglo XI, Codex Laur. V 3. El otro manuscrito que contiene estas
obras es copia del Laur.
La primera edición del Quis dives
salvetur? se hizo a base del Codex Vatic. gr. 623, que no hace más que
reproducir el Codex Scorial. ***O- ???-19 del siglo XI ? XII.
El texto del fragmento latino de las
Hypotyposeis, las Adumbrationes Clementis Alexandrini, nos lo
proporcionan tres manuscritos independientes: el Codex Laudun. 96, del
siglo IX; el Berol. Phill. 1665 (actualmente n.45), del siglo XIII, y el
Vatic. lat. 6154, del siglo XVI.
3. Aspectos de la Teología de Clemente.
La obra de Clemente marca una época, y no
es una alabanza exagerada decir de él que es el fundador de la teología
especulativa. Si lo comparamos con su contemporáneo Ireneo de Lión,
representa ciertamente un tipo totalmente distinto de doctor
eclesiástico. Ireneo era el hombre de la tradición, que derivó su
doctrina de la predicación apostólica y veía en la cultura y en la
filosofía de su tiempo un peligro para la fe. Clemente fue el valiente y
afortunado iniciador de una escuela que se proponía proteger y
profundizar la fe mediante el uso de la filosofía. Se dio cuenta, es
verdad, lo mismo que Ireneo, del gran peligro de helenización que corría
el cristianismo, y luchó, como él, contra la falsa gnosis herética.
Pero lo que distingue a Clemente es que no se detuvo en esta actitud
meramente negativa, sino que a la falsa gnosis opuso ana gnosis
verdadera cristiana, que ponía al servicio de la fe el tesoro de verdad
contenido en los diversos sistemas filosóficos. Mientras los partidarios
de la gnosis herética enseñaban que no es posible compaginar la fe y la
gnosis, porque son contradictorias entre sí, Clemente trata de probar
que son afines y que es la armonía de la fe (Pistis) y del conocimiento
(Gnosis) la que hace al perfecto cristiano y al verdadero gnóstico. La
fe es el principio y el fundamento de la filosofía. Esta es de
grandísima importancia para todo cristiano que quiera conocer a fondo el
contenido de su fe por medio de la razón. La filosofía prueba asimismo
que los ataques de los enemigos contra la religión cristiana están
desprovistos de fundamento:
La filosofía griega, al juntarse (a la
enseñanza del Salvador), no hace más fuerte la verdad; pero, porque
quita fuerza a las asechanzas de la sofística e impide toda emboscada
insidiosa contra la verdad, se le llama, y con razón, “empalizada” y
muro “de la viña” (Strom. 1,20,100).
Clemente explica atinadamente las
relaciones entre fe y conocimiento. Es verdad que a veces va demasiado
lejos y atribuye a la filosofía griega una función casi sobrenatural en
la obra de la justificación; sin embargo, considera la fe como algo
fundamentalmente más importante que el conocimiento: “La fe es algo
superior al conocimiento y es su criterio” (Strom. 2,4,15).
1. La doctrina del Logos.
Clemente quiso fundar un sistema
teológico cuya base y principio fuera la idea del Logos. Esta idea
domina todo su pensamiento y su manera de razonar. Se sitúa, pues, en el
mismo terreno que Justino el filósofo, pero va mucho más lejos que él.
La idea que Clemente tiene del Logos es más concreta y más fecunda. Es,
para él, el principio supremo para la explicación religiosa del mundo.
