La Literatura Antenicena Después de Ireneo. 1. Los Alejandrinos. Hacia el año 200, la literatura eclesiástica da muestras de un desarrollo extraordinario y toma, además, una orientación totalmente nueva. La producción literaria del siglo II estuvo condicionada por la lucha que sostuvo la Iglesia con sus perseguidores. Por eso los escritos de este período se caracterizan por la defensa y el ataque; son escritos apologéticos y antiheréticos. Sin embargo, el valor permanente de estos autores primitivos está en los servicios que prestaron a la teología poniendo sus primeras bases. Al defender la fe con las armas de la razón, prepararon el camino al estudio científico de la revelación. Ningún escritor cristiano había intentado todavía considerar el conjunto de la doctrina cristiana como un todo, ni presentarlo de una manera sistemática. Ni siquiera la obra de San Ireneo, a pesar de sus grandes méritos, permite decidir la cuestión de si la literatura cristiana ha de limitarse a ser un arma contra el enemigo o bien convertirse en instrumento de trabajo pacífico en el interior de la Iglesia. A medida que la nueva religión iba penetrando en el mundo antiguo, cada vez se iba sintiendo más la necesidad de exponer sus creencias de una manera ordenada, completa y exacta. Cuanto más crecía el número de los conversos en las clases cultas, tanto más imperiosa se hacía la necesidad de dar a estos catecúmenos una instrucción a la altura de su medio ambiente y de formar maestros para este fin. Así fue como se crearon las escuelas teológicas, cuna de la ciencia sagrada. Surgieron primeramente en Oriente, donde había nacido y se había difundido mayormente el cristianismo. La más famosa de todas y la que mejor conocemos es la de Alejandría, en Egipto. Esta ciudad, fundada por Alejandro Magno el año 331 antes de Cristo, era centro de una brillante vida intelectual mucho antes de que el cristianismo hiciera su aparición. Allí fue donde nació el helenismo: la fusión de las culturas oriental, egipcia y griega dio origen a una nueva civilización. 


La cultura judía encontró también allí terreno propicio. Fue en Alejandría donde el pensamiento griego influyó más profundamente sobre la mentalidad hebrea. Allí se compuso la obra que constituye el principio de la literatura judío-helenística, los Setenta. Fue también en Alejandría donde vivió el escritor que llevó esta literatura a su apogeo: Filón; firmemente convencido de que las enseñanzas del Antiguo Testamento podían combinarse con las especulaciones griegas, elaboró una filosofía religiosa en la que realiza esta síntesis. La Escuela de Alejandría. Cuando, a fines del siglo I, el cristianismo se estableció en la ciudad, entró en contacto estrecho con todos estos elementos. Como consecuencia, se suscitó un vivo interés por problemas de tipo teórico, que condujo a la fundación de una escuela teológica. La escuela de Alejandría es el centro más antiguo de ciencias sagradas en la historia del cristianismo. El medio ambiente en que se desarrolló le imprimió sus rasgos característicos: marcado interés por la investigación metafísica del contenido de la fe, preferencia por la filosofía de Platón y la interpretación alegórica de las Sagradas Escrituras. Entre sus alumnos y profesores se cuentan teólogos famosos como Clemente, Orígenes, Dionisio, Pierio, Pedro, Atanasio, Dídimo y Cirilo. El método alegórico había sido utilizado desde hacía mucho tiempo por los filósofos griegos en la interpretación de los mitos y fábulas de los dioses, que aparecen en Homero y Hesíodo. De esta manera, Jenófanes, Pitágoras, Platón, Antístenes y otros trataron de encontrar un significado profundo en esas historias, cuyo sentido literal ofendía a los oídos. Este sistema fue adoptado principalmente por los estoicos. El primer representante judío de la exégesis alegórica es el alejandrino Aristóbulo, hacia la mitad del siglo II antes de Cristo. Su formación helenística le indujo a aplicar este sistema al Antiguo Testamento igual que se hacía en la interpretación de la poesía griega. La Epístola de Aristeas recurre al mismo procedimiento para justificar las prescripciones de la Ley Antigua sobre los alimentos. Pero fue, sobre todo, Filón de Alejandría quien se sirvió de la alegoría para la explicación de la Biblia. Según él, el sentido literal de la Sagrada Escritura es tan sólo lo que la sombra con respecto al cuerpo. La verdad auténtica está en el sentido alegórico más profundo. Los pensadores cristianos de Alejandría adoptaron este método, porque estaban convencidos de que la interpretación literal es, a menudo, indigna de Dios. Y si Clemente lo usó con frecuencia, Orígenes lo erigió en sistema. Sin alegoría, ni la teología ni la exégesis habrían realizado al principio los enormes adelantos que hicieron. En la época de Clemente y de Orígenes, y en el corazón mismo de la cultura helenística, tuvo la gran ventaja de abrir un vasto campo a la teología incipiente y permitir que la revelación entrara en contacto fecundo con la filosofía griega. Contribuyó, además, a resolver el problema más importante que se le había planteado a la Iglesia primitiva, a saber, la interpretación del Antiguo Testamento. La autoridad de San Pablo le aseguraba un origen legítimo (Gal. 4,24; 1 Cor. 9,9). Sin embargo, la tendencia a descubrir figuras y prototipos en cada una de las líneas de la Escritura y descuidar el sentido literal no estaba exenta de peligro. Panteno. El primer director de la escuela de Alejandría de quien se tienen noticias es Panteno. Era siciliano; fue primero filósofo estoico y más tarde se convirtió al cristianismo. Después de su conversión, al decir de Eusebio (Hist. eccl. 5,10,1), emprendió un viaje misionero, que le llevó hasta la India. Llegó a Alejandría, probablemente, hacia el año 180, siendo nombrado muy pronto jefe de la escuela de catecúmenos de aquella ciudad. Como tal, fue maestro de Clemente de Alejandría. Estuvo al frente de esta institución hasta su muerte, acaecida poco antes del año 200. Tanto Clemente (Strom. 1,1,11) como Eusebio (Hist. eccl. 5,10) aseguran que, como maestro, se ganó aplauso y renombre universales. Esto es todo lo que sabemos de Panteno. Ignoramos si compuso alguna obra. No han tenido éxito los intentos que se han hecho para descubrir la obra literaria de Panteno o parte de ella en Clemente de Alejandría. H. I. Marrou opina que él es el autor de la Epístola a Diogneto (cf. p.238). Clemente de Alejandría. Tito Flavio Clemente nació, hacia el año 150, de padres paganos. Parece que su ciudad natal fue Atenas y que allí recibió su primera enseñanza. Nada sabemos de la fecha, ocasión y motivos de su conversión. Una vez cristiano, viajó extensamente por el sur de Italia, Siria y Palestina. Su propósito era recibir instrucción de los maestros cristianos más renombrados. Dice él mismo que tuvo “el privilegio de escuchar a varones bienaventurados y verdaderamente importantes” (Strom. 1,1, 11). Pero el acontecimiento de su vida que más influyó en su carrera científica fue el haber llegado, al final de sus viajes, a Alejandría. Las clases de Panteno le atrajeron de tal suerte que fijó su residencia en aquella ciudad, que en adelante fue su segunda patria. De Panteno, su maestro, dice lo siguiente: Cuando di con el último (de mis maestros), el primero en realidad por su valor, a quien descubrí en Egipto, encontré reposo. Verdadera abeja de Sicilia, recogía el néctar de las flores que esmaltan el campo de los profetas y los apóstoles, engendrando en el alma de sus oyentes una ciencia inmortal (Strom. 