AL TRASTE CON LAS FORMAS –
Por Flavio Infante
Todo es de una impudicia asombrosa en esta
versión irreconocible de la Iglesia católica. Irreconocible a quien no hubiese
sufrido con ánimo inmutable la declinante gradualidad de los tiempos: pensemos
en un alma pía del 1914 que, en entrando a la parroquia a rezar unos minutos
ante el sagrario, hallase en su interior el tugurio en que devino en nuestros
días la otrora casa de Dios. El altar reemplazado por una mesa de manicura, el
sagrario corrido a un costado, los afiches manuscritos al pie del ambón, el cotillón
y las guitarras, la sensiblería de los feligreses y el cretinismo del
celebrante, que ahora les da a aquéllos la cara (y la espalda al Señor) y les
habla de fútbol y de valores cívicos... Esta azorada alma habría creído, sin
dudas, que el templo estaba siendo profanado con un culto ajeno y desconocido.
Y es que la nota de catolicidad
(universalidad) de la Iglesia reconoce al unum
como principio formal: unus Dominus,
una fides, unum baptisma. La pluralidad (entiéndase la pluralidad
admisible: los demonios y los réprobos no integran el Cuerpo Místico)
corresponde, en todo caso, a los sujetos y a las comunidades locales. Y más:
esa universalidad abraza las coordenadas espacio-temporales, y no sólo las
espaciales, como podría presumir quien no viese en la Iglesia mucho más que un
vasto organismo político abocado a un ingente y sostenido esfuerzo
centralizador. La universalidad de la Iglesia, no menos que al espacio, abarca
al tiempo y las generaciones: de ahí la conocida fórmula de Lérins, «quod semper, quod ubique, quod ab omnibus».
Sustrayéndole esta nota a la Iglesia, se le quitan todas las otras (a saber:
unidad, santidad y apostolicidad), ya que todas se suponen recíprocamente.
Lo que se ha hecho con la Iglesia (merced a
la consagración de un cierto método diacrónico con ínfulas de ciencia que se
empleó para su vivisección) es volverla contra sí misma, erigida ella misma en
tribunal contra su propia Tradición. A la historicidad inherente al hombre (y
que, por tanto, afecta a la Iglesia) se la quiso traer por garante del más
obtuso historicismo, y entonces se acabó por negar la presencia irradiante de
lo eterno (irrevocable) en lo presente. Reino dividido, dislocado, reino tomado
por asalto y entregado a la rapiña de los viles, de los mercaderes de lo sagrado
en especies; viña pisoteada por los jabalíes; jardín otrora cercado, hoy presa
de la agresiva apetencia de las cabras montaraces. Labrantío refinado con
sucesivas labranzas, malogrado finalmente por la fiebre excavadora de legiones
de vizcachas, de peludos.
Mesa en que se ponen los pies que acaban de
hollar los corrales; casa tiznada por dentro y por fuera con el moho, el hollín
y las deyecciones de moscas y cucarachas. Casa agrietada en toda su extensión,
siniestrada por voraz incendio, y apagado éste a su vez por una riada
incontenible de fango, con el mobiliario remanente patas arriba, chamuscado, y
el hedor asociado del lodo y la ceniza. Lodo y ceniza que debieran evocar la
penitencia («el polvo y el lodo han de
servir de despertadores que me traigan a la memoria mi origen y la materia de
que fui formado, imaginando cuando los viere, que me dan voces y me dicen:
acuérdate de que eres polvo», padre Luis de la Puente), y en cambio,
incomprensiblemente, suscitan en esta hora la hilaridad y los festejos.
Porque es la hora en que coinciden los daños
más hondos y las estrepitosas risas, la persecución de la Iglesia a los mejores
de sus hijos y la promoción de los depravados a los mayores cargos. Se han
tocado lamentaciones (y lo ha hecho Nuestra Señora en las reiteradas
apariciones reconocidas oficialmente) y no se ha llorado, y en cambio se ha
reído a mandíbula batiente, como en las recientes turbo-canonizaciones en las
que se llegó, por la lógica misma de las circunstancias, a canonizar en tiempo
récord al pontífice responsable de simplificar al colmo los procesos, haciendo
increíblemente innecesaria la certificación de la heroicidad de las virtudes
del candidato a los altares por la eliminación de la figura del «advocatus diaboli». Pues cualquiera sabe
que un milagro puede fraguarse, o bien puede admitir una causa ajena a la
intercesión del sujeto en cuestión, pero el ser señalado como irreprensible:
¡esto es lo difícil, y lo que hace a la santidad tan preciosa y rara, y digna
de rendida admiración! Y conste que ya lo
había dicho el propio Juan Pablo II, y se lo repitió por estos días con
irrisoria solemnidad: se canoniza a la
persona, y no al pontificado, como si el pontificado no fuese el fruto
probatorio de la virtud que se espera reconocer en el pontífice. ¿O acaso la
piedad personal y la bondad de carácter de Luis XVI lo absuelven de la
gravísima responsabilidad de haber permitido, por debilidad, el avance de la
funesta revolución? Aunque rece el rosario todos los días y socorra con
limosnas a las Damas de Caridad, un rey feble, ¿puede ser un prócer?
