Los Apologistas Griegos.
La finalidad que perseguían con sus obras los Padres Apostólicos y los primeros escritores cristianos era guiar y edificar a los fieles. En cambio, con los apologistas griegos la literatura de la Iglesia se dirige por vez primera al mundo exterior y entra en el dominio de la cultura y de la ciencia. Frente a la actitud agresiva del paganismo, la palabra misionera, que era apologética sólo en ocasiones, es sustituida por la exposición predominantemente apologética, que es lo que da a los escritos del siglo II su sello característico. En el populacho circulaban rumores contra el cristianismo. El Estado consideraba la adhesión al cristianismo como un crimen gravísimo contra el culto oficial y contra la majestad del emperador. El juicio ilustrado de los sabios y el peso de la opinión de las clases más cultas de la sociedad condenaban la nueva religión por considerarla como una amenaza siempre creciente contra el imperio universal de Roma. Entre los principales adversarios del cristianismo en el siglo II cabe mencionar al satírico Luciano de Samosata, quien, en su De morte Peregrini, escrito hacia el 170, se burlaba del amor fraternal de los fieles y de su desprecio a la muerte; al filósofo Frontón de Cirta, profesor del emperador Marco Aurelio, en su Discurso, y, por encima de todos, al platónico Celso, que el año 178 publicó contra el cristianismo el Discurso verdadero. Los escritos de esta última obra citados por Orígenes en su refutación nos permiten darnos cuenta de la habilidad y temible antagonismo del autor. Celso no veía en el cristianismo más que una mezcolanza de superstición y fanatismo.


No podían quedar sin respuesta tamaños insultos a una causa que se iba convirtiendo paso a paso en un factor influyente de la historia, y que iba ganando cada día más adeptos entre los hombres distinguidos por su educación. Por eso, los apologistas se propusieron tres objetivos: 1) Se dedicaron a refutar las calumnias que se habían difundido enormemente y pusieron particular interés en responder a la acusación de que la Iglesia suponía un peligro para el Estado. Llamaban la atención sobre la manera de vivir seria, austera, casta y honrada de sus correligionarios, y afirmaban con insistencia que la fe era una fuerza de primer orden para el mantenimiento y el bienestar del mundo y, por ende, necesaria, no solamente al emperador y al Estado, mas también a la misma civilización. 2) Expusieron lo absurdo e inmoral del paganismo y de los mitos de sus divinidades, demostrando al mismo tiempo que solamente el cristiano tiene una idea correcta de Dios y del universo. En consecuencia, defendieron los dogmas de la unidad de Dios, el monoteísmo, la divinidad de Cristo y la resurrección del cuerpo. 3) No se contentaron con refutar los argumentos de los filósofos, sino que demostraron que la misma filosofía, por apoyarse únicamente en la razón humana, no había logrado nunca alcanzar la verdad, o, si la había alcanzado, no era sino fragmentariamente y mezclada con muchos errores, “fruto de los demonios.” El cristianismo, en cambio, decían, posee la verdad absoluta, porque el Logos, que es la misma Razón divina, vino al mundo por Cristo. De esto se sigue necesaria mente que el cristianismo está inconmensurablemente por encima de la filosofía griega; más aún, que es una filosofía divina. Al hacer esta demostración de la fe, los apologistas pusieron los cimientos de la ciencia de Dios. Son, por lo tanto, los primeros teólogos de la Iglesia, lo que acrecienta su importancia. Como es de suponer, en su obra encontramos tan sólo los primeros pasos de un estudio formal de la doctrina teológica, porque ni intentaron hacer una exposición científica ni se propusieron abarcar todo el cuerpo de la revelación. Seria, sin embargo, equivocado tildar su esfuerzo de helenización del cristianismo. Era de esperar, evidentemente, que influyeran en su manera de concebir la religión los hábitos mentales que tenían tan arraigados desde antes de su conversión; también en teología los apologistas son hijos de su tiempo. Esto se manifiesta principalmente en la terminología que usan y en su manera de abordar la interpretación del dogma. También aparece en la forma que dan a sus escritos — predominantemente dialéctica o de diálogo, según las normas de la retórica griega. Pero en su contenido teológico la filosofía griega ha influido mucho menos de lo que se ha afirmado algunas veces. Esta influencia se reduce a detalles insignificantes. Se puede, por consiguiente, hablar de una cristianización del helenismo, pero apenas de una helenización del cristianismo, sobre todo si se quiere dar una apreciación de conjunto de la obra intelectual de los apologistas. Al vindicar su religión, no se dirigían estos autores únicamente a los paganos y a los judíos. La mayoría escribió tratados antiheréticos, que, por desgracia, se han perdido. Habrían sido de inestimable valor para conocer plenamente la teología de los apologistas. Al abordar, por tanto, las obras que actualmente nos quedan de los apologistas, debemos hacerlo con precaución. Cabía esperar, en los apologistas, mayor número de pruebas de un contacto íntimo con las doctrinas e ideales católicos; sin embargo, la escasez de tales pruebas no debe interpretarse como indicio de una tendencia hacia el racionalismo. No podemos afirmar que a los lectores de las apologías les animara una simpatía bastante grande hacia las ideas cristiana o adecuado espíritu de comprensión. La falta de preparación en los destinatarios explica que pasaran a segundo plano, entre otros puntos, la persona del Salvador y la eficiencia de la gracia. Al cristianismo se le presenta, ante todo, aunque no exclusivamente, como la religión de la verdad. Raramente se reivindican sus derechos aduciendo como prueba los milagros de Cristo, sino que se recurre con frecuencia su antigüedad como motivo de credibilidad. A la Iglesia no se la presenta como una institución nueva o reciente. El Nuevo Testamento está estrechamente ligado al Antiguo por una unión interior, por una relación inmanente, que son las profecías sobre el Redentor que debía venir; y como Moisés vivió mucho antes que los pensadores y filósofos griegos, el cristianismo es la más antigua y la más venerable de todas las religiones y filosofías. Quizás los apologistas alcanzan la cima de su grandeza cuando se proclaman a sí mismos campeones de la libertad de conciencia como raíz y fuente de toda religión verdadera, como elemento indispensable para que la religión pueda sobrevivir. Transmisión del texto. La mayor parte de los manuscritos de los apologistas griegos dependen del códice de Aretas de la Bibliothèque Nationale (Codex Parisinus gr.451), que fue copiado a petición del arzobispo Aretas de Cesárea el año 914, con la intención de formar un Corpus Apologetarum desde los tiempos primitivos hasta Eusebio. En ese códice faltan, sin embargo, los escritos de San Justino, los tres libros de Teófilo Ad Autolycum, la Irrisio de Hermias y la Epístola a Diogneto. Cuadrato. Cuadrato es el apologista cristiano más antiguo. Todo lo que sabemos de él se lo debemos a Eusebio por este pasaje de su Historia eclesiástica (4,3,1-2): “Después del gobierno de Trajano, que duró veinte años menos seis meses, sucede en el imperio Elio Adriano. A Adriano le dirigió Cuadrato un discurso, consistente en una Apología que compuso en defensa de nuestra religión, porque algunos malvados trataban de molestar a los nuestros. Este escrito lo conservan todavía muchos hermanos, y nosotros poseemos también una copia, y en él pueden verse brillantes pruebas del talento de Cuadrato y de su ortodoxia apostólica. Y él mismo afirma su antigüedad, como se refiere de estas palabras: Las obras, empero, de nuestro Salvador estuvieron siempre presentes, puesto que eran verdaderas: los que él curó, los que resucito de entre los muertos no fueron vistos solamente en el momento de ser curados y resucitados, sino que estuvieron siempre presentes; y eso no solo mientras el Salvador vivía aquí abajo, sino aun después de su muerte, han sobrevivido mucho tiempo, de suerte que algunos de ellos han llegado hasta nuestros días.” Estas palabras, que Eusebio cita como pronunciadas por Cuadrato, son el único fragmento que nos queda de su apología. Harris creyó que las Pseudo-Clementinas, las Actas de Santa Catalina del Sinaí, la Crónica de Juan Malalas y la novela de Barlaam y Joasaph contienen intercalados algunos fragmentos de la apología de Cuadrato; pero ya está demostrado que esta hipótesis es falsa. Probablemente Cuadrato presentó su apología al emperador Adriano durante la estancia de éste en el Asia Menor por los 123-124, o el año 129. Resulta difícil probar su identidad con el profeta y discípulo de los Apóstoles mencionado por Eusebio (Hist. eccl 3,37,1; 5,17,2), y se equivoca ciertamente Jerónimo (De vir. ill. 19; Ep. 70,4) cuando le identifica con el obispo Cuadrato de Atenas, que vivió durante el reinado de Marco Aurelio. No ha convencido tampoco el intento de Andriessen de identificar la apología perdida de Cuadrato con la Epístola a Diogneto. Arístides de Atenas. La apología de Arístides de Atenas es la más antigua que se conserva. Eusebio en su Historia eclesiástica (4,33)” después de sus observaciones acerca de Cuadrato, prosigue: “También Arístides, varón fiel en la profesión de nuestra religión, dejó, igual que Cuadrato, una apología de la fe, dirigida a Adriano. Su escrito está también en manos de muchos.” Eusebio nos dice en otro lugar que Arístides fue un filósofo de la ciudad de Atenas. Por mucho tiempo se consideró perdida su obra, hasta que en 1878, con gran sorpresa de los sabios, los Mequitaristas de San Lázaro de Venecia publicaron un manuscrito del siglo X, fragmento armenio de una apología intitulada “Al emperador Adriano César de parte del filósofo ateniense Arístides.” Casi todos los eruditos se convencieron de que el fragmento contenía restos de una traducción armenia de la apología de Arístides mencionada por Eusebio. Esta opinión había de encontrar una confirmación inesperada. El año 1889, el sabio americano Rendel Harris descubrió en el monasterio de Santa Catalina del monte Sinaí una traducción completa en sirio de esta apología. Esta versión siríaca permitió a J. A. Robinson probar que el texto griego de la apología no solamente existía, sino que había sido publicado hacía algún tiempo bajo la forma de una famosa novela religiosa relacionada con Barlaam y Joasaph. La novela se encuentra entre las obras de San Juan Damasceno; su autor presenta la apología como escrita por un filósofo pagano en favor del cristianismo. El texto nos ha llegado en tres formas. La leyenda de Barlaam y Joasaph, que poseemos en griego, no fue compuesta por el abad Eutimio de Iberon en el siglo XI, como opina P. Peeters, sino por el mismo Juan Damasceno, tal como acaba de demostrarlo F. Doelger. El manuscrito del monasterio de Santa Catalina que tiene la versión siríaca fue verosímilmente escrito entre los siglos VI y VII, si bien la traducción hay que datarla hacia el año 350. Queda aún por determinar la fecha de la traducción armenia. Recientemente se han publicado dos grandes fragmentos del texto original griego (c.5 y 6 y 15,6-16,1) de un papiro del British Museum. Con la ayuda de todo este material es posible hoy día reconstruir el texto en sus líneas principales. Contenido. La introducción describe al Ser Divino en términos estoicos. Nos dice también que Arístides llegó al conocimiento del Creador y Conservador del universo por sus meditaciones sobre el orden y la armonía del mundo. A pesar del poco valor de la especulación y de las discusiones sobre el Ser Divino, se puede, al menos, determinar hasta cierto punto de una manera negativa los atributos de la divinidad. El único concepto correcto que se obtiene de ese modo debe servir como piedra de toque para probar las antiguas religiones. El autor divide los seres humanos en cuatro categorías según sus religiones respectivas: bárbaros, griegos, judíos y cristianos. Los bárbaros adoraron los cuatro elementos. Pero el cielo, la tierra, el agua, el fuego, el aire, el sol, la luna y, finalmente, el mismo hombre no son sino obras de Dios y, por lo tanto, no tuvieron jamás derecho y los honores divinos. Los griegos adoran dioses que por las debilidades e infamias que se les atribuyen prueban que no son dioses. Los judíos merecen ser respetados por tener un concepto más puro de la naturaleza divina, como también normas más elevadas de moralidad. Pero tributaron más honor a los ángeles que a Dios y dieron a los ritos externos del culto, como la circuncisión, el ayuno, el cumplimiento de los días festivos, más importancia que a la adoración auténtica. Solamente los cristianos están en posesión de la única idea justa de Dios y “son los que, por encima de todas las naciones de la tierra, han hallado la verdad, pues conocen al Dios creador y artífice del universo en su Hijo Unigénito y en el Espíritu Santo y no adoran a ningún otro Dios” (15,3). Su pureza de vida prueba que los cristianos adoran al verdadero Dios. Arístides elogia en estos términos las costumbres de los cristianos: Los mandamientos del mismo Señor Jesucristo los tienen grabados en sus corazones, y ésos guardan, esperando la resurrección de los muertos y la vida del siglo por venir. No adulteran, no fornican, no levantan falso testimonio, no codician los bienes ajenos, honran al padre y a la madre, aman a su prójimo y juzgan con justicia. Lo que no quieren se les haga a ellos no lo hacen a otros. A los que los agravian, los exhortan y tratan de hacérselos amigos, ponen empeño en hacer bien a sus enemigos, son mansos y modestos… Se contienen de toda unión ilegítima y de toda impureza. No desprecian a la viuda, no explotan al huérfano; el que tiene, le suministra abundantemente al que no tiene. Si ven a un forastero, le reciben bajo su techo y se alegran con él como con un verdadero hermano. Porque no se llaman hermanos según la carne, sino según el alma… Están dispuestos a dar sus vidas por Cristo, pues guardan con firmeza sus mandamientos, viviendo santa y justamente según se lo ordenó el Señor Dios, dándole gracias en todo momento por toda comida y bebida y por los demás bienes… Este es, pues, verdaderamente el camino de la verdad, que conduce a los que por él caminan al reino eterno, prometido por Cristo en la vida venidera (XV 3-11: BAC 116-130-131). La apología de Arístides es limitada en su perspectiva. Su estilo no es rebuscado; su pensamiento y su orden, sin artificio. Pero;·a pesar de toda su simplicidad, tiene cierta nobleza y elevación de tono. Como desde una altura Arístides contempla la humanidad en su unidad compleja y siente profundamente la importancia extraordinaria y la misión sublime de la nueva religión. Con una seguridad llena de confianza cristiana, ve en el pequeño rebaño de los fieles al nuevo pueblo, la nueva raza que ha de sacar al mundo corrompido de la ciénaga de inmoralidad en que se encuentra: Las demás naciones yerran y a sí mismas se engañan; caminan