1,1,11). Vino a ser discípulo, socio y asistente de Panteno y, finalmente, le sucedió como director de la escuela de catecúmenos. No es posible señalar exactamente la fecha en que heredó el cargo de su maestro; probablemente hacia el año 200. Dos o tres años más tarde, la persecución de Septimio Severo le obligó a abandonar Egipto. Se refugió en Capadocia con su discípulo Alejandro, que sería más tarde obispo de Jerusalén. Murió poco antes del 215, sin haber podido volver a Egipto. I. Sus Escritos. Aunque sabemos muy poco de la vida de Clemente, podemos obtener un vivo retrato de su personalidad a través de sus escritos. Revelan éstos la mano de un gran maestro. En ellos, además, la doctrina cristiana se enfrenta por primera vez con las ideas y realizaciones de la época. Por esta razón, Clemente se merece el título de “pionero” de la ciencia eclesiástica. Su obra literaria demuestra que fue hombre de vasta erudición, que poseía la filosofía, la poesía, la arqueología, la mitología y la literatura. No siempre recurría a las obras originales, sino que se servía a menudo de antologías y florilegios. Sin embargo, tenía un conocimiento completo de la literatura cristiana primitiva, tanto de la Biblia como de todas las obras post-apostólicas y heréticas. Cita 1.500 veces el Antiguo Testamento y 2.000 el Nuevo. También conoce bastante bien a los clásicos, a los que cita no menos de 360 veces. Clemente se daba perfecta cuenta de que la Iglesia tenía que enfrentarse necesariamente con la filosofía y la literatura paganas, si quería cumplir sus deberes para con la humanidad y estar a la altura de su misión de educadora de las naciones. Su formación helenística le capacitó para hacer de la fe cristiana un sistema de pensamiento con base científica. Si el pensamiento y la investigación de tipo científico tienen hoy derecho de ciudadanía en la Iglesia, se lo debemos principalmente a él. Demostró que la fe y la filosofía, el Evangelio y el saber profano no se oponen, sino que se completan mutuamente. Toda ciencia humana sirve a la teología. El cristianismo es la corona y la gloria de todas las verdades contenidas en las diferentes doctrinas filosóficas. Tres de sus escritos forman una especie de trilogía y nos dan base suficiente para formarnos una idea de su postura y sistema teológicos. Son el Protréptico, el Pedagogo y el Stromata. 1. El Protréptico. El primero de estos escritos, el Protréptico o Exhortación a los griegos (???t?ept???? p??? ?????a?) es una “invitación a la conversión.” Su propósito es convencer a los adoradores de los dioses de la necedad e inutilidad de las creencias paganas, descubrir los aspectos vergonzosos de los misterios ocultos e inducirlos a que acepten la única religión verdadera, las enseñanzas del Logos divino, quien, después de haber sido anunciado por los profetas, se presentó como Cristo. Promete una vida que lleva a la satisfacción de los más profundos anhelos humanos, porque comunica redención e inmortalidad. Al final de su obra, Clemente define esta “exhortación” de la siguiente manera: ¿A qué cosa te exhorto, pues? Anhelo salvarte. Cristo lo quiere. En una palabra, El te concede la vida. Y ¿quién es Él? Apréndelo rápidamente: la Palabra de verdad, la Palabra de incorruptibilidad, el que regenera al ser humano elevándole a la verdad; el aguijón de salvación, el que expele la corrupción y destierra la muerte, el que edifica un templo en cada hombre a fin de instalar a Dios en cada hombre (Protrép. 11,117,34). Por su contenido, el Protréptico está estrechamente relacionado con las primeras apologías cristianas; reanuda la polémica contra la mitología antigua, que ya conocemos, y vuelve a sostener la tesis de la anterioridad del Antiguo Testamento. Clemente conocía estos escritos y se sirvió de ellos. Del mismo modo que ellos, saca de la filosofía popular griega las pruebas contra la religión y el culto paganos. Pero si se comparan estas apologías con el Protréptico, pronto se echa de ver que Clemente ya no juzgaba necesario defender al cristianismo de las falsas acusaciones y calumnias de que fue víctima en un principio. Se advierte también otro claro progreso en este tratado de Clemente: sabe dar a su polémica un tono de convicción soberana, una tranquila certeza de la función educadora del Logos a lo largo de toda la historia de la humanidad. Encomia poéticamente y con entusiasmo la sublimidad de la revelación del Logos y el maravilloso don de la gracia divina, que colma todos los deseos humanos. En cuanto a su forma literaria, el Protréptico debe ser clasificado entre los Protreptikoi, o sea exhortaciones, cuyo fin era animar a los seres humanos a tomar una decisión, estimularlos hacia un ideal elevado, como, por ejemplo, el estudio de la filosofía. Aristóteles, Epicuro y los estoicos Cleantes, Crisipo y Posidonio escribieron un Protréptico. El Hortensius de Cicerón, que San Agustín leyó antes de su conversión, pertenece a la misma categoría. La intención de Clemente era entusiasmar de esta manera a sus lectores con la única verdadera filosofía, la religión cristiana. 2. El Pedagogo. El Pedagogo, que comprende tres libros, viene a ser la continuación del Protréptico. Va dirigido a los que, siguiendo el consejo que Clemente les diera en el primer tratado, adoptaron la fe cristiana. El Logos aparece ahora en primer plano como preceptor para enseñar a estos conversos cómo han de ordenar su vida. El primer libro es de un carácter más general; trata de la obra educadora del Logos como pedagogo: “Su objetivo no es instruir al alma, sino hacerla mejor; educarla para una vida virtuosa, no para una vida intelectual” (Paed. 1,1,1,4). Clemente afirma que “la pedagogía es la educación de los niños” (ibid. 1,5,12,1), y luego se pregunta quiénes son los que la Escritura llama “niños” (pa?de?). No son, como pretenden los gnósticos, solamente los que viven en un plano inferior de fe cristiana (en ese caso únicamente los gnósticos serían perfectos cristianos). Son hijos de Dios todos aquellos que han sido redimidos y regenerados por el bautismo: “En el bautismo somos iluminados; al ser iluminados, venimos a ser hijos; por ser hijos, nos hacemos perfectos; siendo perfectos, nos hacemos inmortales” (ibid. 1,6,26,1). El principio básico de la educación que el Logos da a sus hijos es el amor, mientras que la educación de la Ley Antigua se basaba en el temor. No hay que creer, sin embargo, que el Salvador administre solamente medicamentos suaves; también los da fuertes, porque Dios es a la vez bueno y justo, y un maestro entendido sabe mezclar la bondad con el castigo. La Justicia y el amor no se excluyen en Dios. Al decir esto, Clemente alude a la doctrina herética de los marcionitas, que negaban la identidad entre el Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo. El temor es bueno, porque impide caer en el pecado: Las amargas raíces del temor detienen la gangrena de los pecados. Por eso el temor, aunque amargo, es saludable. En verdad, pues, nosotros, los enfermos, necesitamos un salvador; descarriados como estamos, necesitamos alguien que nos guíe; siendo ciegos, quien nos lleve a la luz; sedientos, necesitamos la fuente vivificante que, al beber de ella, nos quite la sed (Io. 4,13-14); haciendo muerto, hemos menester la vida; como somos ovejas, tenemos necesidad de un pastor; por ser niños, necesitamos un pedagogo (es más, toda la humanidad tiene necesidad de Jesús)… Si queréis, podéis aprender la elevada sabiduría del Pastor y Pedagogo santísimo, del Verbo omnipotente del Padre, cuando se llama a sí mismo, alegóricamente, pastor del rebaño. Es pedagogo de los niños. Dice, en efecto, por boca de Ezequiel, dirigiéndose a los ancianos y proponiéndoles un ejemplo saludable de prudente solicitud: “Vendaré la perniquebrada y curaré