Elogio de los grandes sinvergüenzas
Se
ha dicho que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”. Tal
parece la clave para entender este artículo en "elogio" de los grandes sinvergüenzas, pecadores con
sentido del pecado, lo cual los diferencia de los auténticos sinvergüenzas. Por desgracia, se promueve hoy el consumo de la kasperina, una droga peligrosa que puede funcionar como verdadero opio de los pecadores.
Elogio de los
grandes sinvergüenzas.
Por Jacinto
Choza
Hace unos
cuantos años que vengo notando en nuestra sociedad la falta de unos elementos
claves para la buena forma psíquica de todos sus ciudadanos. Antes de que
comenzase la floración literaria sobre los rasgos neuróticos de nuestro tiempo
venía sintiendo una nostalgia imprecisa, que por fin he logrado saber a qué se
refería: lo que nos faltan son grandes sinvergüenzas. Es lamentable, pero es
así.
Si me dedico a
escribir estas líneas es porque no se ha reconocido aún que los grandes
sinvergüenzas han desempeñado en la historia un papel altamente benéfico.
Digamos que escribo por una deuda de gratitud hacia ellos, por un «deber de
justicia». Cuando faltan grandes sinvergüenzas, como es nuestro caso, la salud
psíquica de los pueblos parece que se resiente de un modo alarmante.
Para no herir
susceptibilidades, me voy a situar en el siglo XVI, que, sospecho, queda lo
suficientemente lejano como para no desatar pasiones. Por ejemplo, una cuestión
sucesoria puede tener tal efecto, pero si se trata de la sucesión de Felipe el
Hermoso, cualquier contemporáneo podrá considerarla sin que se altere su ritmo
cardíaco.
Pues bien, yo
siento nostalgia de formidables sinvergüenzas como Lope de Vega y Felipe II. Fueron
grandes sinvergüenzas y fueron inauténticos: mejor aún, en su inautenticidad
estribaba su grandeza. De ninguno de ellos puede decirse que obrara siempre de
acuerdo con sus convicciones más íntimas y sus más básicos principios, que es
lo más definitorio de la actitud ética contemporánea llamada autenticidad.
Es grato, por
demás, que nuestra época tributa culto a los hombres auténticos por serlo, pero
es ingrato que deteste a otros por lo mismo. Si nos atenemos a lo que significa
«ser auténticos», tanto como Che Guevara lo fue don Adolfo Hitler y el señor
Faruk. No logro explicarme por qué, siendo tan democrática e igualitarista la
sociedad contemporánea, goza con un culto tan arbitrariamente unilateral.
Volvamos a
nuestro siglo XVI. En él cabe admirar a Felipe II y a Lope de Vega porque eran
inauténticos, y sobre todo, porque lo eran en ese aspecto tan trascendental de
la vida de un hombre que es su relación con la mujer; mejor dicho, con las
mujeres.
El magnífico
Lope no abandonó el ejercicio de su ministerio sacerdotal porque lo creyera
imprescindible para alcanzar la plenitud de esa madurez humana de la que tanto
se habla hoy, o porque considerase que debía comportarse así en virtud de sus
principios básicos. No señor. El gran Lope abandonó su ministerio porque,
descuidando el fervor por el que mantenía la vista alzada al cielo, la dejó
resbalar hacia la tierra, y comprobó que el animal racional femenino continuaba
siendo una criatura fascinante.
Efectivamente,
las mujeres pueden contarse entre las criaturas más hermosas de la tierra
—sobre todo algunas— y sólo su belleza hace comprensible muchas locuras, a
condición de que realmente la posean. Lope era un apasionado de la belleza y
era un hombre. Hubiera sido una falta de galantería, e incluso de virilidad,
basar su conducta en otros principios que no fueran la belleza de sus damas.
Lope, que era un hombre y un esteta, no tuvo necesidad de inventar ningún
principio psicológico ni teológico: las amó, sencillamente, porque eran
hermosas; y por ellas abandonó sus principios más íntimos y sus convicciones
más básicas.
Felipe II es,
con todo, el más genial de los grandes sinvergüenzas, y, por consiguiente,
aquél hacia el que deberíamos dirigir nuestra gratitud en mayor medida. Lo
entenderemos bien si lo relacionamos con su colega Enrique VIII de Inglaterra.
El rey Felipe
no era un hombre tan seco y adusto como nos ha hecho creer Tiziano. Era amante
de la buena mesa y del buen vino, tenía en su dormitorio un cuadro de las tres
gracias, y disfrutó de las mujeres más hermosas. En esto no actuaba el rey
Felipe según las convicciones más básicas y los más íntimos principios de su
Serenísima Majestad Católica. No era auténtico; pero para resolver sus
incongruencias se sometía al juicio y a las amonestaciones de un sencillo
fraile que le absolvía de sus pecados.
Su colega
Enrique VIII, tal vez porque contaba con más cortesanos y con menos damas, tuvo
que exigir el beneplácito de toda una «Conferencia Episcopal» para disfrutar de
una sola mujer lo que Felipe disfrutó de muchas, sometiéndose luego a las
recriminaciones de un solo presbítero.
El bueno de
Enrique no quiso obrar en contra de sus más íntimas convicciones y de sus más
básicos principios —que eran, por lo demás, los de todos sus compatriotas—, y
en aras de la «autenticidad», para evitar que sus deseos fueran deshonestos,
convirtió en honesto lo que deseaba. Para ello tuvo que hacer pasar por entre
las dos sábanas de su lecho las conciencias de todos sus compatriotas, pero la
autenticidad lo exigía. Enrique no quiso ser un sinvergüenza inauténtico, y se
convirtió en un auténtico sinvergüenza. Ahí empieza a deteriorarse la salud
mental de un pueblo.
Que un hombre
abandone sus principios básicos por una mujer, dejando los principios básicos
donde estaban, es reprobable, pero dice bastante en favor de ese hombre —y
mucho en favor de esa mujer—: ese hombre podrá volver a sus principios cuando
quiera, porque seguirán estando donde los había dejado.
Que un hombre
lleve consigo sus principios, haciéndolos cambiar con sus deseos, dice poco en
favor de la mujer, a la que ya no se ama por una cuestión de belleza, sino por
una cuestión de principios, y dice menos en favor del hombre: porque el que se
lleva consigo sus propios principios, en lugar de abandonarlos, nunca podrá volver
a donde los había dejado, sencillamente, porque ya no están en ninguna parte.
A partir de ese
momento, seducir damas recién casadas o novicias, abandonar el ministerio
sacerdotal por una mujer, o cobijar en el regio tálamo a un sinfín de ellas, es
una vulgaridad al alcance de cualquier mediocre: sencillamente, porque las han
«convertido» en acciones indiferentes.
Los grandes
sinvergüenzas podían arriesgar su alma a sabiendas por una mujer hermosa, pero
tenía que serlo en grado sumo; les cabía la posibilidad de condenarse por un
acto arriesgado y voluntario, pero sobre todo, les cabía la posibilidad de
arrepentirse. A los auténticos sinvergüenzas no les cabe más que condenarse por
acciones vulgares, después de haberse cortado a sí mismos la retirada hacia el
arrepentimiento.
Los grandes
sinvergüenzas nunca pretendieron justificar sus acciones, pero todos las
comprendemos. Para seducir a una fémina jamás necesitaron el apoyo de los
teólogos salmantinos: se apoyaron exclusivamente en su galantería. Y en la aventura
que ellos sabían reprobable y arriesgada brillaba el vigor de su carácter y el
romanticismo de la gran pasión. Sabían que obraban mal, pero el arrepentimiento
y la absolución tenían para sus almas un efecto tan saludable como un buen
baño, un buen almuerzo y una buena siesta para sus cuerpos. Su salud psíquica
era envidiable. Los auténticos sinvergüenzas han echado a perder la salud de
los pueblos.
Una mujer
hermosa hace comprensibles muchas locuras —dije—, pero no todas: hace
comprensible que un hombre abandone sus principios, pero no que los borre. La
supresión de los principios tiene la ventaja de que ya no es posible hacer el
mal, pero tiene el inconveniente de que tampoco se puede hacer el bien. Si
ninguna acción es reprobable, por el mismo motivo ninguna es enaltecible. La
supresión de los principios es la supresión de las lealtades, y si nada se
prescribe, ni siquiera el amor es meritorio: en el caso de Lope, esto significa
que abandonar los principios por la mujer no es mejor ni peor que renunciar a
la mujer por los principios. Cuando todo es indiferente, la vida de los hombres
y de los pueblos se estanca en esa terrorífica enfermedad que es el
aburrimiento puro, porque el heroísmo y el riesgo son ya imposibles.
Los grandes
sinvergüenzas, con su inautenticidad, contribuyeron a mantener la salud
psíquica de los pueblos. Nuestra gratitud hacia ellos es un «deber de
justicia»: porque dejaron la verdad donde estaba, su autenticidad era virtud;
su inautenticidad, pasión; sus amoríos, pecados; sus amadas, hermosas; su
arrepentimiento, salvación; y su vida, una emocionante aventura que, al menos
no dejaba resquicios para el hastío y la indiferencia.