en tinieblas y chocan unas con otras como borrachos (16). No dudo en afirmar que el mundo sigue existiendo gracias únicamente a las oraciones y súplicas de los cristianos. Ariston de Pella. Parece que fue Aristón de Pella el primer apologista cristiano que defendió por escrito el cristianismo contra el judaísmo. Fue autor de la Discusión entre Jasan y Papisco sobre Cristo, que desgraciadamente se ha perdido. Jasón es un judeo-cristiano, y Papisco un judío de Alejandría en Egipto. Sabemos por Orígenes que, en su obra Discurso verdadero, el filósofo pagano Celso atacó esta apología porque su autor manifestaba particular predilección por la interpretación alegórica del Antiguo Testamento. Orígenes defiende el breve tratado. Advierte que estaba destinado al público en general y que, por consiguiente, no tenía por qué dar pie a ningún comentario desfavorable por parte de ninguna persona imparcial. Según Orígenes (Cont. Cels. 4,52), esta apología explica “cómo un cristiano, basándose en escritos judíos (Antiguo Testamento), disputa con un judío y demuestra que las profecías relativas a Cristo tienen su cumplimiento en Jesús, al paso que el adversario, de manera resuelta y no sin cierta habilidad, hace las veces del judío en la controversia.” La discusión termina reconociendo el judío Papisco a Cristo como Hijo de Dios y pidiendo el bautismo. El fragmento de una traducción latina del diálogo, igualmente perdida, reproduce la misma historia. Este fragmento, falsamente atribuido a Cipriano bajo el título Ad Vigilium episcopum de iudaica incredulitate, era de hecho el prefacio de la versión latina. Aristón debió de componer su tratado hacia el 140. Tanto el uso de la exégesis alegórica corno el hecho de que Papisco fuera alejandrino parecen señalar Alejandría como lugar de origen. San Justino. San Justino Mártir es el apologista griego más importante del siglo II y una de las personalidades más nobles de la literatura cristiana primitiva. Nació en Palestina, en Flavia Neápolis, la antigua Sichem. Sus padres eran paganos. El mismo nos refiere (Dial. 2-8) que probó primero la escuela de un estoico, luego la de un peripatético y, finalmente, la de un pitagórico. Ninguno de estos filósofos logró convencerle ni satisfacerle. El estoico fracasó porque no le dio explicación alguna sobre la esencia de Dios. El peripatético exigió muy inoportunamente a Justino el pago inmediato de la matrícula, a lo que respondió éste dejando de asistir a sus clases. El pitagórico le exigió que estudiara primero música, astronomía y geometría; pero Justino no sentía la menor inclinación hacia estos estudios. El platonismo, por su parte, le atrajo por un tiempo, hasta que un día, mientras se paseaba por la orilla del mar, un anciano logró convencerle de que la filosofía platónica no podía satisfacer al corazón del hombre y le llamó la atención sobre los “profetas, los únicos que han anunciado la verdad.” “Esto dicho — relata Justino — y muchas otras cosas que no hay por qué referir ahora, marchóse el viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y no le volví a ver más. Mas inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo, y, reflexionando conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano, hallé que ésta sola es la filosofía segura y provechosa. De este modo, pues, y por estos motivos soy yo filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador” (Dial. 8). La búsqueda de la verdad le llevó al cristianismo. También sabemos por él que el heroico desprecio de los cristianos por la muerte tuvo una parte no pequeña en su conversión: “Y es así que yo mismo, cuando seguía las doctrinas de Platón, oía las calumnias contra los cristianos; pero, al ver cómo iban intrépidamente a la muerte y a todo lo que se tiene por espantoso, me puse a reflexionar ser imposible que tales hombres vivieran en la maldad y en el amor a los placeres” (Apol. 2,12). La sincera búsqueda de la verdad y la oración humilde le llevaron finalmente a abrazar la fe de Cristo: “Porque también yo, al darme cuenta que los malvados dios habían echado un velo a las divinas enseñanzas de con el fin de apartar de ellas a los otros hombres, desprecié lo mismo a quienes tales calumnias propalaban que el velo de los demonios y la opinión del vulgo. Yo confieso que mis oraciones y mis esfuerzos todos tienen por blanco mostrarme cristiano” (Apol. 2,13). Después de su conversión, que probablemente tuvo lugar en Efeso, dedicó su vida toda a la defensa de la fe cristiana. Se vistió el pallium, manto usado por los filósofos griegos, y se puso a viajar en calidad de predicador ambulante. Llegó a Roma durante el reinado de Antonino Pío (138-161) y fundó allí una escuela; uno de sus discípulos fue Taciano, que más tarde sería también apologista. En Roma encontró también un fogoso adversario en la persona del filósofo cínico Crescencio, al que había acusado de ignorancia. Tenemos un relato auténtico de su muerte en el Martyrium S. lustini et Sociorum, basado en las actas oficiales del tribunal que le condenó. Según este documento, Justino y seis compañeros más fueron decapitados, probablemente el año 165, siendo prefecto Junio Rústico (cf. supra p.73s). Escritos. Justino fue un escritor fecundo. Pero solamente tres de sus obras, ya conocidas por Eusebio (Hist. eccl. 4,18), han llegado hasta nosotros. Están contenidas en un único manuscrito de mediocre calidad, copiado en 1364 (París, n.450). Son sus dos Apologías contra los paganos y su Diálogo contra el judío Trifón. El estilo de estas obras dista mucho de ser agradable. Como no estaba acostumbrado a seguir un plan bien definido, Justino se deja llevar de la inspiración del momento. Las digresiones son frecuentes, su pensamiento es desarticulado, y tiene una debilidad por frases largas que se arrastran. Su forma de expresión está desprovista de fuerza y son raros los momentos en que llega a la elocuencia o a la vehemencia. Con todo, a pesar de estos defectos, sus escritos ejercen una atracción irresistible. Nos revelan un carácter sincero y recto, que trata de llegar a un acuerdo con el adversario. Justino estaba convencido de que “todo el que, pudiendo decir la verdad, no la dice, será juzgado por Dios” (Dial. 82,3). Es el primer escritor eclesiástico que intenta crear un nexo entre el cristianismo y la filosofía pagana. I. Las Apologías de San Justino. Los escritos más importantes de Justino son sus apologías. Hablando de ellas, comenta Eusebio (Hist. eccl. 4,18): Justino nos ha dejado muchas obras, testimonio de una inteligencia culta y entregada al estudio de las cosas divinas, llenas de toda utilidad. A ellas remitiremos a los amigos de saber, después de haber citado útilmente las que han venido a nuestro conocimiento. En primer lugar tiene un discurso dirigido a Antonino, por sobrenombre Pío, a los hijos de éste y al Senado romano en favor de nuestros dogmas, y luego otro, que contiene una segunda apología de nuestra fe, dirigido al que fue sucesor del citado emperador y lleva su mismo nombre, Antonino Vero (BAC 116,161). Tenemos, efectivamente, dos apologías de Justino. En el manuscrito, la más larga de las dos, que tiene sesenta y ocho capítulos, va dirigida a Antonino Pío: la más corta, de quince capítulos, al Senado romano. Pero E. Schwartz considera la última como la conclusión de la primera. El hecho de que Eusebio hable de dos apologías fue probablemente causa de que la obra se dividiera en dos en el manuscrito y se colocara la conclusión al principio como un escrito independiente. En la actualidad, la mayor parte de los eruditos están de acuerdo en considerar la segunda apología como un apéndice o adición de la primera. La ocasión hay que buscarla probablemente en los incidentes que ocurrieron siendo prefecto Urbico; Justino empieza la segunda apología narrando estos hechos. Ambas obras van dirigidas al emperador Antonino Pío (138-161). San Justino las debió de componer entre los años 148 a 161, puesto que observa (Apol. I 46): “Cristo nació hace sólo ciento cincuenta años, bajo Quirinio.” Los escribió en Roma. 1. La primera apología. A) En la introducción (c.1-3) Justino pide al emperador, en nombre de los cristianos, que tome el caso personalmente en sus manos y que se forme su propio juicio, sin dejarse influenciar por los prejuicios o el odio del pueblo. B) La parte principal comprende dos secciones. I. La primera sección (c.4-12) condena la actitud oficial respecto de los cristianos. En ella el autor critica el procedimiento judicial seguido regularmente por el gobierno contra sus correligionarios y las falsas acusaciones lanzadas contra ellos. Protesta contra la absurda actuación de las autoridades, que castigan el simple hecho de reconocerse uno cristiano; el nombre “cristiano,” lo mismo que el de “filósofo,” no prueba ni la culpa ni la inocencia de una persona. Únicamente se puede imponer castigos por crímenes de los que el acusado sea convicto, mas los crímenes de que se acusa a los cristianos son puras calumnias. No son ateos. Si se niegan a adorar a los dioses, es porque creen que venerar tales divinidades es cosa ridícula. Sus ideas escatológicas y su miedo a los castigos eternos les impiden obrar el mal y hacen de ellos el mejor sostén del gobierno. II. La segunda parte (c.13-67) viene a ser una justificación de la religión cristiana. Describe en forma detallada principalmente su doctrina, su culto, su fundamento histórico y las razones que hay para abrazarla. 1. La doctrina dogmática y moral de los cristianos Se puede probar por las divinas profecías que Jesucristo es el Hijo de Dios y el fundador de la religión cristiana. La fundó por voluntad de Dios con el fin de transformar y restaurar la humanidad. Los demonios imitaron y remedaron las profecías del Antiguo Testamento en los ritos de los misterios paganos. A esto se deben las frecuentes semejanzas y puntos de contacto que hay entre la religión cristiana y las formas paganas de culto. También los filósofos, como Platón, hicieron suyas muchas cosas del Antiguo Testamento. No es, pues, de extrañar que se descubran ideas cristianas en el platonismo. 2. El culto cristiano. El autor hace luego una descripción del sacramento del bautismo, de la liturgia eucarística y de la vida social de los cristianos. C) La conclusión (c.68) es una severa amonestación al emperador. Al final de la primera apología se añade copia del rescripto que hacia el año 125 envió el emperador Adriano al procónsul de Asia, Minucio Fundano. Este documento es de suma importancia para la historia de la Iglesia. Promulga cuatro normas para un procedimiento judicial más justo y correcto en las causas contra los cristianos: 1. Los cristianos deben ser juzgados por medio de un procedimiento regular ante un tribunal criminal. 2. Únicamente se les puede condenar si hay pruebas de que el acusado ha transgredido las leyes romanas. 3. El castigo debe ser proporcionado a la naturaleza y calidad de los crímenes. 4. Toda falsa acusación debe ser castigada con severidad. Según Eusebio (Hist. eccl. 4,8,8), el mismo Justino incorporó este documento, en su texto latino original, a su apología. Eusebio lo tradujo al griego y lo incluyó en su Historia eclesiástica (4,9). 2. La segunda apología. Este escrito empieza con la narración de un incidente reciente. El prefecto de Roma, Urbico, hizo decapitar a tres cristianos por el único crimen de haber confesado su fe. Justino apela directamente a la opinión pública de Roma, protestando de nuevo contra estas crueldades sin justificación posible y refutando varias críticas. Contesta, por ejemplo, al sarcasmo de los paganos que se preguntaban por qué no permiten los cristianos el suicidio a fin de poder reunirse más pronto con su Dios. Dice Justino: “Con lo que también nosotros, de hacer eso, obraríamos de modo contrario al designio de Dios. En cuanto a no negar al ser interrogados, ello se debe a que nosotros no tenemos conciencia de cometer mal alguno y consideramos, por el contrario, como una impiedad no ser en todo veraces” (Apol. 2,4). Las persecuciones contra los cristianos se deben a la instigación de los demonios, que odian la verdad y la virtud. Estos mismos enemigos molestaron ya a los justos del Antiguo Testamento y del mundo pagano. Pero no tendrían poder alguno sobre los cristianos si Dios no quisiera conducir a sus seguidores, a través de tribulaciones y sufrimientos, a la virtud y al premio; a través de la muerte y de la destrucción, a la vida y felicidad eternas. Al mismo tiempo, las persecuciones dan a los cristianos la oportunidad de demostrar de manera impresionante la superioridad de su religión sobre el paganismo. Finalmente, pide también al emperador que, al juzgar a los cristianos, se deje guiar solamente por la justicia, la piedad y el amor a la verdad. II. El “Diálogo Con Trifón.” El Diálogo con Trifón es la más antigua apología cristiana contra los judíos que se conserva. Por desgracia, no poseemos su texto completo. Se han perdido la introducción y gran parte del capítulo 74. El Diálogo debe de ser posterior a las apologías, porque en el capítulo 120 se hace una referencia a la primera de ellas. Se trata de una disputa de dos días con un sabio judío, verosímilmente el mismo rabino Tarfón mencionado en la Mishna. Según Eusebio (Hist. eccl. 4,18,6), el escenario de estas conversaciones fue Efeso. San Justino dedicó la obra a un tal Marco Pompeyo. El Diálogo es de considerable extensión, pues consta de 142 capítulos. En la introducción (c.2-8) narra Justino detenidamente su formación intelectual y su conversión. La primera parte del cuerpo principal de la otra (c.9-47) explica el concepto que tienen los cristianos del Antiguo Testamento. La ley mosaica tuvo validez sólo por cierto tiempo. El cristianismo es la Ley nueva y eterna para toda la humanidad. La segunda parte (c.48-103) justifica la adoración de Cristo como Dios. La tercera (c.109-142) prueba que las naciones que creen en Cristo y siguen su ley representan al nuevo Israel y al verdadero pueblo escogido de Dios. El método apologético del Dialogo difiere del de las apologías, porque se dirigía a una clase totalmente diferente de lectores. En su Diálogo con el judío Tritón, San Justino da mucha importancia al Antiguo Testamento y cita a los profetas para probar que la verdad cristiana existía aun antes de Cristo. Un examen cuidadoso de las citas del Antiguo Testamento nos revela que Justino da preferencia a aquellos pasajes que hablan del repudio de Israel y de la elección de los gentiles. Es evidente que el Diálogo no es, ni mucho menos, la reproducción exacta de una discusión real recogida estenográficamente. Por otro lado, su forma dialogada tampoco es una mera ficción literaria. Seguramente hubo verdaderas conversaciones y disputas que precedieron a la composición de la obra. Es posible que estos intercambios se dieran en Efeso durante la guerra de Bar Kochba, mencionada en los capítulos 1 y 9. III. Obras Perdidas. A más de las Apólogas y del Diálogo, Justino compuso otras muchas obras, que se han perdido. No quedan más que los títulos o pequeños