la enferma, traeré la extraviada y la apacentaré en mi santa montaña” (Ez. 34,16.14). Apaciéntanos a tus niños como a ovejas. Sí, Señor; sácianos con la justicia, que son tus pastos. Sí, Pedagogo; llévanos a los pastos de tu montaña santa, la Iglesia, que se alza muy arriba, por encima de las nubes hasta tocar el cielo” (ibid. 1,9,83, 2-84,3). A partir del principio del segundo libro, el tratado pasa a ocuparse de los problemas de la vida cotidiana. Mientras el primero hablaba de los principios generales de la moral, el segundo y tercero vienen a dar una especie de casuística para todas las esferas de la vida: la comida, la bebida, la casa con su mobiliario, la música y la danza, la recreación y las diversiones, el baño y los perfumes, la urbanidad y la vida matrimonial. Estos capítulos nos dan una descripción interesante de la vida cotidiana de Alejandría con su lujo, su licencia y sus vicios. Clemente habla aquí con una franqueza que causa sorpresa. El autor previene a los cristianos contra esta forma de vida y les da un código moral de comportamiento cristiano en ambientes como éste. Clemente, sin embargo, no exige al cristiano que se abstenga de todos los refinamientos de la cultura; no le pide que renuncie al mundo ni que haga voto de pobreza. Lo que importa es la actitud del alma. Mientras el cristiano mantenga su corazón independiente y libre de todo apego a los bienes de este mundo, no hay motivo para que se aparte de sus semejantes. Es más importante que la vida cultural de la ciudad se impregne del espíritu cristiano. El Pedagogo termina con un himno a Cristo Salvador. Han surgido dudas respecto a la autenticidad de este himno. Sin embargo, hay fundamento suficiente para atribuirlo a Clemente. Las imágenes corresponden exactamente a las del Pedagogo. Tal vez tenemos aquí la oración oficial de alabanza de la escuela de Alejandría (cf. p.155s). Las autoridades consultadas por Clemente para su Pedagogo son, además del Antiguo y Nuevo Testamento, que constituyen su fuente principal, los escritos de los filósofos griegos. Hay citas de los tratados morales de Platón y Plutarco. También se echa de ver la influencia de los moralistas estoicos, aunque resulta difícil decir concretamente de qué obras depende. Un buen número de pasajes son casi idénticos a algunas páginas del pensador estoico C. Musonio Rufo. Sin embargo, lo que haya podido tomar de los filósofos estoicos lo combina tan perfectamente con ideas cristianas, que el resultado es una teoría cristiana de la vida. 3. Los Stromata o Tapices (St??µate??). Al final de su introducción al Pedagogo, Clemente hace esta observación: Deseando, pues, ardientemente conducirnos a la perfección por un progreso constante hacia la salvación, apropiado a una educación eficaz, el bondadosísimo Verbosigue un orden admirable: primero exhorta, luego educa y, finalmente, enseña (1,1,3,3). Estas palabras parecen indicar que Clemente tenía intención de componer un volumen titulado el Maestro (??d?s?a???) como tercera parte de su trilogía. Mas Clemente no poseía las cualidades que se requieren para escribir esta clase de libros, que exigen una distribución estrictamente lógica. Los dos escritos precedentes demuestran que Clemente no era un teólogo sistemático y que era incapaz de manejar grandes cantidades de material. Abandonó, pues, su plan primitivo y escogió el género literario de los Stromata o “Tapices,” mucho más en consonancia con su genio, que le permitía intercalar extensos y brillantes estudios de detalle en un estilo fácil y agradable. El nombre, Tapices, es semejante a otros muy en boga por aquel entonces, como La pradera, Los banquetes, El panal de miel. Con estos títulos se designaba un género que era el preferido de los filósofos de entonces, y que les permitía tratar de las más variadas cuestiones sin tener que sujetarse a un orden o plan estrictos; podían pasar de una cuestión a otra sin seguir un orden sistemático. Los diferentes temas quedaban entretejidos en la obra como los colores de un tapiz. Los Stromata de Clemente comprenden ocho libros. En ellos se estudian principalmente las relaciones de la religión cristiana con la ciencia secular, especialmente las relaciones de la fe cristiana con la filosofía griega. En el primer libro, Clemente defiende la filosofía contra los que objetaban que no tenía ningún valor para los cristianos. Su respuesta es que la filosofía es un don de Dios; fue concedida a los griegos por la divina Providencia, de la misma manera que la Ley a los judíos. Puede prestar también importantes servicios al cristiano que desee alcanzar el conocimiento (???s??) del contenido de su fe: Antes de la venida del Señor, la filosofía era necesaria para la justificación de los griegos; ahora es útil para conducir las almas a Dios, pues es una propedéutica para quienes llegan a la fe por la demostración. “Que tu pie no tropiece, pues” (Prov. 3,23), refiriendo todas las cosas hermosas a la Providencia, ya sean las de los griegos, ya las nuestras. Dios es, en efecto, la causa de todas las cosas hermosas; de unas lo es de una manera principal, como del Antiguo y Nuevo Testamento; de otras, secundariamente, como de la filosofía. Y ésta tal vez ha sido dada principalmente a los griegos antes de que el Señor les llame también: porque ella condujo a los griegos hacia Cristo, como la Ley a los hebreos. Ahora la filosofía queda como una preparación que pone en el camino al que está perfeccionado por Cristo (Strom. 1,5,28). Clemente va mucho más allá que Justino Mártir. Este hablaba de la presencia de semillas del Logos en la filosofía de los griegos. Clemente compara la filosofía griega con el Antiguo Testamento en cuanto que preparó a la humanidad para la venida de Cristo. Por otra parte, Clemente tiene sumo interés en recalcar que la filosofía no podrá nunca reemplazar a la revelación divina. Únicamente prepara el asentimiento de la fe. Por eso, en el libro segundo, defiende la fe contra los filósofos: La fe, que los griegos calumnian por considerarla vana y bárbara, es una anticipación voluntaria, un asentimiento religioso, y según el divino Apóstol (Heb. 11,1.6), “la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos. Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Strom. 2,2,8,4). No se puede llegar al conocimiento de Dios más que por la fe; la fe es el fundamento de todo conocimiento. Si es dable encontrar gérmenes de la verdad divina en las diferentes doctrinas filosóficas, es debido a que los griegos tomaron de los profetas del Antiguo Testamento muchas de sus doctrinas. Clemente se extiende largamente en probar que incluso Platón, al idear sus Leyes, imitó a Moisés, y que los griegos copiaron de los bárbaros, es decir, de los Judíos y cristianos. Los demás libros refutan la gnosis y sus falsos principios religiosos y morales. El autor traza un espléndido cuadro de la verdadera gnosis y de sus relaciones con la fe, como una contrapartida de la falsa gnosis. La perfección moral, que consiste en la castidad y el amor de Dios, es el rasgo característico del gnóstico ideal, en claro contraste con el gnóstico herético. Al final del libro séptimo, Clemente se da cuenta de que no ha contestado aún a todas las cuestiones que juzga ser de importancia para la vida cotidiana de los cristianos y para su ciencia religiosa. Por eso promete otra parte y está dispuesto a empezar de nuevo (Strom. 7,18,111,4). Sin embargo, el llamado octavo libro de los Tapices no parece ser una continuación del séptimo, sino más bien una serie de bocetos y estudios utilizados en otras partes de la obra. No parece que el autor los compusiera con ánimo de publicarlos, pero lo fueron después de su muerte, contra su intención. Por lo visto murió antes de poder cumplir su promesa. 4. Excerpta ex Theodoto y Eclogae propheticae Otro tanto se puede decir de estas dos obras, que en la traducción manuscrita siguen a los Stromata. No se trata de extractos hechos por otro de las partes perdidas de los Stromata, según opinaba Zahn; son citas de escritos gnósticos, por ejemplo, de Teodoto, autor gnóstico de la secta de Valentín (cf. p.254), y unos estudios preliminares de Clemente. Es sumamente difícil separar los pasajes de origen gnóstico de las palabras del propio Clemente. 5. Quis dives salvetur? (Tí? ? s???µe??? p???s???). El opúsculo ¿Quién es el rico que se salva? es una homilía sobre Marcos 10,17-31. No parece, sin embargo, que sea un sermón realmente pronunciado en una función religiosa pública. En él se ve cómo resolvía Clemente las dificultades de sus oyentes a propósito de una interpretación demasiado literal de los preceptos evangélicos. El Pedagogo deja entrever que Clemente tenía entre sus oyentes gente acomodada. Esta homilía da a entender lo mismo. Clemente opina que el precepto del Señor: “Vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres,” no quiere decir que la riqueza por sí sola excluye a uno del reino de los cielos. Para salvarse no es necesario desprenderse de todo lo que uno posee. Clemente interpreta las palabras del Señor como una exhortación a mantener el corazón alejado de todo deseo de dinero y libre de todo apego desordenado al mismo. Si todos los cristianos renunciaran a sus propiedades, no habría quien socorriera a los pobres. Lo que importa es la actitud del alma, no el hecho de que uno sea menesteroso o pudiente. Debemos desprendernos de la pasión, no de las riquezas. No son éstas, sino el pecado, el que excluye a uno del reino de los cielos. Al final, Clemente cuenta la leyenda del apóstol Juan y del joven que cayó en manos de ladrones, para probar que incluso los mayores pecadores pueden salvarse si hacen verdadera penitencia. 2. Obras Perdidas. 1. La obra más importante entre las que se han perdido es el comentario a los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento, llamado Hypotyposeis (‘?p?t?p?se??), o sea, esquemas o bocetos. Constaba de ocho libros. Eusebio (Hist. eccl. 6,14,1) dice que en esta obra Clemente comentaba también escritos cuya canonicidad era dudosa: “Para decirlo brevemente, en las Hypotyposeis explica concisamente todas las Escrituras canónicas, sin pasar por alto obras controvertidas, tales como la Epístola de Judas y las demás Epístolas católicas, y la Epístola de Bernabé, y el llamado Apocalipsis de Pedro.” Se han conservado tan sólo unos pocos fragmentos en griego. La mayor parte de ellos se encuentran en Eusebio. Otros se hallan en los comentarios del Pseudo-Oikomenio y en el Pratum Spirituale de Juan Mosco. Un pasaje algo más extenso se conserva en una antigua traducción latina, que data del tiempo de Casiodoro (ca.540). Contiene interpretaciones de la primera Epístola de Pedro, de la Epístola de Judas y de la primera y segunda Epístolas de Juan; lleva por título Adumbrationes Clementis Alexandrini in Epistolas canonicas. De todos estos fragmentos se deduce con certeza que las Hypotyposeis no eran un comentario seguido de todo el texto, sino tan sólo una interpretación alegórica de algunos versículos escogidos. Según Eusebio (Hist. eccl. 5,11.2; 6,13,3), Clemente mencionaba en esta obra a su profesor Panteno. Pero no cabe precisar hasta qué punto sus opiniones se basaban en las lecciones de su profesor. Focio tuvo aún el texto completo de las Hypotyposeis, que le merecen un juicio severo: En algunos pasajes (Clemente) mantiene firmemente la recta doctrina; en otros, en cambio, se deja llevar de ideas extrañas e impías. Afirma la eternidad de la materia; construye toda una teoría de ideas, partiendo de palabras de la Sagrada Escritura. Reduce el Hijo a la categoría de mera criatura. Cuenta hechos fabulosos de metempsicosis y de mundos anteriores a Adán. Sobre la formación de Adán y Eva enseña cosas blasfemas y ridículas a la par que contrarias a la Escritura. Se imagina que los ángeles tuvieron trato sexual con mujeres y les dieron hijos; también enseña que el Logos no se hizo hombre verdaderamente, sino sólo en apariencia. Llega a sostener, al parecer, una absurda idea de dos Logos del Padre, de los cuales sólo el inferior se apareció a los humanos (Bibl. Cod. 109). Focio se funda en esta razón para dudar de la autenticidad de las Hypotyposeis. En todo caso, las doctrinas heréticas que contenía explicarían que la obra se haya perdido. 2. Sabemos por Eusebio (Hist. eccl. 6,13,9) que Clemente compuso también un libro Sobre la Pascua, en el cual “afirma que fue inducido por sus amigos a consignar por escrito unas tradiciones que él había oído de los ancianos de tiempos lejanos, para provecho de los que habían de venir después; y hace mención de Melitón, de Ireneo y de algunos otros, cuyas narraciones incluye asimismo.” Quedan solamente unas breves citas de este escrito. 3. Otra obra, de la que poseemos solamente un fragmento, es el Canon eclesiástico o Contra los judaizantes, que dedicó a Alejandro, obispo de Jerusalén (Eusebio, Hist. eccl. 6,13,3). 4. Anastasio el Sinaíta reproduce un pasaje de la primera parte de un tratado Sobre la Providencia. Quedan algunos otros fragmentos, que indican que la obra contenía definiciones filosóficas. Al no mencionarla Eusebio ni ningún otro escritor eclesiástico antiguo, su autenticidad queda en duda. 5. En cambio, Eusebio conoce otro escrito de Clemente, titulado Exhortación a la paciencia o A los recién bautizados. Es posible que un fragmento que se conserva en un manuscrito de El Escorial, llamado Exhortaciones de Clemente, pertenezca a esta obra desaparecida. 6. Nada queda, y no se sabe nada más, de otras dos obras que Eusebio (Hist. eccl. 6,13,3) atribuye a Clemente: Discursos sobre el ayuno y Sobre la calumnia. 7. Paladio (Hist. Laus. 139) es el único que atribuye a Clemente una obra Sobre el profeta Amós. 8. No se conserva ninguna carta de Clemente, pero los Sacra Parallela 311,312 y 313 (ed. Holl) contienen tres frases que se dicen sacadas de cartas de Clemente; dos de ellas, de su carta 21. Transmisión del texto. El original de todos los manuscritos del Protréptico y del Pedagogo es el Códice de Aretas de la Bibliothèque Nationale (Codex Paris, graec. 451). Fue copiado por Baanes, a petición del arzobispo Aretas de Cesárea de Capadocia, el año 914. Desgraciadamente se han perdido cuarenta folios. Por eso faltan los diez primeros capítulos del Pedagogo y los dos himnos del fin. Sin embarco, se pueden suplir estas lagunas gracias a dos copias del códice de Aretas hechas cuando estaba aún completo. Son los Codex Mutin. III. D. 7 y Codex Laur. V 24; el más fidedigno de los dos es el primero. El texto de los Stromata, de los Excerpta ex Theodoto y de las Eclogae propheticae se conserva en un manuscrito del siglo XI, Codex Laur. V 3. El otro manuscrito que contiene estas obras es copia del Laur. La primera edición del Quis dives salvetur? se hizo a base del Codex Vatic. gr. 623, que no hace más que reproducir el Codex Scorial. ***O- ???-19 del siglo XI ? XII. El texto del fragmento latino de las Hypotyposeis, las Adumbrationes Clementis Alexandrini, nos lo proporcionan tres manuscritos independientes: el Codex Laudun. 96, del siglo IX; el Berol. Phill. 1665 (actualmente n.45), del siglo XIII, y el Vatic. lat. 6154, del siglo XVI. 3. Aspectos de la Teología de Clemente. La obra de Clemente marca una época, y no es una alabanza exagerada decir de él que es el fundador de la teología especulativa. Si lo comparamos con su contemporáneo Ireneo de Lión, representa ciertamente un tipo totalmente distinto de doctor eclesiástico. Ireneo era el hombre de la tradición, que derivó su doctrina de la predicación apostólica y veía en la cultura y en la filosofía de su tiempo un peligro para la fe. Clemente fue el valiente y afortunado iniciador de una escuela que se proponía proteger y profundizar la fe mediante el uso de la filosofía. Se dio cuenta, es verdad, lo mismo que Ireneo, del gran peligro de helenización que corría el cristianismo, y luchó, como él, contra la falsa gnosis herética. Pero lo que distingue a Clemente es que no se detuvo en esta actitud meramente negativa, sino que a la falsa gnosis opuso ana gnosis verdadera cristiana, que ponía al servicio de la fe el tesoro de verdad contenido en los diversos sistemas filosóficos. Mientras los partidarios de la gnosis herética enseñaban que no es posible compaginar la fe y la gnosis, porque son contradictorias entre sí, Clemente trata de probar que son afines y que es la armonía de la fe (Pistis) y del conocimiento (Gnosis) la que hace al perfecto cristiano y al verdadero gnóstico. La fe es el principio y el fundamento de la filosofía. Esta es de grandísima importancia para todo cristiano que quiera conocer a fondo el contenido de su fe por medio de la razón. La filosofía prueba asimismo que los ataques de los enemigos contra la religión cristiana están desprovistos de fundamento: La filosofía griega, al juntarse (a la enseñanza del Salvador), no hace más fuerte la verdad; pero, porque quita fuerza a las asechanzas de la sofística e impide toda emboscada insidiosa contra la verdad, se le llama, y con razón, “empalizada” y muro “de la viña” (Strom. 1,20,100). Clemente explica atinadamente las relaciones entre fe y conocimiento. Es verdad que a veces va demasiado lejos y atribuye a la filosofía griega una función casi sobrenatural en la obra de la justificación; sin embargo, considera la fe como algo fundamentalmente más importante que el conocimiento: “La fe es algo superior al conocimiento y es su criterio” (Strom. 2,4,15). 1. La doctrina del Logos. Clemente quiso fundar un sistema teológico cuya base y principio fuera la idea del Logos. Esta idea domina todo su pensamiento y su manera de razonar. Se sitúa, pues, en el mismo terreno que Justino el filósofo, pero va mucho más lejos que él. La idea que Clemente tiene del Logos es más concreta y más fecunda. Es, para él, el principio supremo para la explicación religiosa del mundo. El Logos es el creador del universo. Es el que reveló a Dios en la Ley del Antiguo Testamento, en la filosofía de los griegos y, finalmente, en la plenitud de los tiempos, en su propia encarnación. Con el Padre y el Espíritu Santo forma la Trinidad divina. No podemos conocer a Dios más que a través del Logos, pues el Padre es inefable: Así como es difícil descubrir el primer principio de todas las cosas, es también extremadamente difícil demostrar el principio absolutamente primero y el más antiguo, que es causa de que todas las demás cosas hayan nacido y subsistan. Porque, ¿cómo puede expresarse lo que no es ni género, ni diferencia, ni especie, ni individuo, ni número: más aún, que no es ni accidente ni puede ser sujeto del mismo? No se puede decir correctamente que sea el todo; porque el todo se encuentra en la categoría de la grandeza y es el Padre del universo. Pero tampoco se puede decir que tenga partes, pues el Uno es indivisible, y por eso mismo es infinito. No se le concibe como algo que no puede ser recorrido enteramente, sino como algo que carece de dimensiones y de límites; consiguientemente, no tiene forma ni nombre. Cuando, impropiamente, le llamamos Uno, Bien, Mente, Ser, Padre, Dios, Creador, Señor, no lo hacemos como dándole su nombre, sino que por impotencia empleamos todos estos hermosos nombres, a fin de que nuestra mente pueda tenerlos como puntos de referencia para no errar en otros respectos. Porque ninguno de ellos por sí solo revela a Dios, pero todos juntos concurren a indicar el poder del Omnipotente. En efecto, las cosas que se dicen, se dicen de las propiedades y relaciones; ahora bien, nada de esto se puede concebir en Dios. Ni tampoco puede ser aprehendido por una ciencia deductiva, porque ésta parte de principios y de nociones mejor conocidas; ahora bien, no hay nada que sea anterior al Ingénito. Queda, pues, que solamente por la gracia divina y por el Verbo que procede de El podemos conocer al Desconocido (Strom. 5,12,81,4-82,4). El Logos, siendo razón divina, es, por esencia, el maestro del mundo y el legislador de la humanidad. Clemente le reconoce, además, como a salvador de la raza humana y fundador de una nueva vida que empieza con la fe, avanza hacia la ciencia y la contemplación y, a través del amor y de la caridad, conduce a la inmortalidad y a la deificación. Cristo, por ser el Verbo encarnado, es Dios y ser humano, y por medio de El hemos sido elevados a la vida divina. Así, habla de Cristo como del sol de justicia: “¡Salve, luz!” Desde el cielo brilló una luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la obscuridad y encerrados en la sombra de la muerte; luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Esa luz es la vida eterna, y todo lo que de ella participa, vive, mientras que la noche teme a la luz y, ocultándose de miedo, deja el puesto al día del Señor. El Universo se ha convertido en luz indefectible y el occidente se ha transformado en oriente. Esto es lo que quiere decir “la nueva creación”: porque “el sol de justicia,” que atraviesa en su carroza el Universo entero, recorre asimismo la humanidad, imitando a su Padre, “que hace salir el sol sobre todos los hombres” (Mt. 5,45) y derrama el rocío de la verdad. El fue quien cambió el occidente en oriente; quien crucificó la muerte a la vida; quien arrancó al hombre de su perdición y lo levantó al cielo, transplantando la corrupción en incorruptibilidad y transformando la tierra en cielo, como agricultor divino que es, que “muestra los presagios favorables, excita a los pueblos al trabajo” del bien, “recuerda las subsistencias” de verdad, nos da la herencia paterna verdaderamente grande, divina e imperecedera; diviniza al hombre con una enseñanza celeste, “da leyes a su inteligencia y las graba en su corazón” (Protrept. 11,88,114). De esta manera, la idea del Logos es el centro del sistema teológico de Clemente y de todo su pensar religioso. Sin embargo, el principio supremo del pensamiento cristiano no es la idea del Logos, sino la de Dios. Esta es la razón por la cual Clemente fracasó en su intento de crear una teología científica. 2. Eclesiología. Clemente está firmemente convencido de que hay solamente una Iglesia universal, así como no hay más que un solo Dios Padre, un solo Verbo divino y un único Espíritu Santo. A esta Iglesia la llama la virgen madre, que alimenta a sus hijos con la leche del Verbo divino: ¡Oh misterio maravilloso! Uno es el Padre de todos, uno es también el Logos de todos, y el Espíritu Santo es uno e idéntico en todas partes, y hay una sola Virgen Madre; me complace llamarla Iglesia. Únicamente esta madre no tuvo leche, porque sólo ella no llegó a ser mujer; pero es al mismo tiempo virgen y madre, pura como una virgen y amante como una madre; y llamando a sus hijos, los alimenta con leche de santidad, que es el Logos para sus hijos (Paed. 1,6,42,1). En otro lugar observa: “La Madre atrae hacia ella a sus hijos y nosotros buscamos a nuestra Madre, la Iglesia” (Paed. 1,5,21,1). En el último capítulo del Pedagogo, Clemente llama a la Iglesia Esposa y Madre del Preceptor. Ella es la escuela donde enseña su esposo, Jesús (ibid. 3,12,98,1). Y luego prosigue: ¡Oh alumnos de su bienaventurada pedagogía! Llenemos (con nuestra presencia) la bella figura de la Iglesia, y corramos, como niños, a nuestra buena Madre. Y haciéndonos oyentes del Verbo, ensalcemos la dichosa dispensación por la cual el hombre es educado y santificado como hijo de Dios, y mientras se educa en la tierra, es ciudadano del cielo, donde recibe a su Padre, al que aprende a conocer en la tierra (Paed. 3,12,99,1). Esta Iglesia se distingue de las sectas heréticas por su unidad y por su antigüedad: Siendo así las cosas, es evidente que la Iglesia, de venerable antigüedad y en posesión de la verdad perfecta, está demostrando que estas herejías, que han venido después de ella y las que se han ido sucediendo en el tiempo, son innovaciones y llevan el sello de la herejía. Creo que de lo dicho se colige que la verdadera Iglesia, la que es antigua de verdad, es una, y que en sus filas están inscritos los que son justos según el plan de Dios. Pues por la misma razón que Dios es uno, y uno el Señor, lo que es en sumo grado digno de honor, es alabado por su simplicidad, por ser una imagen del único principio. La Iglesia, pues, que es una, participa de la naturaleza del Único; se le hace violencia para dividirla en muchas sectas. Por consiguiente, declaramos que, según la substancia, según la idea, según el principio y según la excelencia, la Iglesia antigua y católica es la única en la unidad de la única fe conforme a los Testamentos particulares, o mejor aún, conforme al único Testamento, a pesar de la diferencia de los tiempos, que reúne, por voluntad del único Dios y por medio del único Señor, a todos los que han sido elegidos ya y a quienes ha predestinado Dios, sabiendo antes de la creación del mundo que habían de ser justos. Por lo demás, la dignidad de la Iglesia, como principio de cohesión, está en la unidad: sobrepuja a todo lo demás y nada hay que se le parezca ni iguale (Strom. 7,17,107). Clemente no ignora que el mayor obstáculo para la conversión de los paganos y judíos a la religión cristiana es la división de la cristiandad en sectas heréticas: La primera objeción que nos ponen es que ellos no están obligados a creer por razón de la discordia que reina entre las distintas sectas. La verdad queda, en efecto, desfigurada, cuando unos enseñan unos dogmas, y otros enseñan otros diferentes. A éstos les respondemos: También entre vosotros, judíos, y entre los filósofos griegos más célebres surgieron numerosas herejías. No por eso deduciréis que se debe renunciar a la filosofía o a hacerse discípulo de los judíos, a causa de las disensiones que existen entre vuestras sectas. Además, ¿no había profetizado el Señor que habría quien sembrara herejías en medio de la verdad, como cizaña en medio del trigo? Ahora bien, es imposible que la profecía no se cumpla. La razón de esto está en que a todo lo que es hermoso le persigue siempre su caricatura. Y si alguien viola sus promesas y se aparta de la confesión que ha hecho en nuestra presencia, ¿hemos de abandonar nosotros por eso la verdad, porque él renegó de lo que profesó? Y así como una persona de bien no debe faltar a la verdad ni dejar de ratificar lo que prometió, aun cuando otros violen sus compromisos, así también nosotros estamos obligados a no conculcar en manera alguna la regla de la Iglesia; permanecemos particularmente fieles a la confesión de los artículos esenciales de la fe, mientras que los herejes la desprecian (Strom. 7,15,89). Las últimas frases de este pasaje indican que Clemente tenía conocimiento de un símbolo que recogía los principales artículos de la fe. Clemente cree firmemente en la inspiración divina de las Escrituras: “El que con juicio firme cree en las divinas Escrituras, recibe en la voz de Dios, que las otorgó, una demostración inexpugnable; la fe, pues, no es algo que toma su fuerza de una demostración.” Pero previene contra el mal uso que los herejes hacen de la Escritura: Aun cuando los herejes tengan la audacia de emplear las escrituras proféticas, no las admiten todas, ni cada una de ellas en su integridad, ni en el sentido que exigen el cuerpo y el contexto de la profecía. Eligen los pasajes ambiguos, para introducir en ellos sus propias opiniones; entresacan palabras aisladas y no se detienen en su significación propia, sino en el sonido que producen. En casi todos los pasajes que alegan se podría mostrar que se aferran a las palabras escuetas cambiando su significado; o bien ignoran el sentido o bien interpretan torcidamente a su favor las autoridades que citan. Pero la verdad no se encuentra alterando el sentido de las palabras (de este modo se derrumba toda doctrina verdadera); se descubre buscando lo que conviene y cuadra perfectamente al Señor y Dios omnipotente y confirmando lo que se demuestra por las Escrituras por otras Escrituras que contienen la misma enseñanza. Los herejes no quieren volver a la verdad, porque se avergüenzan de renunciar a los privilegios del egoísmo, y, haciendo violencia a las Escrituras, son incapaces de ordenar sus propias opiniones (Strom. 7,16,96). La jerarquía de la Iglesia comprende tres grades: episcopado, presbiterado y diaconado; según Clemente, es una imitación de la jerarquía angélica: Creo yo que los grados de la Iglesia de aquí abajo, los grados de obispos, presbíteros y diáconos, son imitaciones de la gloria angélica y de aquella economía que, según dicen las Escrituras, aguarda a los que, siguiendo las huellas de los Apóstoles, vivieron en la perfección de la justicia según el Evangelio (Strom. 6,13,107). Este ensayo de una descripción específica del orden jerárquico de los ángeles supone una innovación en el desarrollo de la teología. También propone en términos claros una teoría del conocimiento de los ángeles, preparando así el camino para las opiniones de San Agustín. Del hecho de que llevan a Dios nuestras oraciones, Clemente concluye que los ángeles conocen los pensamientos de las personas. También enseña que no tienen sentidos, que conocen instantáneamente, con la rapidez del pensamiento, sin que intervengan los sentidos como intermediarios. Por consiguiente, su idea de la espiritualidad e incorporeidad de los ángeles es elevada, mucho más que la de San Justino. 3. El bautismo. Aun cuando el centro de su sistema teológico sea la doctrina del Logos, Clemente no deja de prestar atención al mysterion, al sacramento. De hecho, Logos y mysterion son los dos polos alrededor de los cuales giran su cristología y su eclesiología. Considera el bautismo como un renacimiento y una regeneración: El desea, pues, que nos convirtamos y seamos como niños, reconociéndole como nuestro verdadero Padre, habiendo sido regenerados por el agua; esta generación , la de la creación son distintas (Strom. 3,12,87). Escuchad al Salvador: “A quien el mundo engendró enhoramala para la muerte, yo te regeneré. Te di libertad, te curé, te redimí. Te daré la vida que no tiene fin, eterna, sobrenatural. Te enseñaré la faz de Dios, el buen padre. No llames a nadie padre en la tierra… Por ti luché con la muerte y pagué el precio de la muerte, que tú debías por tus pecados pasados y por tu infidelidad para con Dios (Quis div. salv. 23,1). Es casi imposible dar una explicación mejor de la adopción como hijos de Dios que se opera en el sacramento de la regeneración. Clemente emplea también los términos sello (sf?a???), iluminación, perfección y misterio para designar el bautismo. En su Pedagogo (1,6,26) describe así los efectos de este sacramento: En el bautismo somos iluminados; al ser iluminados, venimos a ser hijos; por ser hijos, nos hacemos perfectos; siendo perfectos, nos hacemos inmortales. “Yo dije: Sois dioses, sois hijos del Altísimo” (Ps. 81,6). Esta obra recibe distintos nombres: gracia, iluminación, perfección y lavacro: lavacro que nos purifica de nuestros pecados; gracia que nos perdona los castigos debidos a nuestras transgresiones; e iluminación que nos permite contemplar aquella santa luz de salvación, es decir, nos permite ver a Dios claramente; llamamos perfecto al que no le falta nada. Pues ¿qué le falta al que conoce a Dios? Sería, en verdad, absurdo llamar don de Dios a una cosa que no es completa. 