Digan lo que digan, lo que cualquiera
advierte es que se canoniza al pontificado, y aun más: se canoniza al Concilio.
Sin el menor asomo de rubor por lo burdo de la engañifa, que ahora resulta que
a la misma Iglesia que tuvo sólo cuatro papas santos en los mil años previos al
Vaticano II, de los cuatro difuntos papas postconciliares ya le hicieron dos, y
un tercero con fecha próxima de beatificación, pese a las hirientes evidencias
que debieran paralizar la causa. Y por si quedaran dudas de que la voluntad es
ley, ahí está el neosanto Juan XXIII, que ni siquiera necesitó de un segundo
milagro para treparse a los altares.
Viene a comprobarse, de pasada, una de las
más ominosas facetas de la protestantización de la Iglesia: la que haría
oportuna la aplicación, en la hora actual, de aquel lamentable principio de Cuius regio, eius religio, el mismo que
se impuso en la paz de Augsburgo como una salida pragmática a la amenaza de un
rebrote crónico de las guerras de religión en los dominios imperiales de Carlos
V. Esto supuso sancionar, para los países protestantes, el finiquito de la
catolicidad y la definitiva subordinación de lo religioso a lo político: la
rápida subdivisión del cisma en iglesias nacionales es la prueba más tangible
de ello. Para ruina de la Iglesia, los patológicos antojos de Bergoglio y la
ñoñez del neo-católico medio hicieron posible la importación de la vieja
fórmula, que puede traducirse en nuestro caso como «según lo piense Francisco, así habrá de creerse», incluyendo la más
paladina revisión de la doctrina del pecado original, haciendo ahora a la
desigualdad «la raíz de los males sociales» (ver
aquí). Queda clara la escisión, la quiebra del vínculo con todas las
generaciones que nos precedieron en la fe, el abandono de la catolicidad. Con
razón el blogue angloparlante de Mundabor,
con justo fastidio, después de asentarle al pontífice el remoquete de Destroyer ("Destructor"), se
sirve recordar la enseñanza genuinamente católica acerca del origen de los
males sociales: «la rebelión a la ley de Dios de parte de nuestros primeros
padres -una rebelión que todos arrastramos con nosotros, y que está en la raíz
misma de la pecaminosidad del hombre- es la que ha causado al mundo el ser
afectado por guerra, hambre, peste, pobreza, pervertidos, comunistas, curas del
Vaticano II y Jorge Bergoglios. El mensaje cristiano ha sido siempre claro».
Se
impone a la vista: la Iglesia ya no sólo se ha dejado invadir por el virus
mortal, sino que incluso ha dado al traste con las formas. La desvergüenza lo
invade todo. No bastaba que la deriva postconciliar hubiera visto decaer
dramáticamente las vocaciones religiosas, hubiese olvidado el decoro de las
celebraciones y la pureza de la doctrina: ahora debemos tragarnos las
veleidades de las monjas pop-stars y
las coreografías con obispos bailando el ula-ula.
Para coronar la obra, un triunfalismo tan impúdico como canallesco viene a
encubrir a los responsables últimos, ofreciéndolos como modelos a imitar.
Pasa como en el transporte público de
pasajeros en las "horas pico", con la unidad atiborrada de gentes que
viajan como sardinas enlatadas, y el aire falta, y los pulmones gimen por una
bocanada de aire fresco. No va que en esas circunstancias opresivas, paroxísticas,
no falta el gracioso oculto que se pone a pedorrear, como quien quisiera hacer
sucumbir con crueles bromas a los agonizantes.
Algo así nos resulta el pontificado de
Destroyer y sus socios en la empresa de demoliciones. Que si continúan
dispuestos a contrapuntearle a la crisis con jaranas, habrá que temer les
repliquen desde arriba con nuevos signos de advertencia, en una santa porfía
que involucra a las causas segundas como actores. Algo muy grave debe estar
exigiendo que el acostumbrado silencio de Dios ceda el paso a la elocuencia de
los signos, desde aquel rayo sobre la cúpula de san Pedro el día de la renuncia
de Benedicto, a la gaviota (larus
argentatus) posada en la chimenea de la Sixtina momentos antes de la fumata
blanca -misma ave que, acompañada de un cuervo, atacó a una paloma soltada
desde la ventana de la Loggia posteriormente por Francisco. Para no aludir a la
desgraciada muerte de un joven residente en la calle Juan XXIII de Bérgamo, dos
días antes de la canonización conjunta de Wojtyla y Roncalli, aplastado por un
crucifijo erigido en 1998 en honor de Juan Pablo II con ocasión de su visita a
Brescia (cuna del próximo beato Paulo VI). La última, un día antes de la doble
canonización, fue la mutilación
de una mano de la Madonnina de Civitavecchia (otrora honrada por el papa
polaco) por la caída inopinada de la corona de oro que llevaba sobre su cabeza.
El
valor de estas curiosas evidencias, se descuenta, es persuasivo más que
probatorio. La escalada, con todo, se anuncia imparable. Dios también parece
decidido a dar al traste con las formas, es decir, con la serena disposición
habitual de las cosas. Huelga decir que el Señor apuntaba al creciente
dramatismo esjatológico cuando previno, para nuestro mayor consuelo, aquello de
maiora videbitis.
Visto
en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista