El populismo contemporáneo, ha construido una estructura
desde la cual defienden su visión ideológica, que incluye una historia que
redactaron a su arbitrio y que suscriben linealmente, para diseminarlo como
verdad única.
Se trata de un relato de escasa jerarquía, que con el paso
del tiempo y el esperable desgaste en el ejercicio del poder, se debilita
progresivamente y ya no resiste el más mínimo contraste cuando se lo tamiza con
la realidad.
Queda claro que los gurúes del poder, se han quedado sin letra
y también sin creatividad, y no tienen otra alternativa que reiterarse, por eso
es que abusan del mismo ardid, y lo replican hasta el cansancio.
Se amparan en esa vieja creencia, errónea por cierto, que
dice que “si hasta aquí ha funcionado,
porque habrían que cambiar”. Y así se mantienen firmes en esta variante,
porque entienden que no hay motivos suficientes para modificar la estrategia.
Se apalancan además en el éxito de los resultados electorales como aval
inapelable de las decisiones elegidas.
Abundan ingredientes en ese discurso, pero algunos de ellos
asombran por su evidente autoritarismo e intolerancia manifiesta.
Por un lado invocan aquel alegato que insiste en que aquellos
a los que “les va bien” no deben
quejarse. Bajo esa línea de razonamiento, los fanáticos del modelo, parecen
pretender desde su posición de iluminados,
indicar que los únicos que pueden hablar son los perjudicados por el
sistema, y como no los hay según su visión, pues entonces nadie puede reclamar.
Esta interpretación es despiadadamente despótica. Propone que
los que se lamentan, se callen, solo porque su realidad económica es positiva,
y como se atribuyen el mérito gubernamental de ese resultado, pretenden como
agradecimiento el silencio de los que ellos definen como favorecidos.
Es tan básico y elemental ese razonamiento, que bajo esa
forma de ver la realidad, el gobierno actual debería seguir siempre, porque al
hacer las cosas bien, según ese criterio, casi no tendría sentido ir a
elecciones.
Lo que no admitirán es que quieren “discurso único”, y por lo tanto que los que no están de acuerdo,
enmudezcan. Es que se acostumbraron a que su voluntad, siempre se cumple.
Compran a los más con dinero, subsidios prebendarios y planes sociales, favores
políticos o tráfico de influencias, créditos blandos o concesiones generosas, y
en el caso de los medios y el periodismo, la suficiente dosis de pauta
publicitaria oficial.
Les molesta terriblemente la opinión diferente y eso ya no lo
pueden ocultar, por eso apelan a buscar cualquier mecanismo para minimizar las
críticas ajenas, o bien al menos menoscabarlas sistemáticamente.
Es que cuando la razón no los asiste, el último recurso al
que pueden apelar es el cruel e inconsistente, de desacreditar a su
interlocutor de turno. Si tuvieran mejores argumentos para defender su postura,
los usarían, pero como están frágiles en ese plano, entonces solo les queda la
dinámica de desprestigiar a quien manifiesta el reproche.
Cuanto más flancos presente la víctima elegida, mucho mejor
para los perversos operadores del NO debate. Ese eventual traspié, error o
alocución desafortunada en el pasado, es suficiente para que sea castigado.
La otra variante, siempre posible, es condenarlo por su
presente, sobre todo por su circunstancial cercanía a algún personaje público
que disponga de algún costado endeble para ser así el blanco predilecto de la
reprobación.
Una modalidad utilizada adicionalmente es la de juzgar al
sujeto según la actividad profesional o el sector al que pertenece, o bien buscar
algún pariente que, en el presente o en el pasado, permitan generar alguna
relación familiar que posibilite desnaturalizar el primer esbozo.
Ese es el juego que proponen. Cambiar el eje, mutar el foco.
El único que pueden usar. Lo concreto es que no tienen argumento mejor, solo
les queda despotricar contra el interlocutor, lo que evidencia la debilidad de
su razonamiento y la pobreza intelectual de su construcción dialéctica.
No tienen razón, y si la tienen, lo disimulan muy bien. Solo
recurren a lo emotivo, para desarmar el debate en base al ataque personal para
luego pasar a la quebradiza estrategia de la incomprensión y la victimización.
Cuando ya nada funciona, aparece la tesis de las mayorías,
esa que utilizan también para finalizar la discusión. De última, si no tienen
razón, tienen al menos el número suficiente para imponerla, porque han obtenido
el voto popular.
En fin, más de lo mismo. Nada nuevo ni demasiado atrayente.
NO les interesa la discusión, ni el debate, solo los mueve seguir en el poder.
Es importante no entrar en el juego que ellos proponen. Por
eso, cuando aparece este esquema que empuja a responder en línea con el
planteo, no se debe seguir el ritmo del poder. Hacerlo implica ser funcional al
relato que ellos intentan establecer.
Los argumentos malos solo se contrarrestan con argumentos
mejores, superadores y no, a la defensiva, explicando si el protagonista que
emite su opinión tiene pasado, presente, parientes, amigos, historias, o lo que
sea que tenga que ver con su individualidad.
Si el ataque al referente en cuestión fuera veraz, eso no
cambiaría en nada la eventual solidez o debilidad de su planteo para
neutralizar el original.
Cuando recurren al golpe bajo, es porque se quedaron sin
explicaciones consistentes. Esto queda cada vez más en evidencia. Ya está
agotado el artilugio. No se puede mentir todo el tiempo. Solo les queda la
agresión personal. Pero es un error
seguir ese juego irracional del relato como si fuera cierto. En definitiva
estamos solo frente a un paupérrimo libreto.
Alberto Medina Méndez