El Logos es el creador del universo. Es el que reveló a Dios en la Ley
del Antiguo Testamento, en la filosofía de los griegos y, finalmente, en
la plenitud de los tiempos, en su propia encarnación. Con el Padre y el
Espíritu Santo forma la Trinidad divina. No podemos conocer a Dios más
que a través del Logos, pues el Padre es inefable:
Así como es difícil descubrir el primer
principio de todas las cosas, es también extremadamente difícil
demostrar el principio absolutamente primero y el más antiguo, que es
causa de que todas las demás cosas hayan nacido y subsistan. Porque,
¿cómo puede expresarse lo que no es ni género, ni diferencia, ni
especie, ni individuo, ni número: más aún, que no es ni accidente ni
puede ser sujeto del mismo? No se puede decir correctamente que sea el
todo; porque el todo se encuentra en la categoría de la grandeza y es el
Padre del universo. Pero tampoco se puede decir que tenga partes, pues
el Uno es indivisible, y por eso mismo es infinito. No se le concibe
como algo que no puede ser recorrido enteramente, sino como algo que
carece de dimensiones y de límites; consiguientemente, no tiene forma ni
nombre. Cuando, impropiamente, le llamamos Uno, Bien, Mente, Ser,
Padre, Dios, Creador, Señor, no lo hacemos como dándole su nombre, sino
que por impotencia empleamos todos estos hermosos nombres, a fin de que
nuestra mente pueda tenerlos como puntos de referencia para no errar en
otros respectos. Porque ninguno de ellos por sí solo revela a Dios, pero
todos juntos concurren a indicar el poder del Omnipotente. En efecto,
las cosas que se dicen, se dicen de las propiedades y relaciones; ahora
bien, nada de esto se puede concebir en Dios. Ni tampoco puede ser
aprehendido por una ciencia deductiva, porque ésta parte de principios y
de nociones mejor conocidas; ahora bien, no hay nada que sea anterior
al Ingénito. Queda, pues, que solamente por la gracia divina y por el
Verbo que procede de El podemos conocer al Desconocido (Strom.
5,12,81,4-82,4).
El Logos, siendo razón divina, es, por
esencia, el maestro del mundo y el legislador de la humanidad. Clemente
le reconoce, además, como a salvador de la raza humana y fundador de una
nueva vida que empieza con la fe, avanza hacia la ciencia y la
contemplación y, a través del amor y de la caridad, conduce a la
inmortalidad y a la deificación. Cristo, por ser el Verbo encarnado, es
Dios y ser humano, y por medio de El hemos sido elevados a la vida
divina. Así, habla de Cristo como del sol de justicia:
“¡Salve, luz!” Desde el cielo brilló una
luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la obscuridad y encerrados
en la sombra de la muerte; luz más pura que el sol, más dulce que la
vida de aquí abajo. Esa luz es la vida eterna, y todo lo que de ella
participa, vive, mientras que la noche teme a la luz y, ocultándose de
miedo, deja el puesto al día del Señor. El Universo se ha convertido en
luz indefectible y el occidente se ha transformado en oriente. Esto es
lo que quiere decir “la nueva creación”: porque “el sol de justicia,”
que atraviesa en su carroza el Universo entero, recorre asimismo la
humanidad, imitando a su Padre, “que hace salir el sol sobre todos los
hombres” (Mt. 5,45) y derrama el rocío de la verdad. El fue quien cambió
el occidente en oriente; quien crucificó la muerte a la vida; quien
arrancó al hombre de su perdición y lo levantó al cielo, transplantando
la corrupción en incorruptibilidad y transformando la tierra en cielo,
como agricultor divino que es, que “muestra los presagios favorables,
excita a los pueblos al trabajo” del bien, “recuerda las subsistencias”
de verdad, nos da la herencia paterna verdaderamente grande, divina e
imperecedera; diviniza al hombre con una enseñanza celeste, “da leyes a
su inteligencia y las graba en su corazón” (Protrept. 11,88,114).
De esta manera, la idea del Logos es el
centro del sistema teológico de Clemente y de todo su pensar religioso.
Sin embargo, el principio supremo del pensamiento cristiano no es la
idea del Logos, sino la de Dios. Esta es la razón por la cual Clemente
fracasó en su intento de crear una teología científica.
2. Eclesiología.
Clemente está firmemente convencido de
que hay solamente una Iglesia universal, así como no hay más que un solo
Dios Padre, un solo Verbo divino y un único Espíritu Santo. A esta
Iglesia la llama la virgen madre, que alimenta a sus hijos con la leche
del Verbo divino:
¡Oh misterio maravilloso! Uno es el Padre
de todos, uno es también el Logos de todos, y el Espíritu Santo es uno e
idéntico en todas partes, y hay una sola Virgen Madre; me complace
llamarla Iglesia. Únicamente esta madre no tuvo leche, porque sólo ella
no llegó a ser mujer; pero es al mismo tiempo virgen y madre, pura como
una virgen y amante como una madre; y llamando a sus hijos, los alimenta
con leche de santidad, que es el Logos para sus hijos (Paed. 1,6,42,1).