fragmentos. El mismo Justino menciona una de estas obras; San Ireneo da una cita de otra; Eusebio enumera una larga lista. Autores más recientes citan todavía otras obras. En total conocemos, al presente, las obras siguientes: A) Liber contra omnes haereses, mencionado por el mismo Justino (cf. Apol. 1,26). B) Contra Marción, utilizado por Ireneo (Adv. haer. 4, 6.2) y mencionado también por Eusebio (Hist. eccl. 4.11,8s). C) Discurso contra los griegos, en el cual, según Eusebio (4·,18,3), “después de largos y extensos argumentos sobre diversas cuestiones de interés para los cristianos y para los filósofos, San Justino diserta sobre la naturaleza de los demonios.” D) Una Refutación, otro tratado dirigido a los griegos, según Eusebio (4,184). E) Sobre la soberanía de Dios, “que compuso no solamente a base de nuestras propias escrituras, sino también de los libros de los griegos” (ibid.) F) Sobre el alma. Eusebio (4,18,5) describe así su contenido: “Propone varias cuestiones relativas al problema discutido y trae a colación las opiniones de los filósofos griegos; promete refutarlas y dar su propia opinión en otro libro.” G) Salterio. H) En los Sacra Parallela de San Juan Damasceno se conservan tres fragmentos de su obra Sobre la resurrección. Se duda de su autenticidad. Mientras todos estos escritos se han perdido, los manuscritos contienen cierto número de obras pseudo-justinianas. Es curioso que tres ostenten títulos semejantes a los de obras auténticas que se perdieron. a) La Cohortatio ad Graecos, en forma de discurso, trata de convencer a los griegos sobre cuál es la verdadera religión. Las ideas de los poetas griegos acerca de los dioses no pueden admitirse; las doctrinas de los filósofos relativas a los problemas religiosos están llenas de contradicciones. La verdad se encuentra en Moisés y en los profetas, que son anteriores a los filósofos griegos. Sin embargo, incluso en los poetas y filósofos griegos se hallan vestigios del verdadero conocimiento de Dios. Pero lo poco bueno que hay en ellos lo recibieron de los libros de los judíos. El autor de la Cohortatio difiere notablemente de Justino en su actitud respecto a la filosofía griega. Esta sola razón bastaría para no atribuirla a Justino. Pero es que, además, el autor de la Cohortatio tiene un estilo muy superior y vocabulario mucho más selecto que Justino. Todo lo cual constituye una prueba suficiente contra la autenticidad del tratado. Probablemente la Cohortatio data del siglo III; tiene treinta y ocho capítulos, y es el más largo de los escritos falsamente atribuidos a San Justino. b) La Oratio ad Graecos es mucho más breve, pues tiene solamente cinco capítulos. De estilo animado y enérgico, de forma condensada y composición atrayente, es más que la justificación personal de un griego convertido, más que una Apologia pro vita sua. El autor ataca la inmoralidad de los dioses tal como la describen Hornero y Hesíodo. Concluye con una invitación entusiasta a convertirse al cristianismo. El estilo retórico y el perfecto conocimiento de la mitología griega excluyen la paternidad de Justino. La Oratio es probablemente de la primera mitad del siglo III. Han llegado hasta nosotros dos recensiones; la más breve, en griego. De la más extensa, compilada un tal Ambrosio, tenemos solamente la versión siríaca. c) De monarchia (seis capítulos) es un tratado que prueba el monoteísmo con citas de los más famosos poetas griegos. La diferencia de estilo prueba que su autor no es Justino. Además, la descripción que nos ofrece Eusebio de la obra auténtica De monarchia no coincide con el contenido de este tratado. Además de estos tres escritos, existen otros que los manuscritos atribuyen a Justino. Cuatro de ellos son de un estilo y doctrina teológica tan semejantes que deben de ser obra de un mismo autor, que parece haber vivido hacia el 400 y haber estado relacionado con Siria. Estos cuatro tratados son: a) Quaestiones et responsiones ad orthodoxos, obra que contiene ciento sesenta y una preguntas y respuestas sobre problemas históricos, dogmáticos, éticos y exegéticos. b) Quaestiones christianorum ad gentiles. Los cristianos proponen a los paganos cinco cuestiones teológicas, a las que éstos responden. Pero las respuestas son rechazadas por estar llenas de contradicciones. c) Quaestiones graecorum ad christianos. Este tratado contiene quince preguntas de los paganos y otras tantas respuestas de los cristianos sobre la esencia de Dios, la resurrección de los muertos y otros dogmas cristianos. d) Confutatio dogmatum quorumdam Aristotelicorum, una refutación en sesenta y cinco párrafos de las doctrinas de Aristóteles sobre Dios y el universo. Hasta el presente ha sido imposible dar con el verdadero autor de estos escritos. A. Harnack los atribuyó a Diodoro de Tarso. Otros han pensado en Teodoreto de Ciro, a quien un manuscrito de Constantinopla atribuye el Quaestiones et responsiones ad orthodoxos. Pero no hay suficiente base en ninguna de las dos atribuciones. Aparte de estos cuatro, los manuscritos atribuyen a Justino los siguientes opúsculos: a) Expositio fidei seu de Trinitate, una explicación de la doctrina de la Trinidad. Se ha probado que el autor de este texto es Teodoreto de Ciro. Esta atribución la había formulado ya Severo de Antioquía en su Contra impium grammaticum (3,1,5). b) Epistola ad Zenam et Serenum, una guía detallada de la conducta ascética del cristiano, con instrucciones sobre las virtudes de mansedumbre y serenidad que recuerdan las doctrinas éticas de la filosofía estoica. P. Batiffol cree que su autor es Sisinio de Constantinopla y que hay que fecharla hacia el 400. La Teología de Justino. Al analizar la teología de Justino debe tenerse en cuenta que no poseemos de el una exposición completa y exhaustiva de la fe cristiana. No hay que olvidar que sus obras propiamente teológicas, como los tratados Sobre la soberanía de Dios, De la resurrección, Refutación de todas las herejías y Contra Marción, se han perdido. Las Apologías y el Diálogo con Trifón no nos dan un retrato acabado de Justino como teólogo. Las obras antiheréticas desaparecidas le brindaban más la ocasión de abordar las cuestiones doctrinales, mientras que, al defender la fe contra los infieles, tiene que hacer hincapié, ante todo, en sus fundamentos racionales. Se esfuerza en señalar los puntos de contacto y las semejanzas que hay entre las enseñanzas de la Iglesia y las de los poetas y pensadores griegos, a fin de demostrar que el cristianismo es la única filosofía segura y provechosa. No es, pues, de extrañar que la teología de Justino acuse la influencia del platonismo, ya que éste era el sistema filosófico que tenía para Justino el más alto valor. 1. Concepto de Dios Ya en el concepto que Justino tiene de Dios aparece su inclinación hacia la filosofía platónica. Dios no tiene principio. De donde se sigue la conclusión: Dios es inefable, sin nombre. Porque el Padre del universo, ingénito como es, no tiene nombre impuesto, como quiera que todo aquello que lleva un nombre supone a otro más antiguo que se lo impuso. Los de Padre, Dios, Creador, Señor, Dueño, no son propiamente nombres, sino denominaciones tomadas de sus beneficios y de sus obras… La denominación “Dios” no es nombre, sino una concepción ingénita en la naturaleza humana de una realidad inexplicable (2,5: BAC 116,226). El nombre que mejor le cuadra es el de Padre; siendo Creador, es realmente el Padre de todas las cosas (pat?? t?? ????, ó p??t?? pat??). Justino niega la omnipresencia substancial de Dios. Dios Padre vive, según él, en las regiones situadas encima del cielo. No puede abandonar su morada, y consiguientemente no puede aparecer en el mundo: Nadie, absolutamente, por poca inteligencia que tenga, se atreverá a decir que fue el Creador y Padre del universo quien, dejando todas sus moradas supracelestes, apareció en una mínima porción de la tierra (Diál. 60,2: BAC 116,408). Porque el Padre inefable y Señor de todas las cosas ni llega a ninguna parte, ni se pasea, ni duerme, ni se levanta, sino que permanece siempre en su propia región — dondequiera que ésta se halle —, mirando con penetrante mirada, oyendo agudamente, pero no con ojos ni orejas, sino por una potencia inefable. Y todo lo vigila y todo lo conoce, y nadie de nosotros le está oculto, sin que tenga que moverse El, que no cabe en un lugar ni en el mundo entero y era antes de que el mundo existiera. ¿Cómo, pues, pudo éste hablar a nadie y aparecerse a nadie ni circunscribirse a una porción mínima de tierra, cuando no pudo el pueblo resistir la gloria de su enviado en el Sinaí? (Diál. 127,2-3: BAC 116, 524.525). Mas como Dios es trascendente y está por encima de todo ser humano, es necesario salvar el abismo que media entre Dios y el hombre. Esto fue obra del Logos. El es el mediador entre Dios Padre y el mundo. Dios no se comunica al mundo más que a través del Logos y no se revela al mundo más que por medio de El. El Logos es, pues, el guía que conduce a Dios y el maestro del hombre. En un principio, el Logos moraba en Dios como una potencia. Pero poco antes de la creación del mundo emanó y procedió de El, y el mundo fue creado por el Logos. En su Diálogo, Justino se vale de dos imágenes para explicar la generación del Logos. Algo semejante vemos también en un fuego que se enciende de otro, sin que se disminuya aquel del que se tomó la llama, sino permaneciendo el mismo. Y el fuego encendido también aparece con su propio ser, sin haber disminuido aquel de donde se encendió (Diál. 61,2: BAC 116,410). Una obra procede del hombre sin que disminuya la substancia de éste. Así hay que entender también la generación del Logos, la Palabra divina, como una procesión en el interior de Dios. Justino parece inclinarse al subordinacionismo por lo que respecta a las relaciones entre el Padre y el Logos. Prueba clara de ello la tenemos en la Apología 2,6: Su Hijo, aquel que sólo propiamente se dice Hijo, el Verbo, que está con El antes de las criaturas y es engendrado cuando al principio creó y ordenó por su medio todas las cosas, se llama Cristo por su unción y por haber Dios ordenado por su medio todas las cosas (BAC 116,266). Consecuentemente, Justino supone, al parecer, que el Verbo se hizo externamente independiente sólo con el fin de crear y gobernar el mundo. Su función personal le dio su existencia personal. Vino a ser persona divina, pero subordinada al Padre (cf. Diál. 61). La doctrina más importante de Justino es la doctrina del Logos; forma una especie de nexo entre la filosofía pagana y el cristianismo. Justino enseña, en efecto, que, si bien el Logos divino no apareció en su plenitud más que en Cristo, una “semilla del Logos” estaba ya esparcida por toda la humanidad mucho antes de Cristo. Porque cada ser humano posee en su razón una semilla del Logos. Así, no sólo los profetas del Antiguo Testamento, sino también los mismos filósofos paganos llevaban en sus almas una semilla del Logos en proceso de germinar. Justino cita los ejemplos de Heráclito, Sócrates y el filósofo estoico Musonio, que vivieron según las normas del Logos, el Verbo divino. Estos pensadores, de hecho, fueron verdaderos cristianos: Nosotros hemos recibido la enseñanza de que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente hemos indicado que El es el Verbo, de que todo el género humano ha participado. Y así, quienes vivieron conforme el Verbo, son cristianos, aun cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito y otros semejantes (Apol. I 46,2-3: BAC 116,232-33). Por eso no puede haber oposición entre cristianismo y filosofía, porque: Ahora bien, cuanto de bueno está dicho en todos ellos nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, el Verbo, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues El, por amor nuestro, se hizo hombre para ser participe de nuestros sufrimientos y curarlos. Y es que los escritores todos sólo oscuramente pudieron ver la realidad gracias a la semilla del Verbo en ellos ingénita. Una cosa es, en efecto, el germen e imitación de algo que se da conforme a la capacidad, y otra aquello mismo cuya participación e imitación se da, según la gracia que de aquél también procede (Apol. II 13,4-6: BAC 116,277). Porque cuanto de bueno dijeron y hallaron jamás filósofos y legisladores, fue por ellos elaborado, según la parte de Verbo que les cupo, por la investigación e intuición; mas como no conocieron al Verbo entero, que es Cristo, se contradijeron también con frecuencia unos a otros. Y los que antes de Cristo intentaron, conforme a las fuerzas humanas, investigar y demostrar las cosas por razón, fueron llevados a los tribunales como impíos y amigos de novedades. Y el que más empeño puso en ello, Sócrates, fue acusado de los mismos crímenes que nosotros, pues decían que introducía nuevos demonios y que no reconocía a los que la ciudad tenía por dioses… Que fue justamente lo que nuestro Cristo hizo por su propia virtud. Porque a Sócrates nadie le creyó hasta dar su vida por esta doctrina, pero sí a Cristo — que en parte fue conocido por Sócrates — porque El era y es el Verbo que está en todo ser humano (Apol. II 10,2-8: BAC 116,272-273). Justino da así una prueba metafísica de la existencia de los Cementos de verdad en la filosofía pagana. Aduce, además, una prueba histórica. Los filósofos paganos dijeron muchas verdades, porque se las apropiaron de la literatura de los judíos, del Antiguo Testamento: Pues es de saber que Moisés es más antiguo que todos los escritores griegos. Y, en general, cuanto filósofos y poetas dijeron acerca de la inmortalidad del alma y de la contemplación de las cosas celestes, de los profetas tomaron ocasión no sólo para poderlo entender, sino también para expresarlo. De ahí que parezca haber en todos unos gérmenes de verdad (Apol. I 44.8-10: BAC 116,230). Mas solamente los cristianos poseen la verdad entera, porque Cristo se les apareció como la Verdad en persona. 2. María y Eva. Justino es el primer autor cristiano que presenta el paralelismo paulino Cristo-Adán añade como contrapartida el del María-Eva. Dice en su Diálogo (100): Cristo nació de la Virgen como hombre, a fin de que por el mismo camino que tuvo principio la desobediencia de la serpiente, por ése también fuera destruida. Porque Eva, cuando aún era virgen e incorrupta, habiendo concebido la palabra que le dijo la serpiente, dio a luz la desobediencia y la muerte; mas la virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel Gabriel le dio la buena noticia de que el Espíritu del Señor vendría sobre ella y la fuerza del Altísimo la sombrearía, por lo cual lo nacido en ella, santo, sería Hijo de Dios; a lo que respondió ella: “Hágase en mí según tu palabra.” Y de la virgen nació Jesús, al que hemos demostrado se refieren tantas Escrituras, por quien Dios destruye la serpiente y a los ángeles y hombres que a ella se asemejan (100,4,6: BAC 116,478-479). 3. Ángeles y demonios. Justino es uno de los primeros testigos del culto de los ángeles: “Al ejército de los otros ángeles buenos que le siguen y le son semejantes y al espíritu profetice le damos culto y adorarnos” (Apol. I 6). Desde el cielo cuidan de todos los seres humanos: “Entregó la providencia de los hombres, así como de las cosas bajo el cielo, a los ángeles que para esto señaló” (Apol. II 5). Justino atribuye a los ángeles, a pesar de su naturaleza espiritual, un cuerpo semejante al cuerpo humano: “Como para nosotros es patente, se alimentan en el cielo (los ángeles), siquiera no tomen los mismos manjares que usamos los hombres (del maná, en efecto, de que vuestros padres se alimentaron en el desierto dice la Escritura que comieron pan de ángeles)” (Diál. 57). La manera que tiene San Justino de concebir la caída de los ángeles demuestra que les atribuye un cuerpo. El pecado de los ángeles consistió en relaciones sexuales con mujeres humanas: “Los ángeles, traspasando este orden, se dejaron vencer por su amor a las mujeres y engendraron hijos, que son los llamados demonios” (Apol. II 5). El castigo de los demonios en el fuego eterno no empezará hasta la segunda venida de Cristo (Apol. I 28). Por eso pueden ahora extraviar y seducir al hombre. Desde que vino Cristo, todo el esfuerzo de los demonios consiste en impedir la conversión del ser humano a Dios y al Lógos (Apol. I 26.54.57.62). La prueba está en los herejes, que son instrumentos de los demonios, porque enseñan un Dios distinto del Padre y del Hijo. Los demonios fueron los que cegaron e indujeron a los judíos a infligir todos esos sufrimientos al Logos que apareció en Jesús. Pero, sabiendo que Cristo reclutaría la mayoría de sus seguidores de entre los paganos, puso el demonio particular empeño en que fracasara con ellos. Desde este punto de vista es interesante lo que dice Justino del efecto del nombre de Jesús sobre los demonios: Porque llamamos ayudador y Redentor nuestro a Aquél, la fuerza de cuyo nombre hace estremecer a los mismos demonios, los cuales se someten hoy mismo conjurados en el nombre de Jesucristo, crucificado bajo Poncio Pilato, procurador que fue de Judea. De suerte que por ahí se hace patente a todos que su Padre le dio tal poder, que a su nombre y a la dispensación de su pasión se someten los mismos demonios (Diál. 30,3: BAC 116,350). 4. Pecado original y deificación. Justino está convencido de que todo ser humano es capaz de deificación. Ese era el caso, por lo menos, al principio de la creación. Pero nuestros primeros padres pecaron y atrajeron la muerte sobre sí mismos. Mas ahora el hombre ha vuelto a recobrar el poder de hacerse Dios: Habiendo sido creados impasibles e inmortales, como Dios, con tal de guardar sus mandamientos, y habiéndoles El concedido ser llamados hijos de Dios, son ellos los que, por hacerse semejantes a Adán y Eva, se procuran a sí mismos la muerte. Sea la interpretación del salmo (81) la que vosotros queráis; aun así queda demostrado que a los seres humanos se les concede llegar a ser dioses y que pueden convertirse en hijos del Altísimo y culpa suya es si, como Adán y Eva, son juzgados y condenados (Diál. 124,4: BAC 116,520). 5. Bautismo y Eucaristía. Tiene un valor especial la descripción de la liturgia del bautismo y de la eucaristía que nos da Justino al final de su primera apología. A propósito del bautismo observa: Vamos a explicar ahora de qué modo, después de ser renovados por Jesucristo, nos hemos consagrado a Dios, no sea que, omitiendo este punto, demos la impresión de proceder en algo maliciosamente en nuestra exposición. Cuantos se convencen y tienen fe de que son verdaderas estas cosas que nosotros enseñamos y decimos y prometen vivir conforme a ellas, se les instruye ante todo para que oren y pidan, con ayunos, perdón a Dios de sus pecados, anteriormente cometidos, y nosotros oramos y ayunamos juntamente con ellos. Luego, los conducimos a sitio donde hay agua, y por el mismo modo de regeneración con que nosotros fuimos también regenerados, son regenerados ellos, pues entonces toman en el agua el baño en el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y de nuestro Salvador Jesucristo y del Espíritu Santo… La razón que para esto aprendimos de los Apóstoles es ésta: Puesto que de nuestro primer nacimiento no tuvimos conciencia, engendrados que fuimos por necesidad de un germen húmedo por la mutua unión de nuestros padres y nos criamos en costumbres malas y en conducta perversa; ahora, para que no sigamos siendo hijos de la necesidad y de la ignorancia, sino de la libertad y del conocimiento, y alcancemos juntamente perdón de nuestros anteriores pecados, se pronuncia en el agua sobre el que ha determinado regenerarse y se arrepiente de sus pecados el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y este solo nombre aplica a Dios el que conduce al baño a quien ha de ser lavado. Porque nadie es capaz de poner nombre al Dios inefable; y si alguno se atreviera a decir que ese nombre existe, sufriría la más imprudente locura. Este baño se llama iluminación, para dar a entender que son iluminados los que aprenden estas cosas. Y el iluminado se lava también en el nombre de Jesucristo, que fue crucificado bajo Poncio Pilato, y en el nombre del Espíritu Santo, que por los profetas nos anunció de antemano todo lo referente a Jesús (Apol. I 61.1-3.7-13: BAC 116, 250-251). En la Apología de San Justino se describe dos veces la liturgia eucarística. En la primera (c.65) se trata de la liturgia eucarística de los recién bautizados. En la segunda (c.67) se describe detalladamente la celebración eucarística de todos los domingos. Los domingos la liturgia empezaba con una lectura tomada de los evangelios canónicos, a los que se llama aquí explícitamente “Memorias de los Apóstoles,” o de los libros de los profetas. Seguía luego un sermón con una aplicación moral de las lecturas. Seguidamente la comunidad rogaba por los cristianos y por todos los seres humanos del mundo entero. Al terminar estas plegarias, todos los asistentes se daban el ósculo de paz. Seguía luego la presentación del pan, del vino y del agua al presidente, el cual recitaba sobre ellas la oración consecratoria. Los diáconos distribuían los dones consagrados a todos los presentes y los llevaban a los ausentes. Justino añade expresamente que estos dones no son pan y bebida comunes, sino la carne y la sangre de Jesús encarnado. Para probarlo cita las palabras de la institución. Pertenece al celebrante que preside el formular la oración eucarística; sin embargo, observa Justino, el alimento eucarístico es consagrado por una oración que contiene las mismas palabras de Cristo. Esto hace suponer que no solamente las mismas palabras de la institución, sino todo el relato de la institución formaba parte fija de la oración consagratoria. Se puede hablar, pues, de un tipo semifijo de liturgia, porque contenía elementos regulares y, al mismo tiempo, dejaba un margen suficientemente amplio a la inspiración personal del sacerdote consagrante. Es interesante notar que en la descripción del rito eucarístico que sigue inmediatamente a la recepción del sacramento del bautismo Justino no menciona la lectura de la Escritura ni el sermón del presidente. Seguramente se omitirían por razón de la ceremonia bautismal que había precedido. La descripción de la misa para los recién bautizados es como sigue: Por nuestra parte, nosotros, después de así lavado el que ha creído y se ha adherido a nosotros, le llevamos a los que se llaman hermanos, allí donde están reunidos, con el fin de elevar fervorosamente oraciones en común por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado y por todos los otros esparcidos por todo el mundo, suplicando se nos conceda, ya que hemos conocido la verdad, ser hallados por nuestras obras hombres de buena conducta y guardadores de lo que se nos ha mandado, y consigamos así la salvación eterna. Terminadas las oraciones, nos damos mutuamente el beso de paz. Luego, al que preside a los hermanos se le ofrece pan y un vaso de agua y vino, y tomándolos él tributa alabanzas y gloria al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos concedido esos dones que de El nos vienen. Y cuando el presidente ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén. “Amén,” en hebreo, quiere decir “así sea.” Y una vez que el presidente ha dado gracias y aclamado todo el pueblo, los que entre nosotros se llaman “ministros” o diáconos dan a cada uno de los asistentes parte del pan y del vino y del agua sobre que se dijo la acción de gracias y lo llevan a los ausentes. Y este alimento se llama entre nosotros “Eucaristía,” de la que a nadie es lícito participar, sino al que cree ser verdaderas nuestras enseñanzas y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y. vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni bebida ordinaria, sino que, a la manera que Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por virtud del Verbo de Dios, tuvo carne y sangre por nuestra salvación, así se nos ha enseñado que por virtud de la oración al Verbo que de Dios procede, el alimento sobre que fue dicha la acción de gracias — alimento de que, por transformación, se nutren nuestra sangre y nuestras carnes — es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado. Y es así que los Apóstoles en los Recuerdos, por ellos escritos, que se llaman Evangelios, nos transmitieron que así les fue a ellos mandado, cuando Jesús, tomando el pan y dando gracias, dijo: “Haced esto en memoria mía, éste es mi cuerpo.” E igualmente, tomando el cáliz y dando gracias, dijo: “Esta es mi sangre,” y que sólo a ellos les dio parte (Apol. I 65-66: BAC 116,256-257). En el capítulo 67, Justino describe la misa de los domingos ordinarios. Dice que este día fue elegido para la celebración de la reunión litúrgica de la comunidad cristiana porque ese día Dios creó el mundo y Cristo resucitó de entre los muertos: El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que habitan en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces, y, éstas terminadas, como va dijimos, se ofrecen pan y vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama diciendo “amén.” Ahora viene la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes. Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo que bien les parece, y lo recolectado se entrega al presidente y él ayuda con ello a huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él se constituye provisor de cuantos se hallan en necesidad. Y celebramos esta reunión general el día del sol, por ser el día primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo, y el día también en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos (BAC 116,258-9). Ha habido una acalorada discusión, que todavía sigue, sobre si Justino consideró la Eucaristía como sacrificio. El pasaje decisivo en esta cuestión se halla en el Diálogo con Trifón (c.41): “No está mi complacencia en vosotros — dice el Señor —, y vuestros sacrificios no los quiero recibir de vuestras manos. Porque, desde donde nace el sol hasta donde se pone, mi nombre es glorificado entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y sacrificio puro. Porque grande es mi nombre en las naciones — dice el Señor —, y vosotros lo profanáis.” Ya entonces, anticipadamente, habla de los sacrificios que nosotros le ofrecemos en todo lugar, es decir, del pan de la Eucaristía y lo mismo del cáliz de la Eucaristía, a par que dice que nosotros glorificamos su nombre y vosotros lo profanáis (BAC 116,370). No cabe duda que aquí Justino identifica claramente la Eucaristía con el sacrificio profetizado por Malaquías. Existen, no obstante, otros pasajes en los que Justino parece resaltar todo sacrificio. Por ejemplo, dice en el Diálogo (117,2): Ahora bien, que las oraciones y acciones de gracias hechas por las personas dignas son los únicos sacrificios perfectos y agradables a Dios, yo mismo os lo concedo (BAC 116,505). En el capítulo 13 de la primera Apología emite una opinión análoga: Porque el solo honor digno de El que hemos aprendido es no el consumir por el fuego lo que por El fue creado para nuestro alimento, sino ofrecerle para nosotros mismos y para los necesitados, y mostrándonos a El agradecidos, enviarle por nuestra palabra preces e himnos por habernos creado (BAC 116,193-194). De estas observaciones se ha sacado la conclusión de que Justino rechaza todo sacrificio y aprueba sólo el de la oración, especialmente de la oración eucarística. Pero esta interpretación no hace justicia a su pensamiento. No se puede entender su concepto de sacrificio sin tener en cuenta su doctrina del Logos. Lo que Justino rechaza es el sacrificio material de cosas creadas tal como lo practicaban los judíos y los paganos. Con su concepto de sacrificio trata de salvar la distancia que hay entre la filosofía pagana y el cristianismo, exactamente igual que se sirve del concepto del Logos con el mismo fin. Su ideal es la ?????? ??s?a, la oblatio rationabilis, el sacrificio espiritual, única forma de veneración digna de Dios, según los filósofos griegos. En este caso como en el del Logos, el cristianismo representa la realización de un ideal filosófico porque está en posesión de un sacrificio espiritual. Justino concuerda, pues, tanto con los filósofos paganos como con los profetas del Antiguo Testamento cuando afirma que los sacrificios externos tienen que ser suprimidos. En adelante los sacrificios materiales sangrientos no han lugar. La Eucaristía es el sacrificio espiritual por tanto tiempo deseado, la ?????? T?s?a, porque el mismo Logos, Jesucristo, es aquí la víctima. La identificación de la ?????? T?s?a con la Eucaristía fue en extremo feliz. Al incorporar esta idea a la doctrina cristiana, hacía suyas el cristianismo las realizaciones más elevadas de la filosofía griega, al mismo tiempo que se subrayaba el carácter nuevo y único del culto cristiano. Pudo así mantener un sacrificio objetivo y al mismo tiempo dar toda la importancia al carácter espiritual del culto cristiano, que le confiere su superioridad sobre todos los sacrificios paganos o judíos. Así, pues, el término oblatio rationabilis del canon de la misa romana expresa mejor que ninguna otra el concepto de sacrificio de San Justino. 6. Ideas escatológicas. En cuanto a su doctrina escatológica, Justino comparte las ideas quiliastas sobre el milenio: “Yo, por mi parte, y si hay algunos otros cristianos de recto sentir en todo, no sólo admitimos la futura resurrección de la carne, sino también mil años en Jerusalén, reconstruida, hermoseada y dilatada” (Diálogo 80). Sin embargo, se ve obligado a admitir que no todos los cristianos comparten las mismas ideas: “También te he indicado que hay muchos cristianos de la pura y piadosa sentencia, que no admiten esas ideas” (ibid.). Según Justino, las almas de los difuntos deben ir primero al Hades, donde permanecen hasta el fin del mundo. Se exceptúan solamente los mártires. Sus almas son recibidas inmediatamente en el cielo. Pero incluso en el Hades las almas buenas están separadas de las malas. Las almas buenas se regocijan esperando su salvación eterna, mientras que las malas son desgraciadas por causa de su inminente castigo (Diálogo 5,80).