SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO (Parte 1)
CARTA ENCÍCLICA
LIBERTAS PRAESTANTISSIMUM
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
l. La libertad, don
excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales,
confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío[1]
y de ser dueño de sus acciones. Pero lo más importante en esta dignidad
es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los
mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el hombre puede
obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto
a su último fin.
Pero el hombre puede también seguir una dirección
totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias
apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición
voluntaria.
Jesucristo, liberador
del género humano, que vino para restaurar y acrecentar la dignidad
antigua de la Naturaleza, ha socorrido de modo extraordinario la
voluntad del hombre y la ha levantado a un estado mejor, concediéndole,
por una parte, los auxilios de su gracia y abriéndole, por otra parte,
la perspectiva de una eterna felicidad en los cielos. De modo semejante,
la Iglesia ha sido y será siempre benemérita de este preciado don de la
Naturaleza, porque su misión es precisamente la conservación, a lo
largo de la Historia, de los bienes que hemos adquirido por medio de
Jesucristo. Son, sin embargo, muchos los hombres para los cuales la
Iglesia es enemiga de la libertad humana. La causa de este perjuicio
reside en una errónea y adulterada idea de la libertad. Porque, al
alterar su contenido, o al darle una extensión excesiva, como le dan,
pretenden incluir dentro del ámbito de la libertad cosas que quedan
fuera del concepto exacto de libertad.
2. Nos hemos hablado ya en otras ocasiones, especialmente en la encíclica Immortale Dei[2],
sobre las llamadas libertades modernas, separando lo que en éstas hay
de bueno de lo que en ellas hay de malo. Hemos demostrado al mismo
tiempo que todo lo bueno que estas libertades presentan es tan antiguo
como la misma verdad, y que la Iglesia lo ha aprobado siempre de buena
voluntad y lo ha incorporado siempre a la práctica diaria de su vida. La
novedad añadida modernamente, si hemos de decir la verdad, no es más
que una auténtica corrupción producida por las turbulencias de la época y
por la inmoderada fiebre de revoluciones. Pero como son muchos los que
se obstinan en ver, aun en los aspectos viciosos de estas libertades, la
gloria suprema de nuestros tiempos y el fundamento necesario de toda
constitución política, como si fuera imposible concebir sin estas
libertades el gobierno perfecto del Estado, nos ha parecido necesario,
para la utilidad de todos, tratar con particular atención este asunto.