En otro lugar observa: “La Madre atrae
hacia ella a sus hijos y nosotros buscamos a nuestra Madre, la Iglesia”
(Paed. 1,5,21,1). En el último capítulo del Pedagogo, Clemente llama a
la Iglesia Esposa y Madre del Preceptor. Ella es la escuela donde enseña
su esposo, Jesús (ibid. 3,12,98,1). Y luego prosigue:
¡Oh alumnos de su bienaventurada
pedagogía! Llenemos (con nuestra presencia) la bella figura de la
Iglesia, y corramos, como niños, a nuestra buena Madre. Y haciéndonos
oyentes del Verbo, ensalcemos la dichosa dispensación por la cual el
hombre es educado y santificado como hijo de Dios, y mientras se educa
en la tierra, es ciudadano del cielo, donde recibe a su Padre, al que
aprende a conocer en la tierra (Paed. 3,12,99,1).
Esta Iglesia se distingue de las sectas heréticas por su unidad y por su antigüedad:
Siendo así las cosas, es evidente que la
Iglesia, de venerable antigüedad y en posesión de la verdad perfecta,
está demostrando que estas herejías, que han venido después de ella y
las que se han ido sucediendo en el tiempo, son innovaciones y llevan el
sello de la herejía.
Creo que de lo dicho se colige que la
verdadera Iglesia, la que es antigua de verdad, es una, y que en sus
filas están inscritos los que son justos según el plan de Dios. Pues por
la misma razón que Dios es uno, y uno el Señor, lo que es en sumo grado
digno de honor, es alabado por su simplicidad, por ser una imagen del
único principio. La Iglesia, pues, que es una, participa de la
naturaleza del Único; se le hace violencia para dividirla en muchas
sectas.
Por consiguiente, declaramos que, según
la substancia, según la idea, según el principio y según la excelencia,
la Iglesia antigua y católica es la única en la unidad de la única fe
conforme a los Testamentos particulares, o mejor aún, conforme al único
Testamento, a pesar de la diferencia de los tiempos, que reúne, por
voluntad del único Dios y por medio del único Señor, a todos los que han
sido elegidos ya y a quienes ha predestinado Dios, sabiendo antes de la
creación del mundo que habían de ser justos. Por lo demás, la dignidad
de la Iglesia, como principio de cohesión, está en la unidad: sobrepuja a
todo lo demás y nada hay que se le parezca ni iguale (Strom. 7,17,107).
Clemente no ignora que el mayor obstáculo
para la conversión de los paganos y judíos a la religión cristiana es
la división de la cristiandad en sectas heréticas:
La primera objeción que nos ponen es que
ellos no están obligados a creer por razón de la discordia que reina
entre las distintas sectas. La verdad queda, en efecto, desfigurada,
cuando unos enseñan unos dogmas, y otros enseñan otros diferentes.
A éstos les respondemos: También entre
vosotros, judíos, y entre los filósofos griegos más célebres surgieron
numerosas herejías. No por eso deduciréis que se debe renunciar a la
filosofía o a hacerse discípulo de los judíos, a causa de las
disensiones que existen entre vuestras sectas. Además, ¿no había
profetizado el Señor que habría quien sembrara herejías en medio de la
verdad, como cizaña en medio del trigo? Ahora bien, es imposible que la
profecía no se cumpla. La razón de esto está en que a todo lo que es
hermoso le persigue siempre su caricatura. Y si alguien viola sus
promesas y se aparta de la confesión que ha hecho en nuestra presencia,
¿hemos de abandonar nosotros por eso la verdad, porque él renegó de lo
que profesó? Y así como una persona de bien no debe faltar a la verdad
ni dejar de ratificar lo que prometió, aun cuando otros violen sus
compromisos, así también nosotros estamos obligados a no conculcar en
manera alguna la regla de la Iglesia; permanecemos particularmente
fieles a la confesión de los artículos esenciales de la fe, mientras que
los herejes la desprecian (Strom. 7,15,89).
