El fracaso de Cambiemos, que se ofreció como la alternativa dentro del sistema, pone ahora en tela de juicio el sistema todo
Todavía no sabemos si vamos a salir bien librados de este gobierno,
pero en menos de un año estaremos obligados a elegir otro. Elegir es
una manera de decir. Más bien parece que deberemos optar entre seguir
con lo que está o volver a lo anterior. Cada opción cuenta con su
apreciable masa de fanáticos, pero quienes no compartimos esas
devociones tendremos que decidir cuál de los dos fue peor. O menos malo.
La cosa no es sencilla porque, más allá de ciertas cuestiones estéticas
y de cierta prolijidad para hacer lo que no se debe hacer, los de ahora
no se distinguen mucho de los de antes y cualquier observador
desapasionado no tendría problemas para describirlos como su
continuidad. Bajo esta administración el país prosiguió sin inmutarse su
descenso en cualquiera de las escalas, lo que quiere decir que a la
hora de votar vamos a estar peor que cuatro años atrás a la misma hora. Y
nada hace prever que cuatro años después de emitir ese voto, o sea en
el 2023, cuando se cumpla casi el primer cuarto del siglo XXI, habremos
de estar mejor que ahora.
Mirémoslo de frente: tenemos un país quebrado. Quebrado
económicamente, como lo demuestra la cada vez más frecuente y onerosa
apelación al prestamista. Quebrado socialmente, como lo demuestra la
liviana (y mezquina) indiferencia de quienes se sienten seguros ante la
pobreza, el delito, o la marginalidad en expansión. Quebrado en su
educación, en su competencia, en su cultura, en su defensa… Quebrado en
todos los sentidos, desde hace demasiado tiempo y ya al borde de lo
irreparable. Quebrado, me faltó agregar, en su vida política, cosa
íntimamente ligada al quiebre social: no parece haber nada que nos una,
la affectio societatis se perdió por el camino, y el debate
político sobre el destino común se convirtió en una enconada batalla
entre ideologías. Pasajeros de un barco a la deriva cuyos destinos se
vinculan por casualidad, sin que nada comprometa a uno con el otro, nos
miramos con suspicacia, con recelo. No tenemos idea de quiénes somos, de
dónde venimos ni hacia dónde vamos. Ni por qué. Olvidados de nuestra
historia común, no podemos imaginar un futuro común.
Hay algo que estamos haciendo mal, de lo contrario los resultados no
habrían sido reiteradamente malos desde que el presidente Raúl Alfonsín
asegurara en 1983 que “con la democracia se come, se cura y se educa”.
Es hora de plantearse las preguntas pertinentes y hacerse cargo de las
respuestas. Aun anticipando que las respuestas pueden ser peligrosas.
La democracia no sólo no permitió cumplir con la promesa de Alfonsín,
sino que logró precisamente lo contrario, e hizo que comer, curarse y
educarse fuese cada vez más difícil para cada vez más argentinos; arrojó
a millones de personas a la pobreza y la exclusión, y tampoco bastó
para sanar, si no al contrario, los ligamentos sociales que comenzaron a
desgarrarse en la década violenta. El adalid y emblema de la
recuperación democrática impulsó políticas y situaciones que resultaron
nefastas para la Argentina: la entrega del aparato educativo y cultural
al progresismo, la demonización de las fuerzas armadas, la reforma
constitucional de 1994, y el golpe de estado civil de 2001 que acabó con
lo poco que quedaba del sistema de partidos políticos y abrió el camino
a los Kirchner. No parece que tengamos mucho que agradecerle a la
querida democracia restablecida hace 35 años.
Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde, Néstor y Cristina
Kirchner, Mauricio Macri han sido elegidos con apego absoluto a los
procedimientos democráticos. Excepto en el caso de Cristina, que sucedió
a su marido, todos asumieron con la promesa y la misión de enmendar los
errores de sus predecesores. Pero en la práctica todas sus
presidencias, con variantes circunstanciales, respondieron a un mismo
modelo: un Estado que gasta más de lo que recauda a impulsos de
contratistas prebendarios y de progresistas insaciables en la creación
de “derechos”, con la complicidad de una clase política parasitaria que
cede a todos esos reclamos porque así logra mantenerse indefinidamente
en el poder, gobierne quien gobierne. Como ese Estado gasta más de lo
que recauda, esquilma a los ciudadanos con inflación e impuestos, se
endeuda adentro y afuera, y cuando todo eso no alcanza declara la
cesación de pagos. Y vuelta a empezar. Con cada giro de esta espiral
descendente, más personas caen en la pobreza, más recursos productivos,
naturales y no naturales, pasan a manos extranjeras, más capitales
financieros e intelectuales huyen del país y más se degrada nuestra vida
y el ambiente social y cultural en el que esa vida se desenvuelve.
La alianza Cambiemos irrumpió en la escena política con la promesa
más o menos explícita de quebrar ese ciclo, y su novedad obtuvo un
esperanzado, y también arriesgado, apoyo popular. Pero repitió, con
contumacia digna de ser estudiada, los mismos errores de todos sus
predecesores. Y consiguió, como no podía ser de otro modo, los mismos
resultados: más endeudamiento, más desnacionalización de recursos, más
fuga de capitales y talentos, más pobreza, más exclusión. La repetición
del error despierta suspicacias, particularmente cuando se tiene en
cuenta que casi todos los miembros del elenco gobernante son ajenos a la
política tradicional, exhiben altos niveles de preparación académica,
han hecho carrera en el mundo corporativo y poseen importantes fortunas
personales. Y las suspicacias aumentan cuando el error digamos económico
viene acompañado de la misma decoración que adornó la gestión de todos
los gobiernos de la democracia: apoyo irrestricto a la agenda de la
socialdemocracia y el marxismo cultural en todo el resto de las esferas
del gobierno.
La frustración que significó el gobierno de Cambiemos para muchos de
sus votantes alienta entonces agudas inquietudes respecto del futuro.
Cualquiera fuese el resultado de la próxima elección, ¿qué garantías hay
de que el gobierno que de ella emerja vaya a romper con este maleficio
cíclico que nos acosa desde la recuperación de la democracia? La
respuesta inmediata es que no hay tales garantías. Y la respuesta
mediata es que el Estado argentino parece haber caído en manos de una
mafia política, económica, mediática, gremial y judicial que orienta su
destino más allá de la voluntad o pretensión de sus autoridades electas,
ejecutivas o legislativas. O bien que es esa misma mafia la que instala
candidaturas y plataformas supuestamente “rivales”, que en todos los
casos van a ser dóciles a sus intereses cuando lleguen al poder. Hay que
tener presente que los desdichados gobiernos de la democracia no han
sido desdichados para todos, que muchas fortunas y recursos han pasado
desde el ámbito fiscal y privado a pocas manos, y que el empobrecimiento
de muchos viene acompañado del vertiginoso enriquecimiento de pocos.
Como dije más arriba, no hay mucho para agradecerle a la querida
democracia que recuperamos hace 35 años, y más bien hay mucho que
reprocharle porque en los hechos jugó en contra de la nación argentina y
de su pueblo. Y aquí es donde debemos plantearnos las preguntas
difíciles, las preguntas peligrosas: ¿es acaso la democracia el sistema
más adecuado para enfrentar la crisis en la que nos venimos hundiendo
cada vez más desde que la abrazamos alborozados en 1983? ¿Es la
democracia, con sus tiempos caprichosos y sus infinitas mediaciones, la
herramienta adecuada para rehacer nuestra economía, recuperar nuestra
creatividad, tomar nuestro destino en propias manos, restablecer nuestra
educación, rearmar nuestra defensa, y sobre todo sacar a nuestros
compatriotas de la pobreza y la exclusión? En todo caso, ¿es la
democracia como la hemos desarrollado aquí, con sus listas sábana y sus
acuerdos bajo cuerda, con sus compromisos previos y sus sospechosos
fondos de campaña, con sus clientelas políticas y sus contratistas
amigos, con su prensa cómplice y su burocracia hipertrofiada el
instrumento urgente que nos va a sacar del marasmo?
La corrección política cuenta con una tonelada de frases hechas para
responder a esas preguntas, la mayoría de las cuales no son más que eso:
frases hechas. De todas ellas, hay una que siempre me pareció la más
convincente: la democracia proporciona el mejor sistema para evitar el
abuso de poder. Cualquier habitante de esta sufrida nación puede
atestiguar que la democracia argentina no ha servido tampoco para evitar
los abusos de poder de un gobierno tras otro, sino para legitimarlos.
El fracaso de Cambiemos, que se ofreció como la alternativa dentro del
sistema, pone en tela de juicio el sistema todo. Si el partido A y su
opuesto, el partido B, causan los mismos estragos, el problema no está
en los partidos, sino en el sistema que los contiene. Las preguntas que
esto plantea son peligrosas, qué duda cabe, pero ineludibles. La clase
política, la clase dirigente en general, debe tomar nota de que comienza
a ser mirada desde otra perspectiva, que incluye el sistema en su
conjunto. La soberanía pertenece al pueblo y, cuando es mal usada por
sus representantes, vuelve a él. El pueblo de la nación decide entonces
qué sistema resulta más adecuado para la protección de sus intereses y
la proyección de sus ambiciones.
–Santiago González