¿QUÉ HAGO, MI GENERAL?
Por: Fernando Morales
Si bien la noticia tomó estado público
la semana anterior, hace ya varios meses
que las fuerzas armadas han comenzado a realizar tareas de “ayuda social” en
barrios carenciados del gran Buenos Aires y de la Capital Federal.
Promediando abril, el Ejército puso
por primera vez sus pies en un barrio carenciado porteño, ya no para imponer
las rígidas normas del estado de sitio, ni para buscar terroristas armados,
sino para llevar algo de bienestar a quienes más lo necesitan. La Armada, por
su parte, hace tiempo trabaja en tareas sanitarias en la villa 31, la que le ha
sido asignada por cuestiones de proximidad.
Enfermeros y médicos del cuerpo sanitario naval, relevan el estado de
salud de la población local y tropas del cuartel del Estado Mayor General de la
Armada realizan tareas varias de saneamiento y urbanización.
Escribir el anterior párrafo casi me
hace creer que cualquiera de mis tantos amigos lectores llegarán a las lágrimas
al ver cómo finalmente la sociedad civil y la militar se confunden en un abrazo
fraterno sellando para siempre cualquier diferencia que pudiera haber existido.
Dije bien; casi…..
Coroneles, capitanes, cabos y
soldados, bajo la atenta mirada del
superior comando operacional de “La Cámpora” y Madres de Plaza de Mayo, han
de desplegar su arte ciencia oficio y profesión para la realización de tareas
que podríamos denominar “ramos generales”, zanjear una calle, destapar un baño,
levantar un muro, podar los árboles y tal vez sacar a pasear a los perros. Todo
vale para el operativo “subordinación y valor”.
Será así que nuestras tropas conocerán
un novedoso aspecto de su carrera militar, ésa a la que voluntariamente
entregaron sus cuerpos y almas, obligándose a tomar las armas en defensa de la
Patria, a someterse a un régimen laboral con condiciones especiales y a –
llegado el caso- entregar su vida en cumplimiento del deber.
Este nuevo rol social, presupone un
cambio radical en su “contrato” con el Estado Nacional.
Menos mal que no se encuentran
agremiados, ya que cualquier aprendiz de delegado se haría un picnic con
la demanda laboral que por ejemplo haría un obrero de la construcción al que
quisieran poner a realizar tareas ajenas a su convenio colectivo de trabajo.
Pero, hasta donde podemos saber, las
directivas políticas han sido tomadas con una alta dosis de profesionalismo
castrense y otro tanto de resignación y
nadie piensa en un planteo militar por trocar el fusil por la pala o la escoba.
Ahora bien, como junto con las nuevas
tareas, se ha instruido a los mandos militares de todo lo que no pueden hacer
para no afectar la sensibilidad de la población, han comenzado a surgir algunas
dudas. El personal en “operaciones” tiene absolutamente prohibido intervenir en
cuestiones de seguridad interior. Las ordenes son claras y contundentes: “van
como obreros no como policías”
El problema radica en que- sea en una villa de emergencia o en el
coqueto barrio de la Recoleta-, la concurrencia diaria del personal militar a
cumplir sus labores, terminará tarde temprano en la inevitable situación que
hará que un militar presencie “in situ” la ejecución de un delito. Sea éste relacionado con la droga, la
presencia de armas ilegales, la violencia de género, el robo o lo que podamos
imaginar, la directiva es la misma: “no intervenir en asuntos internos de
seguridad”; “hagan de cuenta que son empleados de una empresa
constructora”, fueron las órdenes que recibió un oficial naval como respuesta a
su inquietud.
La pequeña y sutil diferencia, entre
quienes ejercen el noble oficio de la construcción y un cabo del Ejército o la
Marina puesto a fratachar una medianera, es que estos últimos, al igual que sus
jefes superiores (ministro de Defensa incluido), revisten la calidad de
funcionarios públicos. Esto los coloca en la incómoda posición de deber
obligatoriamente dar por lo menos parte a las autoridades judiciales de
cualquier ilícito del que tomen conocimiento. No hacerlo los coloca sin
excepción en las puertas de una acción penal en su contra. Y ni siquiera
entramos a considerar qué puede pasar con un funcionario militar que, en
presencia de un delito in fraganti, mira para otro lado.
Por muy nacional y popular que pueda
parecer, y a diferencia del muy razonable uso de las tropas cuando ocurre una
catástrofe natural o un siniestro de proporciones (hemos abordado el tema
recientemente), sacar a los soldados a
la calle para cualquier cosa no es algo que parezca muy lógico.
Tal vez las autoridades no se han dado
cuenta de que disponen ya de otro
ejército, mucho más numeroso que la suma de hombres y mujeres de las tres FFAA
juntas. Me refiero al ejército que
conforman los beneficiarios de los
planes, no trabajar, no estudiar, procrear y progresar y tantos otros en los que el Estado Nacional invierte miles
de millones de pesos sin pedir nada; absolutamente nada a cambio.
Tal vez sería bueno que profesionales
de nuestras fuerzas, pudieran contar con toda esa gente que se ve “privada” de
la bendición de contar con un trabajo digno y debe conformarse con recibir un
subsidio sin poder demostrar su voluntad de trabajar, y enseñarles un
oficio. Qué bueno sería que, sin llegar
a incorporarlos bajo estado militar,
nuestros militares ingenieros, médicos, arquitectos, informáticos,
etcétera, brindaran parte de sus conocimientos a tanto desocupado a sueldo y,
como dice el viejo proverbio, les comenzaran a enseñar a pescar para ya no
tener que darles pescado.
Pero lógicamente, tal vez hacer eso presuponga la estigmatización del subsidiado, atente
contra la dignidad social, viole alguna remota convención protectora de los
derechos humanos o lo que es peor, nos reste algunos votitos a la hora del
próximo acto electoral.
Lo inevitablemente cierto es que, en
breve, luego de terminar la jornada
laboral, algún cabo; sargento o teniente se presentará ante su comandante para
explicarle que algo pasó delante de sus
ojos mientras le reparaba el calefón a una familia carenciada cuyos planes
sociales sumados superan largamente sus propios ingresos como soldado de la
Patria, o mientras zanjeaba una calle interna en un asentamiento. Desde la comodidad de su despacho el
desafortunado oficial superior deberá hacer malabares para responder la
pregunta que hoy por hoy nadie quiere escuchar: “Presencié un delito; dígame…. ¿qué hago mi General?