Las últimas frases de este pasaje indican
que Clemente tenía conocimiento de un símbolo que recogía los
principales artículos de la fe.
Clemente cree firmemente en la
inspiración divina de las Escrituras: “El que con juicio firme cree en
las divinas Escrituras, recibe en la voz de Dios, que las otorgó, una
demostración inexpugnable; la fe, pues, no es algo que toma su fuerza de
una demostración.” Pero previene contra el mal uso que los herejes
hacen de la Escritura:
Aun cuando los herejes tengan la audacia
de emplear las escrituras proféticas, no las admiten todas, ni cada una
de ellas en su integridad, ni en el sentido que exigen el cuerpo y el
contexto de la profecía. Eligen los pasajes ambiguos, para introducir en
ellos sus propias opiniones; entresacan palabras aisladas y no se
detienen en su significación propia, sino en el sonido que producen. En
casi todos los pasajes que alegan se podría mostrar que se aferran a las
palabras escuetas cambiando su significado; o bien ignoran el sentido o
bien interpretan torcidamente a su favor las autoridades que citan.
Pero la verdad no se encuentra alterando el sentido de las palabras (de
este modo se derrumba toda doctrina verdadera); se descubre buscando lo
que conviene y cuadra perfectamente al Señor y Dios omnipotente y
confirmando lo que se demuestra por las Escrituras por otras Escrituras
que contienen la misma enseñanza. Los herejes no quieren volver a la
verdad, porque se avergüenzan de renunciar a los privilegios del
egoísmo, y, haciendo violencia a las Escrituras, son incapaces de
ordenar sus propias opiniones (Strom. 7,16,96).
La jerarquía de la Iglesia comprende tres
grades: episcopado, presbiterado y diaconado; según Clemente, es una
imitación de la jerarquía angélica:
Creo yo que los grados de la Iglesia de
aquí abajo, los grados de obispos, presbíteros y diáconos, son
imitaciones de la gloria angélica y de aquella economía que, según dicen
las Escrituras, aguarda a los que, siguiendo las huellas de los
Apóstoles, vivieron en la perfección de la justicia según el Evangelio
(Strom. 6,13,107).
Este ensayo de una descripción específica
del orden jerárquico de los ángeles supone una innovación en el
desarrollo de la teología. También propone en términos claros una teoría
del conocimiento de los ángeles, preparando así el camino para las
opiniones de San Agustín. Del hecho de que llevan a Dios nuestras
oraciones, Clemente concluye que los ángeles conocen los pensamientos de
las personas. También enseña que no tienen sentidos, que conocen
instantáneamente, con la rapidez del pensamiento, sin que intervengan
los sentidos como intermediarios. Por consiguiente, su idea de la
espiritualidad e incorporeidad de los ángeles es elevada, mucho más que
la de San Justino.
3. El bautismo.
Aun cuando el centro de su sistema
teológico sea la doctrina del Logos, Clemente no deja de prestar
atención al mysterion, al sacramento. De hecho, Logos y mysterion son
los dos polos alrededor de los cuales giran su cristología y su
eclesiología.
Considera el bautismo como un renacimiento y una regeneración:
El desea, pues, que nos convirtamos y
seamos como niños, reconociéndole como nuestro verdadero Padre, habiendo
sido regenerados por el agua; esta generación , la de la creación son
distintas (Strom. 3,12,87).
Escuchad al Salvador: “A quien el mundo
engendró enhoramala para la muerte, yo te regeneré. Te di libertad, te
curé, te redimí. Te daré la vida que no tiene fin, eterna, sobrenatural.
Te enseñaré la faz de Dios, el buen padre. No llames a nadie padre en
la tierra… Por ti luché con la muerte y pagué el precio de la muerte,
que tú debías por tus pecados pasados y por tu infidelidad para con Dios
(Quis div. salv. 23,1).
Es casi imposible dar una explicación
mejor de la adopción como hijos de Dios que se opera en el sacramento de
la regeneración. Clemente emplea también los términos sello (sf?a???),
iluminación, perfección y misterio para designar el bautismo. En su
Pedagogo (1,6,26) describe así los efectos de este sacramento:
En el bautismo somos iluminados; al ser
iluminados, venimos a ser hijos; por ser hijos, nos hacemos perfectos;
siendo perfectos, nos hacemos inmortales. “Yo dije: Sois dioses, sois
hijos del Altísimo” (Ps. 81,6). Esta obra recibe distintos nombres:
gracia, iluminación, perfección y lavacro: lavacro que nos purifica de
nuestros pecados; gracia que nos perdona los castigos debidos a nuestras
transgresiones; e iluminación que nos permite contemplar aquella santa
luz de salvación, es decir, nos permite ver a Dios claramente; llamamos
perfecto al que no le falta nada. Pues ¿qué le falta al que conoce a
Dios? Sería, en verdad, absurdo llamar don de Dios a una cosa que no es
completa.
4. La Eucaristía
Hay un pasaje en los Strom. (7,3) que parece dar a entender que Clemente no creía en sacrificios:
Nosotros, con razón, no ofrecemos
sacrificios a Dios: El no necesita de nada, siendo el que da a los
humanos todas las cosas. Mas glorificamos, al que se dio a sí mismo en
sacrificio por nosotros. Nos sacrificamos a nosotros mismos… Puesto que
Dios se complace solamente en nuestra salvación.
Sería, con todo, equivocado deducir de
estas palabras que Clemente no reconoce la Eucaristía como el sacrificio
de la Nueva Alianza. En el pasaje citado está hablando de los ritos
paganos, pues dice a continuación:
Por consiguiente, con razón, nosotros no
ofrecemos sacrificios al que no está sometido a los placeres, toda vez
que los vapores del humo se quedan muy bajos, muy por debajo de las
nubes más espesas. La Divinidad no tiene necesidad de nada, ni se
deleita en los placeres, ni en el lucro, ni en el dinero; posee todo en
plenitud y suministra de todo a los que han recibido el ser y son
indigentes. Y no se invoca a Dios ni con sacrificios u ofrendas, ni
tampoco con gloria y honores. No se deja conmover por tales cosas. Se
manifiesta solamente a los hombres de bien, que jamás hicieron traición a
la justicia, ni bajo el miedo de las amenazas ni bajo la promesa de
importantes regalos (Strom. 7,3,14-15).
Los sacrificios sangrientos de los
paganos no correspondían al concepto cristiano de Dios; por
consiguiente, los cristianos los consideraban indignos de El. En esto
Clemente está de completo acuerdo con los Apologistas griegos, que
repudiaban los sacrificios cruentos por esa misma razón. Conoce, sin
embargo, el sacrificio de la Iglesia:
El sacrificio de la Iglesia es la palabra
que exhalan como incienso las almas santas cuando al tiempo del
sacrificio el alma entera se abre a Dios (Strom. 7,6,32).
De este pasaje podría deducirse que
Clemente no reconoce el sacrificio eucarístico de la Iglesia, sino tan
sólo una inmolación interior y moral del alma. Tal interpretación, sin
embargo, sería injusta. En su polémica contra el concepto de paganos y
judíos, quiere recalcar el carácter espiritual de la ofrenda y su
diferencia esencial respecto de todos los demás sacrificios. Mas este
carácter espiritual no excluye, ni mucho menos, la oblación simbólica de
ciertos dones, como tiene lugar en la liturgia. Clemente conocía
perfectamente esta ceremonia. En Strom. 1,19,96, dice que hay sectas
heréticas que celebran con sólo pan y agua: “Al hablar aquí la Escritura
de pan y agua, no se refiere a nadie más que a los herejes, que usan
pan y agua en la oblación, contra lo que prescribe el canon de la
Iglesia. Porque hay quien celebra la Eucaristía con sólo agua.” La
manera en que Clemente se expresa en este lugar supone que conocía una
oblación (p??sf???) de realidades materiales. Habla de un canon de la
Iglesia (?a???a t?? e????s?a?) y de una celebración de la Eucaristía.
Condena el uso del agua como contrario a este canon de la Iglesia, que
exige pan y vino; lo declara él mismo en Strom. 4,25: “Melquisedec, rey
de Salem, sacerdote del Dios altísimo, que dio pan y vino, suministrando
alimento consagrado como tipo de la Eucaristía.” Reconoce, pues, que la
Eucaristía es un sacrificio, pero la considera al mismo tiempo como
alimento de los creyentes:
“Comed mi carne — dice El — y bebed mi
sangre (Io. 6, 53). Estos son los alimentos apropiados que nos
suministra el Señor: ofrece su carne y vierte su sangre, y nada falta
para el crecimiento de los hijos, ¡ Oh misterio increíble! Nos manda
despojarnos de nuestra vieja y carnal corrupción y renunciar al alimento
viejo, recibiendo, en cambio, otro régimen, el de Cristo. Le recibimos a
El mismo, en cuanto esto es posible, para introducirlo dentro de
nosotros y así abrazar a nuestro Salvador, para que podamos de esta
manera corregir las pasiones de nuestra carne. Pero tú no quieres
entenderlo así, sino quizás de una manera más general. Escucha también
esta otra manera de interpretar: la carne, para nosotros, representa de
manera figurada al Espíritu Santo; porque la carne es obra suya. Por
sangre tendremos el Verbo, porque, como sangre abundante, el Verbo ha
sido vertido en la vida; y la unión de ambos es el Señor, el alimento de
los niños — el Señor que es Espíritu y Verbo (Paed. 1,6,42,3-43,2).
En la primera parte de este pasaje,
Clemente habla de la Eucaristía como alimento nuevo por el cual
recibimos a Cristo y lo guardamos en nuestras almas. En la segunda
ofrece una explicación alegórica para aquellos que son incapaces de
entender la interpretación literal. Pero el pasaje más importante se
encuentra en su Pedagogo (2,2,19,4-20,1):
La sangre del Señor es doble: una,
carnal, por la cual fuimos redimidos de la corrupción; la otra,
espiritual, con la que fuimos ungidos. Y beber la sangre de Jesús es
hacerse partícipe de la incorruptibilidad del Señor. El Espíritu es la
fuerza del Verbo, como la sangre lo es de la carne.
Por analogía, el vino se mezcla con agua,
y el Espíritu, con el hombre. Y lo primero, la mezcla de vino y agua,
alimenta para la fe; lo segundo, el Espíritu, conduce a la inmortalidad.
Y la mezcla de ambos, de la bebida y del Verbo, se llama Eucaristía,
don laudable y excelente, que santifica en cuerpo y alma a los que lo
reciben con fe.
Clemente distingue aquí claramente entre
la sangre humana y la sangre eucarística de Cristo. A esta última la
llama una mezcla de la bebida y del Logos. La recepción de esta sangre
eucarística produce el efecto de santificar el cuerpo y el alma del
hombre.
5. Los pecados y la penitencia.
A juicio de Clemente, el pecado de Adán
consistió en que rehusó ser educado por Dios; lo han heredado todos los
seres humanos, no por generación, sino a causa del mal ejemplo del
primer hombre (Adumbr. in Jud. 11; Strom. 3,16,100; Protrept. 2,3).
Clemente está convencido de que solamente un acto personal puede manchar
el alma. Esta manera de pensar se explica probablemente como una
reacción contra los gnósticos, que sostenían que la causa del mal es la
materia mala. En cuanto a los castigos de Dios, opina, siguiendo a
Platón, que tienen solamente un carácter purgativo:
Dice Platón bellamente: “Todos los que
sufren castigo salen, en realidad, beneficiados, porque se aprovechan
del justo castigo para tener el alma más bella.” Y si salen beneficiados
los que son corregidos por un justo, aun según Platón, se reconoce que
el justo es bueno. Por tanto, el mismo miedo es útil y demuestra ser un
bien para los hombres (Paed. 1,8,67).
Sin embargo, en ninguna parte da a entender que aplique también al infierno esta interpretación.
Clemente coincide con Hermas (cf.
p.101-3) en que debería haber solamente una penitencia en la vida de un
cristiano, a saber, la que precede al bautismo; pero que Dios, en su
misericordia por la flaqueza humana, ha concedido una segunda
penitencia, que no se podrá obtener más que una vez:
El que ha recibido la remisión de sus
pecados no debe pecar de nuevo. Porque, además de la primera y única
penitencia de los pecados — de los pecados cometidos anteriormente
durante la primera vida pagana, me refiero a la vida en estado de
ignorancia —, se propone inmediatamente a los que han sido llamados una
penitencia que purifica de sus manchas el lugar de sus almas para que se
establezca allí la fe. El Señor, que conoce los corazones y el
porvenir, previo desde lo alto, desde el principio, la inconstancia y
fragilidad del hombre y las astucias del diablo; sabía cómo éste,
envidioso de los hombres por haberles sido concedido el perdón de los
pecados, pondría a los servidores de Dios ocasiones de pecar, procurando
astutamente que participen de su caída. Dios, pues, en su gran
misericordia, ha dado una segunda penitencia a los fieles que caen en
pecado, a fin de que si alguno, después de su elección, fuere tentado
por fuerza o por astucia, encuentre todavía cuna penitencia sin
arrepentimiento.” En efecto, si pecamos voluntariamente después de
recibir el conocimiento de la verdad, va no queda sacrificio por los
pecados, sino un temeroso juicio, y la cólera terrible que devora a los
enemigos” (Hebr. 10, 26-27).
Los que multiplican penitencias sucesivas
por sus pecados no difieren en nada de los que han creído, salvo en que
tienen plena conciencia de sus pecados; y no sé qué es peor para ellos,
si pecar a sabiendas o, después de haberse arrepentido de sus faltas,
caer de nuevo (Strom. 2,13,56-57,4).
El uno pasa del paganismo y de esta vida
primera a la fe y obtiene de una sola vez la remisión de los pecados. El
otro, después de eso, peca, pero luego se arrepiente; aun cuando
obtenga el perdón, debe estar lleno de vergüenza, porque ya no puede ser
lavado en el bautismo para la remisión de los pecados. Es preciso no
solamente abandonar los ídolos que se consideraban hasta entonces como
dioses, sino renunciar también a las obras de la vida anterior, si es
que está regenerado, “no de la sangre ni de la voluntad de la carne”
(Io. 1,13), sino del espíritu; lo que sucederá si se arrepiente y no cae
en la misma falta. Por el contrario, arrepentirse frecuentemente es
prepararse a pecar y disponerse a la versatilidad por falta de ascesis.
Pedir, pues, frecuentemente perdón por los pecados que cometemos a
menudo, es tan sólo una apariencia de arrepentimiento, mas no verdadero
arrepentimiento (Strom. 2,13,58-59).
Clemente distingue en estos pasajes entre
pecados voluntarios e involuntarios. Opina que de los pecados cometidos
después del bautismo solamente se perdonan los pecados involuntarios.
Los que cometen pecados voluntarios después del bautismo deben temer el
juicio de Dios. Una ruptura total con Dios después del bautismo no puede
alcanzar perdón. Esto está en contradicción con la idea cristiana
primitiva de la inviolabilidad del sello bautismal. Si el pecado
cometido después del bautismo no constituye una ruptura total con Dios
debido a cierta falta de libertad en la decisión, existe la posibilidad
de un segundo arrepentimiento. De hecho, sin embargo, Clemente no
excluye de este segundo arrepentimiento ningún pecado, por grande que
sea. La historia que cuenta, al fin de su Quis dives salvetur, de San
Juan y del joven que llegó a ser capitán de bandoleros, es una prueba
suficiente de que todo pecado puedo ser perdonado si no hay un obstáculo
en el alma del pecador. Clemente describe al joven como “el más fiero,
el más sanguinario y el más cruel”; sin embargo, San Juan “lo restauró a
la Iglesia, presentando en él un magnífico ejemplo de sincero
arrepentimiento y una gran garantía de regeneración” (42,7,15). De aquí
se desprende que Clemente no conoce pecados capitales que no puedan ser
perdonados. Hasta el mismo pecado de apostasía le parece susceptible de
perdón, pues ruega para que los herejes vuelvan al Dios omnipotente
(Strom. 7,16,102,2). El pecado “voluntario” irremisible consiste en que
el ser humano se aparta deliberadamente de Dios y rehúsa la
reconciliación y la conversión.
6. El matrimonio y la virginidad.
Clemente defiende el matrimonio contra
todos los intentos de los gnósticos de desacreditarlo y rechazarlo. No
sólo recomienda el matrimonio por razones de orden moral, sino que llega
hasta considerarlo un deber para el bienestar de la patria, para la
sucesión familiar y para el perfeccionamiento del mundo:
Es absolutamente necesario casarse, tanto
por el bien de nuestra patria como para la procreación de hijos y, en
la medida que de nosotros depende, para la perfección del mundo. Los
mismos poetas deploran el matrimonio incompleto y sin hijos; en cambio,
proclaman bienaventurado al matrimonio fecundo.
El fin del matrimonio es la procreación
de hijos; es un deber para todos los que aman a su patria. Clemente,
empero, eleva el matrimonio a un nivel mucho más elevado; ve en él un
acto de cooperación con el Creador: “El hombre se convierte en imagen de
Dios en la medida en que coopera en la creación del hombre” (Paed.
2,10,83,2). La procreación de los hijos no es, sin embargo, el único fin
del matrimonio. El amor mutuo, la ayuda y asistencia que se prestan el
uno al otro, unen a los esposos con un lazo que es eterno:
La virtud del hombre y de la mujer es la
misma. Porque si uno mismo es el Dios de ambos, también es uno su
maestro; una misma Iglesia, una misma sabiduría, una misma modestia; su
alimento es común; el matrimonio les impone un yugo igual; la
respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la
obediencia, el amor, todas las cosas son iguales. Y los que tienen la
vida común reciben gracias comunes y una común salvación. Tienen también
en común la virtud y la educación (Paed. 1,4).
Pero la concepción más hermosa de
Clemente sobre el matrimonio se encuentra en Strom. 3,10,68, donde dice:
“¿Quiénes son los dos o tres, reunidos en nombre de Cristo, en medio de
los cuales está el Señor? ¿No son quizá el hombre, la mujer y el niño,
ya que el hombre y la mujer están unidos por Dios?” De esta manera
Clemente coloca el matrimonio por encima de una mera unión sexual; es
una unión espiritual y religiosa la que existe entre el marido y la
mujer; por eso dice: “El estado de matrimonio es sagrado” (Strom.
3,12,84). Ni siquiera la muerte llega a disolver completamente esta
unión; por esta razón Clemente se opone a las segundas nupcias (Strom.
3,12,82).
Viendo a Clemente defender de esta manera
el matrimonio contra los gnósticos herejes, que lo rechazaban y
predicaban la abstinencia total, surge esta cuestión: en qué concepto
tuvo Clemente la virginidad. El mismo no se casó “por amor al Señor”
(Strom. 3,7,59), y dice en un lugar: “Alabamos la virginidad y a
aquellos a quienes se la ha concedido el Señor” (Strom. 3,1,4). Piensa
que “el que permanece célibe por no separarse del servicio del Señor
alcanzará una gloria celestial” (Strom. 3,12,82). Pero, cuando compara
el matrimonio con la virginidad, considera al hombre casado superior al
soltero. Sopesando cuidadosamente los méritos de cada uno, se siente
obligado a hacer esta observación:
No da muestras de ser realmente el ser
humano el que escoge vivir solo; mas está por encima de los hombres el
que se ha ejercitado en vivir sin placer y sin pena en medio del
matrimonio, la procreación de los hijos y el cuidado de la casa, y
permanecer inseparable del amor de Dios, y vence todas las tentaciones
que provienen de sus hijos, de su mujer, de sus domésticos y de sus
bienes. Mas el que no tiene familia se ve libre, en gran parte, de las
tentaciones. Y así, no teniendo que preocuparse más que de sí mismo, se
ve aventajado por uno que, hallándose en situación inferior respecto a
la salvación personal, es superior a él por su conducta (Strom.
7,12,70).
Esta opinión de Clemente no encuentra
paralelo en ningún otro escritor. Pudo ser efecto de la fuerte lucha que
sostuvo Clemente en favor del matrimonio contra los ataques de los
gnósticos.