4. La Eucaristía Hay un pasaje en los Strom. (7,3) que parece dar a entender que Clemente no creía en sacrificios: Nosotros, con razón, no ofrecemos sacrificios a Dios: El no necesita de nada, siendo el que da a los humanos todas las cosas. Mas glorificamos, al que se dio a sí mismo en sacrificio por nosotros. Nos sacrificamos a nosotros mismos… Puesto que Dios se complace solamente en nuestra salvación. Sería, con todo, equivocado deducir de estas palabras que Clemente no reconoce la Eucaristía como el sacrificio de la Nueva Alianza. En el pasaje citado está hablando de los ritos paganos, pues dice a continuación: Por consiguiente, con razón, nosotros no ofrecemos sacrificios al que no está sometido a los placeres, toda vez que los vapores del humo se quedan muy bajos, muy por debajo de las nubes más espesas. La Divinidad no tiene necesidad de nada, ni se deleita en los placeres, ni en el lucro, ni en el dinero; posee todo en plenitud y suministra de todo a los que han recibido el ser y son indigentes. Y no se invoca a Dios ni con sacrificios u ofrendas, ni tampoco con gloria y honores. No se deja conmover por tales cosas. Se manifiesta solamente a los hombres de bien, que jamás hicieron traición a la justicia, ni bajo el miedo de las amenazas ni bajo la promesa de importantes regalos (Strom. 7,3,14-15). Los sacrificios sangrientos de los paganos no correspondían al concepto cristiano de Dios; por consiguiente, los cristianos los consideraban indignos de El. En esto Clemente está de completo acuerdo con los Apologistas griegos, que repudiaban los sacrificios cruentos por esa misma razón. Conoce, sin embargo, el sacrificio de la Iglesia: El sacrificio de la Iglesia es la palabra que exhalan como incienso las almas santas cuando al tiempo del sacrificio el alma entera se abre a Dios (Strom. 7,6,32). De este pasaje podría deducirse que Clemente no reconoce el sacrificio eucarístico de la Iglesia, sino tan sólo una inmolación interior y moral del alma. Tal interpretación, sin embargo, sería injusta. En su polémica contra el concepto de paganos y judíos, quiere recalcar el carácter espiritual de la ofrenda y su diferencia esencial respecto de todos los demás sacrificios. Mas este carácter espiritual no excluye, ni mucho menos, la oblación simbólica de ciertos dones, como tiene lugar en la liturgia. Clemente conocía perfectamente esta ceremonia. En Strom. 1,19,96, dice que hay sectas heréticas que celebran con sólo pan y agua: “Al hablar aquí la Escritura de pan y agua, no se refiere a nadie más que a los herejes, que usan pan y agua en la oblación, contra lo que prescribe el canon de la Iglesia. Porque hay quien celebra la Eucaristía con sólo agua.” La manera en que Clemente se expresa en este lugar supone que conocía una oblación (p??sf???) de realidades materiales. Habla de un canon de la Iglesia (?a???a t?? e????s?a?) y de una celebración de la Eucaristía. Condena el uso del agua como contrario a este canon de la Iglesia, que exige pan y vino; lo declara él mismo en Strom. 4,25: “Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios altísimo, que dio pan y vino, suministrando alimento consagrado como tipo de la Eucaristía.” Reconoce, pues, que la Eucaristía es un sacrificio, pero la considera al mismo tiempo como alimento de los creyentes: “Comed mi carne — dice El — y bebed mi sangre (Io. 6, 53). Estos son los alimentos apropiados que nos suministra el Señor: ofrece su carne y vierte su sangre, y nada falta para el crecimiento de los hijos, ¡ Oh misterio increíble! Nos manda despojarnos de nuestra vieja y carnal corrupción y renunciar al alimento viejo, recibiendo, en cambio, otro régimen, el de Cristo. Le recibimos a El mismo, en cuanto esto es posible, para introducirlo dentro de nosotros y así abrazar a nuestro Salvador, para que podamos de esta manera corregir las pasiones de nuestra carne. Pero tú no quieres entenderlo así, sino quizás de una manera más general. Escucha también esta otra manera de interpretar: la carne, para nosotros, representa de manera figurada al Espíritu Santo; porque la carne es obra suya. Por sangre tendremos el Verbo, porque, como sangre abundante, el Verbo ha sido vertido en la vida; y la unión de ambos es el Señor, el alimento de los niños — el Señor que es Espíritu y Verbo (Paed. 1,6,42,3-43,2). En la primera parte de este pasaje, Clemente habla de la Eucaristía como alimento nuevo por el cual recibimos a Cristo y lo guardamos en nuestras almas. En la segunda ofrece una explicación alegórica para aquellos que son incapaces de entender la interpretación literal. Pero el pasaje más importante se encuentra en su Pedagogo (2,2,19,4-20,1): La sangre del Señor es doble: una, carnal, por la cual fuimos redimidos de la corrupción; la otra, espiritual, con la que fuimos ungidos. Y beber la sangre de Jesús es hacerse partícipe de la incorruptibilidad del Señor. El Espíritu es la fuerza del Verbo, como la sangre lo es de la carne. Por analogía, el vino se mezcla con agua, y el Espíritu, con el hombre. Y lo primero, la mezcla de vino y agua, alimenta para la fe; lo segundo, el Espíritu, conduce a la inmortalidad. Y la mezcla de ambos, de la bebida y del Verbo, se llama Eucaristía, don laudable y excelente, que santifica en cuerpo y alma a los que lo reciben con fe. Clemente distingue aquí claramente entre la sangre humana y la sangre eucarística de Cristo. A esta última la llama una mezcla de la bebida y del Logos. La recepción de esta sangre eucarística produce el efecto de santificar el cuerpo y el alma del hombre. 5. Los pecados y la penitencia. A juicio de Clemente, el pecado de Adán consistió en que rehusó ser educado por Dios; lo han heredado todos los seres humanos, no por generación, sino a causa del mal ejemplo del primer hombre (Adumbr. in Jud. 11; Strom. 3,16,100; Protrept. 2,3). Clemente está convencido de que solamente un acto personal puede manchar el alma. Esta manera de pensar se explica probablemente como una reacción contra los gnósticos, que sostenían que la causa del mal es la materia mala. En cuanto a los castigos de Dios, opina, siguiendo a Platón, que tienen solamente un carácter purgativo: Dice Platón bellamente: “Todos los que sufren castigo salen, en realidad, beneficiados, porque se aprovechan del justo castigo para tener el alma más bella.” Y si salen beneficiados los que son corregidos por un justo, aun según Platón, se reconoce que el justo es bueno. Por tanto, el mismo miedo es útil y demuestra ser un bien para los hombres (Paed. 1,8,67). Sin embargo, en ninguna parte da a entender que aplique también al infierno esta interpretación. Clemente coincide con Hermas (cf. p.101-3) en que debería haber solamente una penitencia en la vida de un cristiano, a saber, la que precede al bautismo; pero que Dios, en su misericordia por la flaqueza humana, ha concedido una segunda penitencia, que no se podrá obtener más que una vez: El que ha recibido la remisión de sus pecados no debe pecar de nuevo. Porque, además de la primera y única penitencia de los pecados — de los pecados cometidos anteriormente durante la primera vida pagana, me refiero a la vida en estado de ignorancia —, se propone inmediatamente a los que han sido llamados una penitencia que purifica de sus manchas el lugar de sus almas para que se establezca allí la fe. El Señor, que conoce los corazones y el porvenir, previo desde lo alto, desde el principio, la inconstancia y fragilidad del hombre y las astucias del diablo; sabía cómo éste, envidioso de los hombres por haberles sido concedido el perdón de los pecados, pondría a los servidores de Dios ocasiones de pecar, procurando astutamente que participen de su caída. Dios, pues, en su gran misericordia, ha dado una segunda penitencia a los fieles que caen en pecado, a fin de que si alguno, después de su elección, fuere tentado por fuerza o por astucia, encuentre todavía cuna penitencia sin arrepentimiento.” En efecto, si pecamos voluntariamente después de recibir el conocimiento de la verdad, va no queda sacrificio por los pecados, sino un temeroso juicio, y la cólera terrible que devora a los enemigos” (Hebr. 10, 26-27). Los que multiplican penitencias sucesivas por sus pecados no difieren en nada de los que han creído, salvo en que tienen plena conciencia de sus pecados; y no sé qué es peor para ellos, si pecar a sabiendas o, después de haberse arrepentido de sus faltas, caer de nuevo (Strom. 2,13,56-57,4). El uno pasa del paganismo y de esta vida primera a la fe y obtiene de una sola vez la remisión de los pecados. El otro, después de eso, peca, pero luego se arrepiente; aun cuando obtenga el perdón, debe estar lleno de vergüenza, porque ya no puede ser lavado en el bautismo para la remisión de los pecados. Es preciso no solamente abandonar los ídolos que se consideraban hasta entonces como dioses, sino renunciar también a las obras de la vida anterior, si es que está regenerado, “no de la sangre ni de la voluntad de la carne” (Io. 1,13), sino del espíritu; lo que sucederá si se arrepiente y no cae en la misma falta. Por el contrario, arrepentirse frecuentemente es prepararse a pecar y disponerse a la versatilidad por falta de ascesis. Pedir, pues, frecuentemente perdón por los pecados que cometemos a menudo, es tan sólo una apariencia de arrepentimiento, mas no verdadero arrepentimiento (Strom. 2,13,58-59). Clemente distingue en estos pasajes entre pecados voluntarios e involuntarios. Opina que de los pecados cometidos después del bautismo solamente se perdonan los pecados involuntarios. Los que cometen pecados voluntarios después del bautismo deben temer el juicio de Dios. Una ruptura total con Dios después del bautismo no puede alcanzar perdón. Esto está en contradicción con la idea cristiana primitiva de la inviolabilidad del sello bautismal. Si el pecado cometido después del bautismo no constituye una ruptura total con Dios debido a cierta falta de libertad en la decisión, existe la posibilidad de un segundo arrepentimiento. De hecho, sin embargo, Clemente no excluye de este segundo arrepentimiento ningún pecado, por grande que sea. La historia que cuenta, al fin de su Quis dives salvetur, de San Juan y del joven que llegó a ser capitán de bandoleros, es una prueba suficiente de que todo pecado puedo ser perdonado si no hay un obstáculo en el alma del pecador. Clemente describe al joven como “el más fiero, el más sanguinario y el más cruel”; sin embargo, San Juan “lo restauró a la Iglesia, presentando en él un magnífico ejemplo de sincero arrepentimiento y una gran garantía de regeneración” (42,7,15). De aquí se desprende que Clemente no conoce pecados capitales que no puedan ser perdonados. Hasta el mismo pecado de apostasía le parece susceptible de perdón, pues ruega para que los herejes vuelvan al Dios omnipotente (Strom. 7,16,102,2). El pecado “voluntario” irremisible consiste en que el ser humano se aparta deliberadamente de Dios y rehúsa la reconciliación y la conversión. 6. El matrimonio y la virginidad. Clemente defiende el matrimonio contra todos los intentos de los gnósticos de desacreditarlo y rechazarlo. No sólo recomienda el matrimonio por razones de orden moral, sino que llega hasta considerarlo un deber para el bienestar de la patria, para la sucesión familiar y para el perfeccionamiento del mundo: Es absolutamente necesario casarse, tanto por el bien de nuestra patria como para la procreación de hijos y, en la medida que de nosotros depende, para la perfección del mundo. Los mismos poetas deploran el matrimonio incompleto y sin hijos; en cambio, proclaman bienaventurado al matrimonio fecundo. El fin del matrimonio es la procreación de hijos; es un deber para todos los que aman a su patria. Clemente, empero, eleva el matrimonio a un nivel mucho más elevado; ve en él un acto de cooperación con el Creador: “El hombre se convierte en imagen de Dios en la medida en que coopera en la creación del hombre” (Paed. 2,10,83,2). La procreación de los hijos no es, sin embargo, el único fin del matrimonio. El amor mutuo, la ayuda y asistencia que se prestan el uno al otro, unen a los esposos con un lazo que es eterno: La virtud del hombre y de la mujer es la misma. Porque si uno mismo es el Dios de ambos, también es uno su maestro; una misma Iglesia, una misma sabiduría, una misma modestia; su alimento es común; el matrimonio les impone un yugo igual; la respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia, el amor, todas las cosas son iguales. Y los que tienen la vida común reciben gracias comunes y una común salvación. Tienen también en común la virtud y la educación (Paed. 1,4). Pero la concepción más hermosa de Clemente sobre el matrimonio se encuentra en Strom. 3,10,68, donde dice: “¿Quiénes son los dos o tres, reunidos en nombre de Cristo, en medio de los cuales está el Señor? ¿No son quizá el hombre, la mujer y el niño, ya que el hombre y la mujer están unidos por Dios?” De esta manera Clemente coloca el matrimonio por encima de una mera unión sexual; es una unión espiritual y religiosa la que existe entre el marido y la mujer; por eso dice: “El estado de matrimonio es sagrado” (Strom. 3,12,84). Ni siquiera la muerte llega a disolver completamente esta unión; por esta razón Clemente se opone a las segundas nupcias (Strom. 3,12,82). Viendo a Clemente defender de esta manera el matrimonio contra los gnósticos herejes, que lo rechazaban y predicaban la abstinencia total, surge esta cuestión: en qué concepto tuvo Clemente la virginidad. El mismo no se casó “por amor al Señor” (Strom. 3,7,59), y dice en un lugar: “Alabamos la virginidad y a aquellos a quienes se la ha concedido el Señor” (Strom. 3,1,4). Piensa que “el que permanece célibe por no separarse del servicio del Señor alcanzará una gloria celestial” (Strom. 3,12,82). Pero, cuando compara el matrimonio con la virginidad, considera al hombre casado superior al soltero. Sopesando cuidadosamente los méritos de cada uno, se siente obligado a hacer esta observación: No da muestras de ser realmente el ser humano el que escoge vivir solo; mas está por encima de los hombres el que se ha ejercitado en vivir sin placer y sin pena en medio del matrimonio, la procreación de los hijos y el cuidado de la casa, y permanecer inseparable del amor de Dios, y vence todas las tentaciones que provienen de sus hijos, de su mujer, de sus domésticos y de sus bienes. Mas el que no tiene familia se ve libre, en gran parte, de las tentaciones. Y así, no teniendo que preocuparse más que de sí mismo, se ve aventajado por uno que, hallándose en situación inferior respecto a la salvación personal, es superior a él por su conducta (Strom. 7,12,70). Esta opinión de Clemente no encuentra paralelo en ningún otro escritor. Pudo ser efecto de la fuerte lucha que sostuvo Clemente en favor del matrimonio contra los ataques